domingo, 27 de mayo de 2018
HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 1
EN EL AGRADABLE y fresco interior de su Mercedes negro, Pedro Alfonso miraba el ajetreo de las calurosas calles de Roma escondido tras sus gafas de sol de diseño.
Aquella parte de la ciudad le resultaba tan familiar como su apartamento en Londres, donde vivía la mayor parte del año. Aunque volvía a menudo a Roma para visitar a su familia.
Había crecido allí y allí había ido al colegio, disfrutando de la vida regalada de la clase alta italiana, pero se independizó cuando fue a la universidad en Inglaterra. Resultaba agradable y un poco claustrofóbico a la vez estar allí, aunque fuera sólo durante una semana, y sería un alivio volver al relativo anonimato de las calles de Londres.
Pedro frunció el ceño al pensar en la conversación que acababa de mantener con su madre y su abuelo, que habían conspirado para recordarle, durante un suntuoso almuerzo celebrado con innecesaria formalidad en el opulento comedor de la casa de su abuelo, el paso del tiempo y la necesidad de que sentase la cabeza.
Había sido un asalto de militar precisión, con su madre a un lado rogándole que buscase una buena chica y su abuelo al otro recordándole que era mayor y no se encontraba bien de salud, como si fuera un centenario decrépito y no un hombre de setenta y ocho años con una salud de hierro.
—Hay una chica estupenda —empezó a decir su madre, mirándolo a los ojos para ver si esa información caía en terreno fértil.
Pero no era así, él no tenía la menor intención de casarse por el momento y siempre había sido firme sobre ese punto.
Por supuesto, era una pena tener que ver sus caras de desilusión, pero aquella pareja podía ser más temible que un tren de carga a toda velocidad. Si se mostraba blando empezarían a sacarse candidatas de la manga.
Tuvo que sonreír mientras se quitaba las gafas de sol para mirar las hordas de compradores que entraban en las elegantes tiendas de diseño, como si la palabra «crisis» no formase parte de su vocabulario.
Sin pensarlo más, Pedro golpeó el cristal que lo separaba del conductor y se inclinó hacia delante para decirle a Enrico que quería bajarse allí.
—Tengo que hacer un recado para mi madre, volveré en taxi.
—Pero hace mucho calor...
Enrico, que había sido el conductor de la familia desde siempre, puso cara de susto.
—No soy una damisela victoriana, podré soportarlo —bromeó Pedro—. Mira a toda esa gente. Nadie parece desmayarse por el calor.
—Pero son mujeres, están hechas para ir de compras haga el tiempo que haga.
Pedro seguía sonriendo mientras salía del coche, poniéndose las gafas de sol.
Se daba cuenta de las miradas de admiración femenina que despertaba y estaba seguro de que si aminoraba el paso, alguna guapa morena se acercaría a decirle algo. Aunque ya no residía en la ciudad, su rostro era muy conocido en ciertos círculos y durante sus visitas a Roma nunca faltaba alguna invitación femenina.
Aunque, al contrario de lo que pensaba su madre, él solía ser discreto. Y eso lo llevó a pensar de nuevo en los esfuerzos casamenteros de su familia. Él no tenía nada contra la institución del matrimonio en sí y tampoco imaginaba una vida sin hijos, pero más adelante, cuando fuera un poco mayor.
Tal vez su visión de la vida estaba marcada por el feliz matrimonio de sus padres. Aunque debería ser al revés. Sus padres, que eran novios desde el instituto, almas gemelas, como sacados de un cuento de hadas, habían sido muy felices hasta que su padre murió cinco años atrás. Su madre seguía vistiendo de luto, llevaba fotografías suyas en el bolso y se refería frecuentemente a él en presente.
En una época de divorcios rápidos, buscavidas y mujeres dispuestas a todo para conseguir un marido rico, ¿qué posibilidades había de encontrar a la mujer de su vida?
Tardó veinte minutos en llegar al edificio al que su madre le había pedido que llevase personalmente una delicada orquídea. Era un regalo para alguien que la había ayudado a organizar una cena benéfica. Su madre se marchaba a la finca, a las afueras de Roma, y la orquídea, le había dicho, no podía esperar.
