sábado, 29 de julio de 2017

BUENOS VECINOS: CAPITULO 3





Leyó la carta en voz alta, con su suave voz reverberando en la sala vacía. Escuchar las palabras de algún modo hacía que fuera más real. Pedro parecía mirar a cualquier parte menos al bebé.


Querido Pedro, sé que ahora mismo te estarás preguntando qué diablos pasa. Y, créeme… si tuviera otra elección…


Paula notó que no se trataba de un papel elegido para una carta importante. Era algo apresurado, impulsivo.


No sé si alguna vez fuiste consciente de ello, Pedro, pero compartimos un padre. Soy tu hermanastra, intenté odiarte por eso, pero tú jamás fuiste mezquino conmigo como los demás. Quizá ya lo supieras por entonces. Sea como fuere… ahora eres toda la familia que tengo. Daniela y tú. Y no soy buena para ninguno de los dos. Si hubiera otra manera… pero yo no puedo hacerlo. Cuida bien de ella por mí.


La carta sólo llevaba la firma Barbara Paulsen.


Si era auténtica, y estaba inclinada a pensar que lo era, entonces él decía la verdad. Daniela era su sobrina. Y lo más importante… las palabras la habían inquietado. En dos ocasiones había mencionado que no tenía elección… ¿por qué?


—Tu hermana… —comenzó en voz baja.


Alzó la vista y vio que ya no lo tenía enfrente, sino que se hallaba de espaldas a ella ante los ventanales. La rigidez de su postura la impulsó a callar. Enfrentado a un bebé, Pedro mostraba el mismo lado obstinado y frío que había exhibido la tarde que la conoció. Los bebés necesitaban más que biberones y un lugar donde dormir. 


Necesitaban amor. Se preguntó si él sería capaz de ofrecer siquiera ternura.


Carraspeó.


—Tu hermana —prosiguió con voz más decidida—, debe confiar mucho en ti.


—¿Mi hermana? —las palabras salieron como una risa áspera—. Como mucho, tenemos una relación biológica. Fui al instituto con ella, eso es todo.


—¿No crees en lo que te dice?


Giró despacio. Tenía los ojos entornados y la expresión inescrutable: no pudo imaginar en qué pensaba. Nada en su cara le brindaba una pista. Quiso ir junto a él y sacudirlo, sacarle algún sentido a lo que rondaba por su cabeza. Para ella era obvio que en la nota de Barbara había una súplica. 


Pedía ayuda. Y él se erguía allí como una especie de dios crítico repartiendo dudas y condena.


—Hubo rumores… no los hice caso. Desde luego, tiene sentido. Al menos casi todo. No es muy descabellado pensar que mi padre…


Ahí estaba otra vez, ese destello de vulnerabilidad, que se desvaneció casi al mismo tiempo que había aparecido, pero no antes de que ella lo captara. Se preguntó qué clase de vida había tenido de niño. Debía ir con cuidado. Dobló la carta y se la devolvió.


—¿Y si no es verdad?


—Probablemente lo sea —reconoció—. Pero he de averiguarlo con certeza. Mientras tanto…


—Sí —coincidió ella, sabiendo que debía ver que Daniela era su principal prioridad—. Mientras tanto, tienes un problema más inmediato. ¿Qué vas a hacer con Daniela?


—Soy un inútil con los bebés. No sé nada sobre ellos —la miró, como si esperara que ella mostrara su acuerdo.


—Eso no hace falla que lo digas —respondió, cruzando los brazos—. Pero no cambia el hecho de que han dejado a Daniela a tu cuidado.


—No sé qué hacer. En unas pocas horas ya la he fastidiado. Nunca he estado con bebés.


Paula le ofreció una sonrisa indulgente. Al menos le preocupaba hacer las cosas bien. Quizá lo había juzgado duramente.


—Recuerda que una vez tú mismo fuiste un bebé.


—Mi recuerdo es un poco vago —le respondió, pero en su voz ya se percibía más relajación.


