Paula y Silvia recorrieron a pie los pocos bloques que separaban las oficinas de Webster & Asociados del Hotel Plaza, donde iba a celebrarse el desfile de modas en beneficio del Hospicio Martin. Paula se había planteado llamar a Silvia y excusarse. Había sido idea de Jorge el que asistiera. Silvia era una de las organizadoras y el acto benéfico siempre tenía buena cobertura de la prensa. No asistir habría supuesto una confrontación inevitable.
El desvío para ir a la oficina de Ramiro había sido una sorpresa de último minuto. Silvia había insistido en que Paula entrase a saludar. Como no tenía ninguna excusa plausible para negarse, había accedido. Pero tenía la esperanza de evitar a Pedro Alfonso. Verlo la había dejado desconcertada. La ponía nerviosa su forma de mirarla, como si pudiera atravesar sus barreras y leer en su interior.
Mientras esperaban a que un semáforo diera paso libre a los peatones, Silvia la miró con una sonrisa.
—¿Podrías explicarme esa mirada? —preguntó.
—¿Qué mirada? —Paula se ajustó las gafas de sol, mirando hacia el otro extremo de la calle.
—La que habéis cruzado tú y el delicioso Pedro Alfonso.
—No ha habido ninguna mirada —dijo Paula, evitando los ojos de Silvia.
—Desde donde yo estaba, sí la hubo —Silvia alzó el arco perfecto de sus cejas—. Vamos, Paula. Estaremos casadas, pero no muertas. Y tendrías que estarlo para no fijarte en él. Me recuerda a Richard Gere en Oficial y caballero. Esos ojos y esa sonrisa. Podrían convencer a una mujer de todo —soltó una risa—. O quizá de quitárselo todo.
El semáforo cambió y cruzaron. A pesar del aire invernal, Paula tenía el rostro arrebolado.
—Quien calla otorga —dijo Silvia, presionando el botón de subida del ascensor—. Te diré una cosa. Si me mirase a mí como te miró a ti hace unos minutos, estaría flotando en el aire. Pero también es cierto que Ramiro no es de los celosos. Tengo la sensación de que Jorge sí.
—No tiene por qué estar celoso —dijo ella.
Se abrieron las puertas del ascensor. Dos mujeres con traje oscuro salieron del ascensor. Paula y Silvia entraron. Las puertas se cerraron.
Silvia metió la mano en el bolso, sacó un pintalabios de Chanel y un espejito y se retocó la boca.
—Ésa es tu opinión. Pero si tu marido hubiera visto esa mirada, estoy segura de que estaría en desacuerdo contigo.
*****
Pedro pasó la mayor parte de la tarde tomando la declaración de la mujer de ochenta años que alegaba que Chaves, S.A. no había construido la casa que ella había contratado. Ella Fralin era muy aguda y ninguna de sus respuestas se desvió de su declaración original.
Cuando la señora Fralin se marchó, Pedro fue al despacho Ramiro y le habló desde el umbral.
—Me ha parecido muy convincente.
—No importa —repuso Ramiro—. Tenemos la documentación. Servirá para el tribunal.
Pedro lo observó un momento, preguntándose por qué le costaba creer la versión de Ramiro. Trabajaba para Webster & Asociados, y debía su lealtad a la empresa. Pero su instinto se rebelaba.
—¿Linda? —dijo Ramiro, tras pulsar el botón del intercomunicador.
—¿Sí, señor Webster?
—Tengo unos documentos que Jorge Chaves debe firmar. Acabo de hablar con su secretaria y ya ha salido de la oficina. ¿Podría acercárselos a su casa?
—Por supuesto —dijo la secretaria.
—Yo paso por allí delante —comentó Pedro. No pudo evitarlo.
—¿Seguro? —Ramiro lo miró.
—Sí, no es problema —afirmó él, aunque empezaba a arrepentirse.
—Déjalo, Linda —Ramiro colgó. Levantó un sobre marrón que había en la mesa. Pedro lo aceptó.
—Si está en casa, dile que lo llamaré por la mañana para ver qué opina —dijo Ramiro.
—Bien —asintió Pedro.
—Hola, papi.
