miércoles, 5 de julio de 2017

PROMETIDA TEMPORAL: CAPITULO 10




Pedro se quedó estupefacto.


—¿Qué demonios habéis hecho con mi prometida?


—Hemos hecho lo que hacen las mujeres para hacerse amigas —dijo Elisa—. Irse de compras.


—Es una transformación —explicó Nonna con orgullo—. Tú eres un hombre, es lógico que no lo entiendas.


Paula lo miró.


—¿No te gusta? —le preguntó con voz neutra—. Tu madre y tu abuela han dedicado mucho tiempo y dinero.


Pedro titubeó. De acuerdo. Se adentraba en territorio peligroso, un territorio que le resultaba familiar y que había creído conocer bien, hasta el punto de ser capaz de sortear las trampas. Pero aquello era algo nuevo, algo que, a pesar de sus distintas relaciones serias y de un matrimonio, no había previsto.


—Estás preciosa —y era cierto. Solo que también estaba… distinta.


Paula apretó los labios.


—¿Pero?


Detrás de ella, Nonna y su madre lo observaban atentamente.


—Pero nada —mintió. Tenía que recuperar el control de la situación y, para ello, lo primero que debía hacer era librarse de su madre y de su abuela—. Es tarde. Os agradezco mucho que hayáis pasado todo el día con Paula y que la hayáis hecho sentir como una más de la familia.


—Por supuesto —dijo Nonna—. Porque muy pronto lo será.


—No tan pronto —replicó él—. Todo esto del Infierno es muy nuevo para nosotros. Necesitamos un poco de tiempo para conocernos antes de casarnos.


Nonna se volvió a mirarlo.


—¿Y dónde va a quedarse durante ese tiempo?


—Aquí, en la habitación de invitados.


La abuela meneó la cabeza.


—Eso no está bien y lo sabes.


Pedro le lanzó una mirada intimidatoria que no le sirvió de nada.


—¿Crees que voy a romper la promesa que le he hecho a Primo?


Nonna levantó un hombro, en un gesto muy italiano.


—Es muy difícil resistirse al Infierno. Pero, bueno, veremos qué opina Primo.


Cómo no. Después de despedirse de ellas, fue en busca de Paula y la encontró en la cocina, preparando café. Sin darse cuenta, se quedó en la puerta, observándola, fascinado por su elegancia. Se movía como si siguiera una coreografía inspirada en una melodía que nadie más oía. ¿Qué se sentiría bailando con ella? Seguro que era una maravilla. La idea de estrecharla en sus brazos mientras se movían al unísono despertó en él un deseo completamente nuevo, un anhelo que no había sentido jamás por ninguna mujer.


En su mente apareció entonces otra imagen, otro tipo de baile en el que también participarían los dos, pero esa vez en la cama. ¿Cómo se movería Paula haciendo el amor? ¿Sería lenta y armoniosa como en ese momento, o tendría un ritmo rápido y feroz que los dejaría a ambos sin aliento?


—¿Un café?


Pedro tardó unos segundos en volver a la realidad.


—Gracias.


Paula sirvió dos tazas.


—¿De verdad te parece tan horrible?


No se dio cuenta de a qué se refería hasta que la vio mover el pelo con cierta timidez.


—No, no me parece horrible. Te queda muy bien. 


Era cierto. Tenía el pelo largo y liso y, las dos veces que la había visto, lo había llevado recogido de un modo u otro. Ahora sin embargo lo llevaba más corto y con un peinado que había hecho aparecer unos suaves rizos que realzaban la elegancia de sus rasgos. No había muchas mujeres que pudieran llevar el cabello tan corto. A ella, sin embargo, el atrevido peinado le daba un aire aún más mágico.


—¿Y la ropa? —siguió preguntándole Paula.


—Supongo que me gustarías más sin ella.


Se volvió a mirarlo, sorprendida, pero enseguida sonrió.


—Ha hablado un hombre.


—Sí.


