jueves, 21 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 15





Paula y Silvia recorrieron a pie los pocos bloques que separaban las oficinas de Webster & Asociados del Hotel Plaza, donde iba a celebrarse el desfile de modas en beneficio del Hospicio Martin. Paula se había planteado llamar a Silvia y excusarse. Había sido idea de Jorge el que asistiera. Silvia era una de las organizadoras y el acto benéfico siempre tenía buena cobertura de la prensa. No asistir habría supuesto una confrontación inevitable.


El desvío para ir a la oficina de Ramiro había sido una sorpresa de último minuto. Silvia había insistido en que Paula entrase a saludar. Como no tenía ninguna excusa plausible para negarse, había accedido. Pero tenía la esperanza de evitar a Pedro Alfonso. Verlo la había dejado desconcertada. La ponía nerviosa su forma de mirarla, como si pudiera atravesar sus barreras y leer en su interior.


Mientras esperaban a que un semáforo diera paso libre a los peatones, Silvia la miró con una sonrisa.


—¿Podrías explicarme esa mirada? —preguntó.


—¿Qué mirada? —Paula se ajustó las gafas de sol, mirando hacia el otro extremo de la calle.


—La que habéis cruzado tú y el delicioso Pedro Alfonso.


—No ha habido ninguna mirada —dijo Paula, evitando los ojos de Silvia.


—Desde donde yo estaba, sí la hubo —Silvia alzó el arco perfecto de sus cejas—. Vamos, Paula. Estaremos casadas, pero no muertas. Y tendrías que estarlo para no fijarte en él. Me recuerda a Richard Gere en Oficial y caballero. Esos ojos y esa sonrisa. Podrían convencer a una mujer de todo —soltó una risa—. O quizá de quitárselo todo.


El semáforo cambió y cruzaron. A pesar del aire invernal, Paula tenía el rostro arrebolado.


—Quien calla otorga —dijo Silvia, presionando el botón de subida del ascensor—. Te diré una cosa. Si me mirase a mí como te miró a ti hace unos minutos, estaría flotando en el aire. Pero también es cierto que Ramiro no es de los celosos. Tengo la sensación de que Jorge sí.


—No tiene por qué estar celoso —dijo ella.


Se abrieron las puertas del ascensor. Dos mujeres con traje oscuro salieron del ascensor. Paula y Silvia entraron. Las puertas se cerraron.


Silvia metió la mano en el bolso, sacó un pintalabios de Chanel y un espejito y se retocó la boca.


—Ésa es tu opinión. Pero si tu marido hubiera visto esa mirada, estoy segura de que estaría en desacuerdo contigo.



*****


Pedro pasó la mayor parte de la tarde tomando la declaración de la mujer de ochenta años que alegaba que Chaves, S.A. no había construido la casa que ella había contratado. Ella Fralin era muy aguda y ninguna de sus respuestas se desvió de su declaración original.


Cuando la señora Fralin se marchó, Pedro fue al despacho Ramiro y le habló desde el umbral.


—Me ha parecido muy convincente.


—No importa —repuso Ramiro—. Tenemos la documentación. Servirá para el tribunal.


Pedro lo observó un momento, preguntándose por qué le costaba creer la versión de Ramiro. Trabajaba para Webster & Asociados, y debía su lealtad a la empresa. Pero su instinto se rebelaba.


—¿Linda? —dijo Ramiro, tras pulsar el botón del intercomunicador.


—¿Sí, señor Webster?


—Tengo unos documentos que Jorge Chaves debe firmar. Acabo de hablar con su secretaria y ya ha salido de la oficina. ¿Podría acercárselos a su casa?


—Por supuesto —dijo la secretaria.


—Yo paso por allí delante —comentó Pedro. No pudo evitarlo.


—¿Seguro? —Ramiro lo miró.


—Sí, no es problema —afirmó él, aunque empezaba a arrepentirse.


—Déjalo, Linda —Ramiro colgó. Levantó un sobre marrón que había en la mesa. Pedro lo aceptó.