La hija de Ramiro estaba en el umbral, sonriente. Pedro la reconoció por la foto que había en el escritorio de su padre. Alta, de pelo oscuro y brillante, llevaba un suéter rosa muy ajustado y unos de esos vaqueros desgastados que costaban más de doscientos dólares.
—¿Interrumpo? —preguntó.
—No. Entra, preciosa —dijo Ramiro—. ¿Conoces a Pedro Alfonso?
—No —sonrió a Pedro y le ofreció la mano—. Me acordaría de él.
—Pedro, mi hija, Lorena.
—Encantado —dijo Pedro, apreciando la firmeza y confianza de su apretón de manos.
—¿Eres el nuevo socio?
—Sí —replicó él, recogiendo sus carpetas.
—Papa dice que trabajabas en la oficina del fiscal.
—Correcto.
—Esto debe ser muy distinto, ¿no?
—El extremo opuesto de la escala social, se podría decir —confirmó él.
—No tengo que volver a la universidad hasta el catorce —dijo ella, tras mirarlo a los ojos un largo momento—. Tengo que decidirme por una especialidad. Tal vez podríamos almorzar juntos. Me encantaría que me hablases de tu experiencia como fiscal.
—No estoy seguro de que ese mundo sea para ti, cariño —intervino Ramiro.
—No me importa ensuciarme un poco las manos, papi —replicó ella, mirando a su padre.
Pedro se quedó callado un momento, sin saber qué reacción se esperaba de él.
—Tengo que marcharme —dijo.
—Te llamaré para almorzar —afirmó ella, como si él hubiera aceptado la sugerencia.
El asintió con la cabeza y regresó a su despacho. Terminó de redactar un par de cartas y decidió marcharse. Era la primera tarde desde su incorporación que salía antes de las siete.
No se permitió admitir por qué hasta que llegó a su coche.
Había pensado en Paula Chaves numerosas veces desde el día de Nochevieja, y se había recriminado por hacerlo. Verla esa mañana lo había pillado desprevenido. Su imaginación no la había idealizado en absoluto. La recordaba tal y como era. Toda una belleza.
Esa tarde le había costado concentrarse en la demanda de la señora Fralin. No dejaba de ver el rostro de Paula, ni de oler el sutil perfume de su cabello, que lo había asaltado al pasar a su lado.
Era una mujer casada. Y aún más, estaba casada con el cliente más importante del bufete para el que trabajaba. Sin embargo, no podía negar que había salido temprano por una sola razón. Esperaba que Jorge no estuviera en casa aún. Y que fuera Paula quien abriese la puerta.
****
Pedro aparcó ante la casa de los Chaves. Impresionante no empezaba a definirla. Era una de las casas más grandes de un barrio en el que todas las casas tenían tamaño de hotel.
Pero no era la mansión clásica que había esperado, sino una estructura moderna, con varias alas y ventanales enormes.
Digna de una revista de arquitectura moderna.
Con el sobre en la mano, bajó del coche y llamó a la puerta, deseando, de repente, haber permitido que la secretaria de Ramiro se encargase de la entrega.
Eso hasta que Paula abrió la puerta.
Tardó unos segundos en hablar. Se había quedado sin voz.
Vestida con unos pantalones caqui y un enorme jersey de lana, ella lo miró sorprendida, cautivándolo con sus ojos.
—Hola de nuevo —dijo él.
—Señor Alfonso —la voz de ella sonó fría y poco acogedora.
—Ramiro me pidió que trajera esto para Jorge.
—Gracias —aceptó el sobre, sin mirarlo a la cara.
Se hizo un silencio incómodo.
—Me preguntaba por su resolución —dijo él finalmente—. ¿Qué tal va?
—Sigue en pie de momento.
—Ya, la mía también —ofreció él, cuando comprendió que ella no iba a devolverle la pregunta—. Pero siempre funciona la primera semana. Ya sabe, gimnasio todos los días, candado en la nevera…
Volvieron a quedarse callados y él tuvo la misma sensación que en la fiesta de los Webster. Percibía su vulnerabilidad tras el muro de reserva con el que se rodeaba. De nuevo, fueron sus ojos los que la traicionaron. Eran inquietos y evasivos, como los de una persona que ya no se atreve a confiar en el mundo que la rodea.
