sábado, 29 de julio de 2017
BUENOS VECINOS: CAPITULO 1
De todas las desgracias que le habían pasado ese día… ganado terco, cancelas rotas, el todoterreno sin gasolina… Pedro Alfonso no había previsto ésa.
Mientras cruzaba el camino polvoriento que conducía a su porche, vio un bulto redondo y… ¿rosado? Tras una pausa, aceleró y el bulto emitió un sonido.
Tres pasos después, el corazón quería salírsele del pecho al confirmar su primera evaluación. Se trataba de un asiento para bebés. Subió los escalones despacio, confuso.
A dos pasos del asiento, pudo ver una pequeña manita regordeta, los dedos cerrados coronados por unas delicadas uñas rosadas.
Y ahí la tuvo. Una cosita con los ojos cerrados y moviendo los labios al tiempo que agitaba las manitas inquietas. Un destello de pelo negro se asomaba por debajo de un gorrito rosa y una manta adornada con ositos rosas y blancos la cubría por completo a excepción de las manos. Un bebé. Y al lado tenía un bolso azul marino, como si anunciara que iba a quedarse una temporada.
Con el corazón desbocado, dejó en el suelo la caja de herramientas. ¿Quién era la madre de ese bebé y, más importante, dónde estaba? ¿Por qué la habían dejado ante su puerta?
Resultaba inconcebible que ese ser humano en miniatura estuviera destinado para él. Debía de haber algún error. La alternativa resultaba abrumadora. ¿Era posible que fuera de su propia sangre? Observó esos mofletes de porcelana. Era tan pequeña. Retrocedió mentalmente varios meses y luego suspiró aliviado. No, era imposible. Un año atrás había estado en Rocky Mountain House trabajando como peón en un pozo petrolífero. No había mantenido relaciones con nadie. No había tenido sentido dejar que una mujer albergara esperanzas cuando no se encontraba en posición de establecerse. No le gustaban los juegos.
No, ese bebé no era suyo… estaba seguro. La tensión de su cuerpo se mitigó un poco, pero no del todo, ya que aún quedaba una pregunta: ¿de quién era?
¿Y qué se suponía que tenía que hacer con la pequeña?
Como si ésta oyera la pregunta, abrió los ojos oscuros y movió todavía más las manos al despertar. Entonces, hizo una mueca y un grito leve desgarró el silencio.
Aturdido y consternado, Pedro dejó escapar una obscenidad.
¡No podía dejarla ahí llorando, por el amor de Dios! ¿Qué debería hacer? No sabía nada sobre bebés. Miró alrededor del patio y en la dirección del camino, sabiendo que era inútil. Quienquiera que la hubiera dejado en su porche, se había largado hacía tiempo.
Aferró el asa de plástico del asiento, lo alzó y con la mano izquierda abrió la puerta. De lo que no cabía duda era que debía sacarla del frescor de septiembre. Ni siquiera se detuvo para quitarse las botas; atravesó la cocina situada en la parte posterior de la casa y depositó el asiento en una encimera gastada. El grito de la niña reverberó… pareció más agudo y fuerte en el espacio cerrado. Se quitó el sombrero y lo colocó en el pomo de una silla antes de volverse hacia la desdichada pequeña.
Levantó la manta y se maravilló de que una criatura tan diminuta y frágil pudiera emitir un grito tan agudo y penetrante. Una inspección rápida de los lados del asiento no reveló su identidad.
—Shhh, pequeña —murmuró con un nudo en el estómago ante el peso de la situación.
No podía dejarla de esa manera. Alargó el brazo para desabrocharle el cinturón y lo retiró en cuanto vio sus manos. Había estado toda la mañana conduciendo ganado y arreglando vallas. Fue al fregadero y se frotó las manos con jabón mientras miraba a la niña por encima del hombro, con los nervios a flor de piel a medida que los gritos se volvían más impacientes. El instinto le decía que debería alzarla en brazos. A los bebés había que calmarlos. Tiró la toalla junto al fregadero y regresó al asiento.
—Shhh —repitió, desesperado por lograr aplacarla—. Ya te tengo. Sólo deja de llorar.
Le soltó el cinturón, tomó al bebé con manta y todo y la acomodó en el hueco de su brazo.
