domingo, 3 de diciembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 31




Pedro salió de la comisaría por tercera vez ese mes, Blackberry en mano, y se despidió de su abogado antes de entrar en el coche. Le habían hecho la misma serie de preguntas, añadiendo una nueva y absolutamente ridícula: McGray quería saber si la carta de amenaza había llegado a su casa o a la oficina y de qué clase de papel eran la nota y el sobre.


Pedro le había contado todo lo que recordaba, pero McGray parecía frustrado cuando al final le dijo que podía irse.


Evidentemente, no tenían nuevas pistas sobre el posible asesinato de Marie.


Michael, su conductor, lo llevaba al sitio de moda en Nueva York, el restaurante español Pacheco, donde iba a reunirse con dos de los anunciantes más importantes de AMS. Pedro habría querido que Paula fuese con él, pero ya le había ofrecido la noche libre a Wanda, de modo que se quedaría con su madre hasta tarde.


Pero él no quería ir a aquella cena solo.


Pedro tuvo que sonreír. Menudo cambio.


La quería a su lado más que nunca porque su padre estaría en esa cena, pasando la antorcha simbólicamente frente a los presidentes de las dos empresas más importantes para AMS.


Pero la vería más tarde, en su cama, y por la mañana tomarían juntos el desayuno…


Vaya, estaba hecho un romántico.


Eran las ocho menos cinco cuando el conductor se detuvo frente a la puerta de Pacheco y Pedro bajó del coche para entrar en el restaurante.



****


Era la hora del desayuno en el Park Café y dos chicas de la edad de Paula tomaban café mientras compartían un bollo supuestamente bajo en calorías que, por supuesto, no lo era.


—Mira a este hombre.


La rubia le quitó el periódico a su amiga de las manos.


—Está buenísimo.


—Mira la chica que está con él —suspiró la morena—. Es perfecta. Tiene que ser actriz o modelo. Yo nunca podría salir con un hombre como ése.


—Ninguna chica normal podría salir con un hombre como ése —asintió la rubia.


—Porque no se fijaría en nosotras.


Después de tomar un sorbo de café, la rubia añadió:
—Yo ya no puedo ni mirar esas fotografías. En fin, tengo que irme a trabajar. ¿Quieres que vayamos al cine esta noche?


Las dos se levantaron, dejando el periódico sobre la mesa.


Paula, que estaba tomando un capuchino, tuvo que sonreír. Ella había pensado exactamente lo mismo que esas chicas cada vez que veía a un hombre particularmente guapo. De hecho, había pensado lo mismo cuando conoció a Pedro.


Afortunadamente, esa parte de su vida había quedado atrás, pensó, recordando el más que satisfactorio desayuno en la cama con su marido.


Por curiosidad, tomó el periódico y buscó al hombre y a la modelo de los que hablaban… y cuando vio la fotografía sintió que se quedaba sin aire.


Porque era Pedro, con una rubia guapísima. Estaban muy cerca el uno del otro y Pedro, con un brazo sobre sus hombros, parecía a punto de darle un beso en la mejilla.


El titular decía:
La gente guapa de Nueva York cena en el restaurante Pacheco


Paula se quedó helada, muda, mientras leía el artículo para buscar una explicación. ¿Por qué estaba con esa mujer cuando, supuestamente, había cenado con un montón de viejos?


Tenía que haber una razón, ¿no? Pedro no le mentiría, no estaría teniendo una aventura mientras ella se quedaba en casa de su madre.


Paula intentó contener los celos y la desconfianza. No iba a hacer eso, se lo había prometido a sí misma. Tenía que haber una explicación.


Pero el artículo decía:
Anoche, en el restaurante Pacheco, el presidente de AMS, Pedro Alfonso, fue visto con una preciosa y misteriosa rubia…


Con el corazón latiendo ansiosamente, Paula miró la fotografía de nuevo. Había algo en la rubia que le resultaba familiar…


Sí, la conocía. ¿Pero de qué?


¿Era una actriz, una modelo como habían sugerido esas dos chicas? ¿O era…?


Volvió a mirar la fotografía y, como si fuera una película muda, se vio a sí misma una noche abriendo la puerta del apartamento de Sebastian Stone a una de las chicas de la tropa de Pedro.


La misteriosa rubia ya no era un misterio. Era una de las mujeres que había llamado a su puerta buscando a Pedro Alfonso.


Paula tiró el periódico, dejó su capuchino y su cruasán a medias y salió del café.


¿Por qué se había enamorado de un mujeriego? ¿Por qué no había aceptado su parte del trato sin involucrar sus sentimientos, sin sexo, sin amor?


