jueves, 28 de diciembre de 2017
LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 35
Esas primeras semanas en Certaldo fueron casi demasiado perfectas.
Paula se sentía como si Santy y ella hubieran sido sacados de su vida anterior y, ligeros como plumas, estuvieran volviendo lentamente a la tierra en la colinas de la Toscana.
Paula comprendía que Celina se sintiera segura en ese valle rodeado de colinas; parecía que la tierra se hubiera alzado para protegerlas en su abrazo. Estaban a salvo allí. A salvo.
A Paula le asustaba la facilidad con la que esas palabras invadían sus pensamientos, más cada día que pasaba.
Era como si estuviera de pie en el centro de una larga carretera. A un lado estaba el pánico de que Jorge consiguiera encontrarlas. Al otro, la paz y de la seguridad y una vida tranquila, en la que Santy y ella daban largos paseos con su almuerzo en bolsas de papel, y le contaba cuentos por la noche, hasta que se dormía acurrucado en sus brazos. Eran cosas sencillas pero de una riqueza inimaginable para Paula.
Celina conocía a alguien que podía proporcionarles documentos con una nueva identidad. Habían utilizado sus pasaportes para llegar a Italia, pero Celina le había aconsejado que no volviera a hacerlo allí. En cuanto tuvieran documentos, Paula pensaba matricular a Santy en el colegio.
Celina tenía un ordenador portátil y Paula envió un correo electrónico, cuyo origen era imposible de descubrir, a la dirección que le había pedido a su madre que crease. Breve y sencillo, simplemente para hacerle saber que estaban bien.
Los principios debían tener una segunda fase, y para Paula eso implicaba encontrar una forma de mantenerse. El dinero que había conseguido llevar consigo no duraría para siempre. De hecho, le asustaba cuánto había gastado ya.
Planteó el tema a Celina una cálida tarde de marzo. Celina se había ofrecido a ayudarla a limpiar una zona del jardín trasero para hacer un huerto. Estaban retirando piedras y echándolas en una carretilla que había llevado Celina esa mañana.
—Tengo que encontrar la manera de ganar algo de dinero —dijo Paula, acercando la carretilla al borde del área que habían elegido.
—¿Qué hacías antes?
—Nunca trabajé después de casarme.
—Yo tampoco. Mi marido no lo permitía.
Paula asintió; el comentario reflejaba su pasado, como había ocurrido varias veces esas últimas semanas. Su amistad era poco común, el vínculo entre ellas fue inmediato y profundo.
Habían librado una batalla similar, y entendían las cicatrices que compartían y las que las diferenciaban como poca gente sería capaz de hacer.
—Hay algo que hacía… —titubeó—. Pero seguramente aquí no funcionaría.
—¿Qué era? —Celina se estiró, se quitó un guante cuero y lo sacudió para sacar la tierra del interior.
—Pintaba maceteros y los vendía a un almacén de jardinería de lujo.
—¿Cómo se vendían?
—El dueño estaba contento.
—Entonces, ¿por qué no ibas a poder hacerlo aquí?
—No sé —Paula encogió los hombros—. Yo…
—¿Macetas de terracota?
—Sí.
—Pues de eso no falta. ¿Qué más necesitarías?
—Pinceles, pinturas, sombra tostada para envejecer.
—Todo eso deberíamos poder encontrarlo en San Gimignano. ¿Crees que estás preparada para aventurarte un poco?
Pensarlo hizo que a Paula se le revolviera el estómago. Sólo se había alejado de la casa dos veces desde su llegada. Una para devolver el coche de alquiler, la otra hacía una semana, cuando Santy y ella habían acompañado a Celina al mercado.
Celina las había invitado a acompañarla en varias excursiones: a San Gimignano y a Certaldo Alto, dos pueblos cercanos que, según los describía Celina, parecían fascinantes.
—Paula, sé cómo te sientes —dijo Celina—. Es aterrador pensar en volver ahí fuera. En arriesgar la seguridad que habéis encontrado aquí. Sólo tú puedes decidir cuándo estarás preparada, pero cuando lo hagas, dímelo.
