sábado, 24 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 20




Paula durmió, pero Pedro no concilio el sueño. Era demasiado consciente de la presencia de Paula y su cabeza funcionaba a toda máquina. ¿Cómo empezarían de nuevo? Era imposible. 


No podía someterse a ese sufrimiento una vez más. Quizá estuviese enamorado de Paula, pero no estaba loco.


Claro que tenerla entre sus brazos era una bendición.


Estaba empezando a recuperar su memoria, pero él no había olvidado un solo detalle de su vida en común.


Tenía veintisiete años cuando la conoció en el barrio de La Boca, en Buenos Aires. Estaba en un mercadillo al aire libre, regateando por una baratija, y observó cómo lograba que bajase el precio un poco cada vez. Iba vestida como una bohemia. Llevaba un pañuelo en la cabeza, una falda larga y una blusa de manga corta. Al cabo de cinco minutos, Pedro le había comprado el colgante de oro y se lo había regalado.


Ella no se lo había agradecido. Sólo lo había mirado, seria. Pedro había inclinado la cabeza en un gesto cortés y se había retirado.


Ella había salido tras él después de preguntarle adonde iba. 


Pedro notó una calidez en su cuerpo al recordarlo. Una chica preciosa y rebelde que no deseaba formar parte de la familia
Chaves. Algo que Pedro no había sabido hasta después de su primer encuentro sexual. Entonces, después de que Paula le entregase su cuerpo y su virginidad, comprendió que estaba condenado.


No eran iguales, nunca lo serían y nunca serían aceptados.


Pedro besó a Paula en la nuca. Había sido una aventura increíble. Había hecho cosas con las que un pobre gaucho nunca habría soñado. Y, sobre todo, había amado a Paula.


Paula se despertó sobresaltada, bañada en sudor, agitada. 


Abrió las manos para sostenerse en la caída. Pero entonces abrió los ojos y comprendió que estaba en la cama, de espaldas, junto a Pedro.


Se giró hacia él. La sábana cubría parte de su torso y dormía con una mano detrás de la cabeza. Observó las líneas que dibujaban los músculos del brazo.


Y, al mirarlo, sintió un estremecimiento.


Recordó todo lo que habían hablado la noche anterior y algo más.


Ella había solicitado el divorcio. Había sido su elección. 


Quería huir de su vida en común.


Pero no había dejado de amarlo. Al contrario, su amor había sido tan grande que no había soportado el dolor.


Habían tenido un hijo. Pero habían perdido a su niño y su cuerpo había sufrido tanto que había sido incapaz de volver a quedarse embarazada.


Paula tenía un nudo en la garganta.


La pérdida del bebé había sido una auténtica tragedia para ella, más de lo que nunca había compartido con Pedro. No recordaba cómo la había afectado el aborto hasta que alguien le había dado esperanzas de que su hijo seguía con vida. Pero había sido un engaño. Y eso había destrozado su vida. Había concebido esperanzas y había deseado con todas sus fuerzas que su hijo siguiera con vida. Pero sólo había conseguido un enorme vacío en su vida.


Había deseado tanto ese hijo que se había distanciado a Pedro. Se giró en la cama y estudió el rostro de su marido. Estaba muy guapo y, a un tiempo, distante. Había sufrido mucho por su culpa. Añoraba su antigua intimidad.


Apartó la colcha y dejó sólo la sábana sobre el cuerpo de Pedro. Todo su cuerpo se marcaba debajo de la tela blanca de algodón. Acercó la mano hasta el vientre, que se contrajo cuando notó ese leve contacto. Recordaba la intensidad de su relación con absoluta claridad.


Notó cómo se aceleraba su corazón. Quería volver a sentirlo y una crecida de deseo invadió todo su cuerpo. Sólo lo besaría por encima de la sábana, nada más. Rozó con sus labios el estómago y los músculos de la zona reaccionaron.


Paula tenía la boca seca. Se incorporó un poco, apoyada en los codos, y se inclinó sobre sus caderas. Tocó con mucha delicadeza la erección de Pedro por encima de la sábana y, mientras soltaba el aire, la erección creció un poco más.


Paula se emocionó. Era algo ridículo, pero sintió que estaba al mando de la situación.


Bajó la cabeza y volvió a tocarlo con sus labios. Presionó levemente para que Pedro sintiera la humedad de su boca. 