La noche anterior, cuando volvió a casa, Pedro le había dicho que la cena había ido «bien». Evidentemente. Y había cambiado de tema después de eso.


Recordó entonces las palabras de Amanda: «No cometas el error de pensar que puedes cambiar a un hombre».


De vuelta en el edificio, Paula pulsó el botón del ascensor, intentando no pensar en lo que Pedro y ella habían hecho allí una semana antes.


Luego se dirigió a su apartamento… no, el apartamento de Pedro. Ella tendría que irse a vivir con su madre. No pensaba quedarse allí, desde luego. No iba a quedarse con un hombre que la engañaba.


Después de hacer la maleta a toda prisa, se sentó frente al escritorio con bolígrafo y papel. Por un momento se preguntó si estaba actuando de manera racional o si, de nuevo, el sentimiento de rechazo provocado por el abandono de su padre la obligaba a hacer algo insensato.


Pero su padre, con todos sus defectos, nunca había engañado a su madre. Los hechos estaban allí: esa rubia había llamado una noche a su puerta buscando a Pedro y Pedro nunca había negado que esas mujeres fueran sus amantes.


Y ella no quería que su relación se convirtiera en una sucesión de peleas, de sospechas y de explicaciones.


No, se había terminado.


De modo que le escribió una nota, tomó su maleta y salió del apartamento.




COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 30





—Es que no me lo puedo creer.


—¿Vas a mirar esa cosa toda la noche?


—¡No lo llames «cosa»!


Estaban en la cama, Pedro leyendo y ella mirando el anillo como si fuera un recién nacido cuyo rostro quisiera memorizar. Pedro se quitó las gafas que usaba para leer y que a Paula le parecían las más seductoras y masculinas del mundo.


—¿No?


—Vas a herir sus sentimientos.


—Estás loca, pero me encanta verte tan feliz —rió él, tomando su mano.


—Hoy hay sido un día maravilloso. Ojalá no terminase nunca.


Pedro examinó la banda de diamantes que le había comprado cuando Paula prácticamente se desmayó al verla en la bandeja.


—En realidad, es muy sencilla.


—A mí no me gustan los grandes pedruscos. Este anillo soy yo, tú, nosotros… es perfecto —Paula le pasó una pierna por la cintura—. Tienes muy buen gusto, por cierto.


—Yo no he tenido nada que ver, pero gracias.


—¿Te gusta tu alianza?


—Sí, mucho. Pero lo que más me gusta es lo que has pedido que graben en ella.


—Ah, sí —Paula se aclaró la garganta, poniéndose dramática—. «Un día, un año, para siempre». Qué buena soy —sonrió al verlo reír—. No habrás cambiado de opinión sobre lo de seguir juntos, ¿verdad?


—No —dijo él—. Aunque hablas con un anillo, curiosamente no.


—Eres una buena persona —sonriendo, Paula le quitó las gafas—. Hazme el amor, Pedro.


—¿Delante del anillo?


—No le importará. De hecho, yo creo que le gusta mirar.


Pedro buscó sus labios.



—Ah, qué pervertido.




COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 29




A las tres de la tarde llegó un ramo de flores a la oficina: peonías de color rosa tan artísticamente colocadas que el ramo casi parecía un cuadro. Paula supo enseguida que eran de Pedro y sonrió mientras abría la tarjeta:
Nos vemos esta noche a las 7 p.m. en el número 727 de la Quinta Avenida,
Llevaré una caja azul en la mano.


El número 727 de la Quinta Avenida. Paula decidió buscar la dirección en Google. ¿Cómo vivía la gente antes de la aparición de Internet?, se preguntó mientras esperaba impacientemente que la información apareciese en la pantalla.


Cuando vio dónde debía encontrarse con Pedro esa noche, su corazón se puso a palpitar como loco. Era una emoción que sólo una chica podría entender.


Pero, cuando miró el reloj, arrugó el ceño.


Aún le quedaban cuatro tediosas horas por delante.


Pedro la vio antes de que ella lo viera, caminando rápidamente por la calle, con un elegante traje de chaqueta y zapatos negros de tacón. La tienda acababa de cerrar al público y Paula estaba a punto de llevarse una agradable sorpresa.


En realidad, era asombroso que hubiera podido hacerlo. 


Pero todo, incluso la famosa joyería Tiffany's, se alquilaba si uno tenía dinero suficiente. La idea era un poco cursi, desde luego, pero el sitio era un clásico de Nueva York.


El guardia de seguridad de la puerta, que estaba avisado, dejó entrar a Paula y, un segundo después, estaba delante de él, mirándolo con expresión confusa.


