miércoles, 2 de agosto de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 17




Exactamente dos semanas después de que hubieran dejado a Daniela en el porche del rancho, la pequeña regresó con su madre.


Ni Paula ni Pedro estaban preparados para la noticia; a pesar de la visita de Angela Beck, habían esperado que la tenencia temporal durara un poco más mientras Barbara se recobraba. Pau ya adoraba a Daniela y sentía un vínculo entre ambas. No había ninguna duda de que el bebé era de la hermana de Pedro, pero también era cierto que se había vinculado al angelito de ojos azules al que sin miramientos habían arrojado en su vida y que en ese momento la abandonaba en circunstancias muy diferentes.


Tuvo su momento de despedida de Daniela al acostarla para el sueño de la mañana. Besó la sien cálida y se impregnó con la loción para bebé y la dulzura propia de Daniela. Estaba decidida a no llorar, pero igualmente tuvo que secarse los ojos al no poder controlar cierta humedad. La tristeza por Guillermo ya no era tan penetrante como antes. 


De algún modo, entre la inocencia de Daniela y la gentileza de Pedro había sido capaz de desprenderse del dolor que le había impedido vivir.


Pero cualquier despedida dolía y sabía que debía hacerlo en ese momento y dejarlo atrás, para que luego sólo tuviera que recoger sus cosas y marcharse.


Estaba doblando una mantita nueva y depositándola en el fondo de la bolsa de los pañales cuando entró Pedro.


No dijo nada, fue a la mesa, recogió un conejito de peluche y le dio vueltas en las manos. Pau siguió doblando y guardando cosas hasta que no quedó nada.


Entonces lo miró y vio que él la observaba con ojos preocupados.


—¿Estás bien con esta situación? —ella formuló la pregunta que él no había querido hacer.


—¿Te refieres a que Daniela vuelva con Barbara? —Paula asintió—. No tengo elección.


Pero ella supo que evitaba la respuesta real.


—No era eso lo que quería saber. Te pregunté cómo te sentías.


Él dejó de darle vueltas al peluche y lo depositó sobre la cama.


—Se nos informó de que no sería por mucho tiempo —respondió—. Pero, desde luego, estoy preocupado. Me alegro de que a Barbara le vaya tan bien y de que los médicos consideren que está preparada. Pero le espera un largo camino por delante, en particular como madre soltera. 
Es demasiado para que lo sobrelleve sola.


—Los servicios familiares seguirán involucrados en su caso.


—Sí, por supuesto. Y también la doctora. Hablé con ella esta mañana y los sistemas de apoyo están preparados. Todo suena bien.


—Pero no se te oye convencido.


—Me preocupo, eso es todo. Algo sé con seguridad. Barbara me tendrá a su lado. Estaré allí. Como su hermano y como tío de Daniela. Es afortunada de que ahora tenga práctica como niñera.


—Serás más que eso —terminó de cerrar la bolsa—. Estas dos últimas semanas has sido un padre para Daniela.


Su expresión fue difícil de descifrar. Vio placer, pero también dolor y quizá rechazo. Pero ya no se abría a ella. Desde aquella mañana en que había aparecido Angela Beck, se había cerrado. Tal vez entre ellos hubiera habido una atracción mutua y algo más que amistad. Pero no existía la confianza que Paula había creído. No por parte de Pedro. Se había retraído y no había tenido ningún problema en mantenerse de esa manera.


Por lo que intentó hacer que el final fuera lo más amigable posible.


—Hiciste que todo fuera bien para Barbara y Daniela —indicó.


—Fuiste tú quien logró que esto funcionara —replicó él, negándose a aceptar sus palabras—. Tú estuviste con ella noche y día, cuidándola, convirtiendo este lugar en un hogar. Y no aceptaste nada a cambio. Ni siquiera ingresaste el cheque que te rellené. ¿Por qué?


«Porque te necesitaba».


Oyó la respuesta en el interior de su cabeza, pero jamás llegó a sus labios.


Y sintió dudas. La respuesta no había sido «Te amo». Había sido de necesidad, y dolor, y seguir adelante. No quería pensar que lo había utilizado, algo que no había sido su intención, pero no podía negar la posibilidad de que sus sentimientos se hubieran visto influidos por sus necesidades. 


Y eso plantaba la semilla de la duda.


—Lo hice porque quería.


Pedro se adelantó y la tomó por el brazo.


—No es suficiente.


La miró a los ojos.


Ella se soltó.


—Lamento que no te satisfaga.