El momento se alargó y Paula mantuvo la vista clavada en su cara. Cuando no se mostraba tan severo, resultaba bastante…


Bastante atractivo.


Daniela se movió en el sofá y Paula sintió cierta animosidad hacia Barbara. ¿Cómo podía una madre, cualquier madre, marcharse y dejar a esa niña hermosa ante la puerta de un desconocido? ¿Sabría lo afortunada que había sido? Sin embargo… había cierta desesperación entre líneas en la carta. Por algún motivo, Barbara no se consideraba capaz de cuidar de su propia hija.


Pedro se sentó en el sofá del otro lado de la pequeña.


—Lo sé —repuso, como si contestara la pregunta que ella no había formulado—. Yo tampoco sé cómo pudo hacerlo. No la he visto en años. Quizá todo sea una invención. Pero quizá no. Y no puedo correr ese riesgo con Danielay.


—¿A qué te refieres? —Paula giró para mirarlo sin dejar de acariciar los pies de la pequeña.


Ya empezaba a sentir un conato de resentimiento hacia una mujer que no conocía. Y si algo había aprendido después de años de trabajar en urgencias era que no debería emitir juicios. Pero todo cambiaba ante una niña inocente y preciosa. Era imposible no juzgar. Daría cualquier cosa por estar jugando con los pies de su propia hija en ese momento. Sabía en lo más hondo de su corazón que, si Guillermo hubiera vivido, nada habría podido alejarlo de él.


Ceñudo, Pedro apoyó los codos en sus rodillas.


—Si es mi sobrina, no puedo, simplemente, llamar a la policía, ¿verdad? Porque los dos sabemos lo que le pasaría a la pequeña entonces.


Paula asintió, saliendo de sus pensamientos sombríos. Se dijo que él podía ser inepto, pero que intentaba hacer lo correcto.


—No puedo dejar que entre en un hogar de acogida. Si lo hago, existe la posibilidad de que su madre no consiga recuperarla nunca. Y no puedo permitir que eso suceda. Al menos no hasta que lo sepa con seguridad. He de localizar a Barbara y hablar con ella.


Paula pudo sentir que ya estaba involucrada, arrastrada a una situación que ella no había provocado. Se suponía que ir a cuidar la casa de los Cameron era su primer paso hacia la construcción de una vida nueva, su oportunidad de empezar de nuevo, lejos del drama y de las miradas de compasión que la habían hartado.


Pero un vecino soltero con un bebé no era exactamente el tipo de proyecto especial que había estado buscando. Volvió a centrar su atención en la carta.


—Esa mujer, Barbara, aunque sea tu hermana, ha dejado adrede a un bebé de seis semanas a la puerta de alguien a quien apenas conocía, y sin garantías de que estuvieras en la casa —luchó por contener la ira y la frustración. No se trataba de un tema con el que pudiera mostrarse racional. Lo sabía. Razón por la que debería mantenerse al margen.


—¿No te muestra eso lo desesperada que está?


Sin advertencia, las lágrimas le escocieron los ojos y se mordió el labio. Se levantó del sofá para que él no pudiera verle la cara ni el dolor que en ese momento reflejaba.


Fue a preparar té a la cocina. Perder a Guillermo casi la había destrozado. Lo que sí había destruido había sido su matrimonio. Y una vez que la urgencia había pasado y que Daniela se hallaba tranquila, nada en la tierra iba a impulsarla a contarle a un hombre al que acababa de conocer la historia sórdida de su desastroso embarazo y consiguiente divorcio.


Enchufó la tetera y sacó una taza, titubeando ante una segunda. Debería mandarlo de vuelta a su rancho. 


Recordarle calentar los biberones y desearle suerte.


En ese momento Pedro llenó el umbral de la cocina con su figura sólida. Se paralizó con la taza en la mano, mirando ese rostro serio. Sostenía a Daniela en un brazo en una postura peculiar.


Paula suspiró al tiempo que dejaba las tazas en la encimera. 