—¿Vamos a asaltar la joyería?


—No —rió Pedro—. Hay guardias de seguridad fuera, como has visto, y varios más en el piso de arriba. Y por aquí debería haber un dependiente, pero suelen ser muy discretos.


Paula miró las estanterías repletas de joyas.


—¿Vamos a cenar aquí?


—¿Has oído hablar de Desayuno con diamantes, la película en la que Audrey Hepburn se queda mirando el escaparate de Tiffany's?


—Sí, claro.


—Bueno, pues ésta va a ser una cena con diamantes.


—¿En serio?


—Absolutamente en serio.


Pedro la llevó a una sala grande, donde los esperaba una mesa con mantel de lino blanco, cubertería de plata y más peonías rosas.


—No puedo creer que vayamos a cenar aquí… en la joyería más famosa del mundo, rodeados de piedras preciosas.


—Y luego tenemos que ir de compras.


—¿Qué?


—He decidido que ha llegado el momento.


—¿El momento de qué? —Paula no podía contener la emoción.


—De comprar el anillo. Yo siempre había pensado que cuando me casara no llevaría alianza, pero…


Ella tenía que hacer un esfuerzo increíble, casi sobrehumano, para no echarle los brazos al cuello.


—¿Pero has cambiado de opinión?


—Quiero que tú elijas la alianza para mí.


—Muy bien.


—Y yo elegiré una para ti.


—Genial —la sonrisa de Paula prácticamente iluminaba toda la joyería.


Tras ellos, uno de los dos camareros encargados de la cena carraspeó y Pedro apartó una de las sillas.


—Señora Alfonso…


Cuando les sirvieron el primer plato, Paula levantó la mirada, atónita.


—¿Pizza?


—Pensé que te encantaba la pizza.


—¡Y me encanta! Es perfecto, todo es perfecto.


—Pizza y Tiffany's, el Nueva York más clásico.


Mientras cenaban charlaron sobre el trabajo, la familia, los viajes que querían hacer. Pedro no hablaba nunca sobre sus padres, pero le habló de una de sus niñeras, que había sido como una madre para él. Le contó que un día tomaron el ferry hasta Staten Island y lo pasaron tan bien que perdieron el de vuelta y tuvieron que dormir en casa de una prima de ella.El mejor momento de su vida, le dijo.


—Salvo esta noche.


Cuando sonó su móvil Pedro decidió no contestar. Pero enseguida le llegó un mensaje de texto.


—Perdona…


—No importa —sonrió Paula—. ¿Ocurre algo? —le preguntó luego, al ver que arrugaba el ceño.


—Nada importante. Una de mis ayudantes me ha dejado un mensaje.


—¿Una de tus ayudantes? No sabia que tuvieras más de una.


—Tengo cuatro.


—Ah, qué suerte —rió Paula.


—Sé que puede parecer absurdo, pero son vitales para mí. Tengo el triple de trabajo desde que mi padre se retiró… no es que me queje, ¿eh?


—Ya me imagino.


—En fin, la pobre se había quedado en la oficina hasta muy tarde para terminar un informe que necesito para mañana. No quería que nos interrumpieran esta noche pero, desafortunadamente, el presidente de AMS no tiene un día libre y eso puede ser muy frustrante a veces. ¿Seguro que quieres estar conmigo?


Ella fingió pensárselo un momento.


—Sí, por supuesto. Pero sigo sin creer que hayas reservado Tiffany's para cenar.


—Por ti, cualquier cosa. ¿Eres feliz?


Paula apretó su mano.


—Mucho. Estoy contigo, Pedro, y eso siempre me hace feliz.




sábado, 2 de diciembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 28




Tenía una esposa; una esposa que dormía en su cama.


Y le parecía muy bien.


En realidad, pensó Pedro, era algo más que eso; estaba encantado.


Los primeros rayos del sol empezaban a colarse por la ventana, y la pálida luz iluminaba el rostro de su bonita esposa. Aquel ángel tan sexy que había bajado a la tierra para salvarlo de sí mismo. Y mientras Paula estuviera con él podría mimarla, protegerla, ofrecerle su lealtad y lo que quedaba de su corazón.


Ella abrió los ojos entonces y parpadeó varias veces, como intentando recordar dónde estaba. Al ver a Pedro, sus labios se abrieron en una sonrisa.


—Buenos días.


—¿Has dormido bien?


—Mejor que nunca —Paula alargó una mano para tocar su cara—. Ah, ¿mi caballero andante con armadura de Versace?


—¿Qué? —rió Pedro.


—Gracias.


—¿Por qué?


