sábado, 29 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 3





Leyó la carta en voz alta, con su suave voz reverberando en la sala vacía. Escuchar las palabras de algún modo hacía que fuera más real. Pedro parecía mirar a cualquier parte menos al bebé.


Querido Pedro, sé que ahora mismo te estarás preguntando qué diablos pasa. Y, créeme… si tuviera otra elección…


Paula notó que no se trataba de un papel elegido para una carta importante. Era algo apresurado, impulsivo.


No sé si alguna vez fuiste consciente de ello, Pedro, pero compartimos un padre. Soy tu hermanastra, intenté odiarte por eso, pero tú jamás fuiste mezquino conmigo como los demás. Quizá ya lo supieras por entonces. Sea como fuere… ahora eres toda la familia que tengo. Daniela y tú. Y no soy buena para ninguno de los dos. Si hubiera otra manera… pero yo no puedo hacerlo. Cuida bien de ella por mí.


La carta sólo llevaba la firma Barbara Paulsen.


Si era auténtica, y estaba inclinada a pensar que lo era, entonces él decía la verdad. Daniela era su sobrina. Y lo más importante… las palabras la habían inquietado. En dos ocasiones había mencionado que no tenía elección… ¿por qué?


—Tu hermana… —comenzó en voz baja.


Alzó la vista y vio que ya no lo tenía enfrente, sino que se hallaba de espaldas a ella ante los ventanales. La rigidez de su postura la impulsó a callar. Enfrentado a un bebé, Pedro mostraba el mismo lado obstinado y frío que había exhibido la tarde que la conoció. Los bebés necesitaban más que biberones y un lugar donde dormir. 


Necesitaban amor. Se preguntó si él sería capaz de ofrecer siquiera ternura.


Carraspeó.


—Tu hermana —prosiguió con voz más decidida—, debe confiar mucho en ti.


—¿Mi hermana? —las palabras salieron como una risa áspera—. Como mucho, tenemos una relación biológica. Fui al instituto con ella, eso es todo.


—¿No crees en lo que te dice?


Giró despacio. Tenía los ojos entornados y la expresión inescrutable: no pudo imaginar en qué pensaba. Nada en su cara le brindaba una pista. Quiso ir junto a él y sacudirlo, sacarle algún sentido a lo que rondaba por su cabeza. Para ella era obvio que en la nota de Barbara había una súplica. 


Pedía ayuda. Y él se erguía allí como una especie de dios crítico repartiendo dudas y condena.


—Hubo rumores… no los hice caso. Desde luego, tiene sentido. Al menos casi todo. No es muy descabellado pensar que mi padre…


Ahí estaba otra vez, ese destello de vulnerabilidad, que se desvaneció casi al mismo tiempo que había aparecido, pero no antes de que ella lo captara. Se preguntó qué clase de vida había tenido de niño. Debía ir con cuidado. Dobló la carta y se la devolvió.


—¿Y si no es verdad?


—Probablemente lo sea —reconoció—. Pero he de averiguarlo con certeza. Mientras tanto…


—Sí —coincidió ella, sabiendo que debía ver que Daniela era su principal prioridad—. Mientras tanto, tienes un problema más inmediato. ¿Qué vas a hacer con Daniela?


—Soy un inútil con los bebés. No sé nada sobre ellos —la miró, como si esperara que ella mostrara su acuerdo.


—Eso no hace falla que lo digas —respondió, cruzando los brazos—. Pero no cambia el hecho de que han dejado a Daniela a tu cuidado.


—No sé qué hacer. En unas pocas horas ya la he fastidiado. Nunca he estado con bebés.


Paula le ofreció una sonrisa indulgente. Al menos le preocupaba hacer las cosas bien. Quizá lo había juzgado duramente.


—Recuerda que una vez tú mismo fuiste un bebé.


—Mi recuerdo es un poco vago —le respondió, pero en su voz ya se percibía más relajación.


El momento se alargó y Paula mantuvo la vista clavada en su cara. Cuando no se mostraba tan severo, resultaba bastante…


Bastante atractivo.


Daniela se movió en el sofá y Paula sintió cierta animosidad hacia Barbara. ¿Cómo podía una madre, cualquier madre, marcharse y dejar a esa niña hermosa ante la puerta de un desconocido? ¿Sabría lo afortunada que había sido? Sin embargo… había cierta desesperación entre líneas en la carta. Por algún motivo, Barbara no se consideraba capaz de cuidar de su propia hija.


Pedro se sentó en el sofá del otro lado de la pequeña.


—Lo sé —repuso, como si contestara la pregunta que ella no había formulado—. Yo tampoco sé cómo pudo hacerlo. No la he visto en años. Quizá todo sea una invención. Pero quizá no. Y no puedo correr ese riesgo con Danielay.


