sábado, 23 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 12





A un observador accidental, los sonidos inarticulados pero alentadores que Paula profería le habrían parecido gimoteos, pero Pedro no tuvo ningún problema para interpretarlos. 


Sujetó con más fuerza la figura flexible de Paula y la apretó contra su cuerpo, que delataba más abiertamente que sus labios el deseo que lo dominaba.


La sorpresa al descubrir la impaciencia de Pedro fue barrida por una oleada de ansia temeraria y sensual. Paula movió los labios con torpeza pero con infinito entusiasmo sobre los contornos duros y limpios del rostro cetrino de Pedro, y se deleitó con el sabor ligeramente salado de su piel hasta que los labios de ambos se encontraron.


Los dientes de Pedro atraparon la piel suave y tierna de los labios sonrosados de Paula antes de que, con un profundo gemido, hundiera la lengua en la tibieza húmeda y receptiva de su boca de mujer. El contacto produjo en Paula un estremecimiento de asombro tan rápido, que se extendió a los dedos de sus pies antes de que empezara a devolverle el beso con un ansia y una urgencia semejantes a las de Pedro.


Sin despegar los labios de los de Paula, Pedro despejó la mesa con un movimiento fluido del brazo y la sentó sobre la superficie.


—Seguiremos siendo amigos...


Paula rodeó las caderas esbeltas de Pedro con las piernas y siguió uniendo los labios a la columna fuerte y tersa de su cuello mientras asentía con entusiasmo.


—Por supuesto —elevó la cabeza y sorprendió la mirada ardiente y difusa de Pedro. Aquella expresión sombría y peligrosa le produjo un escalofrío de expectación que se unió a los minúsculos regueros de sudor que resbalaban por su espalda.


Cuando Pedro le rozó con la mano la punta afilada de uno de sus senos, profirió un grito de éxtasis y su cuerpo se arqueó.


—Calla —la tranquilizó Pedro con voz gruesa mientras ella se mordía el labio—. Eres tan sensible... —se maravilló, con la mirada puesta en los pezones que sobresalían por debajo de la camiseta de algodón. Cuando Paula empezó a mover los labios, Pedro bajó la cabeza para atrapar sus débiles palabras.


—Si fuéramos desconocidos, no podría querer que hicieras esto.


Paula deslizó la mano por el hueco dejado por dos botones abiertos de la camisa de Pedro, y sintió cómo los músculos poderosos de su estómago se contraían al desplegar los dedos sobre su piel de satén. Pedro sostuvo su mirada mientras tiraba del primer botón de su camisa. Varios botones salieron volando por la habitación cuando la prenda se abrió.


Paula se quedó sin aliento cuando paseó la mirada ardiente y turbia por el cuerpo musculoso de Pedro. Su piel brillaba con una fina capa de sudor. No había ni un gramo de carne superflua que ocultara los músculos claramente definidos de su pecho, salpicado de vello oscuro, y de su vientre plano. 


Era realmente perfecto, pensó Paula con regocijo.


—Tienes razón, no necesitamos las cenas a la luz de las velas ni los silencios incómodos. No necesitamos perder el tiempo con todos esos tediosos preliminares —¡si Paula no estaba de acuerdo, se había metido en un buen lío!—. Ya sabemos todo lo que necesitamos saber el uno del otro —jadeó. Sacó la camiseta negra de Paula de debajo de la cintura de sus vaqueros y deslizó las manos por debajo del fino algodón. Tenía la piel increíblemente suave.


Paula entreabrió los ojos para revelar una mirada sensual.


—No todo, pero, con suerte, lo sabremos dentro de muy poco —la risita perversa de Paula lo deleitó antes de que se perdiera dentro del calor de su beso. La mano fuerte y viril que acarició el rostro de Paula no era del todo firme


—Es un desenlace natural —declaró Pedro.