Recogió la bolsa que ya había preparado con sus cosas. No podía esperar que llegara Barbara para ver cómo se marchaba con Daniela y se llevaba una parte de su corazón. 


Debía irse en ese momento.


—Paula… —la voz de él proyectó una tensión inexistente momentos atrás—. Te vas. ¿No podemos ser sinceros antes de que te marches?


La cuestión del decoro durante la permanencia de Daniela quedaba cancelada a partir de ese día; sin embargo, ni una sola vez él había dicho: «No te vayas». Sólo había comentado: «Te vas».


—¿Qué quieres que diga, Pedro? —giró para mirarlo—. Nuestro trato fue que me quedaría y te ayudaría con Daniela mientras ella estuviera aquí. Pero ya no va a estar y yo ya no soy necesaria como tu niñera. Porque es lo que he sido, ¿no? La niñera de Daniela.


—No fuiste una niñera aquella mañana en mi cama aquí —afirmó con voz crispada.


—Te enfriaste bastante rápidamente —«estupendo, Pau», se dijo al ver la expresión conmocionada de él. Pudo ver que no había esperado una réplica tan veloz.


—La llegada de Angela Beck situó todo en perspectiva con rapidez —respondió. Parecía descontento—. Que nos descubriera habría significado un desastre. Como tú misma dijiste… nuestra relación tenía que ser platónica.


—No quiero discutir antes de irme, Pedro. Por favor, ¿no podemos terminar en buenos términos? Has conseguido lo que en todo momento buscabas. Pudiste quedarte con Daniela y satisfacer la responsabilidad que tenías con tu familia. Hiciste lo correcto. Dejémoslo ahí.


—¿Y tú conseguiste lo que querías?


Las palabras dolieron, porque él no sabía lo que ella quería y le daba mucho miedo transmitírselo. Le daba pavor preguntarle qué sentía por ella y que volviera a apartarla. 


Dos veces habían sido más que suficientes.


—¿Qué buscas de la vida, Pau? —tenía la cara tensa y se pasó una mano por el pelo.


Anheló desprenderse del manto de sus aprensiones y, simplemente, contarle cómo se sentía. Pero no podía. Aún oía las palabras de Eduardo, las mismas que ella había atribuido a la amargura y el dolor, pero que en ese momento veía con un núcleo de verdad y que la habían afectado aunque no había querido que lo hicieran. Palabras que la habían atravesado hasta la médula. «Adelante. Abandona nuestro matrimonio. Le fallaste a nuestro bebé y yo soy otra baja».


En ese instante las recordó con perturbadora claridad porque sabía que eran ciertas.


Se culpaba por la muerte de Guillermo y había abandonado su matrimonio





BUENOS VECINOS: CAPITULO 16





Pau despertó con una sensación incómoda. La luz de la luna entraba por la ventana del dormitorio y reinaba un silencio absoluto. Demasiado. Parpadeando para desterrar el sueño, se levantó de la cama y fue al corralito para mirar a Daniela.


No estaba.


Pero la puerta del dormitorio se hallaba entreabierta y salió descalza, avanzando de puntillas por el pasillo. La manta del sofá se veía apartada y la almohada mostraba el hueco producido por la cabeza de Pedro. A la luz de la luna, los vio.


Daniela se hallaba envuelta en su mantita y cobijada en los brazos de Pedro, quien sólo llevaba puestos una camiseta y unos calzoncillos cortos de color azul marino. Los vaqueros estaban cuidadosamente doblados en el reposabrazos del sofá. Sintió calor en las mejillas al verle los pies descalzos y las piernas largas.


Se dijo que sería un padre maravilloso. En todo momento había antepuesto Daniela a todo lo demás. Tenía tanto que dar. Se preguntó si él lo sabía o si lo que le había contado acerca de su pasado lo mutilaba del mismo modo en que el dolor la había mutilado a ella.


El pie de él dejó de mover la mecedora, abrió los ojos y la miró desde el otro extremo del salón.


Paula se afanó en respirar. En un segundo se vio arrastrada al día anterior por la mañana y a la sensación de verse abrazada y protegida por los brazos de él. Desde entonces se habían mostrado corteses, pero en ese momento, descalza y con sólo un camisón puesto, sintió que la percepción regresaba, más penetrante y poderosa.


—Se despertó —susurró Pedro en la oscuridad, volviendo a mover de forma pausada la mecedora.


Pau avanzó y se sentó en el borde del sofá, apenas a unos centímetros de la rodilla desnuda de él cada vez que la mecedora se proyectaba adelante.


