sábado, 19 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 20




Paula cerró las manos sobre una taza de té mientras se preguntaba por lo que Pedro estaría pensando. El profesor estaba sentado a su lado y no había dicho nada desde que Paula comenzó a contarle su historia. Y ahora, parecía perdido en sus pensamientos.


Se lo había contado todo. Le había contado todo lo que había que saber sobre su pasado y todo lo relativo al asesinato de Juan Merrit y a las muertes de Miguel y de Luis. 


Y, desde luego, le había contado que era amiga de Donna desde hacía tiempo y que le había pedido que la ayudara. 


Su destino estaba en manos de Pedro, y lo sabía. Supuso que debía sentirse nerviosa por ello, pero no era así. Bien al contrario, se sentía aliviada y mucho más tranquila.


Pedro levantó su taza de café y lo probó, aún en silencio. 


Paula aprovechó la ocasión para admirarlo con detenimiento. 


No llevaba la indumentaria seria que siempre utilizaba en clase; se había puesto botas negras y unos vaqueros que se ajustaban perfectamente a sus piernas; estaban en perfecto estado, aunque desteñidos, con un color que no podían imitar los vaqueros lavados a la piedra. Pero en todo caso, la perfección de aquellos vaqueros no estaba en el tejido, sino en las piernas del hombre que los llevaba. Eran largas y musculosas, y deseaba tocarlas o sentarse encima de ellas.


Se sentía muy avergonzada. Estaba desesperada y atrapada en una situación muy peligrosa, pero se dijo que no tenía justificación alguna que explicara que se hubiera arrojado literalmente a sus brazos. Había bastado que la acariciara para que deseara besarlo. En realidad, no había mentido. 


Deseaba todo lo que pudiera darle y más. Pero era el hombre equivocado en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Era el hombre de Donna.


Paula dejó la taza de té a un lado, y se preguntó por el lugar al que habría ido a parar la pragmática y fría mujer que había sido. La mujer que había estado a punto de casarse con Marcos por puro interés.


—Muy bien —dijo Pedro, de repente—. Háblame otra vez sobre el hombre que asesinó a Juan Merrit.


—¿Qué quieres saber?


—Me has contado lo que hizo y también sé que alguien, probablemente contratado por él, te disparó al día siguiente rompiendo uno de los cristales de tu casa.


Paula se estremeció al pensar en ello. Si no se hubiera apartado en aquel preciso instante para cambiar de canal de televisión, la habría matado.


—Háblame sobre ese hombre, y sobre sus motivos.


—Se llama Lester Jacobs. No lo supe hasta que di la descripción a la policía y me enseñaron su fotografía. Al parecer es dueño de una constructora. Cuando legalizaron los casinos en Texas, compró una propiedad en Galveston y otra en San Antonio.


—En tal caso, debe de ser rico...


—Creo que tiene muchas deudas. Tom Castle, el fiscal que lleva el caso, me comentó que estaba endeudado hasta las cejas. Dijo que había invertido todo su dinero en ese negocio.


—Comprendo. Pero Merrit se había presentado a gobernador y tenía intención de prohibir los casinos...


Paula asintió.


—En efecto. Merrit era muy conservador, pero tenía carisma y sus posibilidades ascendían día a día. La última encuesta, antes de que lo mataran, decía que iba a ganar las elecciones.


—Y Jacobs decidió asesinarlo. Sí, todo encaja. Tuve ocasión de conocer a Merrit el año pasado. Vino a dar una conferencia al instituto, y me pareció un hombre muy carismático, como dices. De hecho, se suponía que iba a volver este año para hablar con la dirección del instituto sobre los fondos públicos para educación.


Paula tuvo que apartar la mirada. Estaba a punto de llorar. 


Había hecho todo lo posible por olvidar la muerte de Juan Merrit, pero no lo había conseguido, y la mención de su nombre bastaba para sumirla en una profunda depresión.


Lo habían matado cuando sólo tenía cincuenta y dos años, cuando estaba a punto de alcanzar la cima de su carrera. Y con su muerte, Paula había perdido a uno de sus mejores amigos.


De repente, Pedro la tomó de la mano para animarla. Paula lo miró. Era una mano grande y cálida, y le dio el valor suficiente para enfrentarse a un secreto que había ocultado durante meses.


