sábado, 29 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 2





Paula se frotó los ojos y colocó un marcador en el libro de texto antes de dejarlo a un lado. Como siguiera leyendo sobre pérdidas y beneficios, se quedaría bizca.


Seguir cursos por correspondencia tenía sus ventajas y desventajas. No obstante, la ayudarían a volver a levantarse, algo que necesitaba hacer más temprano que tarde. Que la despidieran del hospital había sido la guinda al pastel después de un año en el infierno. Era hora de entrar en acción. De encontrar otra vez un objetivo.


En ese momento lo que deseaba era una taza de chocolate caliente y algo que dividiera su día… que hiciera que dejara de pensar. Últimamente había dispuesto de mucho tiempo para pensar, en especial en sus fracasos.


Se sobresaltó cuando alguien llamó a la puerta y se llevó una mano al corazón. Aún no se había acostumbrado al eco alrededor de los techos abovedados de la casa de los Cameron, incluido el sonido de sus pisadas al dirigirse al recibidor. La casa era tan distinta del apartamento que había compartido con Eduardo en Calgary. Había sido agradable, en una buena zona de la ciudad, pero ésa era…


Suspiró. Era justo a lo que Eduardo había aspirado. La clase de mansión que había programado para ellos. Quizá aún la consiguiera. Pero sin ella.


Volvieron a llamar. Observó por la mirilla y se quedó boquiabierta. Era el vecino, el nuevo ranchero que vivía en la propiedad de al lado. Apretó los dientes al recordar su único encuentro. Con un tono que en el mejor de los casos habría podido considerarse brusco, le había informado de que se llamaba Pedro Alfonso. Le había gritado y la había llamado estúpida. El comentario le había llegado hondo. Los ojos le habían ardido por la humillación. También ella lo había llamado algo, aunque no lograba recordar qué. Vagamente recordaba que había sido un poco más cortés que las palabras que habían revoloteado por su mente en aquel entonces. Luego había regresado a la mansión y no había vuelto a verlo.


Y ahí lo tenía, en todos sus fornidos metro ochenta centímetros. Volvió a escrutar por la mirilla y se mordió el labio. Pelo oscuro, ojos centelleantes, boca apretada. Y en los brazos…


Santo cielo. Un bebé.


Cuando volvió a llamar, Paula dio un salto atrás. Pudo oír los gritos tenues que se colaban a través de la sólida puerta de roble. Giró el pomo pesado y abrió, saliendo al sol de la tarde.


—Oh, gracias a Dios.


La voz profunda pero tensa de Pedro le llegó mitigada por el chillido descarnado del bebé.


—¿Qué diablos sucede?


El señor Taciturno y Ceñudo dio un paso al frente, lo suficiente como para invadir su espacio y hacer que retrocediera un paso también.


—Por favor, sólo dime qué tengo que hacer. No deja de llorar.


Sintió una punzada en el corazón al ver al bebé. Era evidente que esperaba que ella supiera qué pasos había que dar. Odió cómo le temblaron las manos al alargarlas hacia la manta en la que iba envuelta. Era obvio que la pequeña experimentaba algún tipo de incomodidad. Y desde luego ese ranchero no la estaba calmando.


Paula empujó más la puerta con la cadera, invitándolo a entrar al hacerse a un lado mientras intentaba soslayar la reacción de su cuerpo al sentir ese cuerpo pequeño y cálido en los brazos. Ese bebé no era Guillermo. Podía hacerlo. 


Esbozó una sonrisa artificial.


—¿Cómo se llama?


Él tragó saliva al cruzar el umbral. Ella lo miró y se dijo que tenía los labios más extraordinarios que había visto, el inferior deliciosamente carnoso por encima de un mentón áspero por la insinuación de una barba oscura. Los labios se movieron mientras los contemplaba.


—Daniela. Se llama Daniela.


Paula sintió en sus brazos ese peso extraño, doloroso, pero, de algún modo, idóneo. Posó una mano en la frente diminuta para comprobar si tenía fiebre.


—No está caliente. ¿Crees que se halla enferma?


Pedro entró y cerró la puerta a su espalda, y Paula sintió que los nervios le aleteaban en el estómago. No era un hombre agradable. Sin embargo, había algo en sus ojos. Parecía preocupación, lo que ayudó a mitigar la aprensión que la embargaba.