Y tampoco confiaba en enviarla por mensajero, de modo que tenía que hacerlo él personalmente.
En realidad, Pedro creía que era un pequeño castigo por haber desechado a sus candidatas, pero hacer un recado era un precio que estaba dispuesto a pagar.
Aunque el paseo no había sido precisamente agradable porque rara vez iba caminando a ningún sitio. Su vida era muy cómoda, con un conductor en Londres que lo llevaba a todas partes. Además, caminar por caminar era una pérdida de tiempo para alguien que trabajaba tantas horas.
El conserje del lujoso edificio de apartamentos le indicó el camino hacia los ascensores sin hacer ninguna pregunta porque, incluso vestido de manera informal, Pedro destilaba una seguridad que le abría cualquier puerta. El conserje no le había pedido que se identificase y él no hubiera esperado que lo hiciera.
Pero en lugar de tomar el ascensor decidió subir por la escalera de mármol, cubierta por una elegante alfombra de color granate. Pero nadie contestó cuando llamó al timbre. Y tampoco contestó su madre cuando la llamó al móvil para decirle que no podría cumplir el encargo.
¿Qué podía hacer, con una carísima flor en la mano y sin nadie a quien entregársela?
Mascullando una maldición, decidió golpear la puerta con el puño. Como en todos los apartamentos lujosos del mundo, había un silencio total en el rellano.
El sabía por experiencia propia que los ricos rara vez solían pararse a charlar con los vecinos.
Francamente, él no tenía tiempo para charlar con nadie en el ascensor y, por suerte, no tenía que hacerlo porque contaba con un ascensor privado que iba directamente a su ático.
Pedro volvió a golpear la puerta y, unos segundos después, oyó ruido de pasos en el interior.
HIJO DE UNA NOCHE: SINOPSIS
El millonario no iba a dejarla escapar tan fácilmente…
Pero Paula no era una chica de la alta sociedad, sino una joven estudiante extranjera que estaba cuidando un apartamento de lujo en el centro de Roma cuando se dejó llevar por la tentación de probarse uno de los elegantes vestidos de la propietaria. No había sitio para ella en la vida de Pedro y cuando descubrió que estaba embarazada decidió salir huyendo.
sábado, 26 de mayo de 2018
BAJO OTRA IDENTIDAD: EPILOGO
Un año atrás, Paula había alabado en todas las entrevistas que le hicieron la calidad de la enseñanza que se impartía en el instituto Roosevelt, así como el heroísmo de la subdirectora y el profesor de literatura. A la junta de enseñanza no se le pasó por la cabeza la posibilidad de expulsar a Donna o no volver a contratar a Pedro.
—Donna y Julian han llamado antes para disculparse —recordó Paula de repente—. Ayer tuvo una falsa alarma, y está en reposo absoluto.
El vecino de Donna había caído en sus redes.
Llevaban siete meses casados, y Donna estaba embarazada de siete meses.
—Ya ha terminado la luna de miel —comentó Pedro mientras llegaban a la puerta—. ¿Qué te pasa, Paula?
—Nada. Mira cuánta gente hay dentro.
—¿Ves por algún lado a Carolina y a mi madre? —preguntó Pedro, buscando entre la multitud.
—Seguro que están en la mesa de la comida.
Desde que había iniciado su negocio de comidas, Valeria no desaprovechaba nunca una oportunidad para comprobar la calidad de la competencia.
Pedro condujo a Paula a través de la multitud, deteniéndose varias veces para saludar, hasta que por fin encontró a Valeria y a Carolina junto a un majestuoso cisne de hielo, probando de todos los platos.
—Mira —dijo Carolina sin preámbulos, metiendo algo en la boca de su hermano—. Los pastelillos de cangrejo de mamá son mucho mejores, ¿verdad?
—Oh, Carolina—protestó Valeria—, dices eso de todo lo que hago.
—Es que todo lo que haces es estupendo —confirmó Pedro.