Paula asintió, con un nudo de emoción en la garganta. Miró a Santy que, al otro lado del jardín, jugaba a tirarle palos a George. Su cara estaba relajada y sonriente como pocas veces lo había estado en su corta vida. Quizá había llegado el momento.
LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 34
El teléfono de Ramiro sonó treinta segundos después de que Alfonso abandonara su oficina. Lo descolgó, cansino.
—¿Sí?
—El señor Chaves en la línea tres.
Podía retrasar la llamada. Diablos, podía irse a Tahití y dejar todo el asunto atrás. Por desgracia, era demasiado tarde para eso. Pulsó el botón y se dispuso a utilizar su mejor voz de abogado, agradable y modulada.
—Jorge.
—Quiero que esto se arregle. Quiero saber dónde está y quiero recuperar a mi hijo.
Al cuerno los preliminares. Ramiro dejó caer la cabeza contra el respaldo de la silla y se apretó la sien derecha con el pulgar, como si así pudiera evitar el súbito dolor que amenazaba con taladrar su cráneo.
—¿Qué quieres que haga?
—Haz que sigan a Alfonso. No quiero que haga un movimiento sin que yo sepa adonde va. ¿Está claro?
—Entendido —de alguna manera, Ramiro consiguió inyectar una nota de confianza en su respuesta, como si no estuviera empapando en sudor la camisa italiana que llevaba puesta.
Colgó el teléfono, sintiéndose casi a punto de vomitar.
Deseaba intensamente no haber subido al tren de lujo de Chaves. No haberse puesto nunca en la situación de tener que lavar sus trapos sucios.
Sacó una llave de la cartera y abrió un cajón lateral del escritorio. Sacó un montón de archivos y encontró la tarjeta que había guardado allí, con el teléfono de un detective. La miró con fijeza un momento, después alzó el teléfono y marcó.
****
Por suerte, Ramiro aún no lo había declarado persona non grata al vigilante nocturno, que lo saludó con una sonrisa amistosa. Su llave de la puerta principal seguía funcionando.
Cerró la puerta a su espalda y fue al despacho de Ramiro.
Cualquier información que hubiera sobre Chaves, S.A. estaría allí.
Detrás del sillón de Ramiro había un archivador de caoba.
Los cajones estaban cerrados con llave. Pasó una mano por los laterales, buscando una llave. No la encontró y revisó todos los cajones del escritorio, sin éxito. Pasó la mano por debajo del escritorio y después por debajo del sillón de cuero.
Bingo.
Había una pequeña caja oculta llaves sujeta a una de las patas de metal. Dentro había varias llaves pequeñas. Las fue probando hasta que una encajó en la cerradura del archivador y lo abrió.
Volvió a poner la caja de llaves en su sitio. Pasó las carpetas hasta que llegó a la «C». Allí encontró la de «Chaves, Jorge». Era casi una biblioteca.
Pedro echó un vistazo a su reloj, después revisó los archivos rápidamente. Un nombre captó su atención: Ella Fralin. Sacó el documento y hojeó las páginas. Al final había un contrato. Igual que el que había estado utilizando para preparar la respuesta a la demanda que había presentado contra Chaves, S.A. Pero había diferencias; no tuvo que leer mucho para darse cuenta de eso.
Ramiro tenía una fotocopiadora personal en una esquina del despacho. Pedro la encendió, esperó a que se calentara e hizo una copia de las páginas pertinentes. Regresó al archivador y volvió a poner la carpeta en su sitio.
—Hoy sí que está aquí tarde, señor Alfonso —dijo un bedel desde la puerta, con el tubo de la aspiradora en la mano.
—Sí. Acabo de encontrar lo que estaba buscando —respondió Pedro. Rodeó el escritorio, pasó delante del hombre y salió al pasillo.
****
No se acostó esa noche, sino que la pasó sentado a la mesa de la cocina, con un cuaderno de notas delante de él. Lola estaba a sus pies, con la cabeza en las patas, mirándolo. Él sentía como si estuviera empezando con menos que una pizarra en blanco. Paula podía estar en cualquier parte del mundo. Literalmente.
Quizá estaba loco por pensar que podía encontrarla. Por pensar que ella desearía que la encontrase.
Pero Pedro estaba seguro de que Jorge agotaría hasta el último centavo de su cuantiosa fortuna para encontrarla. La mirada que había visto en sus ojos esa mañana lo decía todo.