Había tomado las clases de maternidad acompañada de Eduardo. Por ese entonces, todo había sido felicidad y sonrisas mientras la instructora les enseñaba cómo hacer incluso las cosas más sencillas. Había bloqueado a propósito aquellos momentos por el dolor que le
causaban. Pero con Pedro y Daniela a unos pasos de ella, volvían como un torrente agridulce. Se había sentido entusiasmada de quedar embarazada, pero también abrumada por la inminente responsabilidad de tener que cuidar de un bebé. ¿Cómo debía sentirse Pedro, al que habían arrojado a una situación para la que no tenía ninguna preparación?


—Dame. Deja que te muestre cómo se hace —se acercó a él y tuvo cuidado de tocarlo lo menos posible. Con los dedos le rozó la franela suave de la camisa mientras le acomodaba a ese bebé rosadito tal como ella había sostenido a la muñeca en las clases. Forzó el dolor a un lado y se centró en la tarea que la ocupaba. Daniela alzó la vista, despreocupada. Paula movió levemente la mano de Pedro—. Necesitas sostenerle más el cuello. Al principio, los bebés no pueden alzar la cabeza por sus propios medios. De modo que cuando la alces o la sostengas, has de cerciorarte de que disponga de ese apoyo.


La pegó más a él.


—Quizá debería llamar a alguien. Realmente no tengo ni idea. Estaría mejor con otra persona, ¿no? Tú misma lo dijiste. Soy un inútil para esto.


Sus ojos reflejaban indecisión y Paula se sintió avergonzada por haber dicho algo así, sabiendo lo hiriente que podía ser. Sin importar lo hosco o gruñón que hubiera sido Pedro, podía ser más positiva que dedicarse a lanzarle insultos. Era evidente que intentaba hacer lo correcto.


—Nadie nació sabiendo cómo cuidar de un bebé. Y si lo que pone la carta es verdad, tú eres su familia. ¿Eso no cuenta?


—Más de lo que imaginas —repuso él sin júbilo en la voz—. Bueno, aquí la tenemos ahora. Yo he de dirigir un rancho. ¿Cómo ocuparme de un bebé y hacer todo lo demás?


Parecía que empezaba a pensar en el tema como algo más que una simple ayuda para conseguir que dejara de llorar. La tetera empezó a silbar y Paula tragó saliva.


—¿Te apetece un té?


—No, gracias —movió la cabeza—. Debería irme y tratar de pensar en una solución. Lo primero de todo es localizar a Barbara.


—Parece que le das mucha importancia a la familia y eso habla bien en tu favor.


Él volvió a apretar la mandíbula y Paula se ruborizó un poco, sin saber cómo lo que había pretendido que fuera un cumplido había logrado ofender.


—La gente tiende a valorar lo que escasea.


El rubor en sus mejillas se intensificó y giró para servir el agua en la taza. Las pisadas de él sonaron al alejarse de la cocina y regresar al recibidor; cerró los ojos y suspiró aliviada.


Oyó que abría la puerta y de repente salió corriendo para alcanzarlo antes de que se marchara.


—¡Pedro!


Él se detuvo ante la puerta abierta, con Daniela en ese momento al hombro y envuelta en la manta. Entró una ráfaga de viento y le agitó el pelo, haciendo que ella deseara arreglárselo.


—¿Si?


Esa respuesta monosilábica la devolvió a la tierra. Recordó otra cosa, como una página arrancada de un libro.


—Calienta el biberón en agua caliente. Luego vierte unas gotas del contenido en la parte interior de tu muñeca. Cuando la sientas templada, pero no caliente, será la temperatura adecuada.


Durante unos segundos mantuvieron las miradas y algo pasó entre ellos. Paula no quiso pensar en lo que podría ser. Dio un paso atrás y bajó la vista al suelo.


—Gracias —murmuró él.


Ella no volvió a alzar la vista hasta que oyó cómo el clic de la puerta los aislaba






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