miércoles, 5 de julio de 2017
PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 12
Solo unos pasos los llevaron hasta la puerta que conducía a la habitación de invitados donde dormía ella. Kiko los siguió, pero se quedó sentada afuera, como si quisiera respetar aquel momento de intimidad. Pedro encontró rápidamente la cama a pesar de la oscuridad y la dejó sobre la colcha de seda. Ella sintió el peso de su cuerpo.
No veía nada, pero el resto de los sentidos los tenía increíblemente sensibles. Oía su respiración, cada vez más acelerada. Sentía los latidos de su corazón y el tacto de sus manos. En todo momento, la energía que manaba de la palma de la mano parecía extenderse por todo su cuerpo, su alma y su corazón.
—¿Estás seguro de que no estás rompiendo la promesa? —le preguntó susurrando.
Había colado la mano por debajo de su ropa y no tardó en encontrar el cierre del sujetador. Un solo movimiento y la prenda, quedó abierta.
—Creo que falta poco para hacerlo —dijo él, riéndose.
Paula sacó los brazos de las mangas de la blusa.
—Muy poco.
Mientras hablaba, la boca de Pedro encontró el punto donde el cuello se unía a los hombros y Paula sintió un escalofrío.
Nunca se había dado cuenta de que tuviera tanta sensibilidad en esa parte del cuerpo. ¿Cómo era posible que un solo beso pudiera provocarle tal reacción?
Sintió sus manos en los pechos, acariciándole los pezones hasta que creyó que iba a volverse loca. Aún no la había besado y ya estaba desesperada de deseo, unas ansias que ni siquiera podría expresar con palabras.
—Pedro, por favor —fue todo lo que pudo decir.
No podía admitir lo que quería. Era demasiado confuso y complicado. Quería más. Mucho más y al mismo tiempo quería que parara antes de perder el control por completo. O quizá ya fuera demasiado tarde. Aquello no estaba bien y, aunque no lo reconociera ante él, lo sabía y eso la mataba.
Se movió inquietamente, pero él la tranquilizó con una suave caricia.
Entonces le tomó el rostro entre las manos y le dio un beso en la boca que hizo que se olvidara de todo. Era sencillamente perfecto. Un beso completamente distinto a los anteriores. Un beso dulce que calmó todos sus sentidos.
La desesperación se suavizó, se hizo más lánguida y Paula consiguió relajarse en sus brazos.
—Sabes que quiero seguir —le dijo, hablando contra sus labios.
—Y tú sabes que no podemos. No podría mirar a tu abuelo a la cara si… —dejó de hablar con un escalofrío.
—Entonces no lo haremos —dijo con una sonrisa que se percibía en su voz y en sus besos—. Pero eso no impide que estemos juntos.
—Es una tortura. Lo sabes, ¿verdad?
—Desde luego. Pero podré soportarlo —se rio suavemente—. Creo.
—Estamos jugando con fuego.
—¿De verdad quieres que pare?
¿Qué había sido de su fuerza de voluntad? Nunca había tenido ningún problema en mantener a los hombres a distancia. Hasta ese momento. Pero con Pedro… no entendía por qué, pero Pedro Alfonso ejercía un efecto sobre ella que jamás había sentido. Todo en él la atraía poderosamente. Su aspecto, su inteligencia, su sentido del humor, su fuerza, su compasión, incluso la relación con su familia. Por no hablar del modo en que su cuerpo reaccionaba a él. Había llegado con una idea muy clara de lo que quería de Pedro, pero había obtenido algo que nunca habría esperado.
Bajó los brazos y descubrió con sorpresa que, en algún momento, él se había quitado la camisa.
—¿Y si esto no es real? ¿Y si el Infierno hace que nos sintamos así?
—¿Eso crees? —preguntó, sorprendido—. ¿Crees que es la leyenda lo que te hace reaccionar así?
Paula intentó controlar sus manos, pero parecían tener voluntad propia y querer acariciarle el pecho.
—Yo… yo nunca había sentido esto. Solo trato de entenderlo.