Sacó la lengua y deslizó la punta sobre el contorno del pene. 


Eso incrementó la dureza de la erección un poco más.


La presión del miembro contra su boca inflamó el cuerpo de Paula. Anhelaba la energía de Pedro. Deseaba parte de ese fuego. Acariciarlo por encima de la sábana había sido una buena idea, pero necesitaba más. Quería sentirlo todo.


Pasión, amor, y deseo. Deseo y amor. Deseo.


Paula se sentó, apartó la sábana y expuso la erección ante sus ojos. Sabía que podía hacerlo.


Sólo tenía que moverse con cuidado.


Se arrodilló sobre él y se estremeció cuando rozó su cuerpo. 


Notaba el temblor en sus muslos. Descendió lentamente hasta que la erección de Pedro entró en contacto con su zona más sensible.


Pedro se había mostrado contrario al sexo, pero ella lo había consultado con la enfermera y Patricia le había asegurado que sólo debían tomárselo con calma.


Paula vaciló un instante, pero notó la erección de Pedro presionada contra su muslo. Bajó muy despacio hasta que sintió cómo la anchura del miembro penetraba en ella.


Era una maravilla. Contuvo la respiración y presionó para sentirlo muy dentro. Deseaba más.


Se hundió hasta el fondo. Gozaba de esa plenitud, pero tenía miedo de moverse. Pero se sentía abrumada por la intensidad de esa sensación.


Y, mientras se decidía, notó la mano de Pedro en su nalga.


‐Bien, negrita. ¿Cuál será tu próximo movimiento? ‐sonrió con aire somnoliento‐. He oído algo acerca del sexo extremo. Pero ¿no crees que esto es demasiado?


Pero, mientras hablaba, arqueó las caderas y se hundió en ella con un solo golpe. Paula soltó un gemido. Empezó un movimiento suave que despertó un cúmulo de sensaciones aletargadas. El calor que irradiaba de su erección hizo que tensara los músculos. Notó una descarga en su ombligo.


‐Espera ‐dijo y apoyó las manos en el pecho de Pedro‐. No quiero que termine aún.


Pedro sonrió y siguió con el mismo ritmo suave.


Paula asumió que Pedro era un experto y que ahora ostentaba el control. Tiró de ella hacia abajo, sujetándola contra su cuerpo, y se encargó del ritmo. Los músculos internos de Paula no cesaban en sus contracciones. 


‐Párate ‐gritó con voz ahogada.


‐Imposible ‐replicó.


Y continuó moviéndose hasta que Paula sintió que una capa de fuego líquido corría por su piel, en su vientre y entre sus piernas. Paula jadeó mientras seguían las embestidas, cada vez más insistentes. Clavó sus uñas en la piel de Pedro, deseosa de que terminase con esa exquisita tortura.


Aferrado a ella, Pedro embistió una vez más hasta el fondo y ella gritó su nombre. Todo se tambaleó a su alrededor y observó cómo saltaban chispas. El cuerpo de Pedro se hinchaba en su interior y el embate final estaba descontrolado. Estaba con ella, compartían ese mismo placer y se aferró a su cuerpo mientras los espasmos se sucedían entre temblores.


‐Gracias, señor ‐dijo, exhausta, desplomada sobre su pecho.


‐De nada ‐contestó con una sonrisa.


Paula se relajó, sus cuerpos amoldados. Agradecida y en calma, cerró los ojos.


‐¿Recuerdas nuestros grandes planes? ‐preguntó.


—¿A qué te refieres?


‐Tampoco teníamos tantos, Pedro. Piensa un poco ‐su mano acariciaba el pecho empapado en sudor‐. Teníamos varios, pero siempre pensábamos que nos escaparíamos juntos. Veríamos el mundo juntos. Tu mundo.


‐¿Mi mundo? ‐su voz sonaba espesa.


‐Sí. Tenemos dos semanas antes de que el divorcio sea efectivo. ¿Por qué no nos vamos de viaje? Sería nuestra luna de miel de despedida.


‐Me parece una idea descabellada, chica.


‐Igual que un matrimonio entre un gaucho y una aristócrata.


‐Es cierto ‐admitió con una sonrisa.


‐¿Qué opinas? ‐besó su torso desnudo‐. ¿Una última aventura?


‐Está bien. Hagámoslo.