—No la oí —susurró en respuesta.


—Estabas profundamente dormida —respondió Pedro con una leve sonrisa—. No te moviste cuando fui a recogerla.


Pau bajó la vista a sus dedos apoyados en las rodillas. 


¿Pedro había estado en el dormitorio, observándola dormir? 


Era algo intensamente personal y se preguntó qué había pensado al verla en la cama de él.


—¿Qué hora es?


—Casi las cinco.


Santo cielo, se había ido a la cama a las nueve. Por primera vez en semanas había logrado dormir ocho horas.


—Lamento no haberme levantado con ella —vio el biberón vacío en la mesilla de centro. Había permanecido completamente dormida incluso mientras Pedro calentaba el biberón.


—Lo disfruté —repuso él con una sonrisa.


—Deja que la lleve de vuelta a la cama —sugirió ella—. Necesitas descansar. Puedes dormir un par de horas más antes del desayuno.


Los dos se levantaron al mismo tiempo y Pau alargó los brazos para recibir a Daniela. Pero cambiarla de uno a otro resultó raro, en particular porque no querían despertarla. Los brazos de Pedro le rozaron los suyos, firmes y cálidos. Al depositar al bebé en el hueco del brazo de Pau, con los dedos le rozó el pecho.


Los dos se quedaron paralizados.


Pau se mordió el labio al comprender que no llevaba sujetador y una vez más consciente de que lucía un escueto camisón de algodón que finalizaba arriba de las rodillas. Y Pedro… se erguía con mucha rigidez, con cuidado de no tocarla en ninguna parte. Lo tenía tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo, la tela suave de su camiseta.


¿Qué sucedería si se acercaba unos centímetros? ¿Si echaba atrás la cabeza en petición de un beso? ¿Aceptaría él la invitación?


Quería contarle lo que sentía, pero primero necesitaba alguna señal, algo que la animara a ver que no se hallaba sola. Y desde el roce fortuito, él no se había acercado más.


De modo que retrocedió y adaptó el peso de Daniela a su brazo.


—Buenas noches —murmuró, dándose cuenta demasiado tarde de lo tonto que sonaba, ya que casi había amanecido. 


Dio la vuelta y se llevó al bebé al dormitorio, sin mirar atrás.


No importaba, ya que tenía grabada en el cerebro la imagen de Pedro allí de pie.



BUENOS VECINOS: CAPITULO 15




Cuando Pau entró en la cocina, Angela Beck estaba sentada a la mesa con una taza de café mientras Pedro cortaba unas rebanadas de pan de plátano. Suspiró, agradecida de que hubiera podido recobrarse con tanta celeridad y, así, darle tiempo a ella de hacerlo.


—¡Paula! —Angela giró en su silla cuando la otra mujer avanzó—. Me alegro de que esté aquí. Pasé para comprobar cómo se encontraba Daniela, desde luego, y ofrecerle a Pedro información de cómo marchaba la situación.


Pau miró a Pedro y esperó no contradecir ninguna explicación que hubiera podido dar.


—Daniela está muy bien. Realmente es un bebé muy bueno.


—Sí, la vi durmiendo en su corralito.


—La pusimos allí para jugar y se quedó dormida —al menos ése era un tema seguro.


La conversación transcurrió sin problemas unos minutos mientras bebían café, comían unos dulces y hablaban de la pequeña. Sin embargo, la expresión de Angela se tornó seria cuando comenzó a hablarles de Barbara.


—La buena noticia es que realiza excelentes progresos. Sus médicos se sienten muy complacidos, como no me cabe duda de que ya sabe.


Pedro asintió. Pau sabía que hacía unos días había hablado con el médico de su hermana y eso lo había animado.


—Queremos devolver a Daniela con su madre en cuanto sea posible. Necesita pasar tiempo con su bebé para desarrollar ese importante vínculo. Desde nuestro punto de vista, debemos asegurarnos de que el bebé se encuentra a salvo, seguro y en un entorno de amor.


—¿Y qué significa todo esto? —preguntó Paula, sintiendo de pronto seco el pan de plátano que estaba masticando. 


Existía la posibilidad de que Barbara saliera pronto del hospital y ella ya no tuviera motivo alguno para quedarse.


—Significa que la situación de usted aquí con un poco de suerte va a resolverse muy pronto. También que Barbara va a requerir mucho apoyo. Debido al hecho de ir al hospital por voluntad propia, recibirá toda la ayuda que necesita. Su médico supervisará el estado de su salud, al igual que los servicios infantiles y de familia. La verdad es que buscar ayuda fue lo mejor que pudo hacer. Dispondrá de acceso a muchos recursos que la ayudarán a pasar por todo esto, incluidos grupos de apoyo.