—Intentas racionalizar lo que está pasando. Confía en mí, yo lo comprendo perfectamente y sé que no quiero tener ningún otro compromiso sentimental después de Laura.
Paula se quedó inmóvil al recordar aquello.
—¿Sentimental?
—Dios, Paula. ¿Crees que quiero algo más que esto, que lo físico?
—Puedo imaginar la respuesta —dijo ella con sequedad.
Pedro se tumbó boca arriba y la rodeó con el brazo. Ella apoyó la cabeza en su pecho y la mano en su abdomen.
—Desde que te conocí no he dejado de repetirme que no es más que atracción física —siguió diciendo él—. Porque eso es lo que quiero que sea, es lo único que puedo afrontar en estos momentos.
—¿Pero?
—Pero entonces me has contado lo de tu pierna y que no habías podido volver a bailar como antes.
—¿Y?
—Me ha dolido oírtelo contar —confesó—. Y ver cuánto te había afectado.
—¿Por eso hemos acabado aquí?
—Creo que sí —le acarició el pelo y respiró hondo—. Duérmete, Paula.
—¿Pero?
—Esta noche no. No sé si podría parar… ¿a quién quiero engañar? Sé que no podría parar si empezáramos.
Ella tampoco.
—¿Vas a quedarte aquí conmigo?
—Un rato.
Paula se quedó en silencio unos segundos, preguntándose si debía hacerle la siguiente pregunta. Pero la hizo de todos modos.
—¿Qué va a pasar ahora?
—No lo sé —respondió sinceramente—. Supongo que será mejor ir viéndolo día a día.
—Crees que todo esto que sentimos desaparecerá con el tiempo, ¿verdad?
—No te lo tomes a mal, pero es lo que espero.
—¿Y si no es así?
—Ya lo pensaremos entonces.
Paula hizo una nueva pausa antes de hablar de nuevo.
—Sea lo que sea, el Infierno o una simple atracción física, no irá muy lejos porque tú no eres el único que no quiere tener una relación seria.
—Entonces no hay nada de qué preocuparse, ¿no te parece?
Le habría gustado que fuera así, pero en cuanto Pedro se enterara de quién era ella, todo cambiaría.
PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 11
Paula esperó ansiosamente la respuesta de Pedro. Para su sorpresa, él no dijo ni palabra. Se sirvió una copa de vino y, cuando ella abrió los ojos, se la dio.
—Mentir por omisión es lo que se hace cuando está saliendo con alguien… nadie es completamente sincero; si no, nadie se casaría jamás. Pero la cosa cambia cuando se comete la estupidez de dar el «sí, quiero».
—¿Entonces casarse significa decir la verdad? —¿eso era lo que había descubierto al casarse con Laura?
—Digamos que es cuando nos quitamos la máscara y vemos cómo es la persona en realidad. Como nosotros no vamos a casarnos, no creo que suponga ningún problema. Relájate, Paula, todos tenemos derecho a tener un poco de privacidad y algunos secretos.
Sus palabras fueron un gran alivio para ella, que volvió a sentarse a la mesa y bebió un poco del vino que le había servido. El sabor explotó en su boca.
—Está delicioso.
—Sí, ¿verdad? Primo compró un par de cajas la semana pasada y las repartió por la familia. Es de un viñedo que tiene en Toscana el hermano de Primo y su familia.
Paula se dejó llevar hacia aguas más tranquilas, pero siempre consciente de su proximidad.
—¿Y ellos también tienen eso del Infierno?
—No lo sé. Nunca hemos hablado de ello, pero tengo la sensación de que la mayoría de los Alfonso se hacen muchas fantasías con el tema del Infierno.
Pedro se sentó en el banco junto a ella y estiró las piernas.
Estaba muy cerca. Maravillosamente cerca. El cuerpo de Paula reaccionó con una desconcertante combinación de placer y deseo.
—Sigues sin creer que exista a pesar de… —extendió la palma de la mano.
Él titubeó y luego se encogió de hombros.
—Vamos a pasar el próximo mes intentando averiguarlo.