Pedro... yo maté a Juan Merrit.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 19




Paula intentó liberarse, pero sin éxito. La atmósfera se cargó de tensión, y Sabrina decidió que tendría que actuar realmente como Lolita para salir de aquel callejón sin salida. 


Así que alzó la mano libre y acarició la cara de Pedro, que la miró con evidente sorpresa.


—Supongo que no tiene sentido que me resista, puesto que ya lo has descubierto —dijo ella, haciéndose la mujer fatal—. Es una lástima que no te hayas afeitado antes de venir.


Pedro sentía una intensa atracción por ella, pero no se dejó engañar tan fácilmente. Bien al contrario, se apartó de ella como si quemara. Sin embargo, sólo logró que Paula pasara una mano por detrás de su cuello.


—Ya basta, Sabrina. Ya te has divertido lo suficiente.


—Te equivocas, aún no he empezado a divertirme —dijo, acariciando los labios de Pedro—. Ni tú tampoco.


Pedro retrocedió, pero Paula no se apartó de él.


—A veces, cuando estamos en clase, me he dejado llevar por la fantasía de poder acariciarte —dijo ella.


—Muy bien, tú ganas. Me marcho.


—No, no te vayas.


Pedro tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para alejarse de allí.


Pedro...


El sonido de su nombre lo detuvo. Alfonso la miró, incapaz de moverse. Era preciosa; tan bella, que sentía la irresistible necesidad de tocarla, aunque sólo fuera una vez, y a pesar de lo que le decía su sentido común.


Segundos más tarde se había dejado llevar por sus deseos. 


Extendió una mano y acarició una mejilla de Sabrina. Su piel era tan suave como había imaginado, tan suave como el terciopelo, y su aroma resultaba igualmente encantador. 


Ningún perfume lo habría excitado tanto. Olía maravillosamente bien.


No obstante, Pedro sabía que Sabrina era una fruta prohibida para él. Tenía que alejarse de allí en seguida. Y lo habría conseguido si no la hubiera deseado tanto. Tenía la impresión de que lo único que importaba en el mundo, en aquel momento, era ella; y Sabrina debió notarlo, porque se apretó contra él.


—Sabrina... —dijo él, en voz muy baja.


Pedro bajó la mirada y vio que Sabrina se había humedecido los labios con la lengua. Acto seguido, alzó una mano y acarició el labio superior de la mujer, que entreabrió la boca.


Estaba excitada, y la evidencia de su excitación aumentó aún más la excitación del profesor.


—Dime lo que te gusta —murmuró Pedro, a su oído—. Dime lo que quieres.


Paula se quedó muy quieta, como si estuviera pensándolo. 


Pedro no había estado tan excitado en toda su vida.


—No lo sé —dijo ella—. Nunca había sentido nada así. Quiero... lo quiero todo.


—Bueno, creo que podemos arreglarlo. Entre adultos podemos hacer todo lo que...


Pedro no terminó. Acababa de recordar que allí sólo había, hipotéticamente, un adulto. En un instante de lucidez, comprendió que estaba a punto de cometer un error. Era un profesor, un hombre adulto que estaba a punto de seducir a una alumna, a una joven que ni siquiera era mayor de edad, a una joven sin experiencia, vulnerable.


Tenía que marcharse, así que se apartó de ella.


Pedro, no pasa nada... —dijo Sabrina.


—Te equivocas —declaro él, confuso—. ¿Es que no comprendes lo que he estado a punto de hacer? Un minuto más y habrías estado tumbada en el sofá, o en el suelo.


Pedro...


—Te lo juro, Sabrina. Nunca había tocado a ninguna alumna de ese modo, en toda mi vida. Sólo quería unas cuantas respuestas, y no sé cómo es posible que haya terminado comportándome de ese modo.


Pedro...


—No te preocupes. Yo mismo hablaré con la dirección mañana a primera hora y...


—¡Pedro! —espetó Sabrina, para que la escuchara—. Deja de culparte. He sido yo quien ha empezado esto, y no he querido detenerte en ningún instante. Además, no vas arruinar tu carrera con algo tan absurdo. Y ahora, si me escuchas...


—¿Por qué? —preguntó él, atormentado—. No puedes decir nada que haga que me sienta mejor, nada que excuse un comportamiento inexcusable. Así que será mejor que no lo intentes.