Paula sacó una pierna de entre las sábanas y rodeó con ella su cintura.


—Estuve en casa de mi madre anoche y cenamos… una de las cenas que tú has encargado.


—Ah, ya. Bah, eso no es nada. Tu madre debería tener la menor cantidad posible de problemas y tú también —sonrió Pedro, acariciando su muslo—. Se me había olvidado decirte que fui a verla el otro día. Bueno, en realidad no te lo dije para que no te sintieras mal.


—¿Por qué iba a sentirme mal?


—Porque con tu nuevo trabajo no tienes tiempo de ir a verla todos los días. Pero me gustaría seguir yendo a visitarla, si no te importa.


—¿Importarme? ¿Estás loco? —Paula se apoyó en un codo para mirarlo a los ojos—. ¿O es que eres absolutamente perfecto?


—Ninguna de esas cosas —rió él.


—Quiero estar contigo, Pedro—dijo ella entonces.


—Sí, yo también.


—No, quiero decir… que quiero seguir contigo cuando acabe el año —Paula dejó escapar un suspiro—. Ay, estas cosas se me dan fatal.


—Yo creo que lo estás haciendo muy bien —murmuró él.


—Quiero que sigamos casados.


Pedro se quedó callado, mirándola. Ella supuso que no sabía qué decir o que prefería no decir nada.


—Te he dejado de una pieza, ¿verdad?


—Sí, un poco —admitió.


—Y vas a decirme que habíamos acordado estar juntos sólo durante un año. Que aunque te gusto y te sientes atraído por mí…


—No sigas, Paula.


—Sí, claro, es verdad, debería ir a ducharme —murmuró ella. Pero cuando intentó apartarse, Pedro la sujetó.


—No, quédate. Vamos a hablar.


Muy bien, si iban a hablar, ella debía echarle valor.


—Creo que nos llevamos estupendamente —empezó a decir—. Y yo no quiero estar con nadie más, no me imagino estando con nadie más. ¿Qué te parece?


—Yo creo… —Pedro empezó a jugar con su pelo— que está muy bien.


—¿Muy bien?


Él asintió, mirándola a los ojos. Y luego buscó sus labios y la besó como si fuera a ser suya durante más de un año, para toda la eternidad.




COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 27





Paula miró el reloj de su ordenador y comprobó que eran más de las seis. Tenía una cita con una señora muy importante y, si no se daba prisa, iba a perdérsela.


Después de apagar el ordenador y arreglar un poco su escritorio, tomó el bolso y salió de la oficina. Las cosas iban muy bien en su nuevo trabajo, pensó, contenta.


Había logrado impresionar a todo el mundo en el departamento con su eficiencia y sus creativas ideas.


La mayoría de los compañeros se habían ido ya a casa, aunque algunos obsesos seguían sentados frente a sus ordenadores, y se despidió alegremente de ellos mientras iba hacia el ascensor.


Era una afortunada. Había conseguido un trabajo estupendo y tenía que agradecérselo a Pedro.


Pedro. Su marido. Su amante.


En la calle la recibió el bochorno del día y el aroma a orín tan típico de Nueva York. Mientras esperaba un taxi no dejaba de pensar en él. ¿Por qué había tenido que decirle que le quería? Sería boba…


Bueno, al menos había sido lo bastante lista como para evitar que él respondiera.


Porque si le hubiera dicho que no podía quererla…


Pedro Alfonso era amable, cariñoso y un amante fantástico, pero no parecía la clase de hombre que decía «te quiero».


Un taxi frenó en seco a su lado, como solía ocurrir en Nueva York, y después de darle la dirección, Paula se arrellanó en el asiento, pensativa. Si Pedro hubiera podido contestar la otra noche, seguramente habría dicho algo amable como: «gracias, yo creo que eres estupenda».


Paula dejó caer los hombros.


O tal vez le hubiese dado una larga charla sobre sí mismo y lo que quería y no quería de la vida. Le habría dicho que, aunque ella le caía muy bien, habían hecho un trato de un año y, por el momento, no podía pensar en nada más que eso.


De repente, se sintió mareada. El aire dentro del taxi no era mucho más fresco que en la calle.


Era un asco estar enamorada.


O a lo mejor era un asco cuando una estaba enamorada de un hombre que no sentía lo mismo, pensó, deprimida.


Unos minutos después entraba en casa de su madre y saludaba a Wanda en la cocina.


—¿Cómo va todo?


—Todo satisfactorio —anunció la cuidadora, usando una nueva palabra porque después de un tiempo usando «bien» o «regular» empezaba a resultar aburrido.