Tenía que admitir que su madre había hecho muy buen trabajo impulsando aquella transformación. Elisa tenía un talento especial para descubrir la verdadera naturaleza de la gente y animarlos a cambiar para ser ellos mismos, en lugar de seguir las modas sin pararse a pensar si les favorecían o no. Pero, al margen de la ayuda de su madre, la esencia era de Paula.


—¿Cómo te ha convencido para que aceptaras la ropa y la sesión en la peluquería?


Paula se ocultó tras la taza de café, pero Pedro vio el rubor de sus mejillas.


—No es fácil decirle que no a tu madre. Empezó diciéndome que era un regalo de compromiso, yo al principio dije que no porque ni siquiera estamos prometidos oficialmente —dejó la taza y lo miró con absoluta confusión—. La verdad es que no sé muy bien qué pasó después de eso. De repente me encontré con un regalo de precompromiso, o de bienvenida a la familia… no sé.


—Y con una transformación —añadió él.


—Exacto. ¿Siempre es así?


—Más o menos. Es una especie de torbellino que se lleva todo por delante. No hay manera de resistirse a ella.


Paula meneó la cabeza.


—Yo no he podido hacerlo.


—Pero te sienta muy bien.


—Gracias —agarró de nuevo la taza y lo observó a través del humo del café—. Ahora sé de dónde has sacado algunas cosas. Eres igual que ella.


—No digas tonterías… yo soy mucho peor.


Paula se echó a reír, soltando toda la tensión.


—Gracias por avisarme —en ese momento entró Kiko y fue a sentarse a los pies de Paula—. ¿Qué tal te ha ido con ella?


—Digamos que nos vamos entendiendo —dijo Pedro con satisfacción.


—O sea, que le has dado más carne.


No se molestó en negarlo, sobre todo porque era verdad.


—La comida es un vínculo de unión muy importante para mi familia. Ya lo verás mañana.


—¿Mañana? —preguntó, alarmada aunque no del todo sorprendida—. ¿Qué pasa mañana?


—Todos los domingos cenamos en casa de Primo.


—¿Toda la familia?


—Los que pueden.


—¿Y quién podrá mañana?


—Depende de las semanas. Lo sabremos cuando lleguemos allí, pero supongo que mis padres, alguno de mis hermanos, mi hermana, Gianna, y un par de primos.


Paula se levantó y se puso a lavar las dos copas, pero Pedro se dio cuenta de que estaba molesta porque sus movimientos ya no eran armónicos, sino bruscos.


—¿Qué pasa? —le preguntó.


Se volvió a mirarlo.


—Escucha. Tú no me conoces y yo a ti tampoco. Nos hemos metido en esta locura sin pararnos a pensarlo bien. Todo está yendo muy deprisa y ni siquiera nos hemos parado a pensar en los detalles o a idear un buen plan. No creo que vaya a salir bien.


—Seguro que mi madre y Nonna te han acribillado a preguntas durante todo el día, ¿verdad?


—Algo así.


—Y les habrás contado algo de tu vida.


—Algunas cosas. No mucho.


A juzgar por la expresión de su rostro, había compartido con ellas lo mínimo que había podido.


—Está claro que nada de lo que les has dicho ha hecho que se alarmaran. Así que supongo que yo tampoco lo haré.


Paula se mordisqueó el labio inferior, un gesto que a Pedro ya empezaba a resultarle familiar.


—Te propongo una cosa. ¿Por qué no dedicamos esta noche y mañana a conocernos un poco mejor y, si llegamos a la conclusión de que esto no va a salir bien, nos olvidamos de todo —vaya, parecía que solo había conseguido molestarla más—. ¿Qué pasa ahora?


—Tu madre se ha gastado una fortuna en mí. No puedo marcharme así como así. Se lo debo.


—Yo se lo devolveré.


—Entonces te lo deberé a ti.


—Podrás devolvérmelo trabajando en Alfonsos, o puede servir como pago por tu tiempo.


—No me gusta aprovecharme de ese modo —replicó con firmeza.


—Nunca he dicho tal cosa.


Era evidente que se sentía frustrada.


—Hay cosas de mí que no sabes —empezó a caminar de un lado al otro de la cocina y Kiko la siguió—. Tu oferta de trabajo y tus besos me dejaron tan sorprendida que no he tenido tiempo de pararme a pensar. O a… explicarte ciertas cosas.