¿Acaso intentaba convencerse?, se preguntó Paula. No desperdició más de un segundo en aquel pensamiento porque estaba tan ansiosa como él por saltarse los preliminares y satisfacer el ansia primitiva que se había adueñado de ella. Elevó el trasero para dejar que Pedro la despojara de los vaqueros. A decir verdad, en aquellos momentos, Paula habría asentido si Pedro hubiese anunciado que era el verdadero rey de Inglaterra.


—Parece natural —le confió Paula con voz ronca cuando él dejó de besarla el tiempo justo para sacarle la camiseta por la cabeza.


Pedro se sorprendió por la verdad que encerraba aquella afirmación, pero tenía demasiada prisa para darle una confirmación. No se molestó en desabrocharle el sujetador, simplemente, tiró hacia abajo la tela de encaje que escondía los senos de Paula de su mirada ávida.


Un sonido ansioso y gutural emergió del fondo de la garganta de Pedro cuando los senos henchidos de Paula se liberaron de su confinamiento. El gemido salvaje puso de punta el vello de Paula, que abrió sus trémulos muslos para dar cabida a la rodilla que él colocó en el borde de la mesa. 


La fricción de su rodilla contra la zona hipersensible de su entrepierna le hizo jadear. Fue un sonido ronco, fragmentado.


O el leve sonido se había amplificado o los sentidos de Pedro estaban atentos a ella, porque enseguida la miró a los ojos.


—Lo siento, he sido un poco torpe —hizo un pequeño ajuste que suavizó la presión.


—No eres nada torpe —susurró Paula con apreciación—. Y no es un halago, sino un hecho —añadió con fervor.


—Entonces, retiro lo dicho —Pedro bajó la mano y deslizó despacio los dedos por debajo del borde de encaje de las braguitas de Paula para tocar la piel ultrasensible de su entrepierna—. ¿Te he hecho daño aquí? —retiró la tela y acarició el calor dulce y húmedo. La delicada tortura transportó a Paula al límite del placer y más allá. Todos los músculos de su abdomen se contrajeron al unísono y se derritió.


—Tan húmeda, tan ardiente... ¿Deseas hacer esto? ¿Me deseas a mí?


—Es la pregunta más absurda que me has hecho nunca —le dijo Paula con voz ronca. Pedro reaccionó con una mirada tan primitiva de depredador que Paula profirió un grito de deseo. —Te...deseo, Pedro, por favor —jadeó.


Pedro no pareció tener problemas para descifrar aquella súplica inarticulada. Contempló durante un instante cómo el cuerpo pálido de Paula se retorcía sinuosamente bajo el de él. Después, con un pie todavía en el suelo y el cuerpo inclinado sobre el de ella, la empujó hacia atrás hasta que Paula quedó tumbada sobre la mesa, con el pelo en forma de abanico en torno a su delicado rostro sonrojado.


Pedro paseó la mirada con avidez por los contornos esbeltos de su cuerpo casi desnudo. Las exiguas prendas de encaje que se estiraban por debajo de sus senos y en sus muslos hacían que pareciera más desnuda, más suya. Luchó con el poco autocontrol que le quedaba para subyugar el deseo primitivo de poseerla, que mantenía en tensión todos los nervios y tendones de su cuerpo. La lentitud y la suavidad tenían su lugar, pero no era aquel. Al mismo tiempo, no quería echarlo todo a perder con las prisas.


Pedro contempló con mirada ardiente y codiciosa el ascenso y descenso de aquellos senos deliciosamente redondos de pezones sonrosados. Tocó despacio el lado de un seno trémulo antes de que sus ávidos labios tomaran posesión del pezón henchido y sonrosado.





AMIGO O MARIDO: CAPITULO 11





-¿TE VAS? —la perspectiva la llenó de desconsuelo. 


« ¿Por qué me da pánico? Ya estoy acostumbrada a estar sola».


—¿No era eso lo que querías?


—Sí... No—Pedro frunció el ceño con perplejidad.


—¿Tienes un ofrecimiento mejor? —Pedro formuló la pregunta con ironía pero, al ver la expresión del rostro de Paula, se quedó inmóvil.