—¿A qué te refieres? —Paula giró para mirarlo sin dejar de acariciar los pies de la pequeña.


Ya empezaba a sentir un conato de resentimiento hacia una mujer que no conocía. Y si algo había aprendido después de años de trabajar en urgencias era que no debería emitir juicios. Pero todo cambiaba ante una niña inocente y preciosa. Era imposible no juzgar. Daría cualquier cosa por estar jugando con los pies de su propia hija en ese momento. Sabía en lo más hondo de su corazón que, si Guillermo hubiera vivido, nada habría podido alejarlo de él.


Ceñudo, Pedro apoyó los codos en sus rodillas.


—Si es mi sobrina, no puedo, simplemente, llamar a la policía, ¿verdad? Porque los dos sabemos lo que le pasaría a la pequeña entonces.


Paula asintió, saliendo de sus pensamientos sombríos. Se dijo que él podía ser inepto, pero que intentaba hacer lo correcto.


—No puedo dejar que entre en un hogar de acogida. Si lo hago, existe la posibilidad de que su madre no consiga recuperarla nunca. Y no puedo permitir que eso suceda. Al menos no hasta que lo sepa con seguridad. He de localizar a Barbara y hablar con ella.


Paula pudo sentir que ya estaba involucrada, arrastrada a una situación que ella no había provocado. Se suponía que ir a cuidar la casa de los Cameron era su primer paso hacia la construcción de una vida nueva, su oportunidad de empezar de nuevo, lejos del drama y de las miradas de compasión que la habían hartado.


Pero un vecino soltero con un bebé no era exactamente el tipo de proyecto especial que había estado buscando. Volvió a centrar su atención en la carta.


—Esa mujer, Barbara, aunque sea tu hermana, ha dejado adrede a un bebé de seis semanas a la puerta de alguien a quien apenas conocía, y sin garantías de que estuvieras en la casa —luchó por contener la ira y la frustración. No se trataba de un tema con el que pudiera mostrarse racional. Lo sabía. Razón por la que debería mantenerse al margen.


—¿No te muestra eso lo desesperada que está?


Sin advertencia, las lágrimas le escocieron los ojos y se mordió el labio. Se levantó del sofá para que él no pudiera verle la cara ni el dolor que en ese momento reflejaba.


Fue a preparar té a la cocina. Perder a Guillermo casi la había destrozado. Lo que sí había destruido había sido su matrimonio. Y una vez que la urgencia había pasado y que Daniela se hallaba tranquila, nada en la tierra iba a impulsarla a contarle a un hombre al que acababa de conocer la historia sórdida de su desastroso embarazo y consiguiente divorcio.


Enchufó la tetera y sacó una taza, titubeando ante una segunda. Debería mandarlo de vuelta a su rancho. 


Recordarle calentar los biberones y desearle suerte.


En ese momento Pedro llenó el umbral de la cocina con su figura sólida. Se paralizó con la taza en la mano, mirando ese rostro serio. Sostenía a Daniela en un brazo en una postura peculiar.


Paula suspiró al tiempo que dejaba las tazas en la encimera. 


Había tomado las clases de maternidad acompañada de Eduardo. Por ese entonces, todo había sido felicidad y sonrisas mientras la instructora les enseñaba cómo hacer incluso las cosas más sencillas. Había bloqueado a propósito aquellos momentos por el dolor que le
causaban. Pero con Pedro y Daniela a unos pasos de ella, volvían como un torrente agridulce. Se había sentido entusiasmada de quedar embarazada, pero también abrumada por la inminente responsabilidad de tener que cuidar de un bebé. ¿Cómo debía sentirse Pedro, al que habían arrojado a una situación para la que no tenía ninguna preparación?


—Dame. Deja que te muestre cómo se hace —se acercó a él y tuvo cuidado de tocarlo lo menos posible. Con los dedos le rozó la franela suave de la camisa mientras le acomodaba a ese bebé rosadito tal como ella había sostenido a la muñeca en las clases. Forzó el dolor a un lado y se centró en la tarea que la ocupaba. Daniela alzó la vista, despreocupada. Paula movió levemente la mano de Pedro—. Necesitas sostenerle más el cuello. Al principio, los bebés no pueden alzar la cabeza por sus propios medios. De modo que cuando la alces o la sostengas, has de cerciorarte de que disponga de ese apoyo.


La pegó más a él.


—Quizá debería llamar a alguien. Realmente no tengo ni idea. Estaría mejor con otra persona, ¿no? Tú misma lo dijiste. Soy un inútil para esto.