Carolina lanzó a su madre una mirada triunfante antes de volverse hacia Paula.
—No dejo de intentar convencerla para que amplíe el negocio. Por cierto, estás guapísima. Debería buscar trabajos más importantes que la reunión mensual del club de jardinería. Si yo le llevo la promoción podrá doblar la actividad.
Paula levantó una ceja.
—¿Cuánto cobras de comisión a tu pobre madre?
—El veinte por ciento —reconoció Carolina con una sonrisa—. Pero merecerá la pena. El mes que viene va a llevar la comida de la fiesta de Larry Epstein.
Valeria dejó el plato y rodeó con el brazo la cintura de Carolina.
—Basta de hablar de nosotras. Es la noche de Pedro. Estoy muy orgullosa de ti, hijo.
Un año atrás, Valeria no había abrazado a su hija. Un año atrás, Carolina no escucharía embelesada a su madre. Paula sintió un nudo en la garganta. Tomó la mano de Pedro y la apretó.
La ruidosa llegada de sus otros «compañeros de clase» impidió justo a tiempo que se le corriera el rímel.
—¿Veis? Os dije que estarían donde la comida —proclamó Eliana.
—Has acertado por casualidad —dijo Beto—. Querías probar las gambas.
—Mi hermana se encontró una uña en su cóctel de gambas del club de campo —intervino Derek—. Al principio pensó que era un trozo de cascara, pero miró más de cerca y...
—¡Derek! —interrumpió Fred.
Carolina y él se miraron con amor. Paula volvió a sentir un nudo en la garganta.
Después del juicio había vuelto a Houston y había hablado en privado con todos sus amigos.
Se disculpó por haberlos engañado y les rogó que la perdonaran. Su comprensión la animó a seguir adelante con su plan de cambiar de trabajo.
Tres meses después había fundado Inside Out, un servicio de consultoría estética y psicológica para jóvenes.
—Estás guapísima, Paula —dijo Eliana—. Tú también, Pedro.
—Gracias —contestó Paula, divertida por el rubor de su marido.
—Parece que va a empezar la película —dijo Pedro—. Paula y yo tenemos asientos en la sección reservada, pero será mejor que entréis para encontrar un buen sitio. Nos volveremos a ver después de la película.
—Sigo sin creerme que escribieras parte mientras me dabas clase de literatura —comentó Beto—. Gracias otra vez por la invitación.
Pedro rió. Aunque los estudiantes seguían tratando a Paula con familiaridad, seguían sin saber cómo comportarse con él. Cuando ya no quedaba casi nadie en el vestíbulo, Paula levantó la mirada hacia Pedro.
—¿Qué pasa?
—Estoy asustado —le confesó—. Todas las personas que me importan están entre el público. ¿Y si no les gusta la película?
El corazón de Paula se encogió.
—Les encantará. No hay una sola persona a la que no le haya gustado.
—Pero ¿y si no les gusta? ¿Y si se aburren, o se ríen cuando no deben, o abuchean al final?
Paula no sabía durante cuánto tiempo habría albergado aquellos miedos irracionales.
—De acuerdo. Supongamos que tu película les parece espantosa. ¿Qué sería lo peor que pudiera ocurrir?
Pedro parecía a punto de desmayarse.
—¿Detendrían el rodaje de Hide and Seek? —continuó Paula.
—No.
—Entonces podrías tener una segunda oportunidad, y los dos sabemos que el guión es muy bueno. Pero ¿dejarías de escribir el guión que tienes ahora entre manos?
Pedro meditó un momento.
—No.
—Bueno, ¿te echarían del instituto? ¿Los vecinos te tirarían tomates por la calle?
El color de Pedro era mejor, y el pánico de sus ojos iba desapareciendo.
—Supongo que no.
—¿Dejaría yo de amarte?
—Espero que no —dijo con fervor.
—¿Dejaría de quererte nuestro hijo? —susurró.
—¿Nuestro...?
La miró con los ojos muy abiertos durante unos segundos.
