viernes, 23 de junio de 2017
EL SECRETO: CAPITULO 18
Las palabras de Pedro acompañaron a Paula mientras se cambiaba para la cena. Necesitaba algo más elegante, tal era la costumbre en su país. Eligió un vestido rojo de gasa bordado con capullos de flores negros y se peinó antes de recogerse el pelo en una cola de caballo. Se puso unos pendientes de aro dorados y un poco de colonia en las orejas, las muñecas y detrás de las rodillas.
Pedro la esperó en la entrada del comedor. Era la primera vez que cenaban en el comedor y le gustaba el aspecto dramático que ofrecía la estancia por la noche, iluminada con velas y candelabros.
Antes de que sirvieran la cena, Pedro puso un poco de música que amenizara la noche.
María era una cocinera excelente y había preparado un menú variado con los platos favoritos de Paula. Al término de la cena se instalaron en la sala, donde tomarían café y
disfrutarían de la música.
Paula dobló las piernas por debajo del cuerpo mientras sorbía el café. A pesar de su borrosa visión de la realidad, estaba feliz. ¿Cómo era posible?
Quizá se debiera a que no albergaba expectativas de futuro.
No pensaba en el mañana ni en la búsqueda de su hijo.
Ya habría tiempo para todo eso. Por el momento aspiraba a disfrutar de la velada en compañía de Pedro.
Paula acercó la taza de porcelana a sus labios y aspiró el rico aroma del café. Esos pequeños placeres junto a Pedro resultaban embriagadores. Resultaba algo decadente, incluso.
‐Eres una mujer preciosa, Paula.
La voz profunda de Pedro descargó un intenso hormigueo a lo largo de su espalda, seguido de un pellizco de placer.
Había sido como una caricia.
Ella levantó la cara, lo miró y Pedro sostuvo su mirada durante un largo silencio. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Eso era lo primero que la había atraído de Pedro, antes de conocerlo. Esa presencia serena, llena de sabiduría.
La atracción que había sentido había sido pura energía, intangible pero adictiva.
‐Todavía tenemos que discutir muchas cosas ‐dijo con calma y dejó el café sobre la mesa‐. Hay más cosas que tengo que contarte.
‐¿No podríamos dejarlo para mañana? ‐imploró, temerosa, segura de que no serían buenas noticias.
‐Vives en un mundo de película ‐dijo Pedro con una sonrisa.
Ella notó una punzada en el corazón. Era verdad. Siempre había sido muy buena en el arte de la evasión. Siempre había preferido la fantasía a la realidad.
‐Me conoces demasiado bien ‐dijo con un repentino amor por Pedro, consciente de que sus vidas habían estado unidas durante muchos años.
‐Y por esa razón tenemos que hablar, Paula. Una parte de mí preferiría evitarlo y que continuásemos como hasta ahora ‐sus ojos negros parecían velados‐. Pero esta situación... Hace años que no mantenemos una relación tan íntima.
‐Entonces puede que sea esto lo que necesitemos ‐aventuró.
‐¿Vivir en la mentira? No, no creo que sea una buena idea.
‐Puede que no sea eso. Quizá... quizá dispongamos de una segunda oportunidad para que todo vaya bien entre nosotros.
‐Ahí está la trampa, negrita. Siempre ha funcionado para mí ‐la sombra en su mirada se había acentuado‐. Tú has sido infeliz conmigo. Tú quisiste que nuestro matrimonio no siguiera adelante.
Paula quería taparse los oídos. Esa conversación iba a entristecerla y no quería ponerse triste esa noche. Era una velada fabulosa. La brisa nocturna refrescaba el ambiente y el aroma de las flores del jardín inundaba la casa.
No había ninguna razón para que discutiesen. Estaban juntos. Eso era lo único que importaba y todo lo que quería saber, de momento.
Paula se incorporó y se acercó hasta la silla de Pedro. Se quedó de pie, frente a él, una mano extendida y la otra en la cintura.