Sabrina lo miró con ojos brillantes, con intensidad, y Pedro no pudo hacer nada salvo escuchar.


—Me llamo Paula Chaves, no Sabrina Davis. Soy de Fort Worth, de Texas, no de San Diego. Y para tu información, no tengo dieciocho años, sino veintisiete. Como ves, soy mayor de edad.




viernes, 18 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 18





El grito de Sabrina dejó helado a Pedro, que estaba a punto de llamar a la puerta. Sabrina palideció y dejó caer la bolsa con la ropa sucia, así que Alfonso se acercó a ella y pasó un brazo por encima de los hombros de la mujer, para tranquilizarla.


—Soy yo, Sabrina, Pedro Alfonso. Tranquilízate. Venga, respira profundamente...


Paula aún estaba aterrorizada, pero el contacto de Pedro hizo que reaccionara. Se sentía increíblemente pequeña a su lado, pero era algo muy agradable.


Pedro apartó la bolsa de ropa con un pie, la hizo entrar en la casa y la llevó hacia uno de los dos sofás.


—Siento haberte asustado —declaró, mientras la ayudaba a sentarse—. He ido a la mansión, pero la señora Anderson me ha dicho que vivías aquí.


Sabrina frunció el ceño.


—La señora Anderson se marcha a las cinco. Y, además, no enviaría a un desconocido a mi casa.


—Al parecer se ha quedado hasta más tarde para ayudar a la señora Kaiser. Me ha dicho que no se encontraba muy bien, pero que ahora está mejor —dijo Pedro—. En cuanto a lo que has dicho sobre los desconocidos, tienes razón. Sin embargo, conocí a la señora Anderson en la fiesta de Navidad que dio cierta amiga tuya, Donna.


Pedro la miró con intensidad, para observar su reacción. Pero Sabrina mantuvo la calma.


—El caso es que se acordaba de mí —continuó él—. Le he dicho que Donna estaría al caer y que la esperaría en el salón.


—¿Quieres decir que la señora Anderson se ha marchado a casa? Entonces, ¿cómo es que no estás esperando en el salón de la mansión, como acabas de decir?


Pedro podría haber dicho muchas cosas. Podría haber dicho que hacía días que no conseguía conciliar el sueño porque no hacía otra cosa más que pensar en ella; o podría haber dicho que había echado un vistazo a sus datos, en el instituto, y que había descubierto cosas muy interesantes. 


Pero se limitó a responder:
—Porque Donna no va a venir. Mentí.


—¿Por qué? —preguntó, extrañada.


—Porque era la única manera de que la señora Anderson se marchara. Sin embargo, no soy yo quien tiene que responder a algunas preguntas. ¿Por qué has mentido, Sabrina? ¿De dónde eres realmente?


—¿Cómo?


—He comprobado tus datos. Al parecer, estudiaste en el instituto Washington de San Diego, pero dijiste en clase que fuiste al instituto Milburn. Y no hay ningún instituto Milburn en San Diego. No mientas, porque lo he comprobado. Además, hay otra cosa que me extraña... ¿qué pintan los Kaiser en todo esto?


—¿Qué quieres decir? La señora Kaiser es tía mía.


—Qué extraño. Donna me ha dicho que no tiene más familia que su abuela, pero tú dices que la señora Kaiser es tu tía, de modo que tú también debes ser familiar de Donna, al igual que tus padres, ¿no es cierto? —preguntó—. Por cierto, ¿qué tal están Patricia y Carlos?


—Bueno, están a punto de divorciarse —acertó a responder—. Querían que terminara los estudios lejos de casa, para no involucrarme en sus problemas, así que me enviaron aquí.


Pedro pensó que Sabrina era una buena actriz. Había captado su interés desde el principio. Pero a la curiosidad que sentía se añadía ahora el enfado.


—He intentado ponerme en contacto con tus padres, Sabrina. Pero el número de teléfono que viene en tu historial académico no existe.


—Mi madre se ha cambiado de número, y se ha dado de alta con el apellido de soltera. En cuanto a mi padre, se ha marchado de la ciudad.


Pedro pensó que no era una mala excusa. Pero no se lo creyó.


—Tenía la impresión de que habías dicho que aún no se habían separado. Que seguían juntos, aunque discutiendo todos los días. De hecho acabas de decir que te enviaron aquí para que sus peleas no interfirieran en tus estudios.