Cauto y con evasivas. Parecía que no era la única que estaba siendo reservada.
—¿Lo dices solo para que no deje el trabajo? —le preguntó mientras movía la ensalada.
—Básicamente sí.
Paula no pudo contener una sonrisa.
—Qué taimado.
Empezaron a cenar en un agradable silencio, aunque Paula sentía la tensión sexual flotando en el ambiente. Trató de concentrarse en la comida y más tarde en la conversación para mitigar la sensación, pero también él lo sentía; no había más que mirarlo a los ojos para darse cuenta. Aquella mirada dotaba sus palabras de un nuevo significado que hacía aumentar la tensión. No obstante, ambos fueron esquivando los peligros cuidadosamente.
Después de cenar, retiraron las cosas y después volvieron al patio con el vino. Paula lanzó un suspiro que era una mezcla de satisfacción y temor.
—Bueno, ha llegado el momento de las historias —anunció Pedro—. El que gane a cara o cruz hace una pregunta y el que pierda tiene que contestar.
—Vaya. Eso puede ser muy peligroso.
—E interesante —lanzó la moneda al aire.
—Cara —dijo ella.
Pero fue cruz y Pedro no se hizo esperar.
—Primera pregunta. Cuéntame la verdad sobre Kiko… toda la verdad. Creo que merezco saberlo si va a quedarse por aquí un tiempo.
Era razonable, sin embargo Paula habría preferido no tener que contárselo.
—Me parece justo. No sé qué es exactamente. Desde luego no es un lobo puro, a pesar de su aspecto, pero supongo que debe de ser un cruce entre perro y lobo —al ver el gesto de Pedro, se apresuró a añadir—: Me parece que es más perro que lobo porque se comporta como un perro, tiene personalidad de perro.
—Explícate.
Paula eligió las palabras con cuidado.
—Hay gente que cría perros con lobos y crean híbridos. Es un asunto muy controvertido; mi abuela estaba completamente en contra de ello porque creía que era peligroso y además injusto tanto para los perros como para los lobos, porque la gente espera que dichos cruces se comporten como perros, pero es imposible. Son animales atrapados entre dos mundos, no son ni animales domésticos ni criaturas salvajes. Y cuando actúan respondiendo a su naturaleza salvaje, la gente se les echa encima.
—Ya entiendo —dijo él, aunque era evidente que no le hacía ninguna gracia—. ¿Y en el caso de Kiko, qué probabilidades hay de que se deje llevar por su lado de lobo?
—Nunca ha hecho daño a nadie. Nunca —insistió Paula—. Pero si me preguntas si podría hacerlo, supongo que sí. Igual que un perro, pero es más probable que salga corriendo en vez de plantar cara, especialmente ahora que está vieja.
—¿Cómo acabaste tú con ella?
Paula miró al animal y sonrió con profundo cariño. Kiko estaba tumbada, observándolos. Siempre estaba alerta, incluso en la vejez.
—Creemos que la persona que la adoptó la abandonó porque no podía cuidar de ella. La dejaron en el bosque cuando tenía más o menos un año. Mi abuela la encontró atrapada en una trampa y casi muerta de hambre.
Pedro miró también a la perra.
—Pobrecita. Me sorprende que dejara que tu abuela se acercara siquiera.
—La abuela siempre tuvo muy buena mano con los animales y Kiko apenas tenía fuerzas en esos momentos. La trampa le había roto una pata. Mi abuela la llevó a un veterinario amigo suyo que, además de conseguir salvarle la pata, le dio algunos consejos para cuidarla. La alternativa era sacrificarla, pero ni mi abuela ni yo queríamos eso, así que nos la quedamos.
—¿Y mi familia, está a salvo con ella?
Paula se inclinó hacia él y lo miró fijamente a los ojos.
