lunes, 27 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 11




Raquel Chaves había sido una madre maravillosa. Trabajaba día y noche para sacarla adelante cuando ella era pequeña, pero Paula nunca se había sentido abandonada u olvidada, al contrario. Raquel siempre había encontrado la manera de involucrarla en su trabajo, poniendo un caballete pequeño al lado del suyo mientras pintaba o dejando que se volviera loca con una de las paredes del salón. Y, cuando no estaba trabajando, la vida era de lo más interesante y divertida… aunque diferente.


Raquel solía despertarla en medio de la noche con una sonrisa pícara en los labios y varios rollos de papel higiénico metidos bajo el pijama de franela.


—Vamos a subir a la terraza para pintar los árboles de blanco. ¡Así parecerá Navidad!


Paula cerró la puerta de la nevera y sonrió al recordar esa noche. Se sentía orgullosa de tener una madre así y sabía que Raquel también estaba orgullosa de ella.


¿Pero estaría orgullosa de una hija que se vendiera por dinero?


Suspirando, se sirvió un vaso de zumo. Las cosas habían cambiado mucho. Los días en los que Raquel era una pintora conocida, libre para vivir la vida como quería, en control de sus pensamientos y sus recuerdos, habían terminado. Ahora necesitaba que pagaran sus facturas, que alguien la atendiese durante todo el día… y ella no ganaba dinero suficiente.


Después de tomar el zumo fue a su habitación para quitarse el traje de chaqueta. Tenía que mantenerlo en perfectas condiciones para su próxima entrevista porque la que había tenido aquella mañana no había ido nada bien. No tenía suficiente experiencia. Había oído esa misma frase cinco veces en el último mes.


El problema era que buscaba un trabajo bien pagado, pero no tenía la experiencia requerida, de modo que buscaba un milagro: alguien que, dejando a un lado su falta de experiencia, viera en ella un talento innato y le diese una oportunidad. Porque trabajando como ayudante de diseño gráfico no ganaría suficiente para cuidar de su madre.


Suspirando de nuevo, se dejó caer sobre la cama para quitarse los zapatos. Pero no iba a pensar en la absurda propuesta de Pedro.


¿Cómo podía alguien sugerir un matrimonio de conveniencia en el siglo XXI?


No por el sexo, sino de cara a los demás.


Bueno, pensó entonces, arrugando el ceño, estaba suponiendo que no habría sexo. Pero no debería suponer nada, porque se trataba de Pedro Alfonso.


Sintió un escalofrío al imaginarse a Pedro inclinándose sobre ella, desnudo y dispuesta a complacerla. Pedro Alfonso quitándole los zapatos, las medias…


Paula se inclinó hacia delante, metió la cabeza entre las piernas e intentó respirar.


Sus préstamos universitarios serían cosa del pasado. Podría aceptar un puesto de ayudante en una empresa de diseño gráfico y tomarse su tiempo aprendiendo, sin preocuparse de cómo iba a mantener a su madre.


El teléfono sonó en ese momento y Paula se levantó de un salto, esperando que fuese Pedro para preguntarle si había considerado su propuesta.


Pero no era él.


—Hola, Teresa —suspiró, saludando a la ayudante personal del príncipe Sebastian Stone—. ¿Cómo va todo?


—Bien, bien —Teresa hizo una pausa y Paula imaginó a la bonita rubia en su despacho, que estaría, como siempre, perfectamente ordenado—. Tengo que darte una noticia: el príncipe Sebastian volverá pronto a Nueva York.


—¿Ha ocurrido algo?


—No, nada importante —Teresa Banks no era dada a cotillear, pero Paula notó un timbre de duda en su voz. Claro que podría equivocarse—. En fin, hay un pequeño problema en la compañía.


—¿Sebastian está bien?


—Sí, bueno, ya conoces al príncipe. No le gusta que las cosas no vayan como él quiere.


—Sí, lo sé.


El príncipe Sebastian Stone era un buen hombre, pero también era un jefe exigente que mostraba su lado más oscuro de cuando en cuando.


—Te llamaré unos días antes de su llegada —siguió Teresa—, y para entonces tendrás reservada una habitación en el hotel Mercer, como siempre.