Paula abrió los ojos de par en par. « ¿Lo tengo? ¿Por qué no?», la retó una temeraria voz interior. «Es lo que quieres, ¿no? No has dejado de pensar en ello».


—¿Paula? —la apremió Pedro con ronca impaciencia.


—No quiero estar sola. Me quedaré de brazos cruzados, pensando... —tragó saliva—. Deseo lo mejor para Benjamin, pero no quiero perderlo —reprimió un sollozo y se mordió el labio inferior—. ¿Crees que soy muy egoísta? —fijó sus enormes ojos verdes en el rostro de Pedro.


Pedro tragó saliva.


—No más que el resto de los mortales. Me quedaré si tu quieres, Paula —accedió, y fue recompensado con una débil sonrisa—. Pero tienes que prometerme una cosa.


—¿El qué?


—¡No me mires así! —suplicó con voz ronca.


—No te entiendo...


—Los hombres tenemos hormonas, Paula, y yo no soy una excepción. ¿Entiendes lo que quiero decir?


Y tanto que lo entendía. Alargó el brazo y le tocó la mejilla. 


Fue un gesto inocente y sintió una oleada de satisfacción cuando Pedro retrocedió con sobresalto.


—Yo también tengo hormonas —susurró Paula—. Y he estado pensando en lo que dijiste antes... —hasta que la confesión no brotó de sus labios, no comprendió hasta qué punto había estado pensando en ello.



—Digo muchas cosas —reflexionó Pedro en tono sombrío—. Algunas son más interesantes que otras.


¿Era su manera de decir que no había hablado en serio? ¿Que estaba echándose un farol, convencido de que ella nunca lo obligaría a poner las cartas boca arriba? Solo una perfecta tonta sería incapaz de reconocer el potencial de humillación que encerraba aquella situación, y Paula no lo era, pero ya había ido demasiado lejos y no podía dar marcha atrás. Además, una fuerza que no reconocía la impulsaba a seguir.


—Quiero... —Paula tragó saliva para deshacer el nudo que le oprimía la garganta. Sus ojos brillaron, llenos de lágrimas, al esforzarse por no arrancar la mirada de Pedro—. Quiero olvidar... Quiero sentir... —las palabras estaban tan cargadas de necesidad que, por un momento, no pudo creer que hubieran brotado de sus labios. Pero Pedro no había dicho nada todavía, lo cual no era una buena señal—. ¡No me mires así, fuiste tú quien me metió la idea en la cabeza! —Gritó con rencor—. Tú dijiste que no haríamos daño a nadie, que no había nada malo en dar y recibir un poco de consuelo...


Pedro no le hacía falta recordar lo que había dicho, pero sabía que no podía llevarlo a cabo si albergaba un mínimo de decencia.


Fue el silencio persistente de Pedro lo que hizo que Paula comprendiera la enormidad de sus palabras. No lo miró, era incapaz de mirarlo, mientras retrocedía hacia la puerta.


—Por favor, olvida todo lo que he dicho, ha sido una tontería —si eso fuera cierto, no se sentiría tan humillada—. No creas que me he tomado en serio lo que has dicho antes.


—¡Paula! —Pedro la rodeó con sus brazos, pero enseguida descubrió que inmovilizar a Paula el tiempo suficiente para que lo escuchara, o incluso lo mirara, no era tan fácil como parecía. Paula forcejeaba como si su vida dependiera de ello. Pedro no podía creer que una joven que parecía tan delicada pudiera ser tan fuerte. Tenía miedo de hacerle daño antes de que se agotara—. ¡Deja de dar coces! —hizo una mueca de dolor cuando ella le dio un segundo puntapié en la espinilla—. Te cansarás antes que yo —le prometió.


Paula dejó de resistirse con tanta brusquedad que a punto estuvo de escurrirse entre los brazos de Pedro y caer al suelo, pero Pedro consolidó el abrazo.


—Lamento que no creas que hablaba en serio —masculló—, porque lo dije muy en serio. Nada me gustaría más que llevarte a la cama, pero eres...


