El teléfono de Ramiro sonó treinta segundos después de que Alfonso abandonara su oficina. Lo descolgó, cansino.
—¿Sí?
—El señor Chaves en la línea tres.
Podía retrasar la llamada. Diablos, podía irse a Tahití y dejar todo el asunto atrás. Por desgracia, era demasiado tarde para eso. Pulsó el botón y se dispuso a utilizar su mejor voz de abogado, agradable y modulada.
—Jorge.
—Quiero que esto se arregle. Quiero saber dónde está y quiero recuperar a mi hijo.
Al cuerno los preliminares. Ramiro dejó caer la cabeza contra el respaldo de la silla y se apretó la sien derecha con el pulgar, como si así pudiera evitar el súbito dolor que amenazaba con taladrar su cráneo.
—¿Qué quieres que haga?
—Haz que sigan a Alfonso. No quiero que haga un movimiento sin que yo sepa adonde va. ¿Está claro?
—Entendido —de alguna manera, Ramiro consiguió inyectar una nota de confianza en su respuesta, como si no estuviera empapando en sudor la camisa italiana que llevaba puesta.
Colgó el teléfono, sintiéndose casi a punto de vomitar.
Deseaba intensamente no haber subido al tren de lujo de Chaves. No haberse puesto nunca en la situación de tener que lavar sus trapos sucios.
Sacó una llave de la cartera y abrió un cajón lateral del escritorio. Sacó un montón de archivos y encontró la tarjeta que había guardado allí, con el teléfono de un detective. La miró con fijeza un momento, después alzó el teléfono y marcó.
****
Por suerte, Ramiro aún no lo había declarado persona non grata al vigilante nocturno, que lo saludó con una sonrisa amistosa. Su llave de la puerta principal seguía funcionando.
Cerró la puerta a su espalda y fue al despacho de Ramiro.
Cualquier información que hubiera sobre Chaves, S.A. estaría allí.
Detrás del sillón de Ramiro había un archivador de caoba.
Los cajones estaban cerrados con llave. Pasó una mano por los laterales, buscando una llave. No la encontró y revisó todos los cajones del escritorio, sin éxito. Pasó la mano por debajo del escritorio y después por debajo del sillón de cuero.
Bingo.
Había una pequeña caja oculta llaves sujeta a una de las patas de metal. Dentro había varias llaves pequeñas. Las fue probando hasta que una encajó en la cerradura del archivador y lo abrió.
Volvió a poner la caja de llaves en su sitio. Pasó las carpetas hasta que llegó a la «C». Allí encontró la de «Chaves, Jorge». Era casi una biblioteca.
Pedro echó un vistazo a su reloj, después revisó los archivos rápidamente. Un nombre captó su atención: Ella Fralin. Sacó el documento y hojeó las páginas. Al final había un contrato. Igual que el que había estado utilizando para preparar la respuesta a la demanda que había presentado contra Chaves, S.A. Pero había diferencias; no tuvo que leer mucho para darse cuenta de eso.
Ramiro tenía una fotocopiadora personal en una esquina del despacho. Pedro la encendió, esperó a que se calentara e hizo una copia de las páginas pertinentes. Regresó al archivador y volvió a poner la carpeta en su sitio.
—Hoy sí que está aquí tarde, señor Alfonso —dijo un bedel desde la puerta, con el tubo de la aspiradora en la mano.
—Sí. Acabo de encontrar lo que estaba buscando —respondió Pedro. Rodeó el escritorio, pasó delante del hombre y salió al pasillo.
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No se acostó esa noche, sino que la pasó sentado a la mesa de la cocina, con un cuaderno de notas delante de él. Lola estaba a sus pies, con la cabeza en las patas, mirándolo. Él sentía como si estuviera empezando con menos que una pizarra en blanco. Paula podía estar en cualquier parte del mundo. Literalmente.
Quizá estaba loco por pensar que podía encontrarla. Por pensar que ella desearía que la encontrase.
Pero Pedro estaba seguro de que Jorge agotaría hasta el último centavo de su cuantiosa fortuna para encontrarla. La mirada que había visto en sus ojos esa mañana lo decía todo.
Empezó a hacer una lista de todos los detalles que recordaba sobre Paula Chaves.
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