—Y la familia —repuso Pedro, juntando las manos sobre la mesa—. Soy su hermano. Yo también estaré allí para ella.
Angela sonrió.


—Aunque no hace mucho que sabe que tiene una hermana.


La sonrisa de él fue lóbrega.


—Desde luego, no lo he reconocido. Pero soy su hermano y pretendo ayudar —relajó un poco los labios—. Además, me he unido mucho a mi sobrina. Espero ver bastante a Barbara y Daniela.


—Ésas son buenas noticias, Pedro —Angela retiró su silla y se puso de pie—. He de irme. Gracias por el café y el bollo.


—¿Sabe cuánto tiempo estará Barbara en el hospital? —Pedro recogió el abrigo de ella y la siguió hasta la puerta mientras Pau se rezagaba en el umbral de la cocina.


—Tengo entendido que los médicos la evalúan a diario. No dispongo de una fecha específica, pero creo que será pronto —sonrió mientras se abotonaba el abrigo—. Su vida volverá a la normalidad antes de que se dé cuenta, Pedro —miró por encima del hombro a Pau—. Y también la suya, Paula.


Pedro la acompañó al coche mientras Pau regresaba a la cocina a ordenar lo que acababan de ensuciar. ¿Vuelta a la normalidad? La idea no le resultó tan maravillosa como podría haber sido una semana atrás. Se preguntó si quería dicha normalidad. Estar de regreso en la casa de los Cameron, buscar un trabajo y un lugar para vivir, de vuelta en un mundo sin Pedro.


Ya conocía la respuesta. Un mundo sin Pedro era gris en vez de lleno de vibrantes colores. ¿Era tan erróneo esperar que lo sucedido ese día significara algo más? A pesar de que echaría de menos a Daniela, ¿que dejaran de tener que cuidar a la niña no significaría que también podrían dejar de fingir?


Pedro regresó y cerró la puerta.


—Ha estado cerca.


Ella dejó el azucarero y fue al arco que separaba el salón de la cocina.


—Lo siento —sintió que necesitaba ofrecer una disculpa. 


Debería haber pensado más y sentido menos.


—No lo sientas. Yo no debería haberme aprovechado.


La cabeza le dio vueltas.


—¿Aprovechado?


Él apretó la mandíbula.


—Estabas vulnerable esta mañana. No fue justo por mi parte… —tragó saliva—. Besarte.


Ella quiso decirle: «Tal vez deseaba que lo hicieras». Pero las palabras no pudieron salir de su boca. Porque no se lo veía consternado. Si la hubiera mirado con cierta añoranza, con algún indicio de que le costaba contenerse, tal vez habría insistido. Pero tenía la espalda recta y la expresión velada, cuando antes había sido transparente.


—No le des más vueltas a lo de esta mañana —pidió.


—Sólo si tú estás segura, Pau.


—Lo estoy.


—De acuerdo, entonces.


Luchó contra la conmoción que la recorrió cuando él puso fin a la conversación. ¿Ni siquiera iban a hablar de lo sucedido? ¿De lo que había estado a punto de suceder? ¿Tanto lo lamentaba? Ese pensamiento la derrumbó por dentro.


Él se acercó al sofá y recogió el sombrero que había dejado allí antes.


—Iré a trasladar el ganado a un pastizal nuevo —dijo, y sin más, se marchó.






martes, 1 de agosto de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 14




Los días que siguieron establecieron un patrón y Pedro fue fiel al acuerdo establecido. Siempre se mostraba agradable y amigable, pero terminaron las charlas sobre el pasado, los padres y cualquier otro tema candente. Pau preparaba la comida, cuidaba de Daniela y terminaba las clases de contabilidad antes de enviárselas por correo electrónico a su supervisor. El aire otoñal se tornó más frío y las hojas se diseminaron de los árboles, dejando una alfombra dorada sobre la hierba. Pedro cuidaba del rebaño y pasaba horas en el exterior haciendo reparaciones y trasladando el ganado a pastizales diferentes. Cuando regresaba, las sonrisas y las caricias sólo eran para Daniela.


Lo echaba de menos. Lo había probado y quería más. Verlo trabajar tan duro y proyectar su afecto sobre su sobrina sólo lo hacía más asombroso ante ella. A medida que llegaba a conocerlo, veía en él tantas cualidades que admiraba y deseaba en una pareja. Estabilidad. Ternura. Paciencia. Amor.