¿Acaso aquella patente mentira estaba destinada a consolarla?


—¿Qué soy, Pedro? —Paula permaneció en pie con pasividad y le lanzó una mirada furibunda—. ¿Demasiado flaca, demasiado fea, demasiado fácil?



—Un hombre no se aprovecha de una mujer sensible que está sufriendo tanto como tú. Dime, en circunstancias normales, ¿querrías acostarte conmigo?


—¡Vamos, Pedro, no me vengas con remilgos! Esta mañana estabas más que dispuesto a aprovecharte de mí —se burló Paula.


Un rubor apagado cubrió los pómulos bronceados de Pedro.


—Hablaba sin pensar. ¡Te estaría utilizando!


«Si Pedro no estuviera pensando, ya estaríamos en...». Paula enrojeció al pensar en dónde estarían si ella se hubiera salido con la suya.


—¡Igual quiero que me utilices!


—No lo dices en serio, Paula.


—¡No soporto que me digas lo que quiero decir!


—Me estaba comportando como un egoísta, y ahora mismo —anunció con brusquedad—, en este preciso instante, siento un impulso abrumador de ser extremadamente egoísta —la avidez de la mirada de Pedro fue un bálsamo para la autoestima maltrecha de Paula. La humillación no era tan intolerable si el hombre al que se había insinuado la encontraba moderadamente atractiva.


—¿Ah, sí? —el ceño entre sus delicadas cejas se marcó por el recelo.


—Dame un respiro, Paula. Intento hacer lo que está bien y... —su impresionante tórax se elevó y descendió pesadamente—. Para tu información, es doloroso.


—¡Me alegro! —Paula lo decía de corazón, y se notó.


El regocijo se reflejó en las facciones severas pero hermosas del rostro de Pedro.


—Me complace que mi agonía te resulte placentera. En serio, Paula...


—No he dejado de hablar en serio.


—No eres la clase de persona a la que le van las aventuras de una sola noche —anunció con firmeza. Pedro imaginaba que, si Paula había tenido una sucesión de amantes, él se habría dado cuenta. Cómo no, debía haber habido alguno, pero había sido muy discreta. Pensar en aquellos individuos anónimos no suavizó su mal humor.


—¿Y tú sí? —replicó Paula.


—No, claro que no —negó con irritación—. A mí me gusta la monogamia.


—La monogamia en serie —añadió Paula.


—Como quieras llamarlo —accedió Pedro con contrariedad—. Lo que intento explicarte es que yo puedo separar mis emociones del...


—¡Sexo! —terminó Paula con voz estridente—. Exacto, estamos hablando de sexo, no de un compromiso para toda la vida. ¿Crees que me echarás a perder para otros hombres? ¿Crees que acostarme contigo sería tan maravilloso que cometería la torpeza de enamorarme de ti? Dios mío, ya veo que te valoras muy alto últimamente.


La mirada de reproche de Pedro silenció sus carcajadas burlonas y le hizo sentirse ruin y miserable. Lo que dijo a continuación intensificó ese sentimiento.


—Sé que la decisión de Chloe ha puesto tu vida patas arriba y ya no distingues el día de la noche...


—Ni el amigo del amante —asintió Paula con expresión pensativa.


Pedro estaba siendo razonable, por supuesto, pero eso no impidió que a Paula le diera un vuelco el estómago cuando contempló sus labios. Era una locura, pero nunca había ansiado nada tanto en la vida como sentir los labios de Pedro sobre los de ella, y aquellas manos fuertes sobre su piel ardiente. «Diablos, chica, es tu ardiente imaginación lo que debería preocuparte».


—Y Claudia ha producido en mí el mismo efecto.


—¿Claudia es la que...?


Pedro apretó los dientes.


—Sí, esa es.


Paula sintió una punzada de celos.


—Lo siento, Pedro —le puso la mano en el brazo. «Menuda amiga soy». El afecto de su voz intentaba compensar la vergonzosa reacción de celos. La indignación de Paula se acrecentó. ¡Esa mujer debía de ser una arpía! Solo porque Pedro pareciera invulnerable, no tenía por qué jugar con sus emociones.