‐Baila conmigo ‐Pedro la miró incrédulo‐. ¿Qué? ¿Ya no bailamos? No vas a decirme que nunca hemos bailado. Eres un gran bailarín. ¿O también me equivoco en eso?
‐Sí, me gusta bailar ‐reconoció con una sugerente sonrisa—. No te has olvidado.
‐Entonces, enséñame ‐susurró y tomó a Pedro de la mano.
Notó la velocidad de su pulso en la muñeca y la temperatura de su cuerpo. La energía que circulaba entre sus cuerpos era tan intensa que escocía. No había recordado que el placer del contacto se emparejaba con el dolor.
Sonaba una canción lenta. Una voz femenina, cálida y sensual, los arropaba en el mano de la noche.
Pedro colocó la mano de Paula en su espalda, apretó su cuerpo contra ella. Sus pechos se aplastaron contra su torso y sus caderas se amoldaron a su cintura. Era más alto de lo que recordaba y apoyó la cara en su pecho. Sentía su corazón en la mejilla, pero no era una sensación agradable.
Estaba febril. Se consumía en un fuego abrasador.
‐Tú corazón está a mil ‐dijo Pedro‐. Y todavía no ha empezado el baile.
‐Estoy perfectamente ‐replicó ante ese gesto de arrogancia.
‐Sí, desde luego ‐corroboró con los ojos como dos ascuas.
El corazón de Paula se aceleró un poco más. Tenía la boca seca. Estaba mirándola como si fuera el postre más dulce.
‐Estás sonriendo ‐dijo y apoyó sus labios en su pelo‐. ¿Qué pasa?
‐Pensaba que no he olvidado esto ‐dijo, estremecida.
Pedro tomó aire y ella notó cómo se expandía su pecho. El contorno de su cuerpo contra ella era una delicia. Era asombroso sentirse mujer de nuevo.
—Yo tampoco lo he olvidado —murmuró y besó su mejilla con una caricia leve.
‐¿Siempre has llevado el pelo largo? ‐preguntó y alargó la mano.
‐Siempre ‐aseguró con una media sonrisa, si bien su expresión no era dulce‐. No me permitirías que me lo cortara. Me dijiste que no volverías a hacerme el amor si alguna vez me cortaba el pelo.
Su lengua trazó el perfil de la oreja y ella se estremeció.
Lanzó un gemido mientras se acumulaba el calor entre sus muslos. Ambos se deseaban y la energía que flotaba en el ambiente era tan brutal que la desconcertó.
‐Subamos a la habitación ‐rozó con sus labios la barba del mentón‐. Subamos y quedémonos juntos.
Pedro notó cómo separaba los labios y mordisqueaba su barbilla. Dibujó líneas invisibles a lo largo del cuello con la punta de la lengua húmeda y eso enardeció su cuerpo hasta el punto que sólo pensó en desnudarse.
‐No puedo hacerlo, Paula ‐apoyó las manos en sus hombros desnudos y acarició esa piel de seda‐. No me fío de mis instintos si me quedo a solas contigo.
Y cruzó por su mente la idea de que siempre había pensado de ese modo. Nunca había estado con ella sin desearla. Y ahora era como si estuviera en una hoguera.
‐No me vengas con ese cuento ‐tomó sus manos y las llevó hasta sus pechos.
Pedro lanzó un gruñido. Paula no llevaba sujetador y sus manos sostenían la dulce firmeza de sus pechos. No podría reprimirse una segunda vez. Había agotado sus fuerzas la noche anterior.
‐¡Paula! ‐masculló, pero no desveló la tortura que estaba sufriendo.
‐¿Sí, mi amor? ‐dijo mientras clavaba las uñas en su pecho con delicadeza.
Pedro se puso tenso y su erección era tan poderosa que dolía. No podía contenerse y rechazarla dos noches seguidas.
Bajó de un tirón el escote del vestido de Paula y expuso a su mirada sus pechos. Estaba imponente. Los pezones se habían endurecido como semillas salvajes.
