martes, 1 de agosto de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 14




Los días que siguieron establecieron un patrón y Pedro fue fiel al acuerdo establecido. Siempre se mostraba agradable y amigable, pero terminaron las charlas sobre el pasado, los padres y cualquier otro tema candente. Pau preparaba la comida, cuidaba de Daniela y terminaba las clases de contabilidad antes de enviárselas por correo electrónico a su supervisor. El aire otoñal se tornó más frío y las hojas se diseminaron de los árboles, dejando una alfombra dorada sobre la hierba. Pedro cuidaba del rebaño y pasaba horas en el exterior haciendo reparaciones y trasladando el ganado a pastizales diferentes. Cuando regresaba, las sonrisas y las caricias sólo eran para Daniela.


Lo echaba de menos. Lo había probado y quería más. Verlo trabajar tan duro y proyectar su afecto sobre su sobrina sólo lo hacía más asombroso ante ella. A medida que llegaba a conocerlo, veía en él tantas cualidades que admiraba y deseaba en una pareja. Estabilidad. Ternura. Paciencia. Amor.


Comprendió que, tan inevitable como la lluvia primaveral, se estaba enamorando de él.


Pero el modo en que él había puesto los frenos y seguido su existencia diaria y funcional le indicó con claridad que no era algo recíproco. Sin importar los sentimientos que tuviera por él, Pedro no sentía lo mismo, de eso estaba segura.


Oyó las botas de él en la terraza y comprobó el reloj del microondas. Justo a tiempo. En los últimos días había llegado a las diez para una taza de café y un bollo. Cuando la mosquitera golpeó el marco, lo vio en el umbral, sonriendo como si guardara una especie de secreto a la vez que mostraba una apariencia inesperadamente juvenil.


No pudo evitar devolverle la sonrisa. Se lo veía tan satisfecho consigo mismo, los ojos oscuros encendidos con alguna travesura y el pelo más revuelto por el viento que de costumbre. Sostenía el sombrero en las manos.


—¿Qué tramas? Y sé que no son mis bollos de plátano los que te hacen sonreír de esa manera.


—Tienes razón, aunque ahora que lo mencionas, huele bien aquí.


—Acaban de salir del horno y están demasiado calientes —indicó, al tiempo que se preguntaba qué tramaba con esa sonrisa tan relajada.


Él cruzó la cocina y tocó la naricita de Daniela con un dedo.


—Tengo una sorpresa para las dos.


—¿Una sorpresa? —la curiosidad pudo con ella y no pudo contenerse—. ¿Qué clase de sorpresa?


—Algo en lo que llevo trabajando más o menos la última semana.


Paula pensó que eso debía de ser desde que había aceptado mantener la relación platónica y él había empezado a pasar más tiempo en los campos y los establos.


—Quédate aquí, ¿de acuerdo? He de traerlo.


Oyó un sonido peculiar cuando Pedro regresó.


—¡Cierra los ojos! —pidió él desde el porche—. ¿Están cerrados?


Más ruidos desde la entrada.


Paula rió entre dientes.


—Sí, lo están. ¡Pero date prisa!


Unas pisadas y el sonido de algo al arrastrarse.


—Trae a Daniela —dijo.


Pau lo vio impaciente. Tenía el sombrero echado para atrás y una expresión incluso más joven y muy, muy atractiva.


Tomó a la pequeña en brazos y dijo:
—De acuerdo. Abre el camino antes de que no lo resistamos más.


Las llevó al salón.


—¿Qué te parece?


En el rincón donde había estado la mesa improvisada, había colocado la mecedora más bonita que Pau había visto jamás. Asombrosamente sencilla, con un asiento curvo y ejes perfectos a lo largo del respaldo, lijados y teñidos de un intenso tono roble. En el asiento había un cojín de tonalidades azules y rosadas.


Sintió un nudo en la garganta.


—Es preciosa, Pedro —murmuró.


—La encontré en el cobertizo —explicó él. Fue hasta la mecedora, se situó detrás y apoyó las manos en el borde del respaldo—. Estaba sucia y arañada, pero sólo necesitaba algo de amor, un buen lijado y unas capas de barniz.


—¿Tú lo has hecho? —las palabras salieron de sus labios tensos, ya que parecía algo muy íntimo. Trató de sonreír para ocultarlo.


—Al principio fue una gran sorpresa ver tantos toques femeninos en la casa —repuso, impasible ante la reacción distante—. Llevo soltero demasiado tiempo, Pau, pero no te merecías las críticas que te hice. Y, ¿sabes?, me he acostumbrado a ellos —la miró jubiloso—. Incluso me gustan. Quería compensártelo y no sabía cómo. Hasta que vi la mecedora y supe que necesitabas un asiento apropiado. Ven a probarla con Daniela.