Después, la tomó por los hombros y la observó detenidamente.
—¿Estamos embarazados?
Paula rió, feliz y aliviada.
—Me gustaría que fuéramos los dos. Sin embargo, seré yo quien tenga contracciones a principios de enero. Iba a darte la noticia después del estreno, pero necesitas algo que te haga reaccionar.
Pedro la interrumpió con un beso. Cuando levantó la cabeza, los dos respiraban con dificultad.
—¿Sigues asustado? —preguntó Paula con ternura.
—Aterrorizado. ¿Y si soy un padre horrible?
Paula lo tomó de la mano y lo condujo hacia la puerta.
—Los hombres guapos, honrados y trabajadores no pueden ser padres horribles. Vamos. A este paso no llegaremos ni a los títulos de crédito del final.
—Cariño, soy el hombre más feliz del mundo, y te lo debo todo a ti —tomó el tirador de la puerta y se detuvo—. Ten cuidado al andar hasta que se te acostumbren los ojos a la oscuridad.
Iluminada desde dentro por el amor, Paula siguió a su marido al interior del cine.
Fin
BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 45
Un año después.
Paula tomó a Pedro de la mano, contenta de que la ocultara a las miradas curiosas, y se apeó de la limusina. Debería haberse puesto un atuendo más práctico. El vestido de noche blanco brillante que modelaba su figura también se le ajustaba a los tobillos, impidiéndole caminar.
Recorrieron la alfombra roja hacia el cine. Sin duda, el estreno de Free Fall saldría en las noticias de las diez, en Houston. Probablemente también ocuparía la portada de algún periódico.
Y si Pedro no colaboraba, aparecería dando pasitos cortos detrás de su marido, como una geisha obediente.
—Ve despacio —le rogó entre dientes.
Pedro la miró de arriba abajo y sonrió.
—¿No lo hago siempre?
El comentario íntimo le recordó sus manos sobre la piel.
Aquella misma mañana había visto un tarro de aceite de masaje con olor de melocotón en el cuarto de baño.
—Sigue pensando en eso hasta que lleguemos a casa —susurró Pedro, como si leyera su mente.
Paula entrelazó el brazo con el de Pedro. Los focos los iluminaban, para mostrar al mundo su emoción. Ocho meses de matrimonio sólo habían conseguido que aumentara su deseo.
Paula forzó una sonrisa, y sintió que Pedro hacía lo mismo.
Más adelante, a mitad de camino de la entrada, una atractiva rubia esperaba para interceptarlos, con el micrófono en la mano.
Era la presentadora de un programa de emisión nacional.
Paula maldijo en voz baja su vestido y siguió caminando, tirando del brazo de Pedro para que no la pusiera en ridículo delante de todo el país.
Aunque la periodista no se fijó en su forma de andar. Tenía la mirada clavada en Pedro, que estaba impresionante con su esmoquin.
—Tranquila, Sabrina —susurró Pedro.
Paula le devolvió la sonrisa falsa y contempló embelesada la risa sincera de su marido.
Se detuvieron delante de la periodista, que se había vuelto para hablar con la cámara.
—Aquí llega Pedro Alfonso, el genio creativo que ha hecho posible esta película, junto con Paula, su encantadora esposa —se volvió hacia ellos—. Pedro, tengo entendido que escribiste este guión mientras enseñabas literatura en un instituto. Has llegado muy lejos desde entonces. ¿Cómo te sientes al haberte convertido de repente en el guionista de moda de Hollywood?
—Tendrás que preguntar a algún guionista de moda de Hollywood. Yo sigo siendo un profesor de instituto de Houston.
—Eres demasiado modesto. La crítica prevé que tu primera película gane el Óscar al mejor guión. Se rumorea que Matthew McConaughey y Claire Danes serán los protagonistas de Hide and Seek, tu próxima película. No creo que a estas alturas tengas necesidad de seguir enseñando literatura.
—No imagino una profesión más necesaria ni más satisfactoria. No tengo intención de abandonar la enseñanza.
—Así se habla, Alfonso —gritaron algunos de sus alumnos, entre el público.