Wanda vivía con su madre ahora, algo que Paula quería desde el principio pero no había podido permitirse hasta ese momento. Raquel necesitaba cuidados las veinticuatro horas al día y, gracias a Dios y a su matrimonio con Pedro, no iba a estar sola ni un minuto.


—He pensado que podríamos pedir la cena por teléfono.


—Ya está pedida —dijo Wanda, sacando platos y vasos del armario—. Llegará enseguida.


—Ah, genial. ¿Qué has pedido?


—No la he pedido yo.


—¿Eh?


—La cena llega cada noche a las ocho en punto.


—No te entiendo.


—La envía el señor Alfonso… Bueno, él se encarga de que la envíen. Según él, como yo tengo que cuidar de Raquel no debería tener que hacer tres comidas al día. Yo le dije que no me importaba, pero él insistió.


Paula no podía creer lo que estaba oyendo.


—¿Cuándo te dijo eso?


—Hace unos días. Pasó por aquí para ver a tu madre a la hora del almuerzo.


—No me había dicho nada…


—A lo mejor quería darte una sorpresa.


—Pues lo ha conseguido, desde luego.


¿Pedro había ido a ver a su madre sin decirle nada? ¿Por qué?


—Tu madre está despierta, por cierto.


—Gracias, Wanda.


Lo primero que vio al entrar en la habitación fue el rostro de su madre, pálido, pero tan juvenil… y le pareció que estaba lúcida aquel día. O tal vez veía lo que quería ver.


—Hola, mamá.


—¿Paula?


Sus ojos se llenaron de lágrimas. Aquellos momentos eran más raros cada día.


—Sí, soy yo. Mi marido ha pedido la cena para las tres. ¿Quieres charlar mientras cenamos?


—Paula, cariño…


—¿Sí, mamá?


—Tengo algo…


—¿Qué?


—Un dolor.


—¿Dónde? Dime dónde te duele.


Raquel señaló su corazón.


—¿Te duele mucho? —preguntó Paula, asustada.


—Es porque tu padre se fue.


—Lo sé, mamá, pero eso fue hace mucho tiempo.


—Se marchó por mi culpa.


—No deberías pensar esas cosas —suspiró ella, asustada. En ese momento sonó el timbre—. Ah, la cena ya está aquí. A lo mejor ha pedido ese pan de ajo que tanto te gusta y…


Raquel apretó su mano con fuerza.


—Tengo que pensar ahora. Tengo que hablar ahora…


A Paula se le hizo un nudo en la garganta. Temía otro episodio como el del otro día, pero entendía el deseo de su madre de hablar. Tenía que decir lo que quería de inmediato porque unos minutos después podría ser demasiado tarde.


—Dime.


—Yo le pedí que se fuera, hija. Estaba tan cansada de sus amenazas… pero sobre todo de ver tu carita de pena cada vez que decía que iba a marcharse. No podía dejar que te hiciera eso. Una noche le dije: «vete, vete ahora mismo» —Raquel levantó la mirada; tenía los ojos llenos de lágrimas—. Y se marchó.


—Me alegro de que lo hicieras, mamá.


—Pero no se despidió de ti. Nunca me perdonaré a mí misma por eso.


—Tienes que perdonarte, mamá. Como yo tuve que perdonarme a mí misma por desear que se fuera.


Raquel la miró, sorprendida.


—¿Tú también querías que se fuera?


—Yo tampoco podía soportarlo más. Rezaba cada noche para que no estuviera en casa por la mañana y aquel día, cuando me desperté y no estaba allí… fue como empezar una nueva vida. Lo eché un poco de menos al principio, claro, pero según pasaban los años mis recuerdos eran mejores que la realidad. ¿Lo entiendes?


Su madre asintió.


—Sí, claro.


Wanda entró entonces con la cena y Paula le dio las gracias a Pedro en silencio por hacerles la vida un poco más fácil.


—¿Podemos ver una película? —preguntó Raquel.


—Por supuesto. Tú eliges, mamá.


—¿Rebelión en las aulas?


Riendo, Paula se levantó para sacar el DVD del armario.


—Bueno, Wanda, prepárate para estar dos horas oyendo a mi madre decir lo guapo que es Sidney Poitier.


—Ah, yo estoy de acuerdo —anunció la mujer.


Raquel sonrió.


—No te preocupes, hija, dos horas pasan volando cuando ese hombre está en la pantalla.


Demasiado rápido, pensó Paula mientras ponía la película en el reproductor. En dos horas, Sidney habría desaparecido, Wanda estaría en su cama, ella se iría a casa y Raquel volvería a hundirse un poco más en ese abismo en el que se había convertido su cerebro.