—Te prometo que no le hará ningún daño a nadie. Está muy vieja. Pocos animales de este tipo llegan a los dieciséis años y Kiko ya tiene unos doce o trece. Aparte de algún aullido de vez en cuando, es muy tranquila. Solo tienes que tener cuidado de no arrinconarla jamás para que no se sienta atrapada porque entonces sí podría ponerse violenta, aunque solo con la intención de escapar —al ver que él asentía, decidió hacer una pregunta también—: ¿Y tú, no tienes perros, ni gatos, ni ningún animal exótico?
Pedro negó con la cabeza.
—En mi casa solía haber perros, pero yo prefiero no tener animales.
—¿Por qué? —preguntó ella, que no podía ni imaginarse vivir sin la compañía de algún animal.
—Prefiero no tener que comprometerme a cuidar de un animal durante los próximos quince o veinte años.
Y seguramente pensaba lo mismo de las mujeres. Si cuidar de un perro le parecía una carga, ¿qué le habría parecido estar casado con Laura?
—Me da la sensación de que Kiko no es la única a la que no le gusta sentirse atrapada —murmuró Paula—. ¿Es eso lo que te parece el matrimonio? —¿o sería solo el matrimonio con Laura?
—No es solo que me lo pareciera, es que realmente fue una trampa —levantó su copa a modo de brindis—. Pero lo bueno es que aprendí que no estoy hecho para el matrimonio. Soy demasiado independiente.
A Paula le resultaba extraño, teniendo en cuenta lo unido que estaba a su familia. En tan poco tiempo había podido comprobar que en la familia Alfonso, todo el mundo se metía en los asuntos de los demás. No de un modo negativo, simplemente tenían unos vínculos muy estrechos.
—¿Por qué eres tan independiente? —le preguntó—. ¿Es para mantener cierta distancia con tu familia, o hay algo más?
Pedro inclinó la cabeza y se paró a reconsiderar la idea.
—No creo que necesite mantener distancia alguna con mi familia. Al menos hasta que empezaron con esto del Infierno —añadió frunciendo el ceño—. Debo reconocer que tienen cierta propensión a entrometerse.
—Si no fue por tu familia, ¿qué fue lo que hizo que te volvieras tan independiente?
Dejó la copa en la mesa y meneó la cabeza.
—Ya has hecho más preguntas de las que te corresponden. Si quieres jugar otra ronda, tendrás que responder antes, una pregunta mía.
—Está bien —dijo con resignación—. Pero que sea fácil.
Estoy muy cansada para acordarme de todo lo que no te he contado.
Pedro se echó a reír.
—Como ni siquiera estamos prometidos, no quiero que se te escape por accidente ningún oscuro secreto.
—No tienes ni idea —murmuró—. Bueno, adelante, pregunta.
—A ver, una fácil… Dijiste que te habías roto una pierna, supongo que Kiko y tú tenéis algo en común.
—Más de lo que imaginas.
—Cuéntame. ¿Qué te pasó?
No le gustaba recordarlo, aunque al final todo había salido bien.
—Tenía ocho años y estaba haciendo una obra de teatro en la escuela. Me caí del escenario.
—Lo siento —dijo sinceramente—. Nadie lo diría, a no ser que te vean tan cansada como estabas anoche. Aparte de eso, te mueves con mucha elegancia.
—Gracias a las clases de baile, que me ayudaron a recuperarme más rápido. Pero no pude volver a bailar —le confesó con nostalgia—. Al menos como lo hacía antes.
—¿Vivías con tu abuela en esa época?
—Sí —dejó la copa en la mesa antes de que pudiera hacerle más preguntas o mostrarle su compasión—. Es tarde. Me voy a dormir.
—No te vayas.
Su voz le provocó un escalofrío. Había un peligro tentador en sus palabras que amenazaba con cambiarla de un modo que aún ni siquiera podía sospechar. Un cambio del que quizá nunca pudiera recuperarse. Se quedó titubeando, tentada a pesar del fantasma de la mujer que se interponía entre los dos. Pero entonces él tomó la decisión por los dos: la levantó de la silla y la estrechó en sus brazos.
—Pedro…
—No voy a romper la promesa que le hice a Primo. Pero necesitaba abrazarte. Y besarte.
PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 10
Pedro se quedó estupefacto.