Paula sintió tanto orgullo que le dolió el pecho.
—Bueno —dijo la periodista, riendo—, parece que mucha gente está de acuerdo con tu decisión, y al parecer, eso no te impide escribir, ni tener tu vida personal —miró con admiración a Paula antes de volverse hacia la cámara—. Si alguien no la ha reconocido, Paula fue la testigo clave en el juicio de Juan Merrit, el año pasado. De hecho, conoció a su marido mientras se hacía pasar por alumna de instituto para escapar a las amenazas de muerte, y estuvo a punto de perder la vida.
No parecía muy probable que nadie hubiera olvidado la participación de Paula en el famoso juicio. El brazo de Pedro se tensó bajo sus dedos. Lester Jacobs estaba entre rejas, pero Pedro seguía sintiéndose culpable por lo que había estado a punto de ocurrir en el pasillo del hotel.
—Cuéntanos, Pedro —dijo la reportera—, ¿es cierto que el personaje femenino de tu próxima película está inspirado en tu mujer?
—Inspirado, sí. Pero mi mujer es mucho más valiente y profunda de lo que se puede explicar en ciento treinta y cinco minutos de película.
—Muchas gracias por dedicarnos unas palabras. Felicidades por tu éxito, y que disfrutéis de la velada. Ah, aquí llega Gail Powers, productora ejecutiva de Swan Productions, con alguien a quien no reconozco.
Paula caminó tan deprisa como el vestido le permitía para huir de los focos.
—Despacio —recordó a Pedro.
—Perdona.
—Perdonado. Y gracias por el cumplido.
—Es la verdad —miró a su alrededor, inseguro—. No me gusta tanta publicidad. El instituto ya salió bastante en los medios de comunicación el año pasado.
—Tonterías. A todo el mundo le gusta que el profesor de literatura sea una celebridad, y les encanta la publicidad.
BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 44
Pedro se terminó el ponche y dejó la copa vacía junto al bol.
En teoría, la fiesta iba a acabar en cuarenta y cinco minutos, pero cuando Paula se terminó la bebida, desaparecieron por arte de magia.
Se volvieron hacia Donna, que contenía los rumores sobre su escandalosa conducta comportándose con naturalidad.
Cuando el lunes se supiera todo, la considerarían un personaje heroico de la leyenda del instituto.
—Nos vamos —le dijo Pedro—. Creo que es mejor que nos alejemos de aquí para que la gente se tranquilice.
—No creo que sea posible a estas alturas, aunque estoy de acuerdo en que deberíais marcharos. Pero si no has aprendido más sobre cómo tratar a Paula desde que te fuiste, te mataré con mis propias manos. ¿Está claro?
—Como el agua. He sido un idiota. Gracias por mantenerla a salvo. A partir de ahora me encargo yo, si ella me deja.
El alivio de Donna disipó parte de la culpa que sentía por haberle hecho daño en el pasado. Se inclinó hacia delante, la besó en la mejilla y se apartó con una sonrisa.
—Eres una mujer notable.
Un hombre alto, de pelo negro, apareció de la nada y rozó levemente la espalda desnuda de Donna. Fue un gesto inconsciente que demostraba lo mucho que le importaba.
Donna se ruborizó. Pedro se apartó más animado. Recordó todo lo que había experimentado desde que se marchó del restaurante de Los Ángeles.
Después de hacer el equipaje en casa de Daniel a toda velocidad, corrió al aeropuerto. La frustración por el retraso de su avión lo situó al borde de la locura. Durante las interminables horas que transcurrieron hasta el aterrizaje, la impaciencia lo consumía.
Tenía tanta prisa por ver a Paula que fue directamente al hotel en vez de pasar por su casa para cambiarse, y se presentó en la sala de baile con unos vaqueros y el corazón en la garganta.
Cuando vio a la arrebatadora mujer de pelo negro sola contra la pared, nada del mundo podría haberlo detenido.
—¿Nos vamos? —preguntó.