—Bueno, será mejor que me vaya —dijo, por puro instinto de supervivencia.
—Buenas noches.
Ella dio un paso atrás para cerrar la puerta y dejó caer el sobre. No estaba cerrado y los documentos que contenía se esparcieron por el suelo. Se inclinó para recogerlo y él hizo lo mismo. El jersey de ella se deslizó hacia un hombro, dejando a la vista la suave piel blanca mancillada por un enorme cardenal azul.
Pedro lo miró fijamente, incapaz de desviar la vista. Ella lo notó y se colocó bien el jersey.
—Yo… tuve un accidente montando en bicicleta. Caí sobre el hombro.
—Debe de haber dolido un montón —dijo él, tras estudiarla unos segundos.
—No es nada —dijo ella, poniéndose en pie y metiendo los papeles en el sobre. Desvió la mirada, entró en la casa y cerró la puerta.
Pedro se quedó allí parado, sus pies se negaban a obedecer. No tenía ninguna razón para no creerla, pero estaba convencido de que había mentido.
¿Por qué? Esa era la cuestión.
***
Paula esperó a oír el motor del coche antes de permitirse mirar por la ventana. El Porsche negro se alejó de la casa.
Esperó a que los faros traseros desaparecieran de la vista, con una mano en el sobre y la otra en el hombro, aún dolorido. Recordó el día, años atrás, que Marta Chaves intentó justificar un cardenal similar, y sintió vergüenza de su mentira. Pero había visto la mirada inquisitiva de él; ese ilógico atisbo de duda. La gente tenía accidentes todo el tiempo.
Sin embargo, él no la había creído.
Pensó en las excusas que había utilizado en los últimos años: intervención odontológica, caída del caballo… cualquier cosa que explicara los cardenales si no podía esconderse en casa hasta que desaparecieran. La mayoría de las veces, se ocultaba del mundo tanto tiempo como podía, para que nadie viera su ojo hinchado, o las marcas violáceas en su cuello.
Desde la fiesta de Nochevieja, había pensado en Pedro Alfonso más de una vez. Había sido bondadoso con ella y suponía que eso la había atraído, que una parte de ella anhelaba y añoraba bondad. Por patético que fuera.
Tras la acusación de Silvia esa mañana, Paula no se había permitido volver a pensar en él. Temía que su expresión la delatara, que Jorge lo notase.
Por extraño que fuera, Jorge nunca había necesitado un atisbo de verdad para que su ira se desbocara. Le bastaba con una mera y remota posibilidad.
Paula no había contado con abrir la puerta y ver a Pedro Alfonso, con su traje bien cortado y la corbata floja sobre una camisa blanca con el botón del cuello abierto.
Se permitió recordar su voz, grave y de tono ecuánime, sus palabras de interés.
Y su aspecto.
Pelo oscuro, levemente ondulado y algo más largo de lo que, suponía, Ramiro Webster habría aprobado. Tenía los ojos marrón oscuro, con algunas líneas de expresión. Aunque sólo eran las seis de la tarde, ya le hacía falta un afeitado.
Recordó cada detalle con desapego imparcial. Como una persona que contemplara un cuadro o una escultura en un museo, reconocía su atractivo pero reconocía que nunca formaría parte de su vida.
Miró el sobre que tema en la mano y sintió un cosquilleo en el estómago. Jorge volvería pronto. Se preguntó si debía mentir y decir que lo había entregado la secretaria de Ramiro. No era buena idea. Si descubría la verdad, la acusaría de tener algo que ocultar.
Ése era un riesgo que no podía permitirse correr.
Los primeros días en Webster & Asociados no fueron como Pedro había esperado.
Seguía esperando sentir la excitación, la descarga de adrenalina que lo había alimentado día a día mientras ejerció como fiscal.
Pero en los montones de expedientes que ocupaban su escritorio, no había nada que promoviera la excitación o la adrenalina. Todo era pura burocracia.
Su despacho era cuanto debía ser el del socio de un bufete importante. Sillones de cuero junto al escritorio, cuadros originales en las paredes. No tenía nada que ver con él, pero era una forma de impresionar, de lanzar un mensaje: «Confía en nosotros. Somos lo bastante buenos como para poder permitirnos estos lujos».