A ella le temblaron las rodillas al atravesar la estancia. No había sido su intención incomodar a Pedro y su disculpa había arreglado las cosas. No necesitaba hacer eso. Se sentía conmovida.


Se dijo que podía hacerlo. Que podía mantener el control. 


Lentamente, se sentó, con el peso de Daniela extraño en sus brazos de un modo en que no lo había sido desde el primer día. Tensó los hombros al reclinarse en el respaldo.


—Estás tensa —comentó él antes de posar las manos en sus hombros—. ¿Qué sucede? —la masajeó suavemente tratando de quitar los nudos que se habían formado. Y al mover los dedos, la silla comenzó a mecerse.


Pau observó la cara complacida de Daniela y cómo esos ojos azules la miraban, y en un instante su control se evaporó y todo se tornó borroso.


En cuanto comenzó a llorar, fue incapaz de parar. Contuvo un hipo, desesperada por recuperar las riendas de sus emociones.


Pero el recuerdo era tan real que perdió la batalla.


—Pau… Dios mío, ¿de qué se trata? —Pedro rodeó la mecedora y se arrodilló ante ella.


La cara flotó ante ella, los ojos llenos de preocupación. Lo amaba. Era imposible haber podido evitarlo. Saber que se trataba de algo unilateral, y encima del dolor que ya la atravesaba, sólo sirvió para aumentar la desesperación que la dominaba.


—Es que… es que… —jadeó en busca de aliento y sintió otro sollozo—. La última vez que estuve en una mecedora… fue…


No pudo finalizar. La boca se movió pero las palabras no salieron. Sólo un sonido extrañamente agudo mientras permanecía en la mecedora que Pedro le había hecho y al fin lamentaba la pérdida del hijo que había llevado en su vientre.


Había sido Guillermo en sus brazos, su hijo, insoportablemente pequeño pero perfectamente formado, delicadamente bañado por las enfermeras y envuelto en la mantita del hospital. De sus labios no salía aliento alguno; sus pestañas reposaban quietas sobre las mejillas pálidas.


Pero lo había abrazado y mecido y le había dicho adiós.


Pedro alargó los brazos hacia Daniela, pero Pau se aferró de forma irracional, apartándose de las manos codiciosas de él.


—¡No! No te lo lleves todavía. Aún no te lo puedes llevar.


Entonces sus oídos registraron lo que acababa de decir y se hundió por completo, embargada por el dolor y la vergüenza. Pedro le quitó con gentileza a Daniela de los brazos en ese momento dóciles y la depositó en el corralito.


Luego, simplemente se inclinó y alzó a Pau de la mecedora como si no pesara nada. Ella se aferró a su cuerpo duro y fuerte, le rodeó el cuello con los brazos y apoyó la frente en él. Fue al sofá y se sentó con Pau en el regazo.


—Suéltalo —susurró sobre su cabello y después le besó la coronilla—. Por el amor de Dios, Pau, suéltalo.


Lo hizo, aferrada a él mientras el dolor, la ira y la desesperación al fin se liberaban. Eso era lo que había contenido durante meses, decidida a mostrarle al mundo que todavía podía funcionar. Y todo ese tiempo había estado aumentando hasta salir a la superficie por amar a Daniela mientras la cuidaba, y en ese momento se lo contaba a Pedro por la confianza que le inspiraba.


Aunque él jamás le correspondiera el amor, sabía que le inspiraba una confianza completa. En toda su vida nunca había conocido a un hombre mejor. Poco a poco su respiración se tornó acompasada y el agotamiento y el alivio le aflojaron los miembros, relajándola. Eduardo se había mofado de sus lágrimas, dándole la espalda. Con Pedro no había falsedad. Podía ser quien tenía que ser.


—No lo sabía —musitó él en cuanto ella recobró el control firme sobre sí misma. Le acarició el brazo—. ¿Cuánto tiempo te has estado guardando eso?


Pau suspiró, los ojos aún cerrados para poder centrarse únicamente en la sensación de Pedro a través del jersey.


—Trece meses. Había esperado tanto tiempo tener a mi bebé —confesó, al fin manifestando el dolor en palabras—. Nunca tuve la oportunidad de aprender con él. De alimentarlo, cambiarlo o mecerlo hasta que se durmiera. Durante meses imaginé cómo sería, pero la teoría es distinta de la práctica —intentó sonreír, pero los labios le temblaron—. Y entonces apareciste tú con Daniela… —calló, insegura.


La miró a los ojos. Ella se apresuró a secarse las mejillas y arreglarse el cabello revuelto. Pero a Pedro no parecía importarle el aspecto que ofreciera. Nunca lo había hecho. 


Alzó la mano izquierda y le secó la humedad bajo los ojos con la yema del dedo pulgar.