Sus ojos reflejaban indecisión y Paula se sintió avergonzada por haber dicho algo así, sabiendo lo hiriente que podía ser. Sin importar lo hosco o gruñón que hubiera sido Pedro, podía ser más positiva que dedicarse a lanzarle insultos. Era evidente que intentaba hacer lo correcto.


—Nadie nació sabiendo cómo cuidar de un bebé. Y si lo que pone la carta es verdad, tú eres su familia. ¿Eso no cuenta?


—Más de lo que imaginas —repuso él sin júbilo en la voz—. Bueno, aquí la tenemos ahora. Yo he de dirigir un rancho. ¿Cómo ocuparme de un bebé y hacer todo lo demás?


Parecía que empezaba a pensar en el tema como algo más que una simple ayuda para conseguir que dejara de llorar. La tetera empezó a silbar y Paula tragó saliva.


—¿Te apetece un té?


—No, gracias —movió la cabeza—. Debería irme y tratar de pensar en una solución. Lo primero de todo es localizar a Barbara.


—Parece que le das mucha importancia a la familia y eso habla bien en tu favor.


Él volvió a apretar la mandíbula y Paula se ruborizó un poco, sin saber cómo lo que había pretendido que fuera un cumplido había logrado ofender.


—La gente tiende a valorar lo que escasea.


El rubor en sus mejillas se intensificó y giró para servir el agua en la taza. Las pisadas de él sonaron al alejarse de la cocina y regresar al recibidor; cerró los ojos y suspiró aliviada.


Oyó que abría la puerta y de repente salió corriendo para alcanzarlo antes de que se marchara.


—¡Pedro!


Él se detuvo ante la puerta abierta, con Daniela en ese momento al hombro y envuelta en la manta. Entró una ráfaga de viento y le agitó el pelo, haciendo que ella deseara arreglárselo.


—¿Si?


Esa respuesta monosilábica la devolvió a la tierra. Recordó otra cosa, como una página arrancada de un libro.


—Calienta el biberón en agua caliente. Luego vierte unas gotas del contenido en la parte interior de tu muñeca. Cuando la sientas templada, pero no caliente, será la temperatura adecuada.


Durante unos segundos mantuvieron las miradas y algo pasó entre ellos. Paula no quiso pensar en lo que podría ser. Dio un paso atrás y bajó la vista al suelo.


—Gracias —murmuró él.


Ella no volvió a alzar la vista hasta que oyó cómo el clic de la puerta los aislaba






BUENOS VECINOS: CAPITULO 2





Paula se frotó los ojos y colocó un marcador en el libro de texto antes de dejarlo a un lado. Como siguiera leyendo sobre pérdidas y beneficios, se quedaría bizca.


Seguir cursos por correspondencia tenía sus ventajas y desventajas. No obstante, la ayudarían a volver a levantarse, algo que necesitaba hacer más temprano que tarde. Que la despidieran del hospital había sido la guinda al pastel después de un año en el infierno. Era hora de entrar en acción. De encontrar otra vez un objetivo.


En ese momento lo que deseaba era una taza de chocolate caliente y algo que dividiera su día… que hiciera que dejara de pensar. Últimamente había dispuesto de mucho tiempo para pensar, en especial en sus fracasos.


Se sobresaltó cuando alguien llamó a la puerta y se llevó una mano al corazón. Aún no se había acostumbrado al eco alrededor de los techos abovedados de la casa de los Cameron, incluido el sonido de sus pisadas al dirigirse al recibidor. La casa era tan distinta del apartamento que había compartido con Eduardo en Calgary. Había sido agradable, en una buena zona de la ciudad, pero ésa era…


Suspiró. Era justo a lo que Eduardo había aspirado. La clase de mansión que había programado para ellos. Quizá aún la consiguiera. Pero sin ella.


Volvieron a llamar. Observó por la mirilla y se quedó boquiabierta. Era el vecino, el nuevo ranchero que vivía en la propiedad de al lado. Apretó los dientes al recordar su único encuentro. Con un tono que en el mejor de los casos habría podido considerarse brusco, le había informado de que se llamaba Pedro Alfonso. Le había gritado y la había llamado estúpida. El comentario le había llegado hondo. Los ojos le habían ardido por la humillación. También ella lo había llamado algo, aunque no lograba recordar qué. Vagamente recordaba que había sido un poco más cortés que las palabras que habían revoloteado por su mente en aquel entonces. Luego había regresado a la mansión y no había vuelto a verlo.


Y ahí lo tenía, en todos sus fornidos metro ochenta centímetros. Volvió a escrutar por la mirilla y se mordió el labio. Pelo oscuro, ojos centelleantes, boca apretada. Y en los brazos…


Santo cielo. Un bebé.