EL SECRETO: CAPITULO 19





SE DESNUDARON en la oscuridad y se deslizaron bajo las sábanas. Pedro sólo llevaba los calzoncillos y Paula, la camisola dorada. Se acurrucó a su lado y apoyó la cabeza en su pecho. Se mantuvieron en silencio un rato. Al cabo de ese tiempo, Paula apartó el brazo de Pedro para verlo mejor.


La luna iluminaba su rostro y se reflejaba en sus pupilas. 


Pedro era esa clase de persona que cobraba vida por la noche. Pensó que sería la herencia de su sangre india y su nacimiento entre las montañas.


—¿Recuerdas la noche que dormimos al aire libre, bajo las estrellas? ‐acarició con ternura sus pectorales—. ¿Recuerdas la quietud a nuestro alrededor?


‐Sí —la mano de Pedro cubrió su cabeza y sus dedos se enredaron en su melena.


—Esa noche se veían un montón de estrellas ‐añadió Paula—. Veíamos la sombra de las montañas y la luna. Parecía que fuéramos las únicas personas vivas en la tierra.


‐Fue una noche preciosa —asintió.


‐Me gustaría que pudiéramos recuperar esa sensación ‐apuntó.


‐¿Cómo nos sentíamos?


‐Seguros ‐afirmó mientras Pedro continuaba acariciándole el pelo‐. Al menos, eso creo. No estoy segura. Ya sabes que veo el pasado en una nebulosa. A veces me parece un sueño. Y me pregunto si todo esto es real...Pero, entonces, al tocarte y sentirte tan cerca de mí, sé que todo está en orden.


Cerró los ojos, posó los labios en su torso y aspiró el aroma de su piel. Acarició su vientre con los dedos y notó cómo se tensaban los músculos abdominales. Era una sensación muy
agradable, familiar.


‐Ya sé que he estado enferma. He olvidado cinco años de mi vida. Pero, sea lo que sea que ha creado entre nosotros esta... desconfianza... Creo que podemos solucionarlo.


‐Pero, Paula, ¿cómo vas a arreglarlo si no recuerdas qué problema tuviste conmigo?


‐Quizá tú no fueras el problema, sino yo. En todo caso, no hay ningún motivo para que volvamos a intentarlo. Nos olvidaremos de los viejos recuerdos y crearemos unos nuevos ‐se apoyó en un codo‐. Quiero decir que... ¿no te sientes a gusto así, tal y como estamos ahora?


‐Eres endemoniadamente optimista ‐esbozó una sonrisa.


‐¿Y qué hay de ti? ‐lo miró a la cara‐. ¿Estás preparado para la aventura? Vamos, piensa como un gaucho. Escapemos de este sitio. Empecemos de nuevo lejos de aquí, tú y yo.


—¿Adonde quieres que vayamos?


‐No me importa, siempre que estemos juntos.


‐¿Y qué haremos?


Paula se enojó por momentos. Pedro se había vuelto tan... precavido, tan serio. Estaba preocupado por los detalles. ¿Qué había pasado con su espíritu libre y salvaje?


‐¡Vaya, conozco esa mirada! ‐dijo Pedro‐. Se avecina una tormenta. Siento la energía.


‐¿Cuándo empezaste a preocuparte tanto por todo? —amagó una sonrisa.


‐Quizá cuando comprendí que iba a perderte ‐cerró las manos sobre sus brazos y tiró de ella‐. No me gustó esa sensación.


‐¿Sabes? ‐aspiró el aroma de su piel‐. No recuerdo haberme sentido indispuesta.


‐No hace falta. Estás mucho mejor y eso es lo único que importa.


‐¿No estabas aquí cuando me ingresaron en el hospital? ‐sus labios rozaban los pezones de Pedro.


‐No. Enfermaste en China. Seguramente te picó algún mosquito, pero no te diagnosticaron hasta que volviste a casa.


‐¿Y dónde estabas tú?


‐En Francia ‐dijo‐. Y, más tarde, en California.


‐¿Por asuntos de trabajo? ‐se interesó.


‐Sí, en efecto.


‐¿Y cuándo te avisaron para que vinieras?


‐Sólo cuando asumieron que me necesitabas. En cuanto supe que estabas enferma, vine directamente ‐aseguró.