—Pensaba que me habías recetado una dosis de humildad —Pedro bajó la vista del rostro sincero de Paula a la pequeña mano que lo agarraba de la manga.


—A veces, tengo la misma sensibilidad que un elefante.


El afecto y el regocijo marcó las arrugas en torno a los ojos de Pedro.


—No veo síntomas de mastodonte en ti, Paula. En todo caso, de felino —sugirió, al evocar cómo se había enroscado a él la noche anterior, mientras la subía en brazos por las escaleras. No había duda de que tenía la agilidad y los ojos verdes de una gata. La sonrisa desapareció de la mirada de Pedro.


Paula creía que era una mala jugada del destino que un hombre tuviera unas pestañas largas y exuberantes como las que ella habría matado por conseguir. En aquellos momentos, se sorprendió preguntándose por qué nunca había reparado en lo expresivos que eran aquellos ojos bordeados de pestañas.


—Puedes contármelo, si quieres —dijo Paula con valentía. 


¿No estaban para eso los amigos, para escuchar? Mala suerte que el tema le pusiera la piel de gallina.


—¿Quién necesita sexo cuando se tiene una vieja amistad? —se preguntó Pedro con aspereza. Tenía la piel tensa sobre los pronunciados planos e intrigantes ángulos de su rostro. 


Paula contempló con la garganta seca cómo se agitaba su respiración.


—Exacto. No volveremos a hablar de sexo —corroboró Paula con tristeza. Su sonrisa se disipó mientras los ojos entornados de Pedro seguían fijos en su cara pálida.


—¿Tema tabú?


Paula asintió. No podía arrancar la mirada del pulso errático que latía junto a los labios de Pedro. El silencio se prolongó casi hasta un punto intolerable.


—¿Paula...? —una fina capa de humedad cubría el rostro bronceado de Pedro. Paula apenas oía la voz extrañamente tensa de Pedro, tal era el estruendo de su propio corazón.


—¿Sí, Pedro?


—Deja, no tiene importancia —cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto la línea fuerte de su cuello. Después de un momento cargado de tensión volvió a mirarla, y sus ojos llameaban de temeridad—. ¡Sí! —gritó—. Maldita sea, claro que es importante. ¡Por lo que más quieras, mujer, bésame! —gimió con voz gruesa, y se abalanzó hacia ella.


Con una pequeña exclamación de alivio, Paula le echó los brazos al cuello al tiempo que él la levantaba del suelo. 


Podía sentir los temblores febriles que corrían por su sólido cuerpo.


—Paula... Paula... Paula... —acompañó los besos febriles que salpicó sobre su rostro con repeticiones roncas de su nombre—. Sé que esto es una locura, pero, que Dios me ayude —susurró junto a su oído—. Tengo que hacerlo o...


Paula no quería sus disculpas, solo sus besos.


—Yo también —le confesó, extática.





AMIGO O MARIDO: CAPITULO 10





¡O lo más parecido a una mujer estéril! Improbable, más que imposible, había sido la palabra empleada por el médico que le había explicado su anomalía. Le había hablado largo y tendido sobre la fecundación in vitro y otros tratamientos asociados, pero Paula, que se había sentido como si su feminidad estuviera siendo cuestionada en la televisión, no había prestado mucha atención a las explicaciones.


Paula había dado por hecho que algún día conocería al hombre de su vida y tendría hijos con él. Pero al descubrir que aquello no iba a pasar nunca, comprendió lo intenso que era su deseo de llegar a ser madre.


—No me lo habías dicho.


La rencorosa observación arrancó una amarga carcajada de los labios de Paula.


—¡No es algo que se suela mencionar en una conversación! Por cierto, la apendicitis que tuve me dejó bastante limitada, en todos los sentidos.


Pedro hizo una mueca. Era incapaz de imaginar lo que podía suponer para una mujer la incapacidad de concebir.