Empezó a hacer una lista de todos los detalles que recordaba sobre Paula Chaves.
LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 33
Había estado en la piscina. Ya era casi mediodía y Jorge le había dicho que se reuniría con ella más de una hora antes.
Impaciente, había decidido volver a ver qué lo retenía. Le había prometido que tendría muy poco trabajo durante el viaje, y que podrían pasar mucho tiempo juntos. Pretendía que cumpliera esa promesa.
Las cortinas estaban echadas y él estaba sentado en una silla junto a la ventana, con una mano sobre el teléfono. Ella tragó aire al ver la expresión de su rostro. Sintió un extraño cosquilleo en el estómago.
—Eh —dijo—. Pensé que ibas a bajar.
Él no contestó y ella se sintió nerviosa, insegura. Vio algo amenazador en su postura cuando él se levantó y apoyó las palmas de las manos sobre la mesa redonda.
Se planteó marcharse, pero desechó el impulso como una tontería. Hacía menos de dos horas habían hecho el amor sobre la cama que seguía sin hacer; de esa manera brusca y apasionada que le hacía pensar que nunca encontraría otro hombre como él.
—¿Qué ocurre, Jorge? —cruzó la habitación y apoyó la mano en el centro de su espalda.
Pasaron unos segundos hasta que él contestó.
—Ha llamado tu padre. Parece que nadie sabe dónde está Paula.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella, arrugando la frente, pero esperanzada.
—Quiero decir que se ha ido. Me ha dejado.
—Pero ¿cómo sabes…?
—Lo sé.
Lorena titubeó. Mordisqueándose el labio inferior, siguió masajeándole la espalda con la mano. Pensó en no decir nada, pero llevaba mucho tiempo callando. Quizá ésa fuera la oportunidad que había esperado.
—No puedo decir que eso me entristezca.
Él giró en redondo. El golpe llegó tan rápido que la pilló desprevenida. El dorso de su mano la golpeó en la mandíbula, volviéndole la cabeza hacia el lado. Oyó un crujido y, por un instante, atónita e incrédula, se preguntó si le había roto el cuello.
Sus labios formaron una «O» de sorpresa. Tropezó y calló sobre la cama, bocabajo. Las sábanas aún olían al sexo que habían compartido.
Se quedó allí, desconcertada.
Lo oyó cruzar la habitación, abrir la puerta y salir sin decir una palabra.
Cuando por fin se levantó, lo hizo con cuidado.
Fue al cuarto de baño, apoyándose en la pared para mantener el equilibrio.
Al verse en el espejo, perdió el aliento.
El lado izquierdo de su cara daba la impresión de estar lleno de aire, deformado, grotesco.
Miró el cardenal con una especie de incredulidad distanciada de sí misma. Y se preguntó qué habría opinado su padre de eso.
****
Eran poco más de las seis y Pedro estaba a punto de finalizar una conversación de treinta minutos con otro de esos clientes de Ramiro de los que nadie quería hacerse cargo.
Jorge Chaves entró en el despacho y cerró la puerta.
—Cuelga —dijo.
—Disculpa, te llamaré después, Hank —Pedro colgó el teléfono, apartó su silla y se levantó—. ¿Puedo ayudarte en algo, Jorge?
—Dímelo tú —contestó con voz profunda, con los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Puedes?
Habría sido imposible no captar el tono amenazador de su voz.
—Tengo la sensación de que supones que debería saber de lo que estamos hablando.
Jorge cruzó la habitación y agarró el borde del escritorio con ambas manos, tan fuerte que se le pusieron blancos los nudillos. Se inclinó hacia él, poniendo su rostro a sólo un palmo del de Pedro.
—¿Dónde está mi esposa?
La pregunta sonó de lo más normal, poco más alta que un susurro.
—¿Cómo iba a saberlo yo?
—Ah, yo creo que lo sabes.
—No tengo ni idea de adonde quieres llegar, pero vas muy mal encaminado.
—¿Ah, sí? —Jorge se apartó, con ojos fríos.
—Sí, desde luego.
—Harías bien en mantenerte alejado de ella, Alfonso.