‐¿Y mi madre? ‐preguntó‐. ¿Ha venido a verme? Bueno, olvídalo. No me respondas. Sé que nunca vendría.
‐Pese a lo mucho que quiero a Dario, ya no forma parte de mi familia ‐dijo con un extraño cosquilleo en la cabeza‐. Tú eres mi familia y sólo me importas tú...


‐Paula, no estamos casados ‐dijo con suavidad mientras se sentaba en la cama y las sábanas caían hasta su cintura.


‐¿A qué te refieres con eso de que ya no estamos casados? Esta casa es nuestra.


‐Sencillamente, ocurrió.


‐¿Qué pasó? ‐pero en su cabeza ya flotaba la idea del divorcio‐. ¿Divorcio? ¿Nos encontramos al cabo de dos años, nos casamos y después nos divorciamos?


‐Sí, más o menos ‐asintió Pedro.


‐¡No! ‐la incredulidad se reflejaba en su rostro bañado por la luna‐. Si estamos divorciados, ¿dónde vives?


—Tengo un apartamento en la ciudad, en Mendoza.


‐No es posible. Yo nunca haría algo así. Nosotros nunca... ‐su voz se quebró y Pedro se quedó mirándola con expresión taciturna‐. ¡Explícamelo!


‐No tengo todas las respuestas.


‐Bien. ¿Y qué respuestas tienes? ‐respiraba con dificultad, desconcertada‐. ¿Te enamoraste de otra mujer?


‐La idea del divorcio no fue mía ‐emitió una gruñido ronco‐. Ojalá pudiera decirte que hubo otra mujer, pero yo no tomé la decisión. Estaba en desacuerdo.


‐¡Yo tampoco quería el divorcio!


‐Sí, Paula ‐dijo con serenidad‐. Y te lo concedí porque quería que fueras feliz.


‐¿Feliz, alejada de ti? ‐sacudió la cabeza, sin aire, y sintió un martilleo creciente en la cabeza‐. ¡No es posible! Te lo estás inventando.


‐No, lo has olvidado.


‐Recordaría algo así ‐aseguró con lágrimas en los ojos.


‐Y llegará ese día. Poco a poco estás recordando fragmentos sueltos de tu pasado. Quizá tardes unos días, un par de semanas. Pero muy pronto recordarás todo.


Se miraron a la cara a través de un vacío tan grande como la Patagonia. Paula tenía los ojos rojos y estaba helada. Sentía que se congelaba por dentro como un glaciar.


‐Yo te quiero, Pedro.


‐Sí, pero no lo bastante ‐replicó con tanta ternura que casi le rompió el corazón.


‐Perdóname, Pedro ‐lo abrazó y enterró la cara en su pecho‐. Dame otra oportunidad.Hagamos que esta vez funcione.


‐Pero ni siquiera sabemos qué fue lo que falló la última vez ‐acarició su nuca‐. Creo que necesitamos algunas respuestas antes de comprometernos a nada. Todo saldrá bien, Paula. Tendrás una vida plena...


‐¡No valdrá la pena si tú no estás! ‐dijo entre sollozos, dolida y vulnerable‐. No soporto estas lagunas en mi memoria, rodeada de oscuridad.


‐Te acordarás de todo ‐procuró reconfortarla‐. Y ya conoces la peor parte. No hay más sorpresas, salvo que tengas algún secreto que yo desconozca.


‐¡Dios mío, no! No soportaría más secretos ni más sorpresas. Sólo quiero un poco de normalidad ‐levantó sus ojos humedecidos hacia él‐. ¿No podríamos llevar una vida normal, Pedro?


‐Nunca te gustó esa clase de vida ‐apuntó.


‐Quizá no sabía la clase de vida que llevaba ‐se tapó la cara con ambas manos‐. Estoy asustada de mí misma.


Pedro rió. No pudo evitarlo. Había mucho de su antigua personalidad. Sonaba igual que la joven rebelde de la que se había enamorado.


‐Eres una mujer muy especial, Paula Chaves ‐dijo mientras acariciaba su cara.


‐Me has llamado Paula Chaves ‐agarró su dedo con el puño‐. ¿Todavía estamos casados o ha sido un desliz?


‐Bueno, un poco de todo ‐admitió tras una duda‐. Pediste el divorcio, pero todavía no te lo han concedido. Supongo que se solucionará muy pronto.


‐Así que todavía estamos casados.