No se parecía en nada al viejo y destartalado despacho en el que había ejercido como fiscal. Y una parte de él lo echaba de menos.
El jueves por la tarde, Pedro se reunió con Ramiro Webster para revisar una demanda contra Chaves, S.A.
Ella Fralin había presentado una demanda alegando que la casa prefabricada que había comprado a Chaves, S.A. estaba construida con materiales de calidad inferior a los que reflejaba el contrato original.
Pero Ramiro veía la situación de otra manera.
—Cada uno de los materiales utilizados en esa casa cumple las normas —dijo, recostándose en la silla—. Es perfectamente legal.
—Pero ella alega que la propuesta original ofrecía un panorama muy distinto —replicó Pedro, arrugando la frente.
—El malentendido reside en que el panorama al que ella se refiere habría costado mucho más que lo que pagó por la casa —Ramiro lo explicó como si Pedro fuera un estudiante de Derecho de primer curso.
Pedro hojeó el expediente que tenía ante sí y leyó una de las cartas.
—La señora Fralin dice que el precio que pagó incluía materiales de "mayor calidad".
—Tiene casi ochenta años —dijo Ramiro, que parecía cansado de la conversación—. Tenemos la documentación necesaria para respaldar nuestro argumento. Será fácil convencer al jurado de que puede haber entendido mal la información.
Se oyó un golpecito en la puerta entornada. Silvia Webster entró en la sala, envuelta en una nube de perfume caro.
—Reparto de corbatas nuevas —dijo, agitando una bolsa ante Ramiro.
—Mancha de café —explicó Ramiro a Pedro, mostrándole la corbata que llevaba puesta.
—Mira a quién he traído conmigo —dijo Silvia, mirando a su espalda, por encima del hombro.
Paula Chaves apareció en el umbral.
El estómago de Pedro se contrajo.
Ella agarraba la correa de su bolso como si fuera un ancla, lo único que le impedía echar a correr.
—Hola —saludó, evitando tanto la mirada de Ramiro como la de él.
—Paula —Ramiro se aclaró la garganta—. ¿Cómo estás?
—Bien, gracias —respondió ella con voz controlada.
—Ya conoces a Pedro, ¿verdad?
—Sí, de un momento —respondió ella. Por fin lo miró con ojos educados e inexpresivos.
—Me alegra verla de nuevo —dijo Pedro.
—Lo mismo digo.
La tensión se palpaba en el aire, pesado, como la premonición de una nevada. Pedro no podía explicarse por qué ella lo afectaba de esa manera. Había algo en ella que echaba por tierra su habitual seguridad y confianza en presencia de las mujeres.
—Bueno —dijo, recogiendo las carpetas que tenía ante sí y poniéndose en pie—. Disculpadme, tengo algunos asuntos que atender.
Paula se hizo a un lado en la puerta, dejando un gran espacio entre ellos. Aun así, Pedro percibió el campo de fuerza magnética que los unía y se preguntó si a ella le ocurría lo mismo.
El día después de Año Nuevo. Paula condujo hasta la biblioteca. Santy no tenía colegio y estuvo encantado de acompañarla. Era una de sus actividades favoritas. Habló poco por el camino, se concentró en mirar por la ventana.
La expresión de su carita hacía que el corazón de Paula se llenara de amor y compasión. Quería tranquilizarlo, decirle que todo iría bien, que esa vez se aseguraría de ello.
La biblioteca era un edificio de ladrillo de tres plantas, con altas ventanas y puerta arqueada. En la entrada había una enorme escultura moderna. Paula llevó a Santy a la sección infantil del primer piso.
—¿Estarás bien? —preguntó, alisándole el pelo.
—Sí —dijo él—. Es como estar en Disneylandia.
A Santy le encantaba leer, pero apenas leía en casa, para evitar que padre lo ridiculizara por ser un ratón de biblioteca, en vez de salir a jugar al balón como los otros niños. Sólo pensarlo provocó en Paula una nueva oleada de resentimiento. Le dijo a su hijo que volvería pronto y fue hacia el ascensor.
Había varios ordenadores en la segunda planta. Estaban todos desocupados, y Paula se sentó frente a uno de ellos, agradeciendo la soledad.
