viernes, 1 de junio de 2018
HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 17
Estaba claro que debían ser prácticos, pero tenía que hacer uso de todo su disciplina para controlar su temperamento.
Desde que supo cuál era la situación había sabido lo que debía hacer y lo dejaba atónito que su oferta de matrimonio hubiera sido rechazada. Pero, evidentemente, Paula no pensaba lo mismo. Tal vez debido a las hormonas. O tal vez porque no razonaba como la mayoría de los seres humanos, al menos en el caso de las mujeres. Tenía razón al decir que la mayoría de ellas hubieran aceptado de inmediato.
Paula sabía que Pedro sólo le había propuesto matrimonio para aliviar su conciencia. Siendo una persona decente había cumplido con su obligación, pero la oferta había sido rechazada de modo que era hora de seguir adelante.
Prácticamente podía oír su suspiro de satisfacción.
—Bueno, tendrás que quedarte un par de días, me imagino. Si no, a mis padres les parecería un poco raro...
Pedro se cruzó de brazos y ella se pasó la lengua por los labios, intentando animarse a sí misma.
—Luego tendrás que volver a Londres. No puedes quedarte aquí para siempre porque tienes mucho trabajo. Mis padres saben que eres un hombre de negocios y...
—¿Y qué harás tú?
—Quedarme aquí, por supuesto.
—¿Cómo que por supuesto? ¿A tus padres no les parecería raro que me fuera y te dejase aquí?
Aquella historia tenía más agujeros que un colador y Pedro tuvo que contenerse para no decírselo con toda claridad.
—Siempre podría decirles que vamos a reunirnos más adelante, que por el momento y en mi estado prefiero quedarme con ellos porque tú tienes que viajar...
—¿No habíamos dejado claro que no iba a volver a África?
—Pero viajas mucho, ¿no? ¿Por qué no me ayudas un poco? ¿No te das cuenta de que estoy intentando encontrar una solución que nos convenga a los dos?
—Creo que lo que deberíamos hacer es dormir un poco —suspiró él, tumbándose en la cama.
—Pero no hemos aclarado nada.
—Estoy cansado, quiero dormir un rato. Pero tú puedes dejar que esa fértil imaginación tuya te diga cuál debe ser el siguiente paso —Pedro se puso de lado, dándole la espalda.
Cinco minutos después Paula notó que se había quedado dormido, pero ella tardó una hora en conciliar el sueño. Una hora durante la cual se le durmieron la pierna y el brazo derechos por tenerlos inmóviles durante tanto rato.
Cuando abrió los ojos se encontró cara a cara con Pedro, casi rozando su nariz. Mientras dormían, ella había metido una pierna entre sus muslos y él tenía un brazo sobre su cintura.
Como una ladrona, aprovechó la oportunidad para mirarlo a placer, para expresar sus sentimientos. Le gustaría alargar la mano para trazar el contorno de su boca y su nariz. Solía hacer eso cuando eran amantes y a él le parecía divertido entonces que lo mirase como si fuera el hombre más atractivo de la tierra.
Estaba haciendo una lista de todo lo que le parecía atractivo cuando él abrió los ojos. Paula intentó apartarse, pero Pedro la sujetó.
—Estás despierto —murmuró, sin saber qué decir. Y él se limitó a sonreír mientras enredaba los dedos en su pelo.
Paula ya no fingía querer apartarse, notó. Y el silencio era tan espeso que podía oír su agitada respiración. No se había dado cuenta de lo silencioso que era aquel pueblo, pero él estaba acostumbrado al estruendo de las grandes ciudades...
Estaba excitado y supo que Paula se había dado cuenta cuando la oyó suspirar. Aunque sólo estuvieron juntos quince días, había sido una experiencia tan intensa que parecía capaz de leer hasta sus más pequeñas reacciones.
Como por ejemplo que se hubiera movido un milímetro para estar más cerca. Y se dio cuenta de que él mismo estaba conteniendo el aliento.
—Te he echado de menos —le confesó—. Te fuiste y no podía dejar de pensar en ti.
Paula sintió como si un golpe de aire la hubiera llevado al cielo. Suspirando, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás cuando Pedro empezó a acariciarla.
—He pensado en tocarte mil veces —murmuró—. Tus pechos son más grandes ahora.
—Sí —asintió ella, casi sin voz.
—Y tus pezones también, ¿verdad?
—Espera... —Paula sentía como si tuviera fiebre. No, como si se hubiera declarado un incendio en su interior, que era lo que había sentido en cuanto entró por la puerta.