‐Sí, seguiremos casados un par de semanas ‐admitió Pedro.


—En ese caso, ¡renovemos los votos! Olvidemos el divorcio ‐exclamó.


‐¡Paula! ‐ella lo miró perpleja‐. Eso no es posible. Acabo de explicártelo. Tenías razones para separarte de mí y esas razones no han cambiado. El problema es que todavía no recuerdas esos motivos, pero...


—Sólo quiero que me perdones y que luchemos para que todo salga bien ‐dijo—. Sé que podemos lograrlo.


Pedro estaba dividido. Sentía un indescriptible entusiasmo, pero también estaba preocupado. La alegría de Paula era contagiosa, pero sabía que sus promesas no serían firmes hasta que no recuperase la memoria. Y entonces...


‐Intentémoslo una sola vez, ¿quieres? ‐lo miró con tanta esperanza y tanta confianza que le partió el corazón‐. No rechaces esa posibilidad. Al menos, piensa en ello.


—Está bien —dijo, rendido ante ella—. Pensaré en ello.


—De acuerdo ‐dijo y se acurrucó a su lado, las piernas entrelazadas con Pedro.




viernes, 23 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 18





Las palabras de Pedro acompañaron a Paula mientras se cambiaba para la cena. Necesitaba algo más elegante, tal era la costumbre en su país. Eligió un vestido rojo de gasa bordado con capullos de flores negros y se peinó antes de recogerse el pelo en una cola de caballo. Se puso unos pendientes de aro dorados y un poco de colonia en las orejas, las muñecas y detrás de las rodillas.


Pedro la esperó en la entrada del comedor. Era la primera vez que cenaban en el comedor y le gustaba el aspecto dramático que ofrecía la estancia por la noche, iluminada con velas y candelabros.


Antes de que sirvieran la cena, Pedro puso un poco de música que amenizara la noche.


María era una cocinera excelente y había preparado un menú variado con los platos favoritos de Paula. Al término de la cena se instalaron en la sala, donde tomarían café y
disfrutarían de la música.


Paula dobló las piernas por debajo del cuerpo mientras sorbía el café. A pesar de su borrosa visión de la realidad, estaba feliz. ¿Cómo era posible?


Quizá se debiera a que no albergaba expectativas de futuro. 


No pensaba en el mañana ni en la búsqueda de su hijo.


Ya habría tiempo para todo eso. Por el momento aspiraba a disfrutar de la velada en compañía de Pedro.


Paula acercó la taza de porcelana a sus labios y aspiró el rico aroma del café. Esos pequeños placeres junto a Pedro resultaban embriagadores. Resultaba algo decadente, incluso.


‐Eres una mujer preciosa, Paula.


La voz profunda de Pedro descargó un intenso hormigueo a lo largo de su espalda, seguido de un pellizco de placer. 


Había sido como una caricia.


Ella levantó la cara, lo miró y Pedro sostuvo su mirada durante un largo silencio. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Eso era lo primero que la había atraído de Pedro, antes de conocerlo. Esa presencia serena, llena de sabiduría.


La atracción que había sentido había sido pura energía, intangible pero adictiva.


‐Todavía tenemos que discutir muchas cosas ‐dijo con calma y dejó el café sobre la mesa‐. Hay más cosas que tengo que contarte.


‐¿No podríamos dejarlo para mañana? ‐imploró, temerosa, segura de que no serían buenas noticias.


‐Vives en un mundo de película ‐dijo Pedro con una sonrisa.


Ella notó una punzada en el corazón. Era verdad. Siempre había sido muy buena en el arte de la evasión. Siempre había preferido la fantasía a la realidad.


‐Me conoces demasiado bien ‐dijo con un repentino amor por Pedro, consciente de que sus vidas habían estado unidas durante muchos años.


‐Y por esa razón tenemos que hablar, Paula. Una parte de mí preferiría evitarlo y que continuásemos como hasta ahora ‐sus ojos negros parecían velados‐. Pero esta situación... Hace años que no mantenemos una relación tan íntima.


‐Entonces puede que sea esto lo que necesitemos ‐aventuró.


‐¿Vivir en la mentira? No, no creo que sea una buena idea.


‐Puede que no sea eso. Quizá... quizá dispongamos de una segunda oportunidad para que todo vaya bien entre nosotros.