—Si seguimos aquí, te arrastraré ahí debajo —señaló una mesa con mantel hasta el suelo— y el escándalo será mayor aún..
Pedro la tomó del brazo y los dos se dirigieron hacia la salida, acompañados de los susurros. Pero ni siquiera los oían, y desde luego, no les importaban.
Salieron de la sala casi corriendo. Paula tropezó y Pedro la sujetó a tiempo.
—No tan deprisa —protestó, señalando los tacones—. No puedo correr.
Pero Pedro la tomó de la muñeca y no deceleró la marcha.
Era incapaz. Tenía que quedarse a solas con ella. Tenía el coche de alquiler en el aparcamiento.
—Pedro —murmuró Paula cuando volvió a tropezar.
Pedro se detuvo y miró a un lado y a otro del pasillo. Su mirada se detuvo un momento en la puerta del servicio de señoras, pero lo desechó de inmediato. Vio un cuarto de limpieza cerca de la salida. Era una locura, pero estaba loco por ella. Se acercó y comprobó que la puerta no estaba cerrada. Los dos entraron en la oscuridad.
No podía verla, pero podía oír su respiración entrecortada y aspirar el aroma de melocotones. Cerró los ojos, casi dolorido.
—Paula —susurró, implorando perdón, rogándole que lo absolviera dando el primer paso.
Los dedos de Paula avanzaron con precaución en la oscuridad hacia su pecho. Un cuerpo de mujer se apretó contra el suyo.
—He cambiado de idea. Quiero los niños y la casa rodeada de una valla blanca. Me da igual dónde esté, siempre que tú estés dentro.
No podría haber dicho nada que lo excitara más.
—Ven conmigo, Pedro. Ven a casa —añadió.
Excepto aquello.
Se besaron apasionadamente. Paula sabía a ponche de frutas. Bebió de su boca, incapaz de saciarse, con el cuerpo y el alma deshidratados por dos meses y medio de sed.
Aquella mujer era todo lo que necesitaba en su vida. Junto a ella su creatividad florecía y su vida era perfecta.
Dedicaría el resto de sus días a amarla, y el resto de sus noches, a demostrarle cuánto.
Su piel rivalizaba en suavidad con la seda que cubría sus senos. Tenía que tocarlos ahora o se moriría. Le bajó la cremallera y ocupó con la boca el lugar del vestido. Paula le hundió las manos en el pelo.
Sus gemidos de placer lo enloquecían.
Necesitaba más. Le subió lentamente la falda.
No llevaba medias, afortunadamente. Sólo unas braguitas de seda. Consiguió quitárselas en vez de arrancárselas.
Levantó la cabeza y se desabrochó los pantalones. Los dedos de Paula lo esperaban para acariciarlo. Ahora era él quien dejaba escapar sonidos de placer. La tomó por los hombros, para ponerla contra la pared.
Paula no necesitó instrucciones. Rodeó su cuello con los brazos, mientras él la levantaba por los muslos. Lo rodeó con las piernas y le dio la bienvenida.
Intercambiaron palabras de deseo y amor poético en el lenguaje enfebrecido de las personas predestinadas. El clímax los sacudió a la vez. Pedro la besó y absorbió su grito de felicidad.
Respiraban lentamente en la oscuridad, apretados contra la pared. Estaban en un cuartito de limpieza. Pedro se dijo que aquélla no era manera de tratar a la mujer que amaba.
Se apartó de ella y la ayudó a bajar hasta tocar el suelo con los pies.
No sabía qué decir. Esperaba que Paula no estuviera pensando que era un animal. A fin de cuentas, parecía tan impaciente como él.
—Bueno, Alfonso —susurró Paula, pasándole la mano por la mejilla, divertida—. Veo que desde que te marchaste has aprendido a ser menos estricto. Espero que no se te olvide.
Pedro rió y la apretó contra su corazón.
Nunca se sentiría atado por aquella mujer; todo lo contrario.
Sólo junto a ella se sentía libre.
Se arreglaron lo mejor que pudieron en la oscuridad.