Le acarició la mejilla y aplicó una ligera presión para que lo mirara.


—Fue un niño —dijo Pedro.


Y ella recordó lo que acababa de soltar en la mecedora.


Durante un momento, había parecido como si se hallara de vuelta en el hospital con Guillermo en vez de estar en el salón con Daniela. Él mantuvo unas riendas firmes sobre sus emociones. Había más en el interior de Pau que lo que alguna vez había soñado y, de algún modo, la mecedora lo había liberado, intentó dar vuelta la cara, pero Pedro no se lo permitió.


—¿Pau?


—Sí, era un niño —susurró. Se mordió el labio inferior.


Si sabía que era un niño, debía de haberlo llevado el tiempo suficiente. No podía entender lo que debía ser llevar una vida dentro… y de repente no tenerla.


—Estabas en un embarazo bastante más avanzado que lo que me has hecho pensar, ¿verdad? —comentó con gentileza, instándola a hablar. Era evidente que lo necesitaba y él quería escuchar.


—Me faltaban seis semanas para dar a luz —murmuró con lágrimas—. Rompí aguas y supe que era demasiado pronto. Debería haber salido bien. Sólo pensamos que sería pequeño y que pasaría algún tiempo en la unidad neonatal —necesitó unos segundos para recobrarse—. Hubo un problema añadido con sus pulmones del que no habíamos sabido nada, un defecto. Yo…


Bajó la cabeza.


—No tienes que decirlo —indicó con amabilidad, sintiendo que todo su ser se apenaba por ella.


Se había estado escondiendo en los establos, pensando sólo en sí mismo, primero para escapar de la falsa sensación de hogar que ella proporcionaba y luego en lo orgulloso que se sentiría al regalarle esa estúpida mecedora para compensarle por haber herido sus sentimientos.


Era la primera persona a la que por propia voluntad le había hablado de su pasado, y no había resultado fácil. Pero su dolor no era nada comparado con el de Pau. Su pérdida no era nada ante la pérdida de un hijo.


Ella continuó, aunque le costó oír las palabras apenas murmuradas.


—Jamás llegué a oírlo llorar.


La abrazó con más fuerza.


—Lo siento tanto.


—Creía haberlo superado —susurró.


—A veces las personas necesitan años para superar realmente el dolor —suspiró, sabiendo cuánto tiempo había necesitado para aceptar que su madre realmente se había marchado.


Hacía poco que se había reconciliado con la idea y sólo entonces había logrado descifrar su vida y descubrir lo que realmente quería. Ese rancho era dicha resolución puesta en acción.


—En Calgary, todo el mundo no paraba de preguntarme cómo lo llevaba. Jamás pude responder con sinceridad. Tenía que fijar una sonrisa en la cara y ofrecer una respuesta hecha.


—¿Y tu marido?


—El dolor te une o te separa. Nuestra relación no poseía los cimientos adecuados y no soportó la tensión. Eduardo se enterró en el trabajo y yo… yo me aislé en un caparazón.


Pedro sonrió.


—Oh, puedo identificarme con eso, desde luego.


Y al fin consiguió de ella una sonrisa trémula.


—Supongo que sí puedes —entonces la sonrisa se evaporó.


—¿No es extraña la vida? —se encogió de hombros—. Hace poco me di cuenta de que no es el desastre lo que define a la persona, Pau. Lo que cuenta es lo que se hace después.


—Y yo no he hecho nada —frunció el ceño—. Sólo lo he ido postergando.


—Siempre está el hoy. El hoy es un buen día para emprender un comienzo nuevo.


Él sabía lo que quería que Pau dijera. Que esa relación platónica era una pérdida de tiempo. Que emprendería un comienzo nuevo con él cuando Daniela regresara a casa. Los médicos de Barbara informaban de que realizaba buenos progresos, por lo que el bebé no tardaría en volver con ella.


—No estoy segura de que esté preparada para eso aún. Yo… oh —la voz se le quebró—. Lo echo de menos —manifestó con sencillez.


—Nadie ha dicho que debes hacerlo de la noche a la mañana —respondió, desilusionado—. Pero emprender un comienzo… y desahogarte de todo si es lo necesario… es bueno.


—Eres un buen hombre, Pedro Alfonso —le enmarcó la cara con las manos.


Él sintió la penetrante mirada azul y con sinceridad pudo afirmarse que la deseaba como no había deseado jamás a mujer alguna. Y era mucho más profundo que un simple deseo físico.


—No tanto como tú crees —murmuró. Su determinación quedaba olvidada al encararse a la dulce vulnerabilidad de ella.


Con los dedos aún en la cara, se adelantó, necesitado de tocarla, de probarla, queriendo de algún modo reparar todos sus sufrimientos del único modo que sabía.


