sábado, 2 de diciembre de 2017
COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 27
Paula miró el reloj de su ordenador y comprobó que eran más de las seis. Tenía una cita con una señora muy importante y, si no se daba prisa, iba a perdérsela.
Después de apagar el ordenador y arreglar un poco su escritorio, tomó el bolso y salió de la oficina. Las cosas iban muy bien en su nuevo trabajo, pensó, contenta.
Había logrado impresionar a todo el mundo en el departamento con su eficiencia y sus creativas ideas.
La mayoría de los compañeros se habían ido ya a casa, aunque algunos obsesos seguían sentados frente a sus ordenadores, y se despidió alegremente de ellos mientras iba hacia el ascensor.
Era una afortunada. Había conseguido un trabajo estupendo y tenía que agradecérselo a Pedro.
Pedro. Su marido. Su amante.
En la calle la recibió el bochorno del día y el aroma a orín tan típico de Nueva York. Mientras esperaba un taxi no dejaba de pensar en él. ¿Por qué había tenido que decirle que le quería? Sería boba…
Bueno, al menos había sido lo bastante lista como para evitar que él respondiera.
Porque si le hubiera dicho que no podía quererla…
Pedro Alfonso era amable, cariñoso y un amante fantástico, pero no parecía la clase de hombre que decía «te quiero».
Un taxi frenó en seco a su lado, como solía ocurrir en Nueva York, y después de darle la dirección, Paula se arrellanó en el asiento, pensativa. Si Pedro hubiera podido contestar la otra noche, seguramente habría dicho algo amable como: «gracias, yo creo que eres estupenda».
Paula dejó caer los hombros.
O tal vez le hubiese dado una larga charla sobre sí mismo y lo que quería y no quería de la vida. Le habría dicho que, aunque ella le caía muy bien, habían hecho un trato de un año y, por el momento, no podía pensar en nada más que eso.
De repente, se sintió mareada. El aire dentro del taxi no era mucho más fresco que en la calle.
Era un asco estar enamorada.
O a lo mejor era un asco cuando una estaba enamorada de un hombre que no sentía lo mismo, pensó, deprimida.
Unos minutos después entraba en casa de su madre y saludaba a Wanda en la cocina.
—¿Cómo va todo?
—Todo satisfactorio —anunció la cuidadora, usando una nueva palabra porque después de un tiempo usando «bien» o «regular» empezaba a resultar aburrido.
Wanda vivía con su madre ahora, algo que Paula quería desde el principio pero no había podido permitirse hasta ese momento. Raquel necesitaba cuidados las veinticuatro horas al día y, gracias a Dios y a su matrimonio con Pedro, no iba a estar sola ni un minuto.
—He pensado que podríamos pedir la cena por teléfono.
—Ya está pedida —dijo Wanda, sacando platos y vasos del armario—. Llegará enseguida.
—Ah, genial. ¿Qué has pedido?
—No la he pedido yo.
—¿Eh?
—La cena llega cada noche a las ocho en punto.
—No te entiendo.
—La envía el señor Alfonso… Bueno, él se encarga de que la envíen. Según él, como yo tengo que cuidar de Raquel no debería tener que hacer tres comidas al día. Yo le dije que no me importaba, pero él insistió.
Paula no podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Cuándo te dijo eso?
—Hace unos días. Pasó por aquí para ver a tu madre a la hora del almuerzo.
—No me había dicho nada…
—A lo mejor quería darte una sorpresa.
—Pues lo ha conseguido, desde luego.
¿Pedro había ido a ver a su madre sin decirle nada? ¿Por qué?
—Tu madre está despierta, por cierto.
—Gracias, Wanda.
Lo primero que vio al entrar en la habitación fue el rostro de su madre, pálido, pero tan juvenil… y le pareció que estaba lúcida aquel día. O tal vez veía lo que quería ver.
—Hola, mamá.
—¿Paula?
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Aquellos momentos eran más raros cada día.
—Sí, soy yo. Mi marido ha pedido la cena para las tres. ¿Quieres charlar mientras cenamos?
—Paula, cariño…
—¿Sí, mamá?
—Tengo algo…
—¿Qué?
—Un dolor.
—¿Dónde? Dime dónde te duele.
Raquel señaló su corazón.
—¿Te duele mucho? —preguntó Paula, asustada.
—Es porque tu padre se fue.
—Lo sé, mamá, pero eso fue hace mucho tiempo.
—Se marchó por mi culpa.
—No deberías pensar esas cosas —suspiró ella, asustada. En ese momento sonó el timbre—. Ah, la cena ya está aquí. A lo mejor ha pedido ese pan de ajo que tanto te gusta y…
Raquel apretó su mano con fuerza.
—Tengo que pensar ahora. Tengo que hablar ahora…
A Paula se le hizo un nudo en la garganta. Temía otro episodio como el del otro día, pero entendía el deseo de su madre de hablar. Tenía que decir lo que quería de inmediato porque unos minutos después podría ser demasiado tarde.
—Dime.
—Yo le pedí que se fuera, hija. Estaba tan cansada de sus amenazas… pero sobre todo de ver tu carita de pena cada vez que decía que iba a marcharse. No podía dejar que te hiciera eso. Una noche le dije: «vete, vete ahora mismo» —Raquel levantó la mirada; tenía los ojos llenos de lágrimas—. Y se marchó.
—Me alegro de que lo hicieras, mamá.
—Pero no se despidió de ti. Nunca me perdonaré a mí misma por eso.
—Tienes que perdonarte, mamá. Como yo tuve que perdonarme a mí misma por desear que se fuera.
Raquel la miró, sorprendida.
—¿Tú también querías que se fuera?
—Yo tampoco podía soportarlo más. Rezaba cada noche para que no estuviera en casa por la mañana y aquel día, cuando me desperté y no estaba allí… fue como empezar una nueva vida. Lo eché un poco de menos al principio, claro, pero según pasaban los años mis recuerdos eran mejores que la realidad. ¿Lo entiendes?
Su madre asintió.
—Sí, claro.
Wanda entró entonces con la cena y Paula le dio las gracias a Pedro en silencio por hacerles la vida un poco más fácil.
—¿Podemos ver una película? —preguntó Raquel.
—Por supuesto. Tú eliges, mamá.
—¿Rebelión en las aulas?
Riendo, Paula se levantó para sacar el DVD del armario.
—Bueno, Wanda, prepárate para estar dos horas oyendo a mi madre decir lo guapo que es Sidney Poitier.
—Ah, yo estoy de acuerdo —anunció la mujer.
Raquel sonrió.
—No te preocupes, hija, dos horas pasan volando cuando ese hombre está en la pantalla.
Demasiado rápido, pensó Paula mientras ponía la película en el reproductor. En dos horas, Sidney habría desaparecido, Wanda estaría en su cama, ella se iría a casa y Raquel volvería a hundirse un poco más en ese abismo en el que se había convertido su cerebro.
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