Después, Pedro abrió la puerta y miró a su alrededor. No había nadie a la vista. Indicó a Paula que lo siguiera.
Salió tambaleándose, tan atractiva que estuvo a punto de empujarla de nuevo al pequeño cuarto. Pero ya se dirigía al servicio, a mitad de camino del pasillo.
—Voy a refrescarme un poco —le dijo.
Pedro asintió y se quedó admirando el contoneo de sus caderas. Más satisfecho que nunca. No sabía qué lo impulsó a mirar a un hombre de traje oscuro que tomaba el pasillo.
Un ejecutivo que se dirigía a su coche. No tenía nada raro.
No había ningún motivo para que la piel de Pedro se erizara, para que se le congelara la sangre y el sexto sentido le indicara que ocurría algo. Paula se encontraba a diez metros de la puerta del baño. Estaba demasiado lejos. Demasiado cerca del hombre, que en aquel momento se llevaba una mano debajo de la chaqueta.
—¡Al suelo, Paula! —gritó Pedro antes de ver la pistola.
Ella no reaccionó. No podría alcanzarla a tiempo. Sintió que todo su futuro se derrumbaba.
Se lanzó contra el hombre, desesperado. Sonó un tiro. Golpeó a Paula con el hombro.
La rodeó con los brazos para que cayera sobre él.
Su amada estaba inmóvil, en el suelo y sobre su pecho. Era demasiado tarde. No la había salvado.
—Te estás tomando demasiado en serio esto de la pasión animal —murmuró Paula mientras se incorporaba.
Pedro dejó escapar un grito de júbilo y miró al lado. El asesino estaba boca abajo en el suelo.
En la mano llevaba una pistola con silenciador.
Otro hombre, también ataviado con un traje oscuro, llevó la mano al cuello del hombre caído.
Después sacudió la cabeza y se incorporó.
Pedro y Paula también se pusieron de pie. Se abrazaron estrechamente mientras se acercaba su salvador, mostrándoles la identificación.
—Policía judicial Walt Stone. ¿Están ustedes bien?
Miró rápidamente a Pedro. Se tomó un poco más de tiempo para observar a Paula.
—¿Se puede saber qué ha pasado?
El pasillo se estaba llenando de gente. El policía miró con aprensión a la multitud.
—Pronto llegarán los refuerzos, y les explicaremos lo ocurrido con detalle. En resumen, sospechábamos que Lester Jacobs había contratado a otro policía además de Miguel Clancy. A medida que se acercaba el juicio observé cuál de mis compañeros estaba más nervioso. Nadie sabía si Miguel le había dicho quién era su cómplice antes de morir.
—No mencionó su nombre. Sólo comentó que era un aficionado.
Su tono de voz triste encogió el corazón de Pedro.
—Era el agente Kelch —dijo el policía judicial, señalando el cadáver—. Un novato. Cuando empezó a vigilar su piso de Dallas sospechamos que se estaba desesperando.
—Donna —murmuró Paula—. Estuvo en mi piso y recogió este vestido y unas cuantas cosas. Debió de seguirla para llegar a mí. Y usted lo siguió a él —añadió, mirando al policía—. Lo que no entiendo es por qué no ha intentado matarme esta misma tarde.
—Creo que me vio en el aeropuerto —dijo el agente Stone, algo avergonzado—. Me hizo dar vueltas por todo Houston, y consiguió despistarme en un centro comercial. Cuando se quedó libre, usted ya estaba en el baile. Menos mal. Tardé un poco en seguirle la pista. Cuando llegué aquí, Kelch acababa de salir por este pasillo. Parece que la había perdido. Buscó un momento en la sala de baile y después volvió al pasillo. Cuando los vio, prácticamente salió corriendo.
En aquel momento llegaron dos policías, y el pasillo bulló de actividad.
Pedro miró a Paula, tan atónito como ella. Se acababan de dar cuenta de que su visita al cuarto de limpieza les había salvado la vida.
—¿Qué vamos a decir si nos preguntan dónde nos habíamos metido? —susurró Paula.
—La verdad. Que nos fuimos a casa.
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