Aunque Paula agradecía que Sebastian se ocupase de su alojamiento mientras él estaba en Nueva York, vivir en un hotel siempre era muy solitario y, como tantas otras veces, se preguntó si debería quedarse en casa de su madre. Pero allí no había habitación para ella y no quería robarle espacio a Wanda, su cuidadora, que estaba en la casa casi todo el día.


—¿Sabes cuánto tiempo estará en la ciudad esta vez?


—No, lo siento, no lo sé.


—No pasa nada. Gracias, Teresa.


Después de colgar se quedó sentada en la cama un momento. Y luego, sin pensarlo más, tomó lápiz y papel de la mesilla y, con calma, escribió una nota.


No se sentía capaz de decírselo cara a cara. Si lo hiciera, seguramente se echaría atrás.


Y su corazón palpitaba como loco mientras se inclinaba para meter con cuidado la nota por debajo de la puerta del apartamento de Pedro.




COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 10




El Park Café estaba en la esquina de la 71 y Park Avenue, pegado al edificio donde vivía Pedro. El espacioso local era muy popular, especialmente durante los dos momentos del día con menor actividad cerebral: a primera hora de la mañana y entre las cuatro y las cinco.


Pedro entró a las cuatro y diez y enseguida vio a Paula sentada con Elizabeth Wellington. Elizabeth vivía en el ático con su marido. Raul, con quien Pedro había jugado al baloncesto alguna vez. No los conocía bien, pero parecían una pareja feliz.


Sin embargo, mientras se acercaba a la mesa se dio cuenta de que la pelirroja estaba llorando y, sin poder evitarlo, escuchó parte de la conversación:


—Se lo he dicho cien veces, pero ya sabes que Raul no es la clase de hombre que…


Elizabeth se percató de su presencia en ese momento y, después de decirle algo a Paula al oído, tomó su bolso y se levantó. No lo miró a la cara mientras salía del café.


Pedro Alfonso haciendo correr a todas las mujeres de Manhattan —rió Paula.


—Pero si yo no he hecho nada…


—¿Has venido a tomar un café o sólo a cotillear?


Pedro se dejó caer sobre la silla que Elizabeth había dejado vacante.


—He venido a disculparme.


—Ya se me había olvidado.


—No lo parece.


—¿No?


—No.


—Muy bien, acepto tus disculpas a regañadientes… otra vez.


Él esbozó una sonrisa. Le gustaba aquella chica. Nunca había conocido a nadie que le hiciera sonreír continuamente.


—Mira, en cuanto a la proposición de matrimonio…


—Muy bien, he dicho que ya lo había olvidado. En serio, déjalo.


—La cuestión es que no quiero que lo olvides —dijo Pedro entonces—. Sólo cómo lo hice. Tengo un problema para el que necesito tu ayuda.


—¿Ah, sí?


—Estoy a punto de conseguir el puesto para el que me he dejado las cejas trabajando, pero para conseguirlo necesito… —Pedro levantó una ceja— casarme.


Paula lo miró en silencio durante unos segundos y después se levantó.


—Me voy.


—No, espera —Pedro se levantó tras ella.


—Tú necesitas un psicólogo.


—Es posible, pero no para esto.


Paula salió del café sin decir una palabra más y entró en el edificio.


—¿Adónde vas? Necesito hablar contigo.


Pedro entró tras ella en el ascensor y Paula le clavó el índice en el pecho.


—Mira, entiendo que tú eres de los que necesitan impresionar a las mujeres y estoy segura de que hay muchas en Nueva York que se quedarían impresionadas, pero yo no soy una de ellas.


Pedro, que estaba desesperado y no tenía mucho tiempo, decidió hacer algo dramático. De modo que pulsó el botón de parada.


—¿Qué haces?


—Hablas mucho.


—Y tú también.


—No era un insulto. En realidad, me gusta ver cómo se mueven tus labios, pero ahora mismo necesito que me escuches.


—Y lo que yo necesito es que te apartes y me dejes pulsar el botón o me pongo a gritar…


—Conozco tu situación.


—¿Qué?


—Tu situación económica.


Paula se quedó inmóvil.


—¿Cómo has dicho?


—Mira, he tenido que hacerlo…


—¿Me has investigado?


Pedro se encogió de hombros.


—Era necesario. Si vas a convertirte en una Alfonso, tenía que saber algo de tu pasado.


Paula levantó las manos al cielo.


—¡No voy a convertirme en una Alfonso! De hecho, la idea de darle un puñetazo a un Alfonso es mucho más interesante que casarme con uno.