—¿A qué vienen todas estas preguntas?


—¿Por qué te has asustado tanto al verme? Te he observado en el instituto, y no se puede decir que seas tímida. De hecho, no sé nada sobre ti, salvo que no actúas como ninguno de los alumnos que he tenido durante mi experiencia académica.


Pedro la miró. Llevaba unas zapatillas y una chaqueta que se había colocado encima de un camisón de franela. 


Además, tenía el pelo revuelto y húmedo, como si acabara de salir de la ducha.


—¿Y bien? ¿No vas a decir nada? —continuó él—. Sé que está pasando algo, y quiero que me lo cuentes antes de que vaya a hablar con la directora.


Sabrina no habló. Se limitó a mirarlo con rabia.


—Como quieras. Supongo que debí hablar antes con Donna.


—No metas a Donna en esto —espetó ella, indignada—. Has mentido al ama de llaves para entrar, me has asustado, te has presentado sin invitación y encima amenazas a una de tus alumnas con preguntas típicas de una mala serie de televisión. No tienes derecho a meterte en mi vida, de modo que te sugiero que te marches por donde has venido antes de que sea yo quien proteste ante la dirección del instituto. Y no creo que tu reputación soporte otra denuncia por acoso sexual.


—¿Me estás amenazando, Sabrina? —preguntó, con calma.


—Sólo hablo de hechos. Sé que te declararon inocente de los cargos que te imputó Wendy, pero eso no importaría demasiado, ¿verdad? Déjame en paz, olvida todas esas preguntas y no montaré otro escándalo diciendo que has venido a mi casa por la noche, aprovechando que estaba sola, y que te has librado del ama de llaves para tener acceso.


Pedro dio un paso adelante, amenazador.


—Adelante, ve a decir lo que quieras. No hubo ningún escándalo la primera vez, de modo que no vas a empezar otro. Como tú misma has dicho, me declararon inocente.


—Vamos, sé realista. Una chica atractiva como Wendy y un hombre como tú, que eras su tutor privado. Colócalos a los dos en una habitación y en este país tendrás un escándalo, seas o no culpable. Y sería aún peor si te denuncio, porque empezarían a dudar sobre el caso de Wendy. De modo que será mejor que me dejes en paz.


—«Un hombre como yo» es una expresión muy adecuada para describirlo. Llevo diez años en el instituto, y si se trata de elegir entre tu palabra y la mía, creerán en mí. Yo no miento nunca, y la gente lo sabe.


—Eso cuéntaselo a la señora Anderson. Además, no me refería ni a tu honradez ni a tu sentido de la responsabilidad. Puede que sea cierto lo que dices, pero la imagen es más importante que los hechos. Tal vez seas un profesor estricto, pero he notado cómo te miran las chicas, y no se puede decir que te respeten, precisamente, por tus virtudes morales.


Pedro la miró con interés.


—¿Podrías explicarme qué has querido decir con eso?


—¿Para qué? ¿Para alimentar aún más tu ego? No, gracias. Márchate de inmediato o llamaré a la dirección del instituto y te denunciaré por acoso.


—Ya está bien de discursitos en plan «Lolita». No pienso marcharme hasta que...


—¿Lolita?


—Sí, la protagonista de una novela muy conocida. Pero si no has leído la novela, tal vez te acuerdes de la película. Es una quinceañera que manipula a James Mason y que...


—Sé quién es, pero no puedo creer que hayas dicho algo así. Yo no me he comportado como una mujer de esa clase en toda mi vida, pero si lo hiciera, sería peor que ella.


—No lo dudo. Pero quiero respuestas, Sabrina. ¿A qué estás jugando? ¿Qué haces en casa de la abuela de Donna?


Sabrina se dio la vuelta, dispuesta a llamar por teléfono al instituto, pero Pedro la tomó por la muñeca.


—Dime lo que escondes, Sabrina. Tal vez te pueda ayudar.


—¡Suéltame!


BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 17




Paula estaba disfrutando de una ducha caliente. Hacer cinco kilómetros con aquel frío había resultado una experiencia agotadora, que la había dejado exhausta física y mentalmente. Pero había merecido la pena. Ahora estaba más relajada de lo que lo había estado desde el asesinato.