Cuando volvió a llamar, Paula dio un salto atrás. Pudo oír los gritos tenues que se colaban a través de la sólida puerta de roble. Giró el pomo pesado y abrió, saliendo al sol de la tarde.


—Oh, gracias a Dios.


La voz profunda pero tensa de Pedro le llegó mitigada por el chillido descarnado del bebé.


—¿Qué diablos sucede?


El señor Taciturno y Ceñudo dio un paso al frente, lo suficiente como para invadir su espacio y hacer que retrocediera un paso también.


—Por favor, sólo dime qué tengo que hacer. No deja de llorar.


Sintió una punzada en el corazón al ver al bebé. Era evidente que esperaba que ella supiera qué pasos había que dar. Odió cómo le temblaron las manos al alargarlas hacia la manta en la que iba envuelta. Era obvio que la pequeña experimentaba algún tipo de incomodidad. Y desde luego ese ranchero no la estaba calmando.


Paula empujó más la puerta con la cadera, invitándolo a entrar al hacerse a un lado mientras intentaba soslayar la reacción de su cuerpo al sentir ese cuerpo pequeño y cálido en los brazos. Ese bebé no era Guillermo. Podía hacerlo. 


Esbozó una sonrisa artificial.


—¿Cómo se llama?


Él tragó saliva al cruzar el umbral. Ella lo miró y se dijo que tenía los labios más extraordinarios que había visto, el inferior deliciosamente carnoso por encima de un mentón áspero por la insinuación de una barba oscura. Los labios se movieron mientras los contemplaba.


—Daniela. Se llama Daniela.


Paula sintió en sus brazos ese peso extraño, doloroso, pero, de algún modo, idóneo. Posó una mano en la frente diminuta para comprobar si tenía fiebre.


—No está caliente. ¿Crees que se halla enferma?


Pedro entró y cerró la puerta a su espalda, y Paula sintió que los nervios le aleteaban en el estómago. No era un hombre agradable. Sin embargo, había algo en sus ojos. Parecía preocupación, lo que ayudó a mitigar la aprensión que la embargaba.


—Esperaba que pudieras decírmelo tú. Un minuto dormía, y al siguiente gritaba como un basilisco —alzó la voz un poco para que lo oyera por encima del estruendo de los gritos del bebé.


¿Qué ella se lo dijera? Si prácticamente no sabía nada sobre bebés, y ese simple recordatorio del hecho le dolía y llegaba hasta la médula. Trató de repasar mentalmente lo que había aprendido en los libros que había comprado y en las clases prenatales a las que había asistido. Lo más evidente parecía la comida.


—¿Has intentado alimentarla?


—Parecía estar bien después del biberón que le di de los que venían en la bolsa —explicó, mesándose el pelo—. Se lo bebió todo, sin dejar una sola gota.


Paula frunció el ceño mientras intentaba rememorar si Sara Cameron le había mencionado que su vecino tuviera un bebé. No lo creyó. Desde luego no se comportaba como un hombre que ya hubiera estado en contacto con niños. La miraba a ella y a Daniela con ojos llenos de preocupación… y pánico.


Un detalle atravesó su memoria.


—¿Calentaste la leche?


Los labios carnosos se abrieron un poco.


—¿Se suponía que debía hacerlo?


Paula relajó los hombros al tiempo que reía suavemente entre dientes, aliviada. De inmediato alzó al bebé a su hombro y comenzó a frotarle la espalda con círculos firmes.


—Lo más probable es que tenga espasmos —explicó por encima del llanto estridente y lastimero. Comenzó a palmear con delicadeza la espalda de Daniela. Hambrienta, con gases, con espasmos. Elemental. Al menos podía fingir que sabía lo que hacía.


—Lo desconocía —indicó él con un leve rubor—. No sé nada sobre bebés.


—Podrías quitarte las botas y entrar un momento —repuso Paula, sin querer admitir que sabía poco más que él. Sabía que ese verano había cometido un error al ir al pastizal donde mantenía al toro y ya estaba al corriente de lo que él pensaba de su sentido común. Antes prefería arder en el infierno que dejar que volviera a verle una debilidad.


No podían quedarse para siempre en el recibidor. De pronto un eructo enorme subió directamente hasta las vigas y Paula rió ante la violencia del sonido que salió de un cuerpecito tan pequeño. Se sintió satisfecha de haber descubierto la causa y la solución por puro azar. La expresión de él fue tan sorprendida que volvió a reír.


—Me llamo Paula Chaves —se presentó—. No creo que la última vez nos presentáramos adecuadamente.


—Lo recuerdo —repuso él y vio que ella se ruborizaba—. Yo soy Pedro Alfonso, por si lo has olvidado —continuó—. Gracias. Aún me resuenan los oídos. Estaba al borde de la desesperación.