Se preguntó si debería llamar a emergencias. Después de todo, ¿cuántas personas llegaban a casa y se encontraban con un bebé en la puerta?
Recordó que junto al asiento había visto una bolsa. Era la mejor esperanza que tenía de obtener una pista, de modo que con el bebé aún en brazos, abrió la mosquitera y recogió la bolsa. Sus botas resonaron en el marcado suelo de madera mientras volvía a la cocina y depositaba la bolsa en la encimera. Se afanó por abrir la cremallera con una mano al tiempo que sostenía al bebé en el otro brazo. Quizá ahí dentro hubiera un nombre, una dirección. Algún modo de arreglar ese horrible error y devolver al bebé a su verdadera casa.
Sacó un puñado de pañales, luego un par de pijamas suaves de cuerpo entero y un animal de peluche. Uno, dos, tres biberones… y una lata con una especie de polvo se sumó a la colección en la encimera. Luego más biberones. Pasó la mano por el costado de la bolsa. Más ropa, pero sólo eso.
Una vez que la conmoción inicial comenzaba a desvanecerse, empezaba a aparecer la irritación. Todo eso era una pura y simple locura. Por el amor del cielo, ¿qué clase de persona dejaba a un bebé en el porche de un desconocido y se marchaba? ¿Qué clase de madre haría algo semejante? Suspiró frustrado. Sin ninguna duda, lo inteligente sería llamar a la policía.
Y entonces lo sintió. Algo rígido cerca de la parte frontal de la bolsa. Alzó una tira de velcro y metió la mano en un compartimiento. Había un sobre.
Lo abrió y se dejó caer pesadamente en una silla de la cocina.
Ojeó la página. Como si percibiera que estaba sucediendo algo importante, el bebé se calmó y se llevó un puño a la boca para chuparlo ruidosamente. Pedro leyó las palabras breves y encorvó los hombros antes de apartar la vista del papel y mirar a la niña diminuta que tenía en sus manos.
Se llamaba Daniela. Pronunció el nombre y sintió un nudo en la garganta cuando el sonido de su voz se desvaneció en el silencio de la cocina. La respuesta que obtuvo fue un chillido renovado acentuado por un hipo triste.
El descanso había servido para incrementar las reservas vocales del bebé. Pedro cerró los ojos, todavía aturdido por el contenido de la carta. Tenía que hacerla callar con el fin de reflexionar en lo que debía hacer a continuación. El estómago le crujió, recordándole por qué había vuelto a la casa.
Quizá también ella estuviera hambrienta.
Con súbita inspiración, tomó uno de los biberones de la encimera. Al primer contacto de la tetilla de plástico en los labios, Daniela abrió la boca y comenzó a succionar la leche con frenesí. Pedro sintió una sensación de orgullo y alivio mientras iba al salón y se sentaba en un viejo sofá. Se reclinó y apoyó los pies sobre una caja de madera a la que le había dado el uso de una mesita de centro. Un silencio bendito llenó la estancia mientras ella seguía chupando de la botella, acunada en su brazo. La sentía extraña, nada parecida a algo que hubiera sostenido con anterioridad. No era desagradable. Sólo… distinto.
Daniela volvió a cerrar los ojos. Dio las gracias a Dios de que se hubiera quedado dormida. Con algo de paz y silencio, podría volver a leer la carta, intentar analizarla. Una cosa estaba clara… quienquiera que fuera la pequeña, no podía quedarse allí.
Con toda la delicadeza que pudo, la acomodó otra vez en su asiento y la tapó con la manta. Luego fue a la nevera y sacó una manzana con la que reemplazar el almuerzo que se había perdido. Le dio un mordisco y regresó junto a la carta abierta que había dejado sobre la mesita.
La leyó una y otra vez. La mitad de su cerebro le decía que había algún tipo de error. La otra mitad, lo hostigó con crueldad y le dijo que no debería sorprenderse. Le costó tragar los bocados de manzana.
Daniela era su sobrina.
Hija de una hermana que había fingido que no había existido.
Se pasó una mano por la cara. Siempre había sabido que su padre jamás obtendría premio alguno a padre del año. Pero reconoció el nombre al final de la página. Barbara Paulsen había estado dos cursos por detrás de él en el instituto.