—Mira, creo que tú y yo podríamos llevarnos bien. Necesito a alguien que me ayude a…


—Tú estás loco —Paula pulsó el botón y el ascensor volvió a moverse.


—Cásate conmigo, Paula. Sólo durante un año. A cambio, pagaré todas tus deudas y te daré medio millón de dólares —las puertas se abrieron—. Estoy seguro de que podrías hacer muchas cosas con ese dinero.


—Adiós, señor Alfonso.


—Podrías comprarte un apartamento.


Ella siguió adelante, sin hacerle ni caso.


—¡Podrías ayudar a alguien! —gritó Pedro.


Paula se detuvo en el rellano. No se movió durante casi un minuto, pero luego sacudió la cabeza y siguió caminando hasta desaparecer en el interior de su apartamento.





COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 9





—Los rumores vuelan por aquí como las moscas en Riverdale, donde mi hermana da clases de equitación.


Pedro levantó la mirada. Dany, el chico de los bocadillos, estaba en la puerta de su despacho, con una sonrisa en su redonda cara llena de pecas. Siempre había tratado con esa familiaridad al vicepresidente de AMS y Pedro se lo permitía, aunque nunca se lo permitiría a nadie más. El chico le hacía gracia. Era como un hermano pequeño… el hermano que le habría gustado tener.


Nadie en la oficina lo sabía, pero Pedro le estaba pagando la carrera. Era un chico muy listo y algún día sería un abogado estupendo.


—No tengo tiempo para cotilleos, Dany, ya lo sabes.


Dany cerró la puerta y se acercó al escritorio.


—¿Aunque se traten de ti?


—Especialmente si se tratan de mí.


—Muy bien, pero si te casas me invitarás a la boda, ¿no?


Pedro arrugó el ceño.


—¿No tienes que ir a clase?


—No empieza hasta las dos.


—¿No tienes que llevarle bocadillos a nadie?


Dany sonrió.


—Bueno, ¿quién es la afortunada, una modelo o una actriz?


—Deberías llegar a clase antes que los demás. Así les demostrarías a tus profesores que estás comprometido con tu carrera.


—Demostraría que soy un pringado. Pero hablando de compromisos… no puedo creer que vayas a casarte.


—Que lo pases bien, Dany.


El chico señaló los papeles sobre su escritorio.


—¿Qué haces, escribiendo tus votos?


Pedro le lanzó una mirada que hizo a Dany recular hasta la puerta, levantando las manos en señal de rendición.


—Bueno, bueno, ya me voy.


Cuando desapareció, Pedro se arrellanó en el sillón para repasar la información que le había dado el detective privado: Paula Chaves, aspirante a artista gráfica que actualmente cuidaba y residía en el apartamento de un príncipe en ausencia de éste, estudió en un colegio público y había sido una buena estudiante. Consiguió trabajo en una galería de arte a los catorce años y era instructora de inglés como segundo idioma. Su madre era pintora… y del padre no se sabía nada. Después del instituto se había graduado en la Escuela de Artes Visuales de Manhattan y en el informe no se hablaba de novios ni de matrimonios.


Interesante, pensó.


Era una buena chica, eso seguro, pero lo mejor de todo era que necesitaba ayuda económica. Tenía un préstamo universitario por pagar, un trabajo temporal cuidando de la casa de Sebastian Stone y aún no había hecho nada como diseñadora gráfica.


Pedro giró el sillón hacia la ventana y se quedó mirando el cielo de Nueva York. ¿Podría hacerlo? ¿Podría ser un hombre casado? Había estado a punto una vez, cuando era un idiota, entre los dieciocho y los veinte años.


Había conocido a una chica en la universidad a la que creyó el amor de su vida. Era una joven de la alta sociedad, guapísima, cinco años mayor que él, que quería casarse y tener hijos inmediatamente. Pedro, un crío enamorado entonces, le había dicho que sí sin pensarlo dos veces. Pero una semana antes de la boda ella lo llamó para decir que se había casado con otro hombre y estaba en ese preciso momento de luna de miel.


No se molestó en pedirle perdón por dejarlo tirado, sencillamente le dijo que el hombre con el que acababa de casarse le había ofrecido «algo mejor».