Ella soslayó la pulla sutil. Claro que lo recordaba. No todos los días un desconocido le gritaba y la insultaba. Fue mucho más cortés y se esforzó por empezar de cero.


—De nada, Pedro Alfonso.


Con el corazón acelerado lo observó quitarse las botas, incluso en calcetines, le sacaba unos buenos diez centímetros. Llevaba los hombros exageradamente anchos embutidos en una camisa de franela. Y los vaqueros se veían gastados en todos los lugares apropiados.


Tragó saliva. Necesitaba salir más. Quizá había permanecido escondida en la casa de los Cameron demasiado tiempo si reaccionaba de esa manera con su irascible vecino.


Lo condujo al salón que daba al patio de atrás y luego al sur, ofreciendo una vista completa de la dehesa donde en ese momento pastaba el rebaño de Alfonso… la misma en la que había querido recoger flores silvestres durante el verano en un intento por animarse. Los campos en ese lugar eran enormes. No había sabido que se hallaba en el mismo pastizal que uno de sus toros.


—Los Cameron tienen una casa bonita —comentó detrás de ella—. Nunca antes había estado dentro.


—Mi padre solía trabajar para Cameron Energy —comentó Paula—. Los Cameron son como unos segundos padres para mí.


Él permaneció en silencio a su espalda y Paula añadió falta de habilidad conversacional a su repertorio de defectos.


Lo llevó a un rincón con muebles mullidos y ventanas que llenaban la pared detrás y que inundaban la estancia con luz, al tiempo que unos ventanales daban a una amplia terraza. 


Con un gesto, lo invitó a sentarse en un sillón.


—¿Quieres que te la devuelva? Parece mucho más satisfecha.


Extendió los brazos con Daniela parpadeando de forma inocente en ese momento, los ojos oscuros perdidos en el espacio.


—Se la ve feliz donde está —respondió Pedro, apartando la vista.


Paula fue al sofá, se sentó y con delicadeza dejó a Daniela a su lado. Él no podía saber el dolor que le causaba cuidar de un bebé, aunque fuera de esa manera tan pequeña. Se esforzó por desterrar la amargura. Si las cosas hubieran salido bien, en ese momento se habría encontrado en su propio hogar acunando a su propio hijo. Parpadeó varias veces. Era algo que no se podía cambiar.


—¿Qué tiempo tiene? —preguntó para distraerse. Conjeturó que un mes, quizá seis semanas. Cuando Pedro no le respondió, alzó la vista de la pequeña y lo miró. Vio que la observaba con curiosidad, los ojos algo entrecerrados, como si quisiera leerle el pensamiento. Le alegró que no pudiera. 


Había algunas cosas que no quería que nadie supiera.


—¿A qué te dedicas, Paula?


Ah, no había querido responderle su pregunta y ella tampoco quería corresponderle. Para Paula no era una pregunta sencilla. La respuesta requeriría una explicación extensa, y sólo añadiría combustible a aquel comentario en la dehesa cuando la había llamado estúpida. Quizá lo fuera. Desde luego, sí era tonta.


Tal vez era hora de que se marchara. Había algo escurridizo en el modo en que había esquivado su pregunta, algo que no encajaba.


Que cada uno se dedicara a sus propios asuntos y ambos serían felices.


—Ya parece estar bien, aunque quizá cansada. Deberías llevarla a casa y acostarla.


Pedro apartó la vista y la aprensión de Paula se incrementó. La única información que le había ofrecido era que la pequeña se llamaba Daniela, algo que el bebé no podía contradecir. No le dijo el tiempo que tenía, no sabía calentar un biberón… ¿Qué hacía ese hombre con un bebé? ¿Era suyo? En ese caso, ¿no debería saber algo acerca de cómo cuidarla?


Respiró hondo.


—No es tuya, ¿verdad?


Él la miró con sinceridad, pero sin revelar ninguna otra emoción.


—No.


—Entonces, ¿de quién…?


—Es complicado.


Por su mente pasaron todas esas historias de secuestros por una custodia denegada.


—No me siento tranquilizada —luchó contra el impulso de encogerse ante su mirada firme. ¿Debería sentirse asustada? Tal vez. Pero no había sido ella quien provocara esa situación. Había sido él. Y se dijo que un hombre que tuviera que ocultar eso no lo habría hecho—. No sabes qué hacer con un bebé —comentó, haciendo acoplo de valor—. Ni siquiera sabes cuánto tiempo tiene.


—No, no lo sé. Nunca antes de hoy había tenido un bebé en brazos. ¿Eso hace que te sientas mejor?