Puso una mano en teclado, casi mareada por el nerviosismo.
Entró en la cuenta que había creado con un nombre falso, pulsó en la tecla «Escribir correo» y tecleó la dirección que había memorizado. Tardó varios minutos en serenarse lo bastante para empezar a escribir. Se sentía como si estuviera saltando desde un acantilado, sin ninguna garantía de tocar fondo.
Hola. Me han dicho que tal vez pueda ayudarme.
Se quedó en blanco. ¿Cómo explicar en pocas palabras en lo que se había convertido su vida? Quería explicar su caso sin entrar detalles. En cierto modo, escribirlo para que otro ser humano lo viera hacía que se consumiera de vergüenza.
Puso los dedos temblorosos sobre el teclado.
Mi marido me maltrata. He hecho otros intentos para salir de esta situación. Todos fracasaron. Quiero abandonar el país con mi hijo el 7 de febrero. Por favor. ¿Puede ayudarme?
Se oyeron pasos. Ella echó un vistazo por encima del hombro, aterrada. Pulsó el botón «Enviar» y salió de la pantalla.
Un conserje vació una papelera en un contenedor, y siguió su camino.
Con una mano en el corazón, Paula miró la pantalla. Apareció un mensaje.
Su correo ha sido enviado.
Miró las palabras. Demasiado tarde para arrepentirse. En algún sitio, una persona recibiría el correo, lo leería y decidiría si merecía o no ser ayudada.
Recordó a la bondadosa enfermera que había conocido en su último viaje a Urgencias. La joven había entrado en el cubículo donde estaba Paula y tras correr la cortina la miró con ojos compasivos.
—Tome —había susurrado, poniéndole un papel en la mano—. Yo he pasado por lo mismo que usted. Si necesita escapar, use esta dirección.
—¿Qué es?
—La pondrá en contacto con un grupo de gente que ayuda a mujeres como usted y como yo a iniciar una nueva vida en otro lugar.
Paula escrutó a la mujer sin saber qué decir.
—¿Y usted…?
—Sí —respondió la enfermera—. Durante cinco años. Mis hijas y yo. Mi marido murió hace dos años. Ya no tenemos que escondernos.
—Lo siento —dijo Paula al percibir el alivio que expresaban las palabras de la mujer, y al mismo tiempo el dolor y desconsuelo de sus ojos.
La enfermera negó con la cabeza.
—Para mí no habría habido final feliz si él me hubiera encontrado. Usted conoce su situación. Si da el paso, asegúrese de que está preparada. Será definitivo.
Eso había ocurrido hacía tres meses. Desde entonces, Paula estaba preparándose. Ahorrando dinero. Solicitando pasaportes para ella y para Santy.
A lo largo de su matrimonio, Paula había intentado dejar a Jorge tres veces. Cada una de ellas, convencida de que no volvería.
La primera vez, había hecho las maletas y regresado a Lanier. Jorge había esperado hasta que sus padres salieron juntos de casa una mañana, para llamar a la puerta. Al principio, intentó convencerla con palabras dulces y disculpas.
—Paula, lo siento. No quería hacerlo. Sé que estás disgustada. Te compensaré.
—Vete, Jorge. No quiero verte —había contestado ella tras la puerta cerrada.
—Esto es una locura. Abre. Necesito hablar contigo.
—Vete, Jorge. Por favor —ella cruzó los brazos sobre el pecho, temblorosa. Él no dijo nada durante unos segundos, pero cuando volvió a hablar, notó un deje de ira en su voz.
—Abre la puerta, Paula, o la abriré yo mismo.
Los segundos pasaron lentamente. Ella deseaba que acabase todo, que la dejara en paz, para poder seguir con su vida.
—Si no quieres que todo el vecindario sepa que estoy aquí, abre la puerta. Ahora.
La amenaza implícita era indudable, así que abrió. Santy estaba en el jardín trasero jugando. No quería que supiera que Jorge estaba allí. Quería que todo terminase pacíficamente. Quería quedarse sola, nada más. En paz.
—Vamos a casa,Paula —dijo Jorge entrando en la casa con el rostro tenso—. Esto es una locura.