Pedro había estado destrozado durante todo un año. Pero luego entendió algo: quizá el matrimonio fuera un simple acuerdo, una decisión tomada con la cabeza cuando llegase el momento.


¿Estaba preparado para hacerlo ahora?, se preguntó, girando de nuevo el sillón. ¿Podía llegar a un acuerdo temporal con alguien para tranquilizar a su padre y hacerse con el control de AMS?


Sí. A cambio de ser presidente de AMS, podría soportar un año de privación de libertad. Especialmente si su carcelera besaba así de bien.


De modo que levantó el teléfono, pulsó un botón y, cuando su padre contestó, le dijo:
—Trato hecho.


Ahora sólo quedaba convencer a la señorita.




domingo, 26 de noviembre de 2017

COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 8





«Se había quedado estupefacta» no podría explicar cómo se sentía Paula.


Y «estaba Hipando» tampoco.


¿Masivamente cabreada…?


Era como estar en el instituto otra vez, cuando Mister Popular, el guapísimo Sergio Kaplan, había llevado a una emocionada Paula al partido de fútbol, donde procedió a besarla con demasiada lengua y a pasearla delante de sus amigos. Pero no porque le gustase de verdad. Sólo quería reírse de ella y lo hizo sacándose un chicle de la boca y frotándoselo en el pelo.


Nunca olvidaría ese momento. Nunca se había sentido más tonta, más estafada.


—Mira, han pasado muchos años desde el instituto y no me gustan las tonterías.


—¿Qué? —exclamó Pedro, levantándose.


—Vete a tu casa.


—Sé que suena absurdo…


—Adiós —lo interrumpió Paula. Intentó cerrar la puerta, pero él se lo impidió.


—Espera un momento.


—No.


—Estoy haciendo el idiota otra vez, perdona. Sólo intentaba frivolizar con la situación en la que me encuentro ahora mismo. De verdad me gustas. Si dejas que te lo explique…


—No vuelvas a molestarme —Paula lo interrumpió de nuevo, lanzando sobre él una mirada asesina.


Y luego le dio con la puerta en las narices.


Esa vez no se apoyó en ella tristemente. Entró directamente en la cocina y abrió el congelador, donde la esperaba su helado.


Le encantaba Nueva York pero, de verdad, había mucho loco por ahí suelto. Y pensar que se había sentido atraída por él, que por un momento creyó haber encontrado a alguien con quien compartir un mal día…


Hasta que Pedro Alfonso le mostró su cara más cruel.






COMPROMISO EN PRIMERA PLANA: CAPITULO 7




Eran casi las nueve cuando Pedro entró en el ascensor, con los hombros de la chaqueta mojados de la lluvia. Había salido de la comisaría unas horas antes, pero en lugar de ir directamente a casa decidió cenar fuera.


Cuando las puertas del ascensor estaban a punto de cerrarse, alguien metió un paraguas entre ellas haciendo que titubearan y volvieran a abrirse.


Pedro sonrió al ver a la propietaria.


—Hola, 12B.


La bonita morena levantó la cabeza y, al ver quién era, no se molestó en sonreír.


—Hola.


Mientras se cerraban las puertas, Pedro se fijó en su triste expresión y su pelo empapado.


—¿Te ha pillado la tormenta?


—Evidentemente.


—¿Estás bien?


Pedro la observó mientras intentaba secarse el pelo con un pañuelo de papel. No era una belleza, pero sus generosos labios, sus voluptuosas curvas y su actitud sobria tenían algo, no sabía qué, que lo hacía desear tomarla entre sus brazos y besarla hasta que olvidase lo que fuera que la tenía tan cabreada.


Tal vez un buen beso también lo haría a él olvidar aquella infausta tarde.


—Perdona —le dijo.


—¿Por qué? —preguntó ella, sorprendida.


—Lo de 12B. Sólo era una broma.


Paula sacudió la cabeza.


—No pasa nada. Es que hoy me molesta particularmente que la gente olvide mi nombre.


—¿Algún problema en el trabajo?


—No, personal.


—¿Un hombre?


Ella esbozó una sonrisa.


—No, sólo personal.


Personal, ¿eh? Pero no era un hombre. ¿Por qué le interesaba eso?


—No quería aumentar tus problemas. Sólo estaba intentando inyectar un poco de humor a un día funesto.


—¿Tú también has tenido un mal día?


—Sí.