Comprendió que, tan inevitable como la lluvia primaveral, se estaba enamorando de él.


Pero el modo en que él había puesto los frenos y seguido su existencia diaria y funcional le indicó con claridad que no era algo recíproco. Sin importar los sentimientos que tuviera por él, Pedro no sentía lo mismo, de eso estaba segura.


Oyó las botas de él en la terraza y comprobó el reloj del microondas. Justo a tiempo. En los últimos días había llegado a las diez para una taza de café y un bollo. Cuando la mosquitera golpeó el marco, lo vio en el umbral, sonriendo como si guardara una especie de secreto a la vez que mostraba una apariencia inesperadamente juvenil.


No pudo evitar devolverle la sonrisa. Se lo veía tan satisfecho consigo mismo, los ojos oscuros encendidos con alguna travesura y el pelo más revuelto por el viento que de costumbre. Sostenía el sombrero en las manos.


—¿Qué tramas? Y sé que no son mis bollos de plátano los que te hacen sonreír de esa manera.


—Tienes razón, aunque ahora que lo mencionas, huele bien aquí.


—Acaban de salir del horno y están demasiado calientes —indicó, al tiempo que se preguntaba qué tramaba con esa sonrisa tan relajada.


Él cruzó la cocina y tocó la naricita de Daniela con un dedo.


—Tengo una sorpresa para las dos.


—¿Una sorpresa? —la curiosidad pudo con ella y no pudo contenerse—. ¿Qué clase de sorpresa?


—Algo en lo que llevo trabajando más o menos la última semana.


Paula pensó que eso debía de ser desde que había aceptado mantener la relación platónica y él había empezado a pasar más tiempo en los campos y los establos.


—Quédate aquí, ¿de acuerdo? He de traerlo.


Oyó un sonido peculiar cuando Pedro regresó.


—¡Cierra los ojos! —pidió él desde el porche—. ¿Están cerrados?


Más ruidos desde la entrada.


Paula rió entre dientes.


—Sí, lo están. ¡Pero date prisa!


Unas pisadas y el sonido de algo al arrastrarse.


—Trae a Daniela —dijo.


Pau lo vio impaciente. Tenía el sombrero echado para atrás y una expresión incluso más joven y muy, muy atractiva.


Tomó a la pequeña en brazos y dijo:
—De acuerdo. Abre el camino antes de que no lo resistamos más.


Las llevó al salón.


—¿Qué te parece?


En el rincón donde había estado la mesa improvisada, había colocado la mecedora más bonita que Pau había visto jamás. Asombrosamente sencilla, con un asiento curvo y ejes perfectos a lo largo del respaldo, lijados y teñidos de un intenso tono roble. En el asiento había un cojín de tonalidades azules y rosadas.


Sintió un nudo en la garganta.


—Es preciosa, Pedro —murmuró.


—La encontré en el cobertizo —explicó él. Fue hasta la mecedora, se situó detrás y apoyó las manos en el borde del respaldo—. Estaba sucia y arañada, pero sólo necesitaba algo de amor, un buen lijado y unas capas de barniz.


—¿Tú lo has hecho? —las palabras salieron de sus labios tensos, ya que parecía algo muy íntimo. Trató de sonreír para ocultarlo.


—Al principio fue una gran sorpresa ver tantos toques femeninos en la casa —repuso, impasible ante la reacción distante—. Llevo soltero demasiado tiempo, Pau, pero no te merecías las críticas que te hice. Y, ¿sabes?, me he acostumbrado a ellos —la miró jubiloso—. Incluso me gustan. Quería compensártelo y no sabía cómo. Hasta que vi la mecedora y supe que necesitabas un asiento apropiado. Ven a probarla con Daniela.


A ella le temblaron las rodillas al atravesar la estancia. No había sido su intención incomodar a Pedro y su disculpa había arreglado las cosas. No necesitaba hacer eso. Se sentía conmovida.


Se dijo que podía hacerlo. Que podía mantener el control. 


Lentamente, se sentó, con el peso de Daniela extraño en sus brazos de un modo en que no lo había sido desde el primer día. Tensó los hombros al reclinarse en el respaldo.


—Estás tensa —comentó él antes de posar las manos en sus hombros—. ¿Qué sucede? —la masajeó suavemente tratando de quitar los nudos que se habían formado. Y al mover los dedos, la silla comenzó a mecerse.


Pau observó la cara complacida de Daniela y cómo esos ojos azules la miraban, y en un instante su control se evaporó y todo se tornó borroso.