—Si está en casa, dile que lo llamaré por la mañana para ver qué opina —dijo Ramiro.


—Bien —asintió Pedro.


—Hola, papi.


La hija de Ramiro estaba en el umbral, sonriente. Pedro la reconoció por la foto que había en el escritorio de su padre. Alta, de pelo oscuro y brillante, llevaba un suéter rosa muy ajustado y unos de esos vaqueros desgastados que costaban más de doscientos dólares.


—¿Interrumpo? —preguntó.


—No. Entra, preciosa —dijo Ramiro—. ¿Conoces a Pedro Alfonso?


—No —sonrió a Pedro y le ofreció la mano—. Me acordaría de él.


Pedro, mi hija, Lorena.


—Encantado —dijo Pedro, apreciando la firmeza y confianza de su apretón de manos.


—¿Eres el nuevo socio?



—Sí —replicó él, recogiendo sus carpetas.


—Papa dice que trabajabas en la oficina del fiscal.


—Correcto.


—Esto debe ser muy distinto, ¿no?


—El extremo opuesto de la escala social, se podría decir —confirmó él.


—No tengo que volver a la universidad hasta el catorce —dijo ella, tras mirarlo a los ojos un largo momento—. Tengo que decidirme por una especialidad. Tal vez podríamos almorzar juntos. Me encantaría que me hablases de tu experiencia como fiscal.


—No estoy seguro de que ese mundo sea para ti, cariño —intervino Ramiro.


—No me importa ensuciarme un poco las manos, papi —replicó ella, mirando a su padre.


Pedro se quedó callado un momento, sin saber qué reacción se esperaba de él.


—Tengo que marcharme —dijo.


—Te llamaré para almorzar —afirmó ella, como si él hubiera aceptado la sugerencia.


El asintió con la cabeza y regresó a su despacho. Terminó de redactar un par de cartas y decidió marcharse. Era la primera tarde desde su incorporación que salía antes de las siete.


No se permitió admitir por qué hasta que llegó a su coche. 


Había pensado en Paula Chaves numerosas veces desde el día de Nochevieja, y se había recriminado por hacerlo. Verla esa mañana lo había pillado desprevenido. Su imaginación no la había idealizado en absoluto. La recordaba tal y como era. Toda una belleza.


Esa tarde le había costado concentrarse en la demanda de la señora Fralin. No dejaba de ver el rostro de Paula, ni de oler el sutil perfume de su cabello, que lo había asaltado al pasar a su lado.


Era una mujer casada. Y aún más, estaba casada con el cliente más importante del bufete para el que trabajaba. Sin embargo, no podía negar que había salido temprano por una sola razón. Esperaba que Jorge no estuviera en casa aún. Y que fuera Paula quien abriese la puerta.



****


Pedro aparcó ante la casa de los Chaves. Impresionante no empezaba a definirla. Era una de las casas más grandes de un barrio en el que todas las casas tenían tamaño de hotel. 


Pero no era la mansión clásica que había esperado, sino una estructura moderna, con varias alas y ventanales enormes. 


Digna de una revista de arquitectura moderna.


Con el sobre en la mano, bajó del coche y llamó a la puerta, deseando, de repente, haber permitido que la secretaria de Ramiro se encargase de la entrega.


Eso hasta que Paula abrió la puerta.


Tardó unos segundos en hablar. Se había quedado sin voz. 


Vestida con unos pantalones caqui y un enorme jersey de lana, ella lo miró sorprendida, cautivándolo con sus ojos.


—Hola de nuevo —dijo él.


—Señor Alfonso —la voz de ella sonó fría y poco acogedora.


—Ramiro me pidió que trajera esto para Jorge.


—Gracias —aceptó el sobre, sin mirarlo a la cara.


Se hizo un silencio incómodo.


—Me preguntaba por su resolución —dijo él finalmente—. ¿Qué tal va?


—Sigue en pie de momento.