Arqueó la espalda de Paula y cubrió uno de los pezones con la boca y el otro con la mano.
Estaba hambriento, desesperado. Rodeó el pezón con los labios, succionó con fuerza y lamió la aureola con insistencia, incapaz de saciar su apetito.
Alcanzó su espalda con la mano y apretó en su mano una nalga. Y cada contacto de su cuerpo con la piel ardiente de Paula provocaba temblores en ella.
Pedro cerró los ojos y dejó que su mano se aventurase donde todavía no había ido. Sintió la suavidad de sus pliegues bajo la falda y la braguita. Estaba caliente y húmedo. Introdujo un dedo y escuchó el grito amortiguado de Paula contra su hombro. Se retiró al instante, temeroso de herirla.
‐Tócame otra vez, Pedro ‐imploró‐. Hazme sentir bien.
Y ya no había manera de que pudiera retirarse. Besó el lóbulo de su oreja, la nuca y su sensual boca.
Paula gimió cuando Pedro apartó las braguitas e introdujo un dedo, después otro, moviéndose como si se tratase de su cuerpo.
Paula aulló contra su pecho y sus labios encontraron la piel desnuda. Estaba acariciándola de un modo que sólo acrecentaba el fuego que ardía en sus entrañas.
Pensó que eso no bastaría. Quería sentirlo todo.
‐Subamos ‐dijo en un jadeo‐. Vamos arriba, por favor. Ahora.
Pedro se apartó de mala gana y ajustó la ropa interior de Paula. Después alisó la falda del vestido y colocó el escote en su sitio.
Su respiración era agitada. Paula volvió a besarlo.
‐Todavía no hemos terminado ‐dijo, tras otro beso.
Subieron al segundo piso. Cada paso era una tortura. Estaba ansioso por poseerla. Su deseo iba más allá de cualquier límite. Había un mundo entero ahí fuera con millones de mujeres, pero sólo deseaba a una. Sólo necesitaba a una.
Paula sintió la química. No hablaban, pero la conexión era evidente. Era realmente explosivo.
Pero, ¿sentían amor u odio?
Ella lo miró por encima del hombro. Y decidió que tenía que tratarse de amor, consciente de las cosas que esa boca provocaba en su cuerpo.
¿O sería odio? Entonces lo miró a los ojos y advirtió una expresión de lejanía. Nadie habría adivinado que acababa de acariciarla en sus zonas más íntimas.
Se volvió para mirarlo de frente en la puerta de la habitación.
Sus miradas se encontraron y ella apreció un destello en la profundidad de sus pupilas.
‐¿Preferirías estar en otro lugar esta noche? ‐preguntó en la penumbra del pasillo.
‐No ‐contestó.
‐¿Preferirías la compañía de otra persona? ‐preguntó con una falsa sonrisa.
‐Nunca ‐contestó.
‐Quiero que me hagas el amor, Pedro. Quiero que me ames cómo me amaste una vez, en el pasado ‐dijo con la mirada fija en él‐. ¡Por favor!
—No puedo, Paula. Has estado enferma...
‐¡No, no, invéntate algo nuevo, Pedro! Estoy harta de esa maldita excusa.
Inclinó la cabeza. Tenía los ojos cerrados y sus facciones reflejaban un intenso pesar.
‐Esto resulta muy duro para ti, ¿verdad? ‐Paula tragó saliva y acarició su mejilla.
‐Tengo tanto miedo de hacerte daño... Te deseo, negrita, pero nunca me lo perdonaría si te lastimara ‐dijo.
Ella se tragó esa desilusión. Su corazón entendía los motivos de Pedro, incluso si su cuerpo no lo hacía.
‐En ese caso, no me hagas el amor. Sencillamente, quédate. Duerme conmigo...
‐Nunca ocurriría. No podría mantenerme alejado de ti.
‐No hará falta. Puedes abrazarme ‐sus ojos verdes brillaron con picardía‐. No creo que eso te excite demasiado.
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