—¿Desde cuándo lo sabes?


—Desde hace cinco años.


—¿Tanto? —inquirió Pedro, estupefacto.


—Y, diga lo que diga Chloe, me daría igual tener cien hijos propios, ¡ningún niño podría sustituir a Benjamin! —lo miró con furia, retándolo a que afirmara lo contrario. Pedro maldijo.


—Eso ya lo sé, Paula.


Paula siguió mirándolo con odio, pero los ojos oscuros de Pedro reflejaban ternura y cariño. Paula sintió cómo su enojo se le iba de las manos y una cruda tristeza ocupaba su lugar.


—Ya sé que lo sabes —balbució al tiempo que, con un suspiro, aceptaba el consuelo que ofrecían los brazos de Pedro.


—Debiste decírmelo.


—Ojalá lo hubiera hecho —balbució Paula con sinceridad. 


En el fondo, había tenido miedo de que Pedro la viera de otra manera si lo averiguaba.


No lloró, se limitó a abrazarse a él como si su vida dependiera de ello. Pedro, mientras tanto, le acarició el pelo y la curva de la espalda. No eran las palabras tiernas que musitaba lo que la tranquilizaban como el sonido de su voz grave.


—Gracias —sintiéndose terriblemente tímida de repente, Paula sintió el impulso de liberarse de los brazos fuertes que la estrechaban. Pedro no tuvo problemas en interpretar la repentina rigidez de su menudo cuerpo. Paula retrocedió, se alisó el pelo y rehuyó la mirada compasiva de Pedro—. Sabes, quizá sea para bien que Benjamin viva con Chloe y con Ian —anunció, en un intento por analizar el problema con objetividad—. Nunca he podido ofrecerle un padre. Un chico necesita un modelo que seguir... necesita una figura paterna.


—Algún día, te casarás con alguien que será mejor figura paterna que ese impresentable que Chloe se ha buscado.


Dado el rechazo que sentía Pedro hacia Ian, Paula decidió no tocar el tema del «impresentable». Movió la cabeza con firmeza.


—No, no pienso casarme nunca.


—Eso lo dices ahora, pero cuando conozcas al hombre...


A Paula la enojaba que Pedro le dijera lo que, en opinión de él, ella quería oír... un ejercicio absurdo dado que los dos sabían que ningún hombre querría casarse con ella en cuanto supiera la verdad.


—He dicho nunca —su expresión se endureció—. El matrimonio se basa en proporcionar un entorno amoroso y seguro para los hijos. Por eso se casan los hombres.


—Por eso se casan las mujeres —la corrigió Pedro—. Vosotras sois las del sentido práctico. Un hombre se casa por otras razones. Tenemos muy mala prensa, pero la mayoría de los hombres, cuando se casan, piensan en el amor, no en unas caderas fecundas... —sus ojos se posaron, por propia voluntad, en la cintura de avispa de Paula y en sus caderas. Carraspeó. No era su carácter fecundo o no fecundo lo que le dificultaba desviar la mirada.


—Estás hablando de sexo. Un hombre no tiene por qué casarse para disfrutar del sexo, Pedro. Pero no te estoy diciendo nada que no sepas, ¿verdad?


—Hay una diferencia entre el sexo y el amor, y hasta los hombres frívolos como yo sabemos reconocerlo.


Paula parpadeó al percibir la furia que impregnaban sus palabras. Cielos, lo había olvidado, ¡Pedro había amado y perdido! No era de extrañar que hablara con tanto ardor sobre el tema.


—¿Por eso querías casarte, Pedro?


Pedro despachó con el ceño fruncido aquella pregunta un tanto triste.


—No estamos hablando de mí.


—Eso no es justo, teniendo en cuenta que estamos celebrando una jornada de puertas abiertas sobre mis más íntimos sentimientos —gruñó Paula.


—Estoy seguro de que algún día conocerás al hombre que te quiera por lo que eres, no por lo que le puedas procurar.


—Qué pensamiento más bonito.