—¿Eso es una amenaza? —Pedro sostuvo su mirada.
—Llámalo como quieras. Pero si alguna vez descubro que has tenido algo que ver con la desaparición de Paula, serás tú quien desee desaparecer —Jorge se dio la vuelta y fue hacia la puerta. Se detuvo y, sin mirar atrás, añadió—: La encontraré. No lo dudes. Se ha llevado a mi hijo. De ninguna manera va a salirse con la suya.
Los pasos de Jorge se alejaron por el pasillo. El miedo que Pedro sentía por Paula se avivó, como una llama con una súbita corriente de aire.
Fue a la ventana y esperó hasta ver a Jorge dirigirse hacia el aparcamiento que había al otro extremo del bloque.
Salió de su despacho y fue directo al de Ramiro. No se molestó en llamar a la puerta.
—Cierra la puerta, ¿quieres? —Ramiro no pareció sorprendido por la aparición de Pedro.
Pedro cerró, se dio la vuelta y metió las manos en los bolsillos del pantalón.
—Dime una cosa. ¿Cómo puedes vivir contigo mismo?
Ramiro abrió un cajón del escritorio y sacó un puro.
—¿Quieres uno? —ofreció.
—No.
Ramiro cortó la punta, le acercó un mechero y, seguidamente, inhaló con fuerza y soltó un par de volutas de humo al aire.
—Aprendí hace mucho tiempo que había cosas en este mundo que podía cambiar. Y otras que no.
—¿Y cómo encaja ahí encubrir a un cliente que maltrata a su esposa?
—En las cosas que no puedo cambiar —soltó otra bocanada de humo y miró a Pedro—. ¿No es por eso por lo que dejaste la oficina del fiscal? ¿Por qué descubriste que había algunas cosas en el mundo que no podías cambiar?
—Sí. Antes de comprender que tu mundo estaba formado por la misma clase de rufianes. La única diferencia es que llevan trajes de Armani y pagan tus gastos.
Las palabras hicieron blanco. El rostro de Ramiro se endureció. Golpeó la punta del puro en el cenicero de cristal que había junto al teléfono.
—Lo que tú digas —rezongó.
—¿Cómo podías mirarla a la cara sabiendo lo que sabes?
Ramiro soltó una áspera risotada.
—Vamos, Pedro. ¿No crees que si se quedaba, tenía sus razones para hacerlo? Nunca le ha faltado de nada.
—¿Ésa es tu justificación? —Pedro miró fijamente al otro abogado—. ¿Cómo puedes aceptar dinero de un hombre que mantiene a su esposa aprisionada en su propia vida?
—No sabes de lo que estás hablando.
—Oh, yo creo que sí. Estaría dispuesto a apostar que hubo un tiempo en el que eras un hombre decente. Ramiro. Cuando incluso te imaginabas encerrando a tipos como Chaves. La primera vez que desviaste la vista hacia otro lado, te destrozó por dentro, ¿verdad? Pero la siguiente fue más fácil. Y la siguiente, más aún. Y ahora te has convencido a ti mismo de que no importa. Pero sí importa. Limpiaré mi escritorio antes de marcharme.
—Alfonso, espera… —Ramiro se había puesto pálido.
Pedro salió sin mirar atrás, una súbita certeza le hacía apresurar el paso. Sin duda, Jorge Chaves acabaría encontrando a Paula. Los tipos como Chaves nunca se rendían. Y, de pronto, tenía algo muy claro. Él tenía que encontrarla antes
miércoles, 27 de diciembre de 2017
LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 32
Cuando Ramiro llegó a la oficina el lunes por la mañana tenía aspecto de haber pasado veinticuatro horas sumergido en agua hirviendo. Apareció en la puerta del despacho de Pedro con el rostro rojo, una versión aturdida y desaliñada de sí mismo.
—¿No habrás sabido de Paula Chaves, verdad? —preguntó.
—¿Debería? —Pedro alzó una ceja con calma, aunque se le había acelerado el pulso.
—No —Ramiro se pasó una mano por el pelo—. Sólo pensé… no ha estado en casa en todo el fin de semana. Jorge me había pedido que la visitara a diario. Va a llamar esta mañana. No sé qué voy a decirle.