—¿Qué demonios habéis hecho con mi prometida?
—Hemos hecho lo que hacen las mujeres para hacerse amigas —dijo Elisa—. Irse de compras.
—Es una transformación —explicó Nonna con orgullo—. Tú eres un hombre, es lógico que no lo entiendas.
Paula lo miró.
—¿No te gusta? —le preguntó con voz neutra—. Tu madre y tu abuela han dedicado mucho tiempo y dinero.
Pedro titubeó. De acuerdo. Se adentraba en territorio peligroso, un territorio que le resultaba familiar y que había creído conocer bien, hasta el punto de ser capaz de sortear las trampas. Pero aquello era algo nuevo, algo que, a pesar de sus distintas relaciones serias y de un matrimonio, no había previsto.
—Estás preciosa —y era cierto. Solo que también estaba… distinta.
Paula apretó los labios.
—¿Pero?
Detrás de ella, Nonna y su madre lo observaban atentamente.
—Pero nada —mintió. Tenía que recuperar el control de la situación y, para ello, lo primero que debía hacer era librarse de su madre y de su abuela—. Es tarde. Os agradezco mucho que hayáis pasado todo el día con Paula y que la hayáis hecho sentir como una más de la familia.
—Por supuesto —dijo Nonna—. Porque muy pronto lo será.
—No tan pronto —replicó él—. Todo esto del Infierno es muy nuevo para nosotros. Necesitamos un poco de tiempo para conocernos antes de casarnos.
Nonna se volvió a mirarlo.
—¿Y dónde va a quedarse durante ese tiempo?
—Aquí, en la habitación de invitados.
La abuela meneó la cabeza.
—Eso no está bien y lo sabes.
Pedro le lanzó una mirada intimidatoria que no le sirvió de nada.
—¿Crees que voy a romper la promesa que le he hecho a Primo?
Nonna levantó un hombro, en un gesto muy italiano.
—Es muy difícil resistirse al Infierno. Pero, bueno, veremos qué opina Primo.
Cómo no. Después de despedirse de ellas, fue en busca de Paula y la encontró en la cocina, preparando café. Sin darse cuenta, se quedó en la puerta, observándola, fascinado por su elegancia. Se movía como si siguiera una coreografía inspirada en una melodía que nadie más oía. ¿Qué se sentiría bailando con ella? Seguro que era una maravilla. La idea de estrecharla en sus brazos mientras se movían al unísono despertó en él un deseo completamente nuevo, un anhelo que no había sentido jamás por ninguna mujer.
En su mente apareció entonces otra imagen, otro tipo de baile en el que también participarían los dos, pero esa vez en la cama. ¿Cómo se movería Paula haciendo el amor? ¿Sería lenta y armoniosa como en ese momento, o tendría un ritmo rápido y feroz que los dejaría a ambos sin aliento?
—¿Un café?
Pedro tardó unos segundos en volver a la realidad.
—Gracias.
Paula sirvió dos tazas.
—¿De verdad te parece tan horrible?
No se dio cuenta de a qué se refería hasta que la vio mover el pelo con cierta timidez.
—No, no me parece horrible. Te queda muy bien.
Era cierto. Tenía el pelo largo y liso y, las dos veces que la había visto, lo había llevado recogido de un modo u otro. Ahora sin embargo lo llevaba más corto y con un peinado que había hecho aparecer unos suaves rizos que realzaban la elegancia de sus rasgos. No había muchas mujeres que pudieran llevar el cabello tan corto. A ella, sin embargo, el atrevido peinado le daba un aire aún más mágico.
—¿Y la ropa? —siguió preguntándole Paula.
—Supongo que me gustarías más sin ella.
Se volvió a mirarlo, sorprendida, pero enseguida sonrió.
—Ha hablado un hombre.
—Sí.
Tenía que admitir que su madre había hecho muy buen trabajo impulsando aquella transformación. Elisa tenía un talento especial para descubrir la verdadera naturaleza de la gente y animarlos a cambiar para ser ellos mismos, en lugar de seguir las modas sin pararse a pensar si les favorecían o no. Pero, al margen de la ayuda de su madre, la esencia era de Paula.