Todos los niños habían sabido que no tenía padre. Había sobrellevado bien el ridículo al que la habían sometido. Le habían puesto el mote de Bastarda Barb. En ese momento, la crueldad hizo que se encogiera por dentro. Él mismo había merecido el mote tanto como ella. Había habido rumores entonces de que su padre había tenido una aventura con la madre de Barb. El cabello y los ojos oscuros de Barbara habían sido tan parecidos a los suyos… y a los de Mauricio Alfonso.
Siempre había odiado salir a su padre y no a su madre. No quería parecerse a él en nada. Jamás.
Había elegido hacer caso omiso de los rumores, pero para sus adentros, una parte siempre lo había provocado afirmando que eran ciertos.
Según la carta, compartían el mismo padre. No era demasiado descabellado como para que no lo creyera. No había sido ningún secreto en su casa que Mauricio Alfonso se había casado con su madre para hacer lo correcto después de meterla en problemas. Y dicho matrimonio había sido un desastre.
Ceñudo, clavó la vista en la pared. Hasta muerto su padre creaba ondas de destrucción. En ese momento, Barbara, afirmando ser su hermana, se hallaba en la misma tesitura y solicitaba su ayuda. Temporalmente. Pero de todos modos la pedía.
El hecho de que hubiera dejado a Daniela ante su puerta significaba una de dos cosas. O bien era tan buena progenitora como lo había sido su padre o se hallaba desesperada. Leyendo entre líneas, tendía a creer en la desesperación.
Pero eso no le solucionaba nada a él. En ese momento estaba en posesión de un bebé. Y era un hombre soltero que trataba de dirigir un rancho y que no sabía nada de bebés.
Quizá simplemente debería llamar a las autoridades.
Suspiró y se pasó una mano por la cara. Sin embargo, las autoridades recurrirían a la asistencia social infantil. Y si Barbara era de verdad su hermanastra, ya había sufrido bastante.
No había vuelto a establecer contacto con ella desde que se marchara de Red Deer. Había resultado más fácil fingir que no existía, ignorar un símbolo más de la falta de respeto que Mauricio le había mostrado a su propia familia.
No, si llamaba a los servicios sociales, le quitarían el bebé, y quizá le hicieran lo mismo a Barbara. Esa sola idea le provocó un nudo en el estómago.
Y entonces ya no habría marcha atrás. Lo que necesitaba era ganar tiempo.
Necesitaba hablar con Barbara. Descifrar toda la situación y tomar una decisión mejor.
Necesitaba ayuda. Al menos para pasar ese día y saber qué hacer. Tal vez no debería, pero se sentía responsable.
Aunque resultara que no era verdad, experimentaba la obligación de tomar la decisión acertada. No era culpa de Daniela que la hubieran dejado ante su puerta. Si lo que Barbara Paulsen decía era cierto, era familia.
No había que darle la espalda a la familia. De algún modo, siempre lo había creído, aunque no había tenido la oportunidad de demostrarlo.
Pero no podía hacerlo solo. ¿A quién llamar? Sus padres habían muerto hacía unos cinco años. Llevaba en el rancho únicamente desde el verano, después de vagar por la zona norte de Alberta durante años, ganando su sustento en el ámbito petrolífero y sin permanecer mucho tiempo en un lugar. Estaba solo y casi siempre era así cómo le gustaba que fuera.
Hasta ese momento. En ese momento sí que le iría bien que le echaran una mano.
Y entonces recordó a su vecina. Aunque tampoco lo era técnicamente. Había visto sólo una vez a Paula Chaves.
Le cuidaba la casa a los Cameron, y a pesar de ser increíblemente atractiva, no tenía más sentido común que el que Dios le daba a una pulga. Ni imaginaba qué podía impulsar a una mujer a ir a buscar flores al pastizal donde guardaba a su toro. Y luego, agitando un cabello rubio verano, había tenido el descaro de llamarlo gruñón. Gruñón como un oso herido, si no recordaba mal.
Paula Chaves no habría sido su primera elección, pero era una mujer y su vecina, cualificaciones que la elevaban por encima de cualquier otra persona que conociera. Sin duda tendría alguna idea de qué hacer con el bebé.
Entre los renovados gritos de la pequeña y en contra de su sentido común, envolvió a Daniela en la manta y fue hacia la puerta.
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