—No me crees, ¿verdad?


Paula cruzó los brazos y lo miró directamente a los ojos.


—La verdad, no. Cuando se lo dije a Andres, salió espantado en su cuatro por cuatro —no añadió que ese había sido el desenlace deseado.


—¿Se lo dijiste al veterinario? —por alguna razón, el hecho de que Paula hubiese revelado su secreto a otro hombre, sobre todo a ese, mientras que a él se lo ocultaba, lo encolerizó.


—Bueno, me pidió que me casara con él.


—¡Será caradura! —masculló Pedro—. Bueno, eso demuestra lo despreciable que es.


Pedro se estaba pasando de la raya, teniendo en cuenta que no había hablado con Andres más que en dos ocasiones, según creía Paula.


—¿Qué mosca te ha picado, Pedro? —preguntó—. ¿Tienes por norma menospreciar a todos los hombres a los que yo aprecio? Pensaba que las irracionales éramos las mujeres.


—¿Irracional yo? —inquirió Pedro con perplejidad.


—Primero Andres y ahora Ian. Y el pobre lo único que ha hecho ha sido ser simpático.


—El pobre es el típico hombre patético que, al primer síntoma de calvicie o barriga...


—No he visto ninguno de esos síntomas en Ian —lo interrumpió Paula.


—Se gasta una fortuna para cerciorarse de que no los veas.


—Dios mío, tienes una lengua viperina.


—La necesito para mi trabajo, encanto —reconoció sin escrúpulos—. Tu Ian ha pescado a la primera joven belleza casadera lo bastante tonta o enamorada, y en el caso de Chloe son ambas cosas, para convertirse en objeto de envidia universal. Sus colegas le darán una palmadita en la espalda y lo llamarán «machote». Es lo típico.


—Eso no es más que una generalización —replicó Tess con sorna. Pedro cambió de táctica.


—Entonces, ¿te parece bien que haya una diferencia de edad tan acusada?


—Podría ser un problema —reconoció Paula—, pero cuando dos personas están enamoradas, eso no debería importar.


—Siempre supe que eras una romántica empedernida —la burla centelleaba con fiereza en los ojos oscuros de Pedro—. Ya veo que esa idea de que el amor lo puede todo es aplicable a todo el mundo menos a una persona.


La confusión asomó al rostro de Paula.


—¿A quién?


—A ti.


El color que había vuelto a enrojecer las mejillas de Paula desapareció con rapidez.


—Eso es diferente.


—No sé por qué, pero imaginaba que dirías eso —repuso Pedro con sarcasmo.


—¿Y cómo voy a saberlo si nunca he estado enamorada?


Pedro se quedó boquiabierto ante aquella réplica enojada.


—¿Nunca?


Si Pedro supiera qué otras cosas no había hecho nunca, se quedaría atónito, pensó Paula.


—No me apetece comentar mi vida amorosa contigo. Por cierto, ¿quién te ha pedido tu opinión sobre todo este asunto? —Con el rostro contraído por el desdén, echó hacia atrás la cabeza, y los cálidos y exuberantes mechones de pelo le acariciaron el rostro—. ¿Y quién te ha pedido que te quedaras?


—Quizá tu caluroso recibimiento me resulte un poco menos gélido que el que me darán en casa.


La mueca irónica de Pedro enojó enormemente a Paula. No le habría costado demasiado, pensó él, fingir que el placer de su compañía había sido el motivo, pero ¿por qué ser amable cuando se podía ser sarcástico? ¿No era ese su lema?


—No sé por qué te empeñas en enfrentarte con tu abuelo. No es más que un anciano...


Pedro torció los labios.


—Le diré lo que has dicho. Se tomará tan bien la noticia de su decrepitud como saber que su muerte saldrá en las noticias de las seis. Pensé que no te vendría mal tener a un amigo —se encogió de hombros—. Por lo que se ve, estaba equivocado. Será mejor que me vaya —y se inclinó para recoger la chaqueta que había arrojado sobre el respaldo de una silla la noche anterior.