sábado, 24 de junio de 2017
EL SECRETO: CAPITULO 19
SE DESNUDARON en la oscuridad y se deslizaron bajo las sábanas. Pedro sólo llevaba los calzoncillos y Paula, la camisola dorada. Se acurrucó a su lado y apoyó la cabeza en su pecho. Se mantuvieron en silencio un rato. Al cabo de ese tiempo, Paula apartó el brazo de Pedro para verlo mejor.
La luna iluminaba su rostro y se reflejaba en sus pupilas.
Pedro era esa clase de persona que cobraba vida por la noche. Pensó que sería la herencia de su sangre india y su nacimiento entre las montañas.
—¿Recuerdas la noche que dormimos al aire libre, bajo las estrellas? ‐acarició con ternura sus pectorales—. ¿Recuerdas la quietud a nuestro alrededor?
‐Sí —la mano de Pedro cubrió su cabeza y sus dedos se enredaron en su melena.
—Esa noche se veían un montón de estrellas ‐añadió Paula—. Veíamos la sombra de las montañas y la luna. Parecía que fuéramos las únicas personas vivas en la tierra.
‐Fue una noche preciosa —asintió.
‐Me gustaría que pudiéramos recuperar esa sensación ‐apuntó.
‐¿Cómo nos sentíamos?
‐Seguros ‐afirmó mientras Pedro continuaba acariciándole el pelo‐. Al menos, eso creo. No estoy segura. Ya sabes que veo el pasado en una nebulosa. A veces me parece un sueño. Y me pregunto si todo esto es real...Pero, entonces, al tocarte y sentirte tan cerca de mí, sé que todo está en orden.
Cerró los ojos, posó los labios en su torso y aspiró el aroma de su piel. Acarició su vientre con los dedos y notó cómo se tensaban los músculos abdominales. Era una sensación muy
agradable, familiar.
‐Ya sé que he estado enferma. He olvidado cinco años de mi vida. Pero, sea lo que sea que ha creado entre nosotros esta... desconfianza... Creo que podemos solucionarlo.
‐Pero, Paula, ¿cómo vas a arreglarlo si no recuerdas qué problema tuviste conmigo?
‐Quizá tú no fueras el problema, sino yo. En todo caso, no hay ningún motivo para que volvamos a intentarlo. Nos olvidaremos de los viejos recuerdos y crearemos unos nuevos ‐se apoyó en un codo‐. Quiero decir que... ¿no te sientes a gusto así, tal y como estamos ahora?
‐Eres endemoniadamente optimista ‐esbozó una sonrisa.
‐¿Y qué hay de ti? ‐lo miró a la cara‐. ¿Estás preparado para la aventura? Vamos, piensa como un gaucho. Escapemos de este sitio. Empecemos de nuevo lejos de aquí, tú y yo.
—¿Adonde quieres que vayamos?
‐No me importa, siempre que estemos juntos.
‐¿Y qué haremos?
Paula se enojó por momentos. Pedro se había vuelto tan... precavido, tan serio. Estaba preocupado por los detalles. ¿Qué había pasado con su espíritu libre y salvaje?
‐¡Vaya, conozco esa mirada! ‐dijo Pedro‐. Se avecina una tormenta. Siento la energía.
‐¿Cuándo empezaste a preocuparte tanto por todo? —amagó una sonrisa.
‐Quizá cuando comprendí que iba a perderte ‐cerró las manos sobre sus brazos y tiró de ella‐. No me gustó esa sensación.
‐¿Sabes? ‐aspiró el aroma de su piel‐. No recuerdo haberme sentido indispuesta.
‐No hace falta. Estás mucho mejor y eso es lo único que importa.
‐¿No estabas aquí cuando me ingresaron en el hospital? ‐sus labios rozaban los pezones de Pedro.
‐No. Enfermaste en China. Seguramente te picó algún mosquito, pero no te diagnosticaron hasta que volviste a casa.
‐¿Y dónde estabas tú?
‐En Francia ‐dijo‐. Y, más tarde, en California.
‐¿Por asuntos de trabajo? ‐se interesó.
‐Sí, en efecto.
‐¿Y cuándo te avisaron para que vinieras?
‐Sólo cuando asumieron que me necesitabas. En cuanto supe que estabas enferma, vine directamente ‐aseguró.
‐¿Y mi madre? ‐preguntó‐. ¿Ha venido a verme? Bueno, olvídalo. No me respondas. Sé que nunca vendría.
‐Pese a lo mucho que quiero a Dario, ya no forma parte de mi familia ‐dijo con un extraño cosquilleo en la cabeza‐. Tú eres mi familia y sólo me importas tú...
‐Paula, no estamos casados ‐dijo con suavidad mientras se sentaba en la cama y las sábanas caían hasta su cintura.