—¿Cómo te ha convencido para que aceptaras la ropa y la sesión en la peluquería?
Paula se ocultó tras la taza de café, pero Pedro vio el rubor de sus mejillas.
—No es fácil decirle que no a tu madre. Empezó diciéndome que era un regalo de compromiso, yo al principio dije que no porque ni siquiera estamos prometidos oficialmente —dejó la taza y lo miró con absoluta confusión—. La verdad es que no sé muy bien qué pasó después de eso. De repente me encontré con un regalo de precompromiso, o de bienvenida a la familia… no sé.
—Y con una transformación —añadió él.
—Exacto. ¿Siempre es así?
—Más o menos. Es una especie de torbellino que se lleva todo por delante. No hay manera de resistirse a ella.
Paula meneó la cabeza.
—Yo no he podido hacerlo.
—Pero te sienta muy bien.
—Gracias —agarró de nuevo la taza y lo observó a través del humo del café—. Ahora sé de dónde has sacado algunas cosas. Eres igual que ella.
—No digas tonterías… yo soy mucho peor.
Paula se echó a reír, soltando toda la tensión.
—Gracias por avisarme —en ese momento entró Kiko y fue a sentarse a los pies de Paula—. ¿Qué tal te ha ido con ella?
—Digamos que nos vamos entendiendo —dijo Pedro con satisfacción.
—O sea, que le has dado más carne.
No se molestó en negarlo, sobre todo porque era verdad.
—La comida es un vínculo de unión muy importante para mi familia. Ya lo verás mañana.
—¿Mañana? —preguntó, alarmada aunque no del todo sorprendida—. ¿Qué pasa mañana?
—Todos los domingos cenamos en casa de Primo.
—¿Toda la familia?
—Los que pueden.
—¿Y quién podrá mañana?
—Depende de las semanas. Lo sabremos cuando lleguemos allí, pero supongo que mis padres, alguno de mis hermanos, mi hermana, Gianna, y un par de primos.
Paula se levantó y se puso a lavar las dos copas, pero Pedro se dio cuenta de que estaba molesta porque sus movimientos ya no eran armónicos, sino bruscos.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
Se volvió a mirarlo.
—Escucha. Tú no me conoces y yo a ti tampoco. Nos hemos metido en esta locura sin pararnos a pensarlo bien. Todo está yendo muy deprisa y ni siquiera nos hemos parado a pensar en los detalles o a idear un buen plan. No creo que vaya a salir bien.
—Seguro que mi madre y Nonna te han acribillado a preguntas durante todo el día, ¿verdad?
—Algo así.
—Y les habrás contado algo de tu vida.
—Algunas cosas. No mucho.
A juzgar por la expresión de su rostro, había compartido con ellas lo mínimo que había podido.
—Está claro que nada de lo que les has dicho ha hecho que se alarmaran. Así que supongo que yo tampoco lo haré.
Paula se mordisqueó el labio inferior, un gesto que a Pedro ya empezaba a resultarle familiar.
—Te propongo una cosa. ¿Por qué no dedicamos esta noche y mañana a conocernos un poco mejor y, si llegamos a la conclusión de que esto no va a salir bien, nos olvidamos de todo —vaya, parecía que solo había conseguido molestarla más—. ¿Qué pasa ahora?
—Tu madre se ha gastado una fortuna en mí. No puedo marcharme así como así. Se lo debo.
—Yo se lo devolveré.
—Entonces te lo deberé a ti.
—Podrás devolvérmelo trabajando en Alfonsos, o puede servir como pago por tu tiempo.
—No me gusta aprovecharme de ese modo —replicó con firmeza.
—Nunca he dicho tal cosa.
Era evidente que se sentía frustrada.
—Hay cosas de mí que no sabes —empezó a caminar de un lado al otro de la cocina y Kiko la siguió—. Tu oferta de trabajo y tus besos me dejaron tan sorprendida que no he tenido tiempo de pararme a pensar. O a… explicarte ciertas cosas.