Tomó el jabón y se frotó el cuerpo. Olía muy bien. No se parecía nada al perfume caro que utilizaba en su trabajo, un perfume refinado, a la altura de sus obligaciones como relaciones públicas. Pero le gustaba su trabajo. Le gustaba pensar que ayudaba a la gente a alcanzar sus sueños o sus objetivos.


Cerró el grifo de la ducha, apartó la cortina y salió de la bañera. Sólo quedaba una toalla limpia, así que se dijo que tendría que lavar. Donna le había dado a Paula los códigos de la alarma y de la puerta principal de la propiedad, así como una llave para entrar en la mansión por la puerta trasera, de manera que no tuviera que molestar a la señora Kaiser, en sus idas y venidas.


Minutos más tarde, Paula salió del cuarto de baño con un camisón de franela, entre el vaho. Mientras recogía la ropa sucia, para lavarla, pensó en Eliana. Esperaba que lo que le había contado acerca de su pasado le sirviera de ayuda; había cambiado algunos nombres y detalles, pero lo esencial era cierto.


Donna había aprendido muchas técnicas para mejorar la autoestima tras la muerte de sus padres, técnicas de relajación y de evaluación que ayudaron a Paula a romper su timidez. Y cuando consiguió convencerse de que era mejor de lo que pensaba, de que tenía más virtudes de lo que creía, dejó de utilizar la comida como una forma de reducir la ansiedad. Paula empezó a quererse, y en consecuencia, perdió peso. Mucho peso.


Pero dejó de pensar en el pasado y regresó a la realidad. Se había vestido, se había puesto unas zapatillas y llevaba una bolsa con la ropa que tenía que limpiar. Eran las seis de la tarde y no tenía mucho que hacer, así que sonrió y se dirigió a la puerta de la casa.


Y cuando la abrió, gritó aterrorizada.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 16




Eliana apenas podía soportarlo. Ya habían dado una vuelta al desierto campo de fútbol, y dudaba que consiguiera dar cuatro a pesar de que Sabrina intentaba animarla. Hacía un frío intenso, pero su amiga actuaba como si no le afectara; en cierto modo le recordó a sus abuelos, que vivían en Michigan. Estaban acostumbrados a temperaturas muy bajas, y aquello les habría parecido un clima tropical.


Pero Eliana no estaba acostumbrada. Tenía la cara y las manos heladas y le dolían todos los músculos del cuerpo. En aquel momento se arrepintió de haber salido a correr con Sabrina. Correr le parecía una tortura; no entendía que la gente lo hiciera voluntariamente, y mucho menos que se hubiera prestado a algo así


—Ánimo, Eliana, lo vamos a conseguir —dijo Sabrina.


Eliana miró a su amiga y enseguida comprendió que hubiera aceptado. Sabrina la había invitado a correr a ella, no a Wendy, ni a Jesica, ni a ninguna de las chicas más populares del instituto. La había invitado a ella, a la chica tímida y estudiosa que nadie quería.


El enfrentamiento de Sabrina con Wendy había dado mucho que hablar. Algunos habían dicho que la pelirroja estaba loca, y otros que era una chica muy valiente. Pero Eliana sólo sabía que Sabrina se había comportado como una amiga y que, por alguna extraña razón, era mucho mayor de lo que parecía. Además, se estaba convirtiendo en una especie de leyenda viva del instituto Roosevelt.


—Dobla los codos y mueve los brazos como yo —dijo Sabrina—. El ejercicio será más efectivo y te cansarás menos.


Eliana la imitó y echó un vistazo a su alrededor. No había nadie, y se alegró mucho, porque pensaba que debía de tener un aspecto ridículo.


—Magnífico. Ahora, sincroniza el movimiento de tus brazos con el de tus piernas. ¿Lo ves? ¿A que corres más deprisa?


Eliana comprendió, sorprendida, que Sabrina tenía razón. Le seguía doliendo todo el cuerpo, pero ya no era tan malo. Ya no sentía tan pesadas las piernas, y de hecho tenía menos frío.


—No lo entiendo. Ni siquiera jadeas —dijo Eliana, con esfuerzo—. En cambio, yo estoy muy cansada.


—Tendrías que haberme visto la primera vez que lo hice. Te aseguro que pensé que me iba a morir. En serio. No conseguí hacer ni un solo kilómetro.


—Pero al menos no estabas gorda.


—Te equivocas, lo estaba.