—No exactamente.


Tenía que estar loca. A pesar del primer encuentro que habían tenido, Pedro Alfonso era un desconocido con un bebé desconocido en una situación que ella no comprendía, aparte de que se hallaba sola en una casa situada en mitad de ninguna parte. Pero entonces recordó la expresión de su cara al pasarle a Daniela. No sólo era pánico. También había preocupación. Y aunque era poco hablador, algo en él le inspiraba confianza. No podía explicar qué era. Sólo se trataba de una sensación.


Había aprendido a confiar en sus palpitos. Aunque dolieran.


Alzó a Daniela del cojín del sofá. Simplemente, tenía que saber más para estar segura. Para saber que el bebé estaría cuidado y a salvo.


—Necesito que te expliques.


—Daniela es mi sobrina. Creo.


La respuesta ambigua hizo que ella frunciera la nariz.


Él se levantó del sillón y dio unos pasos hasta que se plantó delante de ella, obligándola a echar el cuello atrás para poder verlo. Tenía la mandíbula apretada y los ojos le brillaban sombríamente, aunque había algo más que avivó su empatía. Quizá un destello de dolor… y vulnerabilidad.


Se llevó la mano al bolsillo trasero y extrajo una carta.


La extendió hacia ella.


—Léela —ordenó—. Luego sabrás tanto como yo.







BUENOS VECINOS: CAPITULO 1




De todas las desgracias que le habían pasado ese día… ganado terco, cancelas rotas, el todoterreno sin gasolina… Pedro Alfonso no había previsto ésa.


Mientras cruzaba el camino polvoriento que conducía a su porche, vio un bulto redondo y… ¿rosado? Tras una pausa, aceleró y el bulto emitió un sonido.


Tres pasos después, el corazón quería salírsele del pecho al confirmar su primera evaluación. Se trataba de un asiento para bebés. Subió los escalones despacio, confuso.


A dos pasos del asiento, pudo ver una pequeña manita regordeta, los dedos cerrados coronados por unas delicadas uñas rosadas.


Y ahí la tuvo. Una cosita con los ojos cerrados y moviendo los labios al tiempo que agitaba las manitas inquietas. Un destello de pelo negro se asomaba por debajo de un gorrito rosa y una manta adornada con ositos rosas y blancos la cubría por completo a excepción de las manos. Un bebé. Y al lado tenía un bolso azul marino, como si anunciara que iba a quedarse una temporada.


Con el corazón desbocado, dejó en el suelo la caja de herramientas. ¿Quién era la madre de ese bebé y, más importante, dónde estaba? ¿Por qué la habían dejado ante su puerta?


Resultaba inconcebible que ese ser humano en miniatura estuviera destinado para él. Debía de haber algún error. La alternativa resultaba abrumadora. ¿Era posible que fuera de su propia sangre? Observó esos mofletes de porcelana. Era tan pequeña. Retrocedió mentalmente varios meses y luego suspiró aliviado. No, era imposible. Un año atrás había estado en Rocky Mountain House trabajando como peón en un pozo petrolífero. No había mantenido relaciones con nadie. No había tenido sentido dejar que una mujer albergara esperanzas cuando no se encontraba en posición de establecerse. No le gustaban los juegos.


No, ese bebé no era suyo… estaba seguro. La tensión de su cuerpo se mitigó un poco, pero no del todo, ya que aún quedaba una pregunta: ¿de quién era?


¿Y qué se suponía que tenía que hacer con la pequeña?


Como si ésta oyera la pregunta, abrió los ojos oscuros y movió todavía más las manos al despertar. Entonces, hizo una mueca y un grito leve desgarró el silencio.


Aturdido y consternado, Pedro dejó escapar una obscenidad. 


¡No podía dejarla ahí llorando, por el amor de Dios! ¿Qué debería hacer? No sabía nada sobre bebés. Miró alrededor del patio y en la dirección del camino, sabiendo que era inútil. Quienquiera que la hubiera dejado en su porche, se había largado hacía tiempo.


Aferró el asa de plástico del asiento, lo alzó y con la mano izquierda abrió la puerta. De lo que no cabía duda era que debía sacarla del frescor de septiembre. Ni siquiera se detuvo para quitarse las botas; atravesó la cocina situada en la parte posterior de la casa y depositó el asiento en una encimera gastada. El grito de la niña reverberó… pareció más agudo y fuerte en el espacio cerrado. Se quitó el sombrero y lo colocó en el pomo de una silla antes de volverse hacia la desdichada pequeña.


Levantó la manta y se maravilló de que una criatura tan diminuta y frágil pudiera emitir un grito tan agudo y penetrante. Una inspección rápida de los lados del asiento no reveló su identidad.