‐Ahí está la trampa, negrita. Siempre ha funcionado para mí ‐la sombra en su mirada se había acentuado‐. Tú has sido infeliz conmigo. Tú quisiste que nuestro matrimonio no siguiera adelante.


Paula quería taparse los oídos. Esa conversación iba a entristecerla y no quería ponerse triste esa noche. Era una velada fabulosa. La brisa nocturna refrescaba el ambiente y el aroma de las flores del jardín inundaba la casa.


No había ninguna razón para que discutiesen. Estaban juntos. Eso era lo único que importaba y todo lo que quería saber, de momento.


Paula se incorporó y se acercó hasta la silla de Pedro. Se quedó de pie, frente a él, una mano extendida y la otra en la cintura.


‐Baila conmigo ‐Pedro la miró incrédulo‐. ¿Qué? ¿Ya no bailamos? No vas a decirme que nunca hemos bailado. Eres un gran bailarín. ¿O también me equivoco en eso?


‐Sí, me gusta bailar ‐reconoció con una sugerente sonrisa—. No te has olvidado.


‐Entonces, enséñame ‐susurró y tomó a Pedro de la mano.


Notó la velocidad de su pulso en la muñeca y la temperatura de su cuerpo. La energía que circulaba entre sus cuerpos era tan intensa que escocía. No había recordado que el placer del contacto se emparejaba con el dolor.


Sonaba una canción lenta. Una voz femenina, cálida y sensual, los arropaba en el mano de la noche.


Pedro colocó la mano de Paula en su espalda, apretó su cuerpo contra ella. Sus pechos se aplastaron contra su torso y sus caderas se amoldaron a su cintura. Era más alto de lo que recordaba y apoyó la cara en su pecho. Sentía su corazón en la mejilla, pero no era una sensación agradable. 


Estaba febril. Se consumía en un fuego abrasador.


‐Tú corazón está a mil ‐dijo Pedro‐. Y todavía no ha empezado el baile.


‐Estoy perfectamente ‐replicó ante ese gesto de arrogancia.


‐Sí, desde luego ‐corroboró con los ojos como dos ascuas.


El corazón de Paula se aceleró un poco más. Tenía la boca seca. Estaba mirándola como si fuera el postre más dulce.


‐Estás sonriendo ‐dijo y apoyó sus labios en su pelo‐. ¿Qué pasa?


‐Pensaba que no he olvidado esto ‐dijo, estremecida.


Pedro tomó aire y ella notó cómo se expandía su pecho. El contorno de su cuerpo contra ella era una delicia. Era asombroso sentirse mujer de nuevo.


—Yo tampoco lo he olvidado —murmuró y besó su mejilla con una caricia leve.


‐¿Siempre has llevado el pelo largo? ‐preguntó y alargó la mano.


‐Siempre ‐aseguró con una media sonrisa, si bien su expresión no era dulce‐. No me permitirías que me lo cortara. Me dijiste que no volverías a hacerme el amor si alguna vez me cortaba el pelo.


Su lengua trazó el perfil de la oreja y ella se estremeció. 


Lanzó un gemido mientras se acumulaba el calor entre sus muslos. Ambos se deseaban y la energía que flotaba en el ambiente era tan brutal que la desconcertó.


‐Subamos a la habitación ‐rozó con sus labios la barba del mentón‐. Subamos y quedémonos juntos.


Pedro notó cómo separaba los labios y mordisqueaba su barbilla. Dibujó líneas invisibles a lo largo del cuello con la punta de la lengua húmeda y eso enardeció su cuerpo hasta el punto que sólo pensó en desnudarse.


‐No puedo hacerlo, Paula ‐apoyó las manos en sus hombros desnudos y acarició esa piel de seda‐. No me fío de mis instintos si me quedo a solas contigo.


Y cruzó por su mente la idea de que siempre había pensado de ese modo. Nunca había estado con ella sin desearla. Y ahora era como si estuviera en una hoguera.


‐No me vengas con ese cuento ‐tomó sus manos y las llevó hasta sus pechos.


Pedro lanzó un gruñido. Paula no llevaba sujetador y sus manos sostenían la dulce firmeza de sus pechos. No podría reprimirse una segunda vez. Había agotado sus fuerzas la noche anterior.


‐¡Paula! ‐masculló, pero no desveló la tortura que estaba sufriendo.