En cuanto comenzó a llorar, fue incapaz de parar. Contuvo un hipo, desesperada por recuperar las riendas de sus emociones.


Pero el recuerdo era tan real que perdió la batalla.


—Pau… Dios mío, ¿de qué se trata? —Pedro rodeó la mecedora y se arrodilló ante ella.


La cara flotó ante ella, los ojos llenos de preocupación. Lo amaba. Era imposible haber podido evitarlo. Saber que se trataba de algo unilateral, y encima del dolor que ya la atravesaba, sólo sirvió para aumentar la desesperación que la dominaba.


—Es que… es que… —jadeó en busca de aliento y sintió otro sollozo—. La última vez que estuve en una mecedora… fue…


No pudo finalizar. La boca se movió pero las palabras no salieron. Sólo un sonido extrañamente agudo mientras permanecía en la mecedora que Pedro le había hecho y al fin lamentaba la pérdida del hijo que había llevado en su vientre.


Había sido Guillermo en sus brazos, su hijo, insoportablemente pequeño pero perfectamente formado, delicadamente bañado por las enfermeras y envuelto en la mantita del hospital. De sus labios no salía aliento alguno; sus pestañas reposaban quietas sobre las mejillas pálidas.


Pero lo había abrazado y mecido y le había dicho adiós.


Pedro alargó los brazos hacia Daniela, pero Pau se aferró de forma irracional, apartándose de las manos codiciosas de él.


—¡No! No te lo lleves todavía. Aún no te lo puedes llevar.


Entonces sus oídos registraron lo que acababa de decir y se hundió por completo, embargada por el dolor y la vergüenza. Pedro le quitó con gentileza a Daniela de los brazos en ese momento dóciles y la depositó en el corralito.


Luego, simplemente se inclinó y alzó a Pau de la mecedora como si no pesara nada. Ella se aferró a su cuerpo duro y fuerte, le rodeó el cuello con los brazos y apoyó la frente en él. Fue al sofá y se sentó con Pau en el regazo.


—Suéltalo —susurró sobre su cabello y después le besó la coronilla—. Por el amor de Dios, Pau, suéltalo.


Lo hizo, aferrada a él mientras el dolor, la ira y la desesperación al fin se liberaban. Eso era lo que había contenido durante meses, decidida a mostrarle al mundo que todavía podía funcionar. Y todo ese tiempo había estado aumentando hasta salir a la superficie por amar a Daniela mientras la cuidaba, y en ese momento se lo contaba a Pedro por la confianza que le inspiraba.


Aunque él jamás le correspondiera el amor, sabía que le inspiraba una confianza completa. En toda su vida nunca había conocido a un hombre mejor. Poco a poco su respiración se tornó acompasada y el agotamiento y el alivio le aflojaron los miembros, relajándola. Eduardo se había mofado de sus lágrimas, dándole la espalda. Con Pedro no había falsedad. Podía ser quien tenía que ser.


—No lo sabía —musitó él en cuanto ella recobró el control firme sobre sí misma. Le acarició el brazo—. ¿Cuánto tiempo te has estado guardando eso?


Pau suspiró, los ojos aún cerrados para poder centrarse únicamente en la sensación de Pedro a través del jersey.


—Trece meses. Había esperado tanto tiempo tener a mi bebé —confesó, al fin manifestando el dolor en palabras—. Nunca tuve la oportunidad de aprender con él. De alimentarlo, cambiarlo o mecerlo hasta que se durmiera. Durante meses imaginé cómo sería, pero la teoría es distinta de la práctica —intentó sonreír, pero los labios le temblaron—. Y entonces apareciste tú con Daniela… —calló, insegura.


La miró a los ojos. Ella se apresuró a secarse las mejillas y arreglarse el cabello revuelto. Pero a Pedro no parecía importarle el aspecto que ofreciera. Nunca lo había hecho. 


Alzó la mano izquierda y le secó la humedad bajo los ojos con la yema del dedo pulgar.


Le acarició la mejilla y aplicó una ligera presión para que lo mirara.


—Fue un niño —dijo Pedro.


Y ella recordó lo que acababa de soltar en la mecedora.


Durante un momento, había parecido como si se hallara de vuelta en el hospital con Guillermo en vez de estar en el salón con Daniela. Él mantuvo unas riendas firmes sobre sus emociones. Había más en el interior de Pau que lo que alguna vez había soñado y, de algún modo, la mecedora lo había liberado, intentó dar vuelta la cara, pero Pedro no se lo permitió.