—Locura es lo que ocurre en nuestra casa —replicó ella, preguntándose cómo podía decir eso y quedarse tan tranquilo.
—Te he dicho que lo siento —razonó él—. ¿Qué más puedo hacer?
—No te pido que hagas nada. Sólo irte.
Él se adentró en el salón y se asomó a la ventana. Santy estaba jugando en el columpio.
—¿No pensarás que voy a dejar que te quedes con él, verdad? —preguntó él con dureza.
—No es momento para hablar de eso —dijo ella, aunque sus palabras la habían atravesado como un cuchillo helado.
—¿Qué momento podría ser mejor?
—Jorge…
—Te recomiendo que vuelvas a casa, Paula. Si no lo haces, te garantizo que no conseguirás la custodia. No tienes trabajo. Ni educación. Ni dinero propio. Nada…
—Excepto que le diré a cualquier juez que quiera escucharme lo que has estado haciéndome —contestó ella furiosa.
—¿Lo que he estado haciendo? —rió él—. ¿Te refieres a lo que hemos estado haciendo? ¿Pelearnos de vez en cuando como cualquier pareja normal?
—¿Una pareja normal? —ella lo miró incrédula. Él hablaba en serio—. ¿Eso crees que somos?
—No tendríamos ningún problema, Paula, si recordases que no me gusta que mi esposa coquetee con todos los hombres que conoce.
La acusación era tan injusta que la recibió como un puñetazo en el estómago. No tanto por la acusación, sino por el hecho de que él creía que era verdad. Se preguntó si podría hacer que alguien más lo creyera así. Un juez, por ejemplo. Miró a Santy por la ventana y se estremeció. Nadie sabía mejor que ella lo persuasivo y convincente que podía ser Jorge. Cuando quería algo, no cejaba en su empeño hasta conseguirlo.
Así que había vuelto. Y las paredes de la prisión en la que vivía se estrecharon aún más; la necesidad que tenía Jorge de controlarla subió a cotas más altas. Le negó todo acceso a dinero en metálico y sólo le permitía utilizar tarjetas de crédito asociadas a compras en grandes almacenes y a gasolineras.
El ordenador dio un pitido, devolviéndola al presente. Una caja apareció en pantalla.
Tiene un mensaje nuevo.
Con el corazón acelerado, Paula pulsó en el botón «Leer correo».
Querida Paula:
Somos una red de voluntarios unidos en la labor de ayudar a mujeres y niños que viven situaciones de maltratos abusivos.
Sólo un miembro de nuestra organización puede haberte proporcionado esta dirección. Y lo hizo porque tiene evidencias de que necesitas nuestra ayuda.
Nuestra red de voluntarios, en éste y otros países, se compone de ciudadanos normales: profesores, enfermeras, abogados y médicos que creen que muchas relaciones abusivas no tienen remedio y probablemente conducirán a la muerte de la esposa y/o de sus hijos.
Las estadísticas corroboran esta creencia.
Nuestro objetivo es ofrecerte la oportunidad de iniciar una nueva vida. Cualquier contacto futuro con personas de tu entorno actual pondrá en riesgo tu seguridad. Por favor, piénsalo bien antes de tomar esta decisión.
Tu hijo y tú necesitaréis pasaportes.
Me pondré en contacto contigo en esta dirección cuando tenga noticias. Por favor, comprueba el correo a diario. No dudo que captas la gravedad del asunto. Al sacar a tu hijo del país sin el consentimiento de tu marido, podría acusarte de secuestro si llega a encontrarte algún día.
Si crees que debes hacerlo, no deseo desanimarte. Sin embargo, es mi obligación asegurarme de que eres plenamente consciente de las consecuencias de lo que vas a hacer.
Que Dios te bendiga.
Kathryn Milborn
Paula se quedó quieta, desconcertada por la cruda advertencia. Sin embargo, ya sabía que no habría marcha atrás si daba ese paso. Pero no tenía otra opción. Quedarse era propiciar el dramático desenlace. No podía seguir diciéndose que las cosas mejorarían. La cólera de Jorge seguía elevándose, y cada incidente alimentaba el fuego del siguiente.
Tenía que irse. Para siempre. Si no por sí misma, lo haría por Santy.
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