‐¿Sí, mi amor? ‐dijo mientras clavaba las uñas en su pecho con delicadeza.


Pedro se puso tenso y su erección era tan poderosa que dolía. No podía contenerse y rechazarla dos noches seguidas.


Bajó de un tirón el escote del vestido de Paula y expuso a su mirada sus pechos. Estaba imponente. Los pezones se habían endurecido como semillas salvajes.


Arqueó la espalda de Paula y cubrió uno de los pezones con la boca y el otro con la mano.


Estaba hambriento, desesperado. Rodeó el pezón con los labios, succionó con fuerza y lamió la aureola con insistencia, incapaz de saciar su apetito.


Alcanzó su espalda con la mano y apretó en su mano una nalga. Y cada contacto de su cuerpo con la piel ardiente de Paula provocaba temblores en ella.


Pedro cerró los ojos y dejó que su mano se aventurase donde todavía no había ido. Sintió la suavidad de sus pliegues bajo la falda y la braguita. Estaba caliente y húmedo. Introdujo un dedo y escuchó el grito amortiguado de Paula contra su hombro. Se retiró al instante, temeroso de herirla.


‐Tócame otra vez, Pedro ‐imploró‐. Hazme sentir bien.


Y ya no había manera de que pudiera retirarse. Besó el lóbulo de su oreja, la nuca y su sensual boca.


Paula gimió cuando Pedro apartó las braguitas e introdujo un dedo, después otro, moviéndose como si se tratase de su cuerpo.


Paula aulló contra su pecho y sus labios encontraron la piel desnuda. Estaba acariciándola de un modo que sólo acrecentaba el fuego que ardía en sus entrañas.


Pensó que eso no bastaría. Quería sentirlo todo.


‐Subamos ‐dijo en un jadeo‐. Vamos arriba, por favor. Ahora.


Pedro se apartó de mala gana y ajustó la ropa interior de Paula. Después alisó la falda del vestido y colocó el escote en su sitio.


Su respiración era agitada. Paula volvió a besarlo.


‐Todavía no hemos terminado ‐dijo, tras otro beso.


Subieron al segundo piso. Cada paso era una tortura. Estaba ansioso por poseerla. Su deseo iba más allá de cualquier límite. Había un mundo entero ahí fuera con millones de mujeres, pero sólo deseaba a una. Sólo necesitaba a una.


Paula sintió la química. No hablaban, pero la conexión era evidente. Era realmente explosivo.


Pero, ¿sentían amor u odio?


Ella lo miró por encima del hombro. Y decidió que tenía que tratarse de amor, consciente de las cosas que esa boca provocaba en su cuerpo.


¿O sería odio? Entonces lo miró a los ojos y advirtió una expresión de lejanía. Nadie habría adivinado que acababa de acariciarla en sus zonas más íntimas.


Se volvió para mirarlo de frente en la puerta de la habitación. 


Sus miradas se encontraron y ella apreció un destello en la profundidad de sus pupilas.


‐¿Preferirías estar en otro lugar esta noche? ‐preguntó en la penumbra del pasillo.


‐No ‐contestó.


‐¿Preferirías la compañía de otra persona? ‐preguntó con una falsa sonrisa.


‐Nunca ‐contestó.


‐Quiero que me hagas el amor, Pedro. Quiero que me ames cómo me amaste una vez, en el pasado ‐dijo con la mirada fija en él‐. ¡Por favor!


—No puedo, Paula. Has estado enferma...


‐¡No, no, invéntate algo nuevo, Pedro! Estoy harta de esa maldita excusa.


Inclinó la cabeza. Tenía los ojos cerrados y sus facciones reflejaban un intenso pesar.


‐Esto resulta muy duro para ti, ¿verdad? ‐Paula tragó saliva y acarició su mejilla.


‐Tengo tanto miedo de hacerte daño... Te deseo, negrita, pero nunca me lo perdonaría si te lastimara ‐dijo.


Ella se tragó esa desilusión. Su corazón entendía los motivos de Pedro, incluso si su cuerpo no lo hacía.


‐En ese caso, no me hagas el amor. Sencillamente, quédate. Duerme conmigo...


‐Nunca ocurriría. No podría mantenerme alejado de ti.


‐No hará falta. Puedes abrazarme ‐sus ojos verdes brillaron con picardía‐. No creo que eso te excite demasiado.