—Ya, la mía también —ofreció él, cuando comprendió que ella no iba a devolverle la pregunta—. Pero siempre funciona la primera semana. Ya sabe, gimnasio todos los días, candado en la nevera…


Volvieron a quedarse callados y él tuvo la misma sensación que en la fiesta de los Webster. Percibía su vulnerabilidad tras el muro de reserva con el que se rodeaba. De nuevo, fueron sus ojos los que la traicionaron. Eran inquietos y evasivos, como los de una persona que ya no se atreve a confiar en el mundo que la rodea.


—Bueno, será mejor que me vaya —dijo, por puro instinto de supervivencia.


—Buenas noches.


Ella dio un paso atrás para cerrar la puerta y dejó caer el sobre. No estaba cerrado y los documentos que contenía se esparcieron por el suelo. Se inclinó para recogerlo y él hizo lo mismo. El jersey de ella se deslizó hacia un hombro, dejando a la vista la suave piel blanca mancillada por un enorme cardenal azul.


Pedro lo miró fijamente, incapaz de desviar la vista. Ella lo notó y se colocó bien el jersey.


—Yo… tuve un accidente montando en bicicleta. Caí sobre el hombro.


—Debe de haber dolido un montón —dijo él, tras estudiarla unos segundos.


—No es nada —dijo ella, poniéndose en pie y metiendo los papeles en el sobre. Desvió la mirada, entró en la casa y cerró la puerta.


Pedro se quedó allí parado, sus pies se negaban a obedecer. No tenía ninguna razón para no creerla, pero estaba convencido de que había mentido.


¿Por qué? Esa era la cuestión.



***


Paula esperó a oír el motor del coche antes de permitirse mirar por la ventana. El Porsche negro se alejó de la casa.


Esperó a que los faros traseros desaparecieran de la vista, con una mano en el sobre y la otra en el hombro, aún dolorido. Recordó el día, años atrás, que Marta Chaves intentó justificar un cardenal similar, y sintió vergüenza de su mentira. Pero había visto la mirada inquisitiva de él; ese ilógico atisbo de duda. La gente tenía accidentes todo el tiempo.


Sin embargo, él no la había creído.


Pensó en las excusas que había utilizado en los últimos años: intervención odontológica, caída del caballo… cualquier cosa que explicara los cardenales si no podía esconderse en casa hasta que desaparecieran. La mayoría de las veces, se ocultaba del mundo tanto tiempo como podía, para que nadie viera su ojo hinchado, o las marcas violáceas en su cuello.


Desde la fiesta de Nochevieja, había pensado en Pedro Alfonso más de una vez. Había sido bondadoso con ella y suponía que eso la había atraído, que una parte de ella anhelaba y añoraba bondad. Por patético que fuera.


Tras la acusación de Silvia esa mañana, Paula no se había permitido volver a pensar en él. Temía que su expresión la delatara, que Jorge lo notase.


Por extraño que fuera, Jorge nunca había necesitado un atisbo de verdad para que su ira se desbocara. Le bastaba con una mera y remota posibilidad.


Paula no había contado con abrir la puerta y ver a Pedro Alfonso, con su traje bien cortado y la corbata floja sobre una camisa blanca con el botón del cuello abierto.


Se permitió recordar su voz, grave y de tono ecuánime, sus palabras de interés.


Y su aspecto.


Pelo oscuro, levemente ondulado y algo más largo de lo que, suponía, Ramiro Webster habría aprobado. Tenía los ojos marrón oscuro, con algunas líneas de expresión. Aunque sólo eran las seis de la tarde, ya le hacía falta un afeitado. 


Recordó cada detalle con desapego imparcial. Como una persona que contemplara un cuadro o una escultura en un museo, reconocía su atractivo pero reconocía que nunca formaría parte de su vida.


Miró el sobre que tema en la mano y sintió un cosquilleo en el estómago. Jorge volvería pronto. Se preguntó si debía mentir y decir que lo había entregado la secretaria de Ramiro. No era buena idea. Si descubría la verdad, la acusaría de tener algo que ocultar.


Ése era un riesgo que no podía permitirse correr.




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