—Shhh, pequeña —murmuró con un nudo en el estómago ante el peso de la situación.


No podía dejarla de esa manera. Alargó el brazo para desabrocharle el cinturón y lo retiró en cuanto vio sus manos. Había estado toda la mañana conduciendo ganado y arreglando vallas. Fue al fregadero y se frotó las manos con jabón mientras miraba a la niña por encima del hombro, con los nervios a flor de piel a medida que los gritos se volvían más impacientes. El instinto le decía que debería alzarla en brazos. A los bebés había que calmarlos. Tiró la toalla junto al fregadero y regresó al asiento.


—Shhh —repitió, desesperado por lograr aplacarla—. Ya te tengo. Sólo deja de llorar.


Le soltó el cinturón, tomó al bebé con manta y todo y la acomodó en el hueco de su brazo.


Se preguntó si debería llamar a emergencias. Después de todo, ¿cuántas personas llegaban a casa y se encontraban con un bebé en la puerta?


Recordó que junto al asiento había visto una bolsa. Era la mejor esperanza que tenía de obtener una pista, de modo que con el bebé aún en brazos, abrió la mosquitera y recogió la bolsa. Sus botas resonaron en el marcado suelo de madera mientras volvía a la cocina y depositaba la bolsa en la encimera. Se afanó por abrir la cremallera con una mano al tiempo que sostenía al bebé en el otro brazo. Quizá ahí dentro hubiera un nombre, una dirección. Algún modo de arreglar ese horrible error y devolver al bebé a su verdadera casa.


Sacó un puñado de pañales, luego un par de pijamas suaves de cuerpo entero y un animal de peluche. Uno, dos, tres biberones… y una lata con una especie de polvo se sumó a la colección en la encimera. Luego más biberones. Pasó la mano por el costado de la bolsa. Más ropa, pero sólo eso.


Una vez que la conmoción inicial comenzaba a desvanecerse, empezaba a aparecer la irritación. Todo eso era una pura y simple locura. Por el amor del cielo, ¿qué clase de persona dejaba a un bebé en el porche de un desconocido y se marchaba? ¿Qué clase de madre haría algo semejante? Suspiró frustrado. Sin ninguna duda, lo inteligente sería llamar a la policía.


Y entonces lo sintió. Algo rígido cerca de la parte frontal de la bolsa. Alzó una tira de velcro y metió la mano en un compartimiento. Había un sobre.


Lo abrió y se dejó caer pesadamente en una silla de la cocina.


Ojeó la página. Como si percibiera que estaba sucediendo algo importante, el bebé se calmó y se llevó un puño a la boca para chuparlo ruidosamente. Pedro leyó las palabras breves y encorvó los hombros antes de apartar la vista del papel y mirar a la niña diminuta que tenía en sus manos.


Se llamaba Daniela. Pronunció el nombre y sintió un nudo en la garganta cuando el sonido de su voz se desvaneció en el silencio de la cocina. La respuesta que obtuvo fue un chillido renovado acentuado por un hipo triste.


El descanso había servido para incrementar las reservas vocales del bebé. Pedro cerró los ojos, todavía aturdido por el contenido de la carta. Tenía que hacerla callar con el fin de reflexionar en lo que debía hacer a continuación. El estómago le crujió, recordándole por qué había vuelto a la casa.


Quizá también ella estuviera hambrienta.


Con súbita inspiración, tomó uno de los biberones de la encimera. Al primer contacto de la tetilla de plástico en los labios, Daniela abrió la boca y comenzó a succionar la leche con frenesí. Pedro sintió una sensación de orgullo y alivio mientras iba al salón y se sentaba en un viejo sofá. Se reclinó y apoyó los pies sobre una caja de madera a la que le había dado el uso de una mesita de centro. Un silencio bendito llenó la estancia mientras ella seguía chupando de la botella, acunada en su brazo. La sentía extraña, nada parecida a algo que hubiera sostenido con anterioridad. No era desagradable. Sólo… distinto.


Daniela volvió a cerrar los ojos. Dio las gracias a Dios de que se hubiera quedado dormida. Con algo de paz y silencio, podría volver a leer la carta, intentar analizarla. Una cosa estaba clara… quienquiera que fuera la pequeña, no podía quedarse allí.


Con toda la delicadeza que pudo, la acomodó otra vez en su asiento y la tapó con la manta. Luego fue a la nevera y sacó una manzana con la que reemplazar el almuerzo que se había perdido. Le dio un mordisco y regresó junto a la carta abierta que había dejado sobre la mesita.


La leyó una y otra vez. La mitad de su cerebro le decía que había algún tipo de error. La otra mitad, lo hostigó con crueldad y le dijo que no debería sorprenderse. Le costó tragar los bocados de manzana.