—¿Pau?


—Sí, era un niño —susurró. Se mordió el labio inferior.


Si sabía que era un niño, debía de haberlo llevado el tiempo suficiente. No podía entender lo que debía ser llevar una vida dentro… y de repente no tenerla.


—Estabas en un embarazo bastante más avanzado que lo que me has hecho pensar, ¿verdad? —comentó con gentileza, instándola a hablar. Era evidente que lo necesitaba y él quería escuchar.


—Me faltaban seis semanas para dar a luz —murmuró con lágrimas—. Rompí aguas y supe que era demasiado pronto. Debería haber salido bien. Sólo pensamos que sería pequeño y que pasaría algún tiempo en la unidad neonatal —necesitó unos segundos para recobrarse—. Hubo un problema añadido con sus pulmones del que no habíamos sabido nada, un defecto. Yo…


Bajó la cabeza.


—No tienes que decirlo —indicó con amabilidad, sintiendo que todo su ser se apenaba por ella.


Se había estado escondiendo en los establos, pensando sólo en sí mismo, primero para escapar de la falsa sensación de hogar que ella proporcionaba y luego en lo orgulloso que se sentiría al regalarle esa estúpida mecedora para compensarle por haber herido sus sentimientos.


Era la primera persona a la que por propia voluntad le había hablado de su pasado, y no había resultado fácil. Pero su dolor no era nada comparado con el de Pau. Su pérdida no era nada ante la pérdida de un hijo.


Ella continuó, aunque le costó oír las palabras apenas murmuradas.


—Jamás llegué a oírlo llorar.


La abrazó con más fuerza.


—Lo siento tanto.


—Creía haberlo superado —susurró.


—A veces las personas necesitan años para superar realmente el dolor —suspiró, sabiendo cuánto tiempo había necesitado para aceptar que su madre realmente se había marchado.


Hacía poco que se había reconciliado con la idea y sólo entonces había logrado descifrar su vida y descubrir lo que realmente quería. Ese rancho era dicha resolución puesta en acción.


—En Calgary, todo el mundo no paraba de preguntarme cómo lo llevaba. Jamás pude responder con sinceridad. Tenía que fijar una sonrisa en la cara y ofrecer una respuesta hecha.


—¿Y tu marido?


—El dolor te une o te separa. Nuestra relación no poseía los cimientos adecuados y no soportó la tensión. Eduardo se enterró en el trabajo y yo… yo me aislé en un caparazón.


Pedro sonrió.


—Oh, puedo identificarme con eso, desde luego.


Y al fin consiguió de ella una sonrisa trémula.


—Supongo que sí puedes —entonces la sonrisa se evaporó.


—¿No es extraña la vida? —se encogió de hombros—. Hace poco me di cuenta de que no es el desastre lo que define a la persona, Pau. Lo que cuenta es lo que se hace después.


—Y yo no he hecho nada —frunció el ceño—. Sólo lo he ido postergando.


—Siempre está el hoy. El hoy es un buen día para emprender un comienzo nuevo.


Él sabía lo que quería que Pau dijera. Que esa relación platónica era una pérdida de tiempo. Que emprendería un comienzo nuevo con él cuando Daniela regresara a casa. Los médicos de Barbara informaban de que realizaba buenos progresos, por lo que el bebé no tardaría en volver con ella.


—No estoy segura de que esté preparada para eso aún. Yo… oh —la voz se le quebró—. Lo echo de menos —manifestó con sencillez.


—Nadie ha dicho que debes hacerlo de la noche a la mañana —respondió, desilusionado—. Pero emprender un comienzo… y desahogarte de todo si es lo necesario… es bueno.


—Eres un buen hombre, Pedro Alfonso —le enmarcó la cara con las manos.


Él sintió la penetrante mirada azul y con sinceridad pudo afirmarse que la deseaba como no había deseado jamás a mujer alguna. Y era mucho más profundo que un simple deseo físico.


—No tanto como tú crees —murmuró. Su determinación quedaba olvidada al encararse a la dulce vulnerabilidad de ella.


Con los dedos aún en la cara, se adelantó, necesitado de tocarla, de probarla, queriendo de algún modo reparar todos sus sufrimientos del único modo que sabía.


La besó con suavidad, deseando convencerla de que se abriera a él ese poco más. Durante unos segundos, Pau pareció contener el aliento, y el momento hizo una pausa, como detenido en una cornisa de indecisión.