Enclaustrada en el ascensor, Paula se sentía como un trapo mojado. Y pensar que seguramente lo parecía de verdad hizo que deseara alejarse de aquel hombre cuanto antes. 


Intentaba no mirarlo, pero no resultaba fácil. 


Pedro también lo había pillado la tormenta y tenía el pelo y la cara mojados, pero estaba guapísimo, incluso mejor que cuando pasó por su casa para darle el periódico. ¿Cómo era posible que ella pareciese una andrajosa y él un modelo?


Tuvo que contener el deseo de preguntarle por su funesto día para comparar historias tristes. Después de todo, no se conocían y no quería cargar a nadie con sus problemas. 


Además, los de Pedro seguramente tendrían que ver con una rubia que le había dado plantón porque tenía una cita con Karl Lagerfeld o algo así.


Cuando las puertas del ascensor se abrieron por fin, Paula le hizo un gesto con la cabeza y se dirigió a su apartamento, con él detrás. Muy cerca, demasiado cerca.


—¿Qué tal si tomamos una copa?


Paula no se dio la vuelta, pero sintió un pequeño escalofrío.


—No, gracias.


—Pues yo creo que te vendría bien algo fuerte.


Sí, desde luego. Pero lo que necesitaba no era alcohol. 


Estaba en su fase solitaria, una fase por la que pasaba varias veces al año, cuando su vida no iba como ella había planeado. Aquella noche sacaría el helado de la nevera y, mientras lo devoraba, intentaría olvidar que no tenía trabajo, que su madre nunca iba a ponerse mejor y que tendría que acostumbrarse a estar sola permanentemente. Después pasaría a las patatas fritas o los gusanitos y al recuerdo del peso de un hombre sobre ella mucho, mucho tiempo atrás; las manos masculinas acariciando su piel, sus labios, su cuello, su ombligo…


—Buenas noches.


—Espera un momento.


Paula se volvió, el tirador de la puerta clavándose en su espalda.


—¿Qué?


—No lo sé —Pedro se quedó allí parado, con su metro ochenta y cinco y sus ojazos azules—. A lo mejor podríamos hablar o algo.


—No me apetece hablar.


—Podríamos salir. ¿Qué te apetece hacer?


—Nada.


—Venga…


Paula suspiró.


—Mira, no quiero ser antipática, pero ya tengo la noche planeada: una ducha caliente, un cartón entero de helado y, si no me pongo enferma, una bolsa de gusanitos de los que te dejan los dedos de color naranja.



Pedro sonrió, mostrando esos fabulosos hoyitos en las mejillas.


—Vaya.


—Sí, vaya. Además, estoy cansada, empapada y…


—¿Y qué?


—Y nada —suspiró ella, volviéndose para abrir la puerta—. Adiós, Pedro.


Pero no pudo entrar porque él la tomó del brazo. Paula se quedó parada, escuchando los latidos de su corazón. Si no le gustase tanto…


No pudo terminar el pensamiento porque Pedro tiró de ella, aplastando sus pechos contra el sólido muro de su torso. 


Paula contuvo el aliento mientras lo veía inclinar la cabeza, mientras sentía el roce de su barba…


No se movió cuando Pedro apartó el pelo mojado de su cara y la besó entre el cuello y el hombro. Un besito suave, aparentemente inofensivo. Pero cuando su boca conectó con ese sitio en concreto, el dique que había estado conteniendo la pasión de Paula durante tanto tiempo se rompió.


Le temblaban las piernas y el punto ardiente y húmedo que había entre ellas. Pedro la besaba y ella se derretía sin remedio entre sus brazos.


Ninguno de los dos llevaba la iniciativa en el beso. Cada uno tenía su propio estilo y cada uno cedía ante el deseo del otro. Pedro mordisqueaba su labio inferior antes de explorar su boca con la lengua y Paula se apartaba de tanto en tanto para hacerlo sufrir…


Entonces sintió la mano masculina acariciando su estómago desnudo y puso una mano sobre la suya, pero no para detenerlo, sino para llevarla a su corazón, que latía salvajemente.


—¿Quieres entrar? —le preguntó, sin pensar.


—Sí —contestó Pedro—. Pero no puedo —dijo un segundo después.


Eso la dejó inmóvil, con el corazón en la garganta.


—¿Qué?


—Tengo que irme. Ahora mismo.


