sábado, 23 de septiembre de 2017

AMIGO O MARIDO: CAPITULO 11





-¿TE VAS? —la perspectiva la llenó de desconsuelo. 


« ¿Por qué me da pánico? Ya estoy acostumbrada a estar sola».


—¿No era eso lo que querías?


—Sí... No—Pedro frunció el ceño con perplejidad.


—¿Tienes un ofrecimiento mejor? —Pedro formuló la pregunta con ironía pero, al ver la expresión del rostro de Paula, se quedó inmóvil.


Paula abrió los ojos de par en par. « ¿Lo tengo? ¿Por qué no?», la retó una temeraria voz interior. «Es lo que quieres, ¿no? No has dejado de pensar en ello».


—¿Paula? —la apremió Pedro con ronca impaciencia.


—No quiero estar sola. Me quedaré de brazos cruzados, pensando... —tragó saliva—. Deseo lo mejor para Benjamin, pero no quiero perderlo —reprimió un sollozo y se mordió el labio inferior—. ¿Crees que soy muy egoísta? —fijó sus enormes ojos verdes en el rostro de Pedro.


Pedro tragó saliva.


—No más que el resto de los mortales. Me quedaré si tu quieres, Paula —accedió, y fue recompensado con una débil sonrisa—. Pero tienes que prometerme una cosa.


—¿El qué?


—¡No me mires así! —suplicó con voz ronca.


—No te entiendo...


—Los hombres tenemos hormonas, Paula, y yo no soy una excepción. ¿Entiendes lo que quiero decir?


Y tanto que lo entendía. Alargó el brazo y le tocó la mejilla. 


Fue un gesto inocente y sintió una oleada de satisfacción cuando Pedro retrocedió con sobresalto.


—Yo también tengo hormonas —susurró Paula—. Y he estado pensando en lo que dijiste antes... —hasta que la confesión no brotó de sus labios, no comprendió hasta qué punto había estado pensando en ello.



—Digo muchas cosas —reflexionó Pedro en tono sombrío—. Algunas son más interesantes que otras.


¿Era su manera de decir que no había hablado en serio? ¿Que estaba echándose un farol, convencido de que ella nunca lo obligaría a poner las cartas boca arriba? Solo una perfecta tonta sería incapaz de reconocer el potencial de humillación que encerraba aquella situación, y Paula no lo era, pero ya había ido demasiado lejos y no podía dar marcha atrás. Además, una fuerza que no reconocía la impulsaba a seguir.


—Quiero... —Paula tragó saliva para deshacer el nudo que le oprimía la garganta. Sus ojos brillaron, llenos de lágrimas, al esforzarse por no arrancar la mirada de Pedro—. Quiero olvidar... Quiero sentir... —las palabras estaban tan cargadas de necesidad que, por un momento, no pudo creer que hubieran brotado de sus labios. Pero Pedro no había dicho nada todavía, lo cual no era una buena señal—. ¡No me mires así, fuiste tú quien me metió la idea en la cabeza! —Gritó con rencor—. Tú dijiste que no haríamos daño a nadie, que no había nada malo en dar y recibir un poco de consuelo...


Pedro no le hacía falta recordar lo que había dicho, pero sabía que no podía llevarlo a cabo si albergaba un mínimo de decencia.


Fue el silencio persistente de Pedro lo que hizo que Paula comprendiera la enormidad de sus palabras. No lo miró, era incapaz de mirarlo, mientras retrocedía hacia la puerta.


—Por favor, olvida todo lo que he dicho, ha sido una tontería —si eso fuera cierto, no se sentiría tan humillada—. No creas que me he tomado en serio lo que has dicho antes.


—¡Paula! —Pedro la rodeó con sus brazos, pero enseguida descubrió que inmovilizar a Paula el tiempo suficiente para que lo escuchara, o incluso lo mirara, no era tan fácil como parecía. Paula forcejeaba como si su vida dependiera de ello. Pedro no podía creer que una joven que parecía tan delicada pudiera ser tan fuerte. Tenía miedo de hacerle daño antes de que se agotara—. ¡Deja de dar coces! —hizo una mueca de dolor cuando ella le dio un segundo puntapié en la espinilla—. Te cansarás antes que yo —le prometió.


Paula dejó de resistirse con tanta brusquedad que a punto estuvo de escurrirse entre los brazos de Pedro y caer al suelo, pero Pedro consolidó el abrazo.


—Lamento que no creas que hablaba en serio —masculló—, porque lo dije muy en serio. Nada me gustaría más que llevarte a la cama, pero eres...


¿Acaso aquella patente mentira estaba destinada a consolarla?


—¿Qué soy, Pedro? —Paula permaneció en pie con pasividad y le lanzó una mirada furibunda—. ¿Demasiado flaca, demasiado fea, demasiado fácil?



—Un hombre no se aprovecha de una mujer sensible que está sufriendo tanto como tú. Dime, en circunstancias normales, ¿querrías acostarte conmigo?


—¡Vamos, Pedro, no me vengas con remilgos! Esta mañana estabas más que dispuesto a aprovecharte de mí —se burló Paula.


Un rubor apagado cubrió los pómulos bronceados de Pedro.


—Hablaba sin pensar. ¡Te estaría utilizando!


«Si Pedro no estuviera pensando, ya estaríamos en...». Paula enrojeció al pensar en dónde estarían si ella se hubiera salido con la suya.


—¡Igual quiero que me utilices!


—No lo dices en serio, Paula.


—¡No soporto que me digas lo que quiero decir!


—Me estaba comportando como un egoísta, y ahora mismo —anunció con brusquedad—, en este preciso instante, siento un impulso abrumador de ser extremadamente egoísta —la avidez de la mirada de Pedro fue un bálsamo para la autoestima maltrecha de Paula. La humillación no era tan intolerable si el hombre al que se había insinuado la encontraba moderadamente atractiva.