—Esperaba que pudieras decírmelo tú. Un minuto dormía, y al siguiente gritaba como un basilisco —alzó la voz un poco para que lo oyera por encima del estruendo de los gritos del bebé.


¿Qué ella se lo dijera? Si prácticamente no sabía nada sobre bebés, y ese simple recordatorio del hecho le dolía y llegaba hasta la médula. Trató de repasar mentalmente lo que había aprendido en los libros que había comprado y en las clases prenatales a las que había asistido. Lo más evidente parecía la comida.


—¿Has intentado alimentarla?


—Parecía estar bien después del biberón que le di de los que venían en la bolsa —explicó, mesándose el pelo—. Se lo bebió todo, sin dejar una sola gota.


Paula frunció el ceño mientras intentaba rememorar si Sara Cameron le había mencionado que su vecino tuviera un bebé. No lo creyó. Desde luego no se comportaba como un hombre que ya hubiera estado en contacto con niños. La miraba a ella y a Daniela con ojos llenos de preocupación… y pánico.


Un detalle atravesó su memoria.


—¿Calentaste la leche?


Los labios carnosos se abrieron un poco.


—¿Se suponía que debía hacerlo?


Paula relajó los hombros al tiempo que reía suavemente entre dientes, aliviada. De inmediato alzó al bebé a su hombro y comenzó a frotarle la espalda con círculos firmes.


—Lo más probable es que tenga espasmos —explicó por encima del llanto estridente y lastimero. Comenzó a palmear con delicadeza la espalda de Daniela. Hambrienta, con gases, con espasmos. Elemental. Al menos podía fingir que sabía lo que hacía.


—Lo desconocía —indicó él con un leve rubor—. No sé nada sobre bebés.


—Podrías quitarte las botas y entrar un momento —repuso Paula, sin querer admitir que sabía poco más que él. Sabía que ese verano había cometido un error al ir al pastizal donde mantenía al toro y ya estaba al corriente de lo que él pensaba de su sentido común. Antes prefería arder en el infierno que dejar que volviera a verle una debilidad.


No podían quedarse para siempre en el recibidor. De pronto un eructo enorme subió directamente hasta las vigas y Paula rió ante la violencia del sonido que salió de un cuerpecito tan pequeño. Se sintió satisfecha de haber descubierto la causa y la solución por puro azar. La expresión de él fue tan sorprendida que volvió a reír.


—Me llamo Paula Chaves —se presentó—. No creo que la última vez nos presentáramos adecuadamente.


—Lo recuerdo —repuso él y vio que ella se ruborizaba—. Yo soy Pedro Alfonso, por si lo has olvidado —continuó—. Gracias. Aún me resuenan los oídos. Estaba al borde de la desesperación.


Ella soslayó la pulla sutil. Claro que lo recordaba. No todos los días un desconocido le gritaba y la insultaba. Fue mucho más cortés y se esforzó por empezar de cero.


—De nada, Pedro Alfonso.


Con el corazón acelerado lo observó quitarse las botas, incluso en calcetines, le sacaba unos buenos diez centímetros. Llevaba los hombros exageradamente anchos embutidos en una camisa de franela. Y los vaqueros se veían gastados en todos los lugares apropiados.


Tragó saliva. Necesitaba salir más. Quizá había permanecido escondida en la casa de los Cameron demasiado tiempo si reaccionaba de esa manera con su irascible vecino.


Lo condujo al salón que daba al patio de atrás y luego al sur, ofreciendo una vista completa de la dehesa donde en ese momento pastaba el rebaño de Alfonso… la misma en la que había querido recoger flores silvestres durante el verano en un intento por animarse. Los campos en ese lugar eran enormes. No había sabido que se hallaba en el mismo pastizal que uno de sus toros.


—Los Cameron tienen una casa bonita —comentó detrás de ella—. Nunca antes había estado dentro.


—Mi padre solía trabajar para Cameron Energy —comentó Paula—. Los Cameron son como unos segundos padres para mí.


Él permaneció en silencio a su espalda y Paula añadió falta de habilidad conversacional a su repertorio de defectos.


Lo llevó a un rincón con muebles mullidos y ventanas que llenaban la pared detrás y que inundaban la estancia con luz, al tiempo que unos ventanales daban a una amplia terraza. 


Con un gesto, lo invitó a sentarse en un sillón.