Daniela era su sobrina.


Hija de una hermana que había fingido que no había existido.


Se pasó una mano por la cara. Siempre había sabido que su padre jamás obtendría premio alguno a padre del año. Pero reconoció el nombre al final de la página. Barbara Paulsen había estado dos cursos por detrás de él en el instituto.


Todos los niños habían sabido que no tenía padre. Había sobrellevado bien el ridículo al que la habían sometido. Le habían puesto el mote de Bastarda Barb. En ese momento, la crueldad hizo que se encogiera por dentro. Él mismo había merecido el mote tanto como ella. Había habido rumores entonces de que su padre había tenido una aventura con la madre de Barb. El cabello y los ojos oscuros de Barbara habían sido tan parecidos a los suyos… y a los de Mauricio Alfonso.


Siempre había odiado salir a su padre y no a su madre. No quería parecerse a él en nada. Jamás.


Había elegido hacer caso omiso de los rumores, pero para sus adentros, una parte siempre lo había provocado afirmando que eran ciertos.


Según la carta, compartían el mismo padre. No era demasiado descabellado como para que no lo creyera. No había sido ningún secreto en su casa que Mauricio Alfonso se había casado con su madre para hacer lo correcto después de meterla en problemas. Y dicho matrimonio había sido un desastre.


Ceñudo, clavó la vista en la pared. Hasta muerto su padre creaba ondas de destrucción. En ese momento, Barbara, afirmando ser su hermana, se hallaba en la misma tesitura y solicitaba su ayuda. Temporalmente. Pero de todos modos la pedía.


El hecho de que hubiera dejado a Daniela ante su puerta significaba una de dos cosas. O bien era tan buena progenitora como lo había sido su padre o se hallaba desesperada. Leyendo entre líneas, tendía a creer en la desesperación.


Pero eso no le solucionaba nada a él. En ese momento estaba en posesión de un bebé. Y era un hombre soltero que trataba de dirigir un rancho y que no sabía nada de bebés.


Quizá simplemente debería llamar a las autoridades.


Suspiró y se pasó una mano por la cara. Sin embargo, las autoridades recurrirían a la asistencia social infantil. Y si Barbara era de verdad su hermanastra, ya había sufrido bastante.


No había vuelto a establecer contacto con ella desde que se marchara de Red Deer. Había resultado más fácil fingir que no existía, ignorar un símbolo más de la falta de respeto que Mauricio le había mostrado a su propia familia.


No, si llamaba a los servicios sociales, le quitarían el bebé, y quizá le hicieran lo mismo a Barbara. Esa sola idea le provocó un nudo en el estómago.


Y entonces ya no habría marcha atrás. Lo que necesitaba era ganar tiempo.


Necesitaba hablar con Barbara. Descifrar toda la situación y tomar una decisión mejor.


Necesitaba ayuda. Al menos para pasar ese día y saber qué hacer. Tal vez no debería, pero se sentía responsable. 


Aunque resultara que no era verdad, experimentaba la obligación de tomar la decisión acertada. No era culpa de Daniela que la hubieran dejado ante su puerta. Si lo que Barbara Paulsen decía era cierto, era familia.


No había que darle la espalda a la familia. De algún modo, siempre lo había creído, aunque no había tenido la oportunidad de demostrarlo.


Pero no podía hacerlo solo. ¿A quién llamar? Sus padres habían muerto hacía unos cinco años. Llevaba en el rancho únicamente desde el verano, después de vagar por la zona norte de Alberta durante años, ganando su sustento en el ámbito petrolífero y sin permanecer mucho tiempo en un lugar. Estaba solo y casi siempre era así cómo le gustaba que fuera.


Hasta ese momento. En ese momento sí que le iría bien que le echaran una mano.


Y entonces recordó a su vecina. Aunque tampoco lo era técnicamente. Había visto sólo una vez a Paula Chaves.


Le cuidaba la casa a los Cameron, y a pesar de ser increíblemente atractiva, no tenía más sentido común que el que Dios le daba a una pulga. Ni imaginaba qué podía impulsar a una mujer a ir a buscar flores al pastizal donde guardaba a su toro. Y luego, agitando un cabello rubio verano, había tenido el descaro de llamarlo gruñón. Gruñón como un oso herido, si no recordaba mal.


Paula Chaves no habría sido su primera elección, pero era una mujer y su vecina, cualificaciones que la elevaban por encima de cualquier otra persona que conociera. Sin duda tendría alguna idea de qué hacer con el bebé.


Entre los renovados gritos de la pequeña y en contra de su sentido común, envolvió a Daniela en la manta y fue hacia la puerta.