—Calla —Pedro se inclinó hacia delante y Paula abrió los labios para recibir la invasión de su lengua. El beso era apasionado, urgente, y cuando lo sintió palpitar sobre ella deseó librarse del pijama que se había puesto para evitar el encuentro—. Quiero verte —dijo él con voz ronca.
No le dio tiempo a contestar. En aquel momento estaba rendida y no quería que se pusiera a la defensiva otra vez.
De modo que levantó la chaqueta del pijama para besar sus pechos, preguntándose cómo había podido engañarse al pensar que su vida volvería a la normalidad en cuanto regresara a Londres. ¿Qué tenía aquella mujer que lo volvía loco y le hacía perder el control de esa manera?, se preguntó.
Jadeando, pasó la lengua por sus aureolas, más grandes y oscuras que antes. Su cuerpo estaba preparándose para dar a luz y, no sabía por qué, pensar eso lo excitaba. Envolvió uno de sus pezones con los labios y empezó a tirar de él suavemente, disfrutando al notar que temblaba. Con una mano acariciaba sus pechos mientras bajaba la otra hasta la curva de su abdomen que había estado escondida bajo el jersey. Siguió bajando hasta tocar el elástico del pijama y tiró hacia abajo.
Mareada de sensaciones, Paula arqueó la espalda y, al notar el roce de su barba mientras chupaba el pezón, enredó apasionadamente los dedos en su pelo. Y, sin pensar, se encontró diciéndole que no parase.
Pedro murmuraba palabras dulces sobre los cambios en su cuerpo y esas palabras eran tan eróticas como sus caricias.
Tan eróticas como los besos que depositaba en su abdomen, en su vientre, en el interior de sus muslos... hasta darle el más íntimo de todos. Paula levantó las caderas ante el exquisito tormento que la llevaba al borde del precipicio. Lo había hecho otras veces, llevarla hasta el borde para esperar luego, pero en esta ocasión, antes de que pudiera echarse atrás, Paula cayó por el precipicio, las olas de placer sacudiendo su cuerpo. Y cuando por fin se calmó, Pedro la miraba, sonriendo.
—¿Estás bien?
Paula murmuró algo ininteligible que lo hizo sonreír aún más.
—No deberíamos haberlo hecho —consiguió decir después.
—¿Por qué utilizas el pasado? Yo te encuentro muy sexy.
—No, no es verdad.
—Para mí sí —Pedro abrió sus piernas con una mano, acariciando la húmeda entrada de su cueva—. Los hombres somos criaturas muy sencillas — dijo luego, rozándola con su miembro—. Y una demostración de virilidad siempre es satisfactoria. Es muy machista, ya lo sé.
Nunca antes se había sentido tan liberado cuando entró ella, con cuidado al principio, más rápido después, más fuerte cuando ella lo animó. Desde la primera vez que hicieron el amor sus cuerpos parecían llevar el mismo ritmo; un ritmo no se había perdido en esos meses de separación. Se movían como si fueran uno solo. Tal vez por eso hacer el amor con ella siempre había sido una experiencia tan asombrosa.
Agotado después de un orgasmo que había sido uno de los mejores de su vida, Pedro se tumbó de espaldas, contento porque las cosas se habían solucionado entre ellos.
—Ha sido un error.
Tardó un momento en registrar las palabras de Paula y se volvió hacia ella pensando que no había oído bien.
—¿De qué estás hablando?
—No deberíamos haber hecho el amor. Ahora voy a tener que darme una ducha y me voy a congelar porque se ha apagado la calefacción —Paula iba a levantarse de la cama, pero él la sujetó.
—No tan rápido. ¿Por qué no deberíamos haber hecho el amor? No te he oído quejarte hace cinco minutos.
‐No estoy diciendo que no me sienta atraída por ti, pero eso no significa nada.
—No sabes lo que dices.
‐¿Ah no? ¿Crees que me conoces mejor que yo misma?
—Sí —contestó él—. Sé, por ejemplo, que no tienes ni idea de cómo llevar esta situación.
‐¿Cómo te atreves?
—Me atrevo porque voy a tener que pensar por los dos —dijo Pedro entonces—. Y no vuelvas a enfadarte, yo te he escuchado y ahora te toca escuchar a ti la voz de la razón.
—No me lo puedo creer. ¿La voz de la razón?
—Pues empieza a creerlo porque es muy sencillo. Estás embarazada y, te guste o no, yo no tengo intención de desaparecer de tu vida. No pienso irme a Afganistán a abrir un centro médico ni a África para ver cómo van los ambulatorios. Y tampoco pienso convertirme en el frío ex amante que te deja tirada al saber que estás embarazada. Enfréntate a eso y puede que lleguemos a algún sitio.
—Muy bien, tal vez no tengas que desaparecer. Estoy dispuesta a aceptar que veas al niño...