Pero entonces se relajó y se fundió contra él mientras su boca se suavizaba, cálida y dócil. Mientras el cuerpo de Pedro respondía, se preguntó cómo un hombre en su sano juicio podría haberla dejado marchar.


Pau oyó el leve sonido de aquiescencia que escapó de su garganta cuando él tomó el control del beso. El cuerpo era tan duro, tan tranquilizador. En ese momento Pedro sabía todo y no huía, no cambiaba de tema. Era un hombre entre un millón y la besaba como si ella fuera la mujer más atesorada del planeta.


Por sus venas corrió de forma seductora un deseo y un anhelo como no había sentido en meses.


El cuerpo de él la pegó contra los cojines y recibió encantada el peso, sintiéndose al mismo tiempo protegida y deseada. 


Cuando la boca abandonó la suya para plantarle besos en las mejillas, en la mandíbula, de pronto comprendió que no era fría ni distante ni ninguna de las cosas de las que Eduardo la había acusado. Simplemente, había estado esperando que apareciera la persona adecuada que la liberara.


Y así era. Cuando la boca de Pedro volvió a la suya, deslizó las manos por las caderas de él y por debajo de la camisa, sintiendo la piel cálida bajo el algodón.


Esas caderas la presionaron y la sangre hirvió en su interior.


—Pau…


—Shhh —le besó el cuello y lamió la piel áspera, probando, sintiendo placer no sólo en lo que él le hacía, sino también en saber lo que ella le estaba haciendo. Después de meses de sentirse impotente, resultaba liberador y anhelaba más.


Pedro se incorporó con las manos apoyadas en el reposabrazos del sofá y la miró. Con satisfacción, Pau notó que tenía la respiración entrecortada.


—No cabe duda de que necesito un sofá nuevo —gruñó él—. Aquí no. En mi cama.


Ir al dormitorio era el siguiente paso lógico y uno para el que ella se consideraba preparada, pero experimentó un vestigio de pánico.


—Pero Daniela…


—Se ha quedado dormida en el corralito —la miró a los ojos, retiró una mano y la deslizó por la curva de su pecho.


Era casi imposible pensar cuando la tocaba de esa manera.


Paula pasó la mano por encima del bolsillo trasero de los vaqueros de Pedro y con los ojos le ofreció el desafío.


Con un movimiento veloz, él se incorporó, la alzó en vilo y la condujo por el pasillo hasta el dormitorio. Una vez dentro, la depositó sobre la cama, se sentó a su lado y comenzó a desabotonarse la camisa.


Pau sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho.


Cuando la camisa quedó abierta, vio una parte de un torso bien musculado y quiso tocarlo. Lo deseaba, pero el pudor luchó por hacerse oír. ¿Qué diría él cuando le viera el cuerpo? Batalló contra sus inseguridades y trató de desterrar los comentarios hirientes de su memoria. Tenía que creer que en ese momento Pedro no iba a darle la espalda.


Tragó saliva al arrodillarse en el colchón y quitarse el jersey.


En un abrir y cerrar de ojos lo tuvo arrodillado a su lado, acercándola para que sus pieles quedaran en contacto. Le encantó sentir el calor y la fortaleza que emanaban de él. Le bajó la camisa por los hombros.


Y entonces ambos oyeron una llamada a la puerta de entrada.


Durante una fracción de segundo, se quedaron paralizados, hasta que Pedro saltó de la cama y se acercó a la ventana.


La seriedad de la situación los asaltó a ambos y Pau buscó su jersey en el instante en que volvían a llamar.


—¡Tienes que abrir! —susurró con vehemencia—. ¡Ve, Pedro!


Él estaba abotonándose la camisa.


—Tú ya estás vestida.


—¡Sí, pero mírame! —intentó mantener el pánico fuera de su voz, pero con poco éxito—. Tengo los ojos manchados por el maquillaje corrido y el pelo hecho un desastre.


—De acuerdo. Tómate un momento para recuperarle —le apretó el brazo—. Todo irá bien.


Ella se recogió el pelo en una coleta mientras lo oía abrir la puerta. Él había tenido razón en mantener la relación platónica. Debería haberlo detenido, pero no lo había hecho. 


Si no los hubieran interrumpido, habrían hecho el amor.


Y en ese momento, con el leve sonido de la voz de Angela Beck procedente del otro extremo de la casa, la locura de toda la situación la golpeó con todas sus fuerzas. No supo cómo iba a salir de allí y fingir que todo estaba normal.


Y encima de todo eso, persistía el miedo de no saber si Pedro iba a culparla si la visita de ese día tenía un final negativo