—Pues que no sabes dónde está.
Ramiro miró a Pedro con los ojos entrecerrados, como si se preguntase cuánto decir.
—Jorge es un poco… protector en lo que respecta a Paula.
—¿Así es como lo llamas?
—Esto no es una guardería, Alfonso—el rostro de Ramiro enrojeció aún más—. Ten cuidado. No es un tipo al que convenga molestar.
—Por lo visto no.
Ramiro lo miró fijamente y se marchó; las pisadas de sus zapatos resonaron por el pasillo.
Pedro fue a la ventana y miró el tráfico en la calle. Se preguntaba adonde habría ido Paula y si volvería a verla alguna vez.
****
Unas risas la despertaron.
Paula se sentó en la cama de un bote, desorienta, y miró el reloj que había en la mesilla. La una de la tarde. Imposible.
No podía haber dormido toda la noche y medio día más.
Saltó de la cama y corrió a la puerta delantera. Santy estaba en el suelo, de espaldas, y el enorme perro labrador dorado que estaba sobre él le lamía el rostro cada vez que se reía.
Vigilando, a unos pasos de distancia, estaba Celina Thomas.
—Buenos días. Es decir, buenas tardes —saludó, al ver a Paula.
—Me resulta increíble haber dormido tanto. Hace mucho que el niño…
—Hace unos minutos. Vine a ver si queríais comer conmigo. Parece que George ha encontrado un nuevo amigo.
—Creo que Santy también —sonrió Paula.
—¿Qué te parece lo de comer? —preguntó Celina.
—¿Podemos ir, mamá? La señora Thomas dice que vive en esa colina. Y George vive allí con ella.
Los ojos de Paula se encontraron con los de Celina y vio en ellos la misma compasión que había visto el día anterior.
—Eso suena fantástico.
—Cuando estéis listos, seguid el sendero que hay allí, entre los árboles. Veréis la casa enseguida. Venga, George. Vámonos.
George corrió tras ella y volvió la cabeza para mirar a Santy con tristeza. El niño miró a su madre.
—¿Podemos darnos prisa, mamá?
—Apuesto a que estaré lista antes que tú —contestó ella, corriendo hacia la puerta.
—No creo. Eres una chica —dijo él, adelantándola
***
La casa de Celina Thomas parecía salida de un cuento de hadas.
Al llegar al final del sendero, Paula y Santy se detuvieron, asombrados.
—Vaya —dijo Santy.
La casa era de diseño toscano, con tejas rojas, paredes de estuco y contraventanas de color azul vivo. Todo indicaba que la persona que vivía allí se había esforzado por convertirla en un hogar. En las ventanas había maceteros rebosantes de hierbas aromáticas y flores. La enorme puerta de madera pintada estaba flanqueada por dos grandes tiestos de arcilla, que contenían un enebro cada uno.
Celina salió y George apareció a su lado, agitando el rabo. Al ver a Santy, corrió a recibirlos.
—Son casi las dos. Debéis de estar muertos de hambre —dijo Celina—. Venid dentro a comer.
El interior de la casa era igual de interesante, era obvio que a Celina le apasionaban las antigüedades. Y los olores que llegaban de la cocina hicieron que Paula casi desfalleciera de hambre.
Celina los guió a una vieja mesa de madera, dispuesta con platos y tazones de cerámicas, llenos de comida humeante.
—Por favor, sentaos —Celina señaló una silla para cada uno—. George, a tu sitio, por favor.
George cruzó la habitación y subió de un salto a un sillón de cuero que, obviamente, le pertenecía.
—Esto es muy amable de tu parte —dijo Paula.
—Me encanta guisar —replicó Celina—. George no es buen crítico culinario. Le gusta todo.
Celina había sido modesta. Era una cocinera increíble; la comida era sencilla, pero cada plato era una obra de arte. Pollo asado con tomillo y orégano, patatas crujientes fritas en aceite de oliva y pan delicioso, como el que les había llevado la noche anterior. De postre les ofreció una tarta de chocolate deliciosa.
—No sé si alguna vez he comido algo tan rico —dijo Paula—. Muchas gracias.
—De nada —miró a Santy—. ¿Te gustaría salir a jugar con George un rato?