Pedro se centró en lo que más le había llamado la atención de lo que había dicho.


—¿Mis besos?


—Sabes a qué me refiero. Sé que no es más que química, atracción sexual, pero yo no… nunca… —se pasó las manos por el pelo y despeinada estaba aún más atractiva—. Digamos que no me dejo llevar por la química. Pero todo esto del Infierno me hizo perder la cabeza.


Pedro se puso serio porque era evidente que estaba verdaderamente disgustada.


—No pasa nada, Paula.


—Claro que pasa —dijo casi gritando y eso alertó a Kiko, que lo miró con ferocidad, dispuesta a atacar en cualquier momento—. Lo siento.


Pedro no habría sabido decir si la disculpa iba dirigida a él o a la perra. Era hora de aplicar la lógica propia de los Alfonso.


—Dijiste que habías venido a San Francisco a buscar a alguien. ¿Es eso lo que te preocupa? ¿Crees que este trabajo va a distraerte de tu búsqueda?


—Sí. No —se agachó junto a Kiko y hundió la cabeza en el cuello del animal—. Esa búsqueda es solo uno de los motivos por los que estoy aquí.


—Puedes continuar buscando mientras trabajas para mí. Incluso, quizá yo pueda ayudarte. Conozco a alguien al que se le da muy bien encontrar gente, el que comprobó tus datos anoche.


—Es… complicado.


—¿No confías en mí lo suficiente para decirme por qué o de quién se trata?


—No —respondió en voz baja.


—Está bien.


Se acercó a ella y se agachó a su lado. Kiko lo miró con tranquilidad esa vez. Pedro le agarró la mano y, con solo rozarla, volvió a sentir aquella extraña conexión.


Se negaba a aceptar que pudiera tratarse del Infierno, pero tampoco podía negar que había algo que los unía, algo muy intenso.


—Te sugiero que hagamos lo que les hemos dicho a Nonna y a mi madre que íbamos a hacer —le dijo suavemente—. Vamos a tomarnos las cosas con calma, vamos a ir conociéndonos. Tú puedes contarme lo que quieras de ti misma y yo haré lo mismo.


Paula lo miró a los ojos.


—¿Un intercambio? ¿Historia por historia?


—Eso es.


Lo pensó unos segundos antes de asentir.


—De acuerdo. ¿Quién empieza?


—Lo echaremos a suerte. ¿Te parece bien?


Una nueva pausa.


—Sí.


—Propongo que preparemos algo de cena y abramos una botella de vino. Seguro que así nos resulta más fácil compartir nuestros secretos.


—Muy bien.


Se pusieron a trabajar en equipo. Pedro preparó la carne que no le había dado a Kiko y Paula hizo una ensalada. 


Prepararon la mesa en el patio.


—Seguro que Kiko también quiere cenar, al menos eso es lo que me ha dicho —bromeó Pedro mientras abría la botella de vino.


—¿Kiko habla?


—¿A ti no te habla? Yo apenas he podido hacerla callar en todo el día.


Paula se echó a reír, sin rastro ya de la tensión de antes, y observó encantada como Pedro daba de comer a su perra, sin que el animal se alterara lo más mínimo.


—La mimas demasiado —lo acusó.


—Es solo para que no me coma a mí. Esta noche es casi luna llena.


—No es un lobo —murmuró Paula.


—Mientes muy mal.


—Tengo que trabajar en eso.


—No lo hagas —le pidió con voz seria—. Estuve casado con una experta en la materia, así que no sabes cuánto agradezco que tú no mientas.


Por algún motivo sus palabras surtieron el efecto opuesto al esperado. Paula se puso en pie y lo miró con desesperación.


—Te equivocas. Soy una mentirosa. Todo esto es una mentira. Nuestra relación es mentira y yo te he mentido por omisión. Si supieras la verdad, me echarías de tu
casa ahora mismo —cerró los ojos y meneó la cabeza—. Quizá deberías hacerlo. Puede que Kiko y yo debamos marcharnos antes de ir más lejos.





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