Paula se llamó tonta un millón de veces. ¿Qué había esperado de aquel hombre?


—Entonces, márchate —le dijo.


No era una histérica, pero cerró de un portazo y después se apoyó en la puerta, con los ojos cerrados.


Muy bien.


Había actuado como una tonta.


Pero no iba a llorar por ello.


No pensaba regañarse a sí misma por lo que había pasado. 


Había besado a un hombre guapísimo, ¿y qué? Ocurría todo el tiempo. Bueno, quizá a ella no, pero eso daba igual. Le había gustado y, ahora que sabía lo que se estaba perdiendo, tal vez podría abrirse un poco más, salir con alguien.


¡Pedro Alfonso… olvidado por completo!


Pero entonces sonó un golpecito en la puerta y se le encogió el estómago.


Dejando escapar el aire que había estado conteniendo, abrió la puerta y se preparó para mostrarse, al menos, civilizada.


—Por favor, no me digas que quieres más —le dijo, sarcástica.


Pedro apoyó un hombro en la pared, sus ojos azules oscurecidos.


—Soy un idiota.


Por un segundo, Paula pensó darle con la puerta en las narices, pero era una neoyorquina. Discutir y mostrarse sarcástica para disimular una atracción era lo suyo.


—Añade un «maldito» a ese adjetivo y creo que lo has pillado.


Él rió, sacudiendo la cabeza.


—Es que hoy he tenido un día horrible, de verdad.


—Sí, yo sé mucho de eso.


—Te pido disculpas, en serio.


La rabia de Paula disminuyó un poco. ¿Qué iba a hacer, echarle un sermón?


—Muy bien, acepto las disculpas.


—¿Puedo compensarte de alguna forma?


—Gracias, pero tengo todo lo que me hace falta.


—¿Helado y gusanitos?


Ella dejó escapar un suspiro.


—La verdad es que suena un poco patético, ¿no?


—Insisto en compensarte de alguna forma.


—No, no tienes que compensarme por nada, de verdad.


Pedro se apartó de la puerta. Era demasiado guapo, demasiado alto, demasiado musculoso. En realidad, era un sueño de hombre.


—Imagino que habrás oído suficientes cosas sobre mí como para saber que yo no hago nada porque tenga que hacerlo.


—Sí, seguramente será verdad, pero…


Pedro tomó su mano entonces y, de nuevo, le temblaron las rodillas.


—Me gustas —le dijo—. Lo suficiente como para evitar que las cosas llegasen demasiado lejos en medio del pasillo. Hay algo en ti que me excita… Paula Chaves. Y no me refiero sólo al sexo. Quiero volver a verte.


Ella sintió un cosquilleo en el vientre.


—¿Qué tenías pensado?


—Sal conmigo.


—¿Cuándo?


—El viernes por la noche.


—¿Una cita?


—A las siete y media —dijo Pedro. Y no era una pregunta.


Paula intentó recuperar el sentido común.


—Siento decirlo, pero no soy tu tipo.


Él sacudió la cabeza, sonriendo.


—A lo mejor sí. A lo mejor ya es hora de que «lista y guapa» sea mi tipo.


Ah, muy bien. El sentido común se podía ir a tomar viento.


—De acuerdo —dijo Paula—. ¿Dónde quedamos?


—¿Qué tal la iglesia de Lexington?


—¿Una iglesia? —repitió ella, sorprendida.


Pedro suspiró, mirándola con extraña mansedumbre.


—Hay algo que tengo que decirte.


«Ay, no. ¿Por qué?», pensó ella, temiéndose lo peor.


—Eres sacerdote.


—No —sonrió Pedro.


—Ya me lo imaginaba.


—En realidad, tengo que preguntarte una cosa.


De repente, Paula sintió como si tuviera un montón de insectos bajo la camiseta; una sensación que solía indicar que era buen momento para salir corriendo.


—¿Paula 12B Chaves?


—¿Sí?


—Esto va a sonar absolutamente absurdo.


—No es la mejor manera de empezar una pregunta…


Pedro clavó una rodilla en el suelo.


—Sé que acabamos de conocernos.


—Te advierto que la cosa no va mucho mejor.


—Pero creo que eres tú —siguió Pedro.


¿Ella era qué? La musiquilla de La dimensión desconocida empezó a sonar en su cabeza.


—¿Quieres casarte conmigo, Paula?