Santy asintió como si llevara horas esperando que le ofreciera esa opción.
—¿Te parece bien? —preguntó Celina a Paula.
—Claro que sí.
—Gracias por la comida, señora Thomas —Santy se levantó de la mesa tan rápido, que casi volcó la silla.
—De nada, Santy. George, a jugar.
George descendió de un salto y corrió tras Santy. Poco después, se oyeron ladridos y risas en el jardín delantero.
—Es un niño adorable —dijo Celina.
—A veces, pienso que no me lo merezco —a Paula se le escaparon las palabras casi sin pensar.
—¿Café? —ofreció Celina.
—Sí, por favor.
Celina se levantó de la mesa, fue hacia una moderna cafetera expresso y regresó con dos pequeñas tazas de un café fuerte y oscuro. Las puso en la mesa y fue a por una jarrita de crema y un azucarero. Paula se sirvió y tomó un sorbo.
—Mmm. Delicioso.
—Me he hecho adicta —dijo Celina—. Yo, que antes lo tomaba flojo y descafeinado.
Paula sonrió.
—Respecto a ese comentario de no merecerte a Santy… ¿Quién podría merecérselo más?
La pregunta tocaba sentimientos profundos, y nunca se habría planteado entre dos personas normales que apenas se conocían. Pero la palabra «normal» no podía aplicarse a su situación.
Al ver que Paula no respondía, Celina se puso el pelo detrás de las orejas y soltó un suspiro.
—Yo nunca tuve hijos. Precisamente por la razón que acabas de aducir. Pero a veces me pregunto si un niño habría dado algún sentido a lo que soporté. Ahora mismo, no lo tiene.
—Yo jamás habría elegido tener a Santy para que sufriera mi situación —comentó Paula.
—Lo entiendo —Celina titubeó y escrutó el rostro de Paula un momento—. Sé que, por nuestra propia seguridad, es mejor no compartir detalles personales. Pero cuando te vi salir del coche ayer, fue como mirar hacia el pasado y verme reflejada en un espejo, con el aspecto que debía de tener hace tres años.
—¿Eres… soy la primera mujer a la que ayudas?
—La segunda.
—¿Vino aquí?
—Sí. Pero regresó.
—Oh —a Paula se le encogió el estómago. Celina estiró el brazo y le apretó la mano.
—Eso no tiene por qué ocurrirte, Paula. Dejar todo lo que conoces atrás puede ser muy solitario, hasta que empieza a mejorar. Ella decidió volver al diablo que conocía.
—¿Trabajas? —Paula pasó el pulgar por el borde de su taza.
—Aún no he tenido que hacerlo. En mi vida anterior trabajaba para una empresa inversora. Es un talento que me ha resultado muy útil.
—¿Te sientes sola alguna vez?
—A veces —ladeó la cabeza—. Al principio me parecía muy injusto. Ser yo la que tenía que renunciar a toda su vida. Pero no hace falta que te lo diga.
—¿Y eso mejora?
—Un poco. Todavía se me encoje el estómago cuando oigo un coche subir por la carretera.
—Entonces tu… marido aún no sabe dónde estás.
—Si lo supiera, no estaría viva.
A Paula se le heló el corazón. Esas mismas palabras podía aplicárselas a sí misma.
—Perdona —Celina volvió a apretarle la mano—. No pretendía preocuparte aún más. Quiero que sepas que estás segura aquí, Paula.
Paula asintió y rezó porque no hubiera ningún cabo suelto que permitiera a Jorge descubrirla.
—Verás, Paula, somos dos personas a las que han cambiado para siempre —dijo Celina con resignación—. Nunca sabremos qué tipo de persona podríamos haber sido, porque nuestra experiencia nos ha reformado. Durante estos últimos años, he intentado descubrir quién soy, y qué voy ser a partir de ahora.
—¿Y te gusta esa persona? —Paula hizo la pregunta, inquieta. Quería saber si volvería a sentir algo parecido al respeto por sí misma alguna vez.
—Cada vez más —contestó Celina—. Lo importante es creer que un día tú también te sentirás así.
Las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Paula.
Sentada frente a una mujer que sin duda había recuperado ese respeto, era capaz de creer que también podría conseguirlo ella.
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