Eliana la miró con sorpresa. Estaba acomplejada con su peso, y nunca hablaba con nadie sobre su problema.


—¿Es que no me crees? —preguntó Sabrina.


—No dudo que quisieras perder peso —dijo Eliana, sin dejar de correr—. Pero dudo que estuvieras gorda.


—Pesaba más o menos lo que pesas tú, y eso que soy algo más baja. Sé lo que se siente cuando los chicos se burlan de una, lo que se siente cuando te tratan como si fueras invisible, o estúpida, o algo peor. Y sé lo que se siente cuando te dicen que tienes una cara bonita, pero que tu vida sería mucho mejor si perdieras peso. Y lo sé porque a mí también me pasó. Me crees, ¿verdad? —preguntó, mirándola.


—Sí —respondió Eliana—. Pero, ¿cómo lo hiciste?


—No fue ninguna dieta milagrosa, te lo aseguro. Intenté hacer varias dietas, desde luego, pero no logré nada. De hecho, empecé a perder peso cuando dejé de hacer dietas —respondió, sonriendo—. Anda, cierra la boca y sigue corriendo. Luego te contaré más cosas sobre mi pasado.


Eliana se sintió mucho más esperanzada. Pero no dijo nada. 


Se limitó a apretar los dientes y a seguir corriendo.



jueves, 17 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 15




El lunes siguiente, Paula había conseguido convencerse de que Pedro sólo había demostrado el natural interés de todo profesor por una alumna inteligente e informada; pero, a pesar de ello, se estremeció cuando entró en el comedor.


Supo de inmediato que Pedro estaba allí, en alguna parte. 


Pero se dijo que se comportaría con tranquilidad aunque fuera así. De modo que se dirigió al autoservicio y echó un vistazo a su alrededor.


Pedro estaba a unos metros, a punto de servirse una pizza. Y justo entonces, se volvió y la miró como si hubiera notado su presencia.


Había algo raro en su mirada. Tal vez curiosidad, o tal vez sospecha. En todo caso, Paula sólo supo que el mundo parecía haberse detenido. 


Cuando Pedro apartó la mirada, Paula respiró profundamente y avanzó en la cola. A pesar de todo lo que se había dicho, una simple mirada había bastado para que se estremeciera.


No entendía por qué la había mirado de aquel modo. Era como si la hubiera apuntado con un rifle, observándola por la mirilla, y no hubiera disparado. Además, y por alguna razón, hacía que se sintiera muy frustrada.


Echó un vistazo al comedor y vio a Eliana, que sonrió desde la mesa que compartían. Desde el día que había rechazado la invitación de Wendy, la amistad entre las dos se había profundizado.


Eliana le recordaba mucho a la chica que había sido a su edad. Sus obsesiones y sus preocupaciones eran casi idénticas. Hasta tenía unos padres problemáticos, que se pasaban la vida discutiendo y que sólo servían para reducir su autoestima. Pero Eliana era más tímida y tranquila de lo que Paula había sido. Ella nunca había sido una alumna modélica, y ni siquiera contaba con el aprecio de los profesores.


Bien al contrario, siempre había sido una chica rebelde. Pero su temperamento se había tranquilizado un poco cuando empezó a trabajar. De hecho, durante seis años se había comportado con absoluta seriedad, evitando cualquier conflicto.


Sin embargo, hacer el papel de Sabrina le permitía la posibilidad de actuar con libertad, de opinar abiertamente sin preocuparse de nada. Y era una sensación maravillosa. Se sentía viva, algo que necesitaba con desesperación después de haber pasado un año y medio viviendo de los recuerdos, de sensaciones intensas como el contacto del cuerpo de un hombre, como el calor de una piel desnuda, como unos músculos duros y unas manos delicadas. Lamentablemente, el curso de sus pensamientos la llevó de nuevo al hombre que se había convertido en su obsesión. Se imaginó haciendo el amor con Pedro y se ruborizó, avergonzada.


De repente se sentía muy incómoda, y tenía calor. Intentó justificar el calor pensando que en la cafetería siempre hacía cuatro o cinco grados más que en el resto del edificio, y se sirvió la comida como si no hubiera pasado nada.


Cuando fue a pagar, el cajero la miró y preguntó:
—¿No te cansas de comer pavo?


—¿Es que lo has notado?


—Claro. Siempre pides lo mismo, y sentía curiosidad.