Pedro se centró en lo que más le había llamado la atención de lo que había dicho.
—¿Mis besos?
—Sabes a qué me refiero. Sé que no es más que química, atracción sexual, pero yo no… nunca… —se pasó las manos por el pelo y despeinada estaba aún más atractiva—. Digamos que no me dejo llevar por la química. Pero todo esto del Infierno me hizo perder la cabeza.
Pedro se puso serio porque era evidente que estaba verdaderamente disgustada.
—No pasa nada, Paula.
—Claro que pasa —dijo casi gritando y eso alertó a Kiko, que lo miró con ferocidad, dispuesta a atacar en cualquier momento—. Lo siento.
Pedro no habría sabido decir si la disculpa iba dirigida a él o a la perra. Era hora de aplicar la lógica propia de los Alfonso.
—Dijiste que habías venido a San Francisco a buscar a alguien. ¿Es eso lo que te preocupa? ¿Crees que este trabajo va a distraerte de tu búsqueda?
—Sí. No —se agachó junto a Kiko y hundió la cabeza en el cuello del animal—. Esa búsqueda es solo uno de los motivos por los que estoy aquí.
—Puedes continuar buscando mientras trabajas para mí. Incluso, quizá yo pueda ayudarte. Conozco a alguien al que se le da muy bien encontrar gente, el que comprobó tus datos anoche.
—Es… complicado.
—¿No confías en mí lo suficiente para decirme por qué o de quién se trata?
—No —respondió en voz baja.
—Está bien.
Se acercó a ella y se agachó a su lado. Kiko lo miró con tranquilidad esa vez. Pedro le agarró la mano y, con solo rozarla, volvió a sentir aquella extraña conexión.
Se negaba a aceptar que pudiera tratarse del Infierno, pero tampoco podía negar que había algo que los unía, algo muy intenso.
—Te sugiero que hagamos lo que les hemos dicho a Nonna y a mi madre que íbamos a hacer —le dijo suavemente—. Vamos a tomarnos las cosas con calma, vamos a ir conociéndonos. Tú puedes contarme lo que quieras de ti misma y yo haré lo mismo.
Paula lo miró a los ojos.
—¿Un intercambio? ¿Historia por historia?
—Eso es.
Lo pensó unos segundos antes de asentir.
—De acuerdo. ¿Quién empieza?
—Lo echaremos a suerte. ¿Te parece bien?
Una nueva pausa.
—Sí.
—Propongo que preparemos algo de cena y abramos una botella de vino. Seguro que así nos resulta más fácil compartir nuestros secretos.
—Muy bien.
Se pusieron a trabajar en equipo. Pedro preparó la carne que no le había dado a Kiko y Paula hizo una ensalada.
Prepararon la mesa en el patio.
—Seguro que Kiko también quiere cenar, al menos eso es lo que me ha dicho —bromeó Pedro mientras abría la botella de vino.
—¿Kiko habla?
—¿A ti no te habla? Yo apenas he podido hacerla callar en todo el día.
Paula se echó a reír, sin rastro ya de la tensión de antes, y observó encantada como Pedro daba de comer a su perra, sin que el animal se alterara lo más mínimo.
—La mimas demasiado —lo acusó.
—Es solo para que no me coma a mí. Esta noche es casi luna llena.
—No es un lobo —murmuró Paula.
—Mientes muy mal.
—Tengo que trabajar en eso.
—No lo hagas —le pidió con voz seria—. Estuve casado con una experta en la materia, así que no sabes cuánto agradezco que tú no mientas.
Por algún motivo sus palabras surtieron el efecto opuesto al esperado. Paula se puso en pie y lo miró con desesperación.
—Te equivocas. Soy una mentirosa. Todo esto es una mentira. Nuestra relación es mentira y yo te he mentido por omisión. Si supieras la verdad, me echarías de tu
casa ahora mismo —cerró los ojos y meneó la cabeza—. Quizá deberías hacerlo. Puede que Kiko y yo debamos marcharnos antes de ir más lejos.
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