—¿Ah, sí? —el ceño entre sus delicadas cejas se marcó por el recelo.


—Dame un respiro, Paula. Intento hacer lo que está bien y... —su impresionante tórax se elevó y descendió pesadamente—. Para tu información, es doloroso.


—¡Me alegro! —Paula lo decía de corazón, y se notó.


El regocijo se reflejó en las facciones severas pero hermosas del rostro de Pedro.


—Me complace que mi agonía te resulte placentera. En serio, Paula...


—No he dejado de hablar en serio.


—No eres la clase de persona a la que le van las aventuras de una sola noche —anunció con firmeza. Pedro imaginaba que, si Paula había tenido una sucesión de amantes, él se habría dado cuenta. Cómo no, debía haber habido alguno, pero había sido muy discreta. Pensar en aquellos individuos anónimos no suavizó su mal humor.


—¿Y tú sí? —replicó Paula.


—No, claro que no —negó con irritación—. A mí me gusta la monogamia.


—La monogamia en serie —añadió Paula.


—Como quieras llamarlo —accedió Pedro con contrariedad—. Lo que intento explicarte es que yo puedo separar mis emociones del...


—¡Sexo! —terminó Paula con voz estridente—. Exacto, estamos hablando de sexo, no de un compromiso para toda la vida. ¿Crees que me echarás a perder para otros hombres? ¿Crees que acostarme contigo sería tan maravilloso que cometería la torpeza de enamorarme de ti? Dios mío, ya veo que te valoras muy alto últimamente.


La mirada de reproche de Pedro silenció sus carcajadas burlonas y le hizo sentirse ruin y miserable. Lo que dijo a continuación intensificó ese sentimiento.


—Sé que la decisión de Chloe ha puesto tu vida patas arriba y ya no distingues el día de la noche...


—Ni el amigo del amante —asintió Paula con expresión pensativa.


Pedro estaba siendo razonable, por supuesto, pero eso no impidió que a Paula le diera un vuelco el estómago cuando contempló sus labios. Era una locura, pero nunca había ansiado nada tanto en la vida como sentir los labios de Pedro sobre los de ella, y aquellas manos fuertes sobre su piel ardiente. «Diablos, chica, es tu ardiente imaginación lo que debería preocuparte».


—Y Claudia ha producido en mí el mismo efecto.


—¿Claudia es la que...?


Pedro apretó los dientes.


—Sí, esa es.


Paula sintió una punzada de celos.


—Lo siento, Pedro —le puso la mano en el brazo. «Menuda amiga soy». El afecto de su voz intentaba compensar la vergonzosa reacción de celos. La indignación de Paula se acrecentó. ¡Esa mujer debía de ser una arpía! Solo porque Pedro pareciera invulnerable, no tenía por qué jugar con sus emociones.


—Pensaba que me habías recetado una dosis de humildad —Pedro bajó la vista del rostro sincero de Paula a la pequeña mano que lo agarraba de la manga.


—A veces, tengo la misma sensibilidad que un elefante.


El afecto y el regocijo marcó las arrugas en torno a los ojos de Pedro.


—No veo síntomas de mastodonte en ti, Paula. En todo caso, de felino —sugirió, al evocar cómo se había enroscado a él la noche anterior, mientras la subía en brazos por las escaleras. No había duda de que tenía la agilidad y los ojos verdes de una gata. La sonrisa desapareció de la mirada de Pedro.


Paula creía que era una mala jugada del destino que un hombre tuviera unas pestañas largas y exuberantes como las que ella habría matado por conseguir. En aquellos momentos, se sorprendió preguntándose por qué nunca había reparado en lo expresivos que eran aquellos ojos bordeados de pestañas.


—Puedes contármelo, si quieres —dijo Paula con valentía. 


¿No estaban para eso los amigos, para escuchar? Mala suerte que el tema le pusiera la piel de gallina.


—¿Quién necesita sexo cuando se tiene una vieja amistad? —se preguntó Pedro con aspereza. Tenía la piel tensa sobre los pronunciados planos e intrigantes ángulos de su rostro. 


Paula contempló con la garganta seca cómo se agitaba su respiración.


—Exacto. No volveremos a hablar de sexo —corroboró Paula con tristeza. Su sonrisa se disipó mientras los ojos entornados de Pedro seguían fijos en su cara pálida.


—¿Tema tabú?


Paula asintió. No podía arrancar la mirada del pulso errático que latía junto a los labios de Pedro. El silencio se prolongó casi hasta un punto intolerable.


—¿Paula...? —una fina capa de humedad cubría el rostro bronceado de Pedro. Paula apenas oía la voz extrañamente tensa de Pedro, tal era el estruendo de su propio corazón.


—¿Sí, Pedro?


—Deja, no tiene importancia —cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto la línea fuerte de su cuello. Después de un momento cargado de tensión volvió a mirarla, y sus ojos llameaban de temeridad—. ¡Sí! —gritó—. Maldita sea, claro que es importante. ¡Por lo que más quieras, mujer, bésame! —gimió con voz gruesa, y se abalanzó hacia ella.


Con una pequeña exclamación de alivio, Paula le echó los brazos al cuello al tiempo que él la levantaba del suelo. 


Podía sentir los temblores febriles que corrían por su sólido cuerpo.


—Paula... Paula... Paula... —acompañó los besos febriles que salpicó sobre su rostro con repeticiones roncas de su nombre—. Sé que esto es una locura, pero, que Dios me ayude —susurró junto a su oído—. Tengo que hacerlo o...


Paula no quería sus disculpas, solo sus besos.


—Yo también —le confesó, extática.





No hay comentarios.:

Publicar un comentario