La besó con suavidad, deseando convencerla de que se abriera a él ese poco más. Durante unos segundos, Pau pareció contener el aliento, y el momento hizo una pausa, como detenido en una cornisa de indecisión.


Pero entonces se relajó y se fundió contra él mientras su boca se suavizaba, cálida y dócil. Mientras el cuerpo de Pedro respondía, se preguntó cómo un hombre en su sano juicio podría haberla dejado marchar.


Pau oyó el leve sonido de aquiescencia que escapó de su garganta cuando él tomó el control del beso. El cuerpo era tan duro, tan tranquilizador. En ese momento Pedro sabía todo y no huía, no cambiaba de tema. Era un hombre entre un millón y la besaba como si ella fuera la mujer más atesorada del planeta.


Por sus venas corrió de forma seductora un deseo y un anhelo como no había sentido en meses.


El cuerpo de él la pegó contra los cojines y recibió encantada el peso, sintiéndose al mismo tiempo protegida y deseada. 


Cuando la boca abandonó la suya para plantarle besos en las mejillas, en la mandíbula, de pronto comprendió que no era fría ni distante ni ninguna de las cosas de las que Eduardo la había acusado. Simplemente, había estado esperando que apareciera la persona adecuada que la liberara.


Y así era. Cuando la boca de Pedro volvió a la suya, deslizó las manos por las caderas de él y por debajo de la camisa, sintiendo la piel cálida bajo el algodón.


Esas caderas la presionaron y la sangre hirvió en su interior.


—Pau…


—Shhh —le besó el cuello y lamió la piel áspera, probando, sintiendo placer no sólo en lo que él le hacía, sino también en saber lo que ella le estaba haciendo. Después de meses de sentirse impotente, resultaba liberador y anhelaba más.


Pedro se incorporó con las manos apoyadas en el reposabrazos del sofá y la miró. Con satisfacción, Pau notó que tenía la respiración entrecortada.


—No cabe duda de que necesito un sofá nuevo —gruñó él—. Aquí no. En mi cama.


Ir al dormitorio era el siguiente paso lógico y uno para el que ella se consideraba preparada, pero experimentó un vestigio de pánico.


—Pero Daniela…


—Se ha quedado dormida en el corralito —la miró a los ojos, retiró una mano y la deslizó por la curva de su pecho.


Era casi imposible pensar cuando la tocaba de esa manera.


Paula pasó la mano por encima del bolsillo trasero de los vaqueros de Pedro y con los ojos le ofreció el desafío.


Con un movimiento veloz, él se incorporó, la alzó en vilo y la condujo por el pasillo hasta el dormitorio. Una vez dentro, la depositó sobre la cama, se sentó a su lado y comenzó a desabotonarse la camisa.


Pau sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho.


Cuando la camisa quedó abierta, vio una parte de un torso bien musculado y quiso tocarlo. Lo deseaba, pero el pudor luchó por hacerse oír. ¿Qué diría él cuando le viera el cuerpo? Batalló contra sus inseguridades y trató de desterrar los comentarios hirientes de su memoria. Tenía que creer que en ese momento Pedro no iba a darle la espalda.


Tragó saliva al arrodillarse en el colchón y quitarse el jersey.


En un abrir y cerrar de ojos lo tuvo arrodillado a su lado, acercándola para que sus pieles quedaran en contacto. Le encantó sentir el calor y la fortaleza que emanaban de él. Le bajó la camisa por los hombros.


Y entonces ambos oyeron una llamada a la puerta de entrada.


Durante una fracción de segundo, se quedaron paralizados, hasta que Pedro saltó de la cama y se acercó a la ventana.


La seriedad de la situación los asaltó a ambos y Pau buscó su jersey en el instante en que volvían a llamar.


—¡Tienes que abrir! —susurró con vehemencia—. ¡Ve, Pedro!


Él estaba abotonándose la camisa.


—Tú ya estás vestida.


—¡Sí, pero mírame! —intentó mantener el pánico fuera de su voz, pero con poco éxito—. Tengo los ojos manchados por el maquillaje corrido y el pelo hecho un desastre.


—De acuerdo. Tómate un momento para recuperarle —le apretó el brazo—. Todo irá bien.


Ella se recogió el pelo en una coleta mientras lo oía abrir la puerta. Él había tenido razón en mantener la relación platónica. Debería haberlo detenido, pero no lo había hecho. 


Si no los hubieran interrumpido, habrían hecho el amor.


Y en ese momento, con el leve sonido de la voz de Angela Beck procedente del otro extremo de la casa, la locura de toda la situación la golpeó con todas sus fuerzas. No supo cómo iba a salir de allí y fingir que todo estaba normal.


Y encima de todo eso, persistía el miedo de no saber si Pedro iba a culparla si la visita de ese día tenía un final negativo




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