En aquel momento, uno de los chicos que estaba detrás, en la cola, intervino para protestar:
—Déjate de charlas. No quiere hablar contigo.


Paula miró al joven con cara de pocos amigos y se volvió hacia el cajero, de nuevo, para pagar.


—¿Cómo te llamas? Yo soy Sabrina Davis.


—Rogelio —respondió el chico, con timidez, mientras recogía el dinero.


—Está esperando que le des el cambio, idiota —espetó el joven de la cola.


—Oh, lo siento —dijo Rogelio.


Paula sonrió con calidez. Pero el chico estaba tan nervioso que dejó caer el cambio al suelo.


—¡Vaya cretino! —exclamó otro chico.


—Déjame en paz —dijo Rogelio.


—No le hagas caso. En cuanto a lo que me preguntabas —dijo Paula—, no me canso nunca del pavo. Pero me gustaría que vendierais manzanas frescas, o naranjas. ¿No sabes con quién podría hablar para pedirlo?


—Supongo que podría hablar con el señor Crowley. Es el que nos trae la comida.


—¿Podrías hacerlo? Te estaría muy agradecida. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí? Parece un trabajo interesante...


—Desde hace un par de años.


—Eh, ¿se puede saber qué estáis haciendo? —preguntó el chico de atrás, irritado.


—Charlando —respondió Paula, molesta—. Algo que, al parecer, tú no sabes hacer. Y por cierto, antes te has equivocado. Me apetece hablar con Rogelio.


—Y los demás queremos pagar para comer —dijo el chico.


—¿Quieres comer? Pues pídele perdón a Rogelio.


—De eso nada.


Paula sonrió con frialdad antes de mirar al cajero otra vez.


—Dime, Rogelio, ¿qué clases tienes este año en el curso? Te lo pregunto porque...


—¡Eh, maldita bruja, no puedes tratarnos así! ¡Muévete de una vez!


El chico de atrás la empujó, y Paula se volvió y alzó los puños, dispuesta a defenderse.


—¿Qué piensas hacer, atacarme con técnicas marciales? —preguntó, riendo.


—Déjala de una vez, Gaston —dijo otro chico—. Te estás comportando de forma grosera.


Segundos más tarde, Sabrina escuchó una voz ronca que la sorprendió.


—¿Ocurre algo, Rogelio?


—No, señor Alfonso, no pasa nada.


Paula miró al profesor y pensó que había crecido durante el fin de semana. Hasta sus hombros parecían más anchos. 


Llevaba una camisa blanca y estaba más impresionante que nunca. Además, olía a la misma loción de afeitar. Pero esta vez no le recordó a su abuelo.


—¿Estás esperando el cambio, Sabrina? —preguntó Pedro.


Sabrina estaba tan anonadada que no respondió.


—¿Sabrina?


—¿Sí?


—Estás entorpeciendo el paso. ¿Esperas el cambio?


—No, ya me lo ha dado. Sólo espero una disculpa.


Pedro la miró con ojos entrecerrados.


—¿Y eso?


—Sí, pero no creo que merezca la pena entrar en detalles —respondió Sabrina, volviéndose hacia el chico de atrás—. Con un «lo siento, Rogelio», bastaría.


—¿Rogelio? —preguntó Pedro, sorprendido.


—En efecto. Pero no quiero aburrirte contándote la historia. Sólo espero una disculpa, como acabo de decir.


Segundos después, el chico de la cola miró al cajero y se disculpó, aunque a regañadientes.


Paula asintió y se despidió de Rogelio.


—Adiós, Rogelio, nos veremos mañana.


—Hasta luego, Sabrina —dijo Rogelio, sonriendo.


—Te veré en clase, Pedro —dijo Paula.


Acto seguido, Paula se alejó de la cola. Estaba bastante nerviosa, y sólo esperaba que Pedro no lo hubiera notado. 


No quería que descubriera que se sentía atraída por él.


Paula se dirigió a la mesa como si aquel lugar la protegiera de Pedro. Dejó la bandeja y saludó a sus compañeros. En aquella mesa no eran alumnos; eran, sencillamente, amigos.


Se sentó y sonrió. A su lado estaban Beto, el ligón; Fred, el genio de los ordenadores; Janice, la altísima y tímida chica con la que coincidía en clase de gimnasia; y Derek, un chico que tenía la costumbre de meterse en los asuntos de los demás.