—¿Quieres que te la devuelva? Parece mucho más satisfecha.


Extendió los brazos con Daniela parpadeando de forma inocente en ese momento, los ojos oscuros perdidos en el espacio.


—Se la ve feliz donde está —respondió Pedro, apartando la vista.


Paula fue al sofá, se sentó y con delicadeza dejó a Daniela a su lado. Él no podía saber el dolor que le causaba cuidar de un bebé, aunque fuera de esa manera tan pequeña. Se esforzó por desterrar la amargura. Si las cosas hubieran salido bien, en ese momento se habría encontrado en su propio hogar acunando a su propio hijo. Parpadeó varias veces. Era algo que no se podía cambiar.


—¿Qué tiempo tiene? —preguntó para distraerse. Conjeturó que un mes, quizá seis semanas. Cuando Pedro no le respondió, alzó la vista de la pequeña y lo miró. Vio que la observaba con curiosidad, los ojos algo entrecerrados, como si quisiera leerle el pensamiento. Le alegró que no pudiera. 


Había algunas cosas que no quería que nadie supiera.


—¿A qué te dedicas, Paula?


Ah, no había querido responderle su pregunta y ella tampoco quería corresponderle. Para Paula no era una pregunta sencilla. La respuesta requeriría una explicación extensa, y sólo añadiría combustible a aquel comentario en la dehesa cuando la había llamado estúpida. Quizá lo fuera. Desde luego, sí era tonta.


Tal vez era hora de que se marchara. Había algo escurridizo en el modo en que había esquivado su pregunta, algo que no encajaba.


Que cada uno se dedicara a sus propios asuntos y ambos serían felices.


—Ya parece estar bien, aunque quizá cansada. Deberías llevarla a casa y acostarla.


Pedro apartó la vista y la aprensión de Paula se incrementó. La única información que le había ofrecido era que la pequeña se llamaba Daniela, algo que el bebé no podía contradecir. No le dijo el tiempo que tenía, no sabía calentar un biberón… ¿Qué hacía ese hombre con un bebé? ¿Era suyo? En ese caso, ¿no debería saber algo acerca de cómo cuidarla?


Respiró hondo.


—No es tuya, ¿verdad?


Él la miró con sinceridad, pero sin revelar ninguna otra emoción.


—No.


—Entonces, ¿de quién…?


—Es complicado.


Por su mente pasaron todas esas historias de secuestros por una custodia denegada.


—No me siento tranquilizada —luchó contra el impulso de encogerse ante su mirada firme. ¿Debería sentirse asustada? Tal vez. Pero no había sido ella quien provocara esa situación. Había sido él. Y se dijo que un hombre que tuviera que ocultar eso no lo habría hecho—. No sabes qué hacer con un bebé —comentó, haciendo acoplo de valor—. Ni siquiera sabes cuánto tiempo tiene.


—No, no lo sé. Nunca antes de hoy había tenido un bebé en brazos. ¿Eso hace que te sientas mejor?


—No exactamente.


Tenía que estar loca. A pesar del primer encuentro que habían tenido, Pedro Alfonso era un desconocido con un bebé desconocido en una situación que ella no comprendía, aparte de que se hallaba sola en una casa situada en mitad de ninguna parte. Pero entonces recordó la expresión de su cara al pasarle a Daniela. No sólo era pánico. También había preocupación. Y aunque era poco hablador, algo en él le inspiraba confianza. No podía explicar qué era. Sólo se trataba de una sensación.


Había aprendido a confiar en sus palpitos. Aunque dolieran.


Alzó a Daniela del cojín del sofá. Simplemente, tenía que saber más para estar segura. Para saber que el bebé estaría cuidado y a salvo.


—Necesito que te expliques.


—Daniela es mi sobrina. Creo.


La respuesta ambigua hizo que ella frunciera la nariz.


Él se levantó del sillón y dio unos pasos hasta que se plantó delante de ella, obligándola a echar el cuello atrás para poder verlo. Tenía la mandíbula apretada y los ojos le brillaban sombríamente, aunque había algo más que avivó su empatía. Quizá un destello de dolor… y vulnerabilidad.


Se llevó la mano al bolsillo trasero y extrajo una carta.


La extendió hacia ella.


—Léela —ordenó—. Luego sabrás tanto como yo.







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