—Ah, qué generoso por tu parte —la interrumpió Pedro, irónico—. ¿Qué sugieres, que venga a verte una vez al mes para ver cómo van las cosas?
‐No sería tan difícil. No se tarda nada.
‐Yo vivo en Londres y en Londres es donde vivirás tú —Pedro se pasó una mano por el pelo, frustrado. ¿Qué le pasaba a aquella mujer? ¿Por qué estaba en desacuerdo con él cuando había aceptado la paternidad del niño de manera tan generosa?
—¿Crees que puedes ganarte mi afecto forzándome a hacer algo que no quiero?
—¿Forzándote a hacer...? Te he ofrecido matrimonio y me has rechazado, aunque sería la solución más razonable. Además, no es que no nos sintamos atraídos el uno por el otro. Puedes decir que ha sido un error, pero sólo estábamos haciendo lo que hacen dos personas que se gustan.
—Y, en tu opinión, el sexo y el sentido del deber son suficientes para un matrimonio, ¿no? ¿Si hubieras dejado embarazada a otra mujer lo habrías solucionado de la misma forma, con un matrimonio de conveniencia?
—Esa es una situación hipotética, de modo que no tengo por qué contestar. La cuestión es que no hay otra mujer —dijo él.
Pero, aunque no estaba acostumbrado a darle vueltas a las cosas, debía reconocer que tenía dudas sobre si habría querido casarse con otra mujer en la misma situación. Tal vez porque ninguna de las chicas con las que había salido lo atraía como Paula. Tal vez porque su relación se había roto abruptamente.
Pero no ganaba nada pensando en ello.
—Me atacas por querer casarme contigo, pero no te has parado a pensar que sería beneficioso para el niño tener un padre y una madre. Yo vengo de una familia muy convencional y tú también. No sé por qué crees que ser madre soltera es lo mejor.
—No he dicho que fuera lo mejor. Estás poniendo palabras en mi boca.
—Estoy poniendo ideas sensatas en tu cabeza.
—No digas tonterías —replicó Paula
Pero empezó a pensar cómo habría sido crecer sin tener a su padre y a su madre... No, se dijo a sí misma, Pedro estaba intentando hacer que se sintiera egoísta. Egoísta por no querer casarse con un hombre que ni la quería ni la respetaba. Pedro aceptaba que el sexo estaba bien y tal vez lo veía como una especie de extra. Y si no estuviera enamorada de él, tal vez también ella pensaría lo mismo. Pero estaba enamorada y aceptar un matrimonio de conveniencia sería como echar sal sobre una herida abierta.
‐No es sensato hipotecar tu vida por algo tan convencional. Dos personas que no son felices no pueden educar a un niño. Sí, un padre y una madre es la situación ideal, pero sólo si son felices.
‐Pues hace unos minutos éramos muy felices —le recordó Pedro—. Y si me das la oportunidad, podríamos volver a serlo...
‐¡No vamos a hacerlo otra vez! Ha sido un momento de locura.
—Tuvimos muchos de ésos cuando estábamos en Barbados. Pero todo tiene su precio.
—Mira, estoy dispuesta a que seamos amigos —dijo Paula entonces, intentando disimular una mueca. Decirle que podían ser amigos cuando estaba en la cama con él, después de haber hecho el amor... casi le daban ganas de soltar una carcajada histérica—. Estoy dispuesta a dejar que... en fin, que formes parte de la vida del niño para acallar tu conciencia.
Pedro no estaba de acuerdo. Tenían un problema y él había encontrado la manera de solucionarlo, de modo que no entendía por qué estaba siendo tan obstinada. ¿Y qué era eso de ser amigos? Que Paula se sintiera tan atraída por él como él por ella dejaba claro que eso era imposible.
—Pero no deberíamos negarnos a nosotros mismos la posibilidad de encontrar a otra persona y ser felices —estaba diciendo en ese momento.
—¿Qué significa eso?
—Que podría haber otra persona para mí, un hombre que quisiera casarse conmigo porque me quiere, no por su sentido del deber.
Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para no saltar de la cama. Pensar en ella con otro hombre le resultaba intolerable.
—¿Qué clase de hombre? ¿Alguien de aquí?
—No lo sé.
Conocía a muchos chicos del pueblo, pero sabía que todos saldrían corriendo ante la idea de casarse con una mujer que esperaba un hijo de otro hombre. Era un pensamiento deprimente, pero más deprimente aún era saber que ella no miraría a ningún hombre teniendo a Pedro en el corazón.
—Sólo un santo querría salir con una mujer embarazada de otro hombre —dijo Pedro—. Especialmente otro hombre que no tiene intención de dejarle el campo libre.
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