—¿Ocurre algo? —preguntó alguien, a su derecha—. ¿Has tenido algún problema con el señor Alfonso?


Era Eliana.


—No, sólo quiso interesarse por un pequeño problema del cajero.


—¿Podéis pasarme ese plátano? —preguntó Beto.


—No se lo deis —dijo Fred—. Si se lo dais, querrá comerse toda vuestra comida.


—Eso me recuerda que a mi primo Randy lo arrestaron por escándalo público —intervino Derek, de repente.


Todos lo miraron con asombro. Paula sonrió y siguió comiendo.


—Mi tía Doris dice que no podrá volver al supermercado porque se moriría de vergüenza —continuó Derek—. Al parecer, Randy se bajó la cremallera de los pantalones.


—¿Qué has dicho? —preguntó Paula.


—Lo que has oído. Y lo hizo junto a una mujer que estaba comprando fruta. Pero supongo que no habría pasado nada si Randy no le hubiera dicho que lo probara a él en lugar de probar el melón que estaba a punto de comprar.


Todos rieron, pero Beto se apresuró a decir:
—No comprendo que seas capaz de decir algo así.


—¿Por qué?


—¿Crees que a tu tía y a tu primo les gustará que nos cuentes algo que obviamente los avergüenza? Tendrías que pensar las cosas antes de abrir esa bocaza.


Derek se ruborizó, porque poco tiempo antes habían estado charlando sobre el derecho de la gente a la intimidad.


—No te preocupes, Derek —dijo Janice—. Yo pienso demasiado antes de hablar, así que normalmente no digo nada.


—Sí, la timidez también es un problema para Beto —dijo Fred—. Cada vez que intenta decir algo...


Fred no terminó la frase, porque Beto le pegó un codazo.


—Caramba, Adler —dijo Beto, mientras se tocaba el codo derecho—. Pensaba que lo único duro en tu cuerpo era tu cabeza.


En aquel instante, Eliana se dirigió a Paula.


—¿Sabrina? He traído las cosas conmigo. Lo digo por si quieres que vayamos a correr cuando terminen las clases.


—Magnífico —dijo Sabrina—. No me vendrá mal un poco de compañía.


—Pero te recuerdo que es posible que no soporte tu ritmo.


—Descuida, no intentaré ganar ninguna carrera.


—De acuerdo, pero si hay alguien en la cancha volveré al instituto.


—No creo que haya nadie hasta que empiecen las prácticas en primavera.


Paula esperaba tener razón, porque el ejercicio era muy útil para mantener la autoestima, y quería que Eliana se beneficiara de él.


—Venga, así podremos cotillear un poco. No te veo muy a menudo en el instituto.


—¡Eh, Adler! —dijo Beto de repente, con tono de urgencia—. Despierta. Alfonso viene hacia aquí.


Paula miró a su alrededor, asustada. No podía creer que Pedro se acercara a ella. Pero no lo pudo ver por ninguna parte, y en seguida comprendió que Beto se refería a Carolina, no al profesor. En cualquier caso, la hermana de Pedro parecía bastante triste.


—Hola, Carolina —la saludó Paula—. ¿Qué tal estás?


—Bueno, he suspendido el examen de álgebra esta mañana, el señor Williams me ha echado por comer chicle, mi hermano no permite que me siente a comer con quien yo quiera y en general mi vida es un desastre. Pero a parte de eso, todo va divinamente.


—¿Él cretino de tu hermano no permite que te sientes con Bruce?


—El único cretino es Bruce —murmuró Fred.


Carolina miró a Fred con desagrado, pero no dijo nada al respecto.


—El viernes dijiste que podía sentarme contigo cuando quisiera. ¿Hablabas en serio?


Paula lo había dicho en serio, pero no quería molestar a Fred, ni a los otros chicos que estaban en la mesa.


—Por supuesto que sí. Pero, ¿por qué quieres sentarte conmigo?


—A mi hermano le molesta que me siente con Bruce. Pero le molestará aún más que me siente contigo —explicó, con ojos brillantes.


Paula notó la tensión de sus compañeros, pero a pesar de todo hizo un esfuerzo y sonrió.


—Bueno, en tal caso toma una silla y siéntate. Aún tengo diez minutos para poder corromperte.