‐¿A qué te refieres con eso de que ya no estamos casados? Esta casa es nuestra.
‐Sencillamente, ocurrió.
‐¿Qué pasó? ‐pero en su cabeza ya flotaba la idea del divorcio‐. ¿Divorcio? ¿Nos encontramos al cabo de dos años, nos casamos y después nos divorciamos?
‐Sí, más o menos ‐asintió Pedro.
‐¡No! ‐la incredulidad se reflejaba en su rostro bañado por la luna‐. Si estamos divorciados, ¿dónde vives?
—Tengo un apartamento en la ciudad, en Mendoza.
‐No es posible. Yo nunca haría algo así. Nosotros nunca... ‐su voz se quebró y Pedro se quedó mirándola con expresión taciturna‐. ¡Explícamelo!
‐No tengo todas las respuestas.
‐Bien. ¿Y qué respuestas tienes? ‐respiraba con dificultad, desconcertada‐. ¿Te enamoraste de otra mujer?
‐La idea del divorcio no fue mía ‐emitió una gruñido ronco‐. Ojalá pudiera decirte que hubo otra mujer, pero yo no tomé la decisión. Estaba en desacuerdo.
‐¡Yo tampoco quería el divorcio!
‐Sí, Paula ‐dijo con serenidad‐. Y te lo concedí porque quería que fueras feliz.
‐¿Feliz, alejada de ti? ‐sacudió la cabeza, sin aire, y sintió un martilleo creciente en la cabeza‐. ¡No es posible! Te lo estás inventando.
‐No, lo has olvidado.
‐Recordaría algo así ‐aseguró con lágrimas en los ojos.
‐Y llegará ese día. Poco a poco estás recordando fragmentos sueltos de tu pasado. Quizá tardes unos días, un par de semanas. Pero muy pronto recordarás todo.
Se miraron a la cara a través de un vacío tan grande como la Patagonia. Paula tenía los ojos rojos y estaba helada. Sentía que se congelaba por dentro como un glaciar.
‐Yo te quiero, Pedro.
‐Sí, pero no lo bastante ‐replicó con tanta ternura que casi le rompió el corazón.
‐Perdóname, Pedro ‐lo abrazó y enterró la cara en su pecho‐. Dame otra oportunidad.Hagamos que esta vez funcione.
‐Pero ni siquiera sabemos qué fue lo que falló la última vez ‐acarició su nuca‐. Creo que necesitamos algunas respuestas antes de comprometernos a nada. Todo saldrá bien, Paula. Tendrás una vida plena...
‐¡No valdrá la pena si tú no estás! ‐dijo entre sollozos, dolida y vulnerable‐. No soporto estas lagunas en mi memoria, rodeada de oscuridad.
‐Te acordarás de todo ‐procuró reconfortarla‐. Y ya conoces la peor parte. No hay más sorpresas, salvo que tengas algún secreto que yo desconozca.
‐¡Dios mío, no! No soportaría más secretos ni más sorpresas. Sólo quiero un poco de normalidad ‐levantó sus ojos humedecidos hacia él‐. ¿No podríamos llevar una vida normal, Pedro?
‐Nunca te gustó esa clase de vida ‐apuntó.
‐Quizá no sabía la clase de vida que llevaba ‐se tapó la cara con ambas manos‐. Estoy asustada de mí misma.
Pedro rió. No pudo evitarlo. Había mucho de su antigua personalidad. Sonaba igual que la joven rebelde de la que se había enamorado.
‐Eres una mujer muy especial, Paula Chaves ‐dijo mientras acariciaba su cara.
‐Me has llamado Paula Chaves ‐agarró su dedo con el puño‐. ¿Todavía estamos casados o ha sido un desliz?
‐Bueno, un poco de todo ‐admitió tras una duda‐. Pediste el divorcio, pero todavía no te lo han concedido. Supongo que se solucionará muy pronto.
‐Así que todavía estamos casados.
‐Sí, seguiremos casados un par de semanas ‐admitió Pedro.
—En ese caso, ¡renovemos los votos! Olvidemos el divorcio ‐exclamó.
‐¡Paula! ‐ella lo miró perpleja‐. Eso no es posible. Acabo de explicártelo. Tenías razones para separarte de mí y esas razones no han cambiado. El problema es que todavía no recuerdas esos motivos, pero...
—Sólo quiero que me perdones y que luchemos para que todo salga bien ‐dijo—. Sé que podemos lograrlo.
Pedro estaba dividido. Sentía un indescriptible entusiasmo, pero también estaba preocupado. La alegría de Paula era contagiosa, pero sabía que sus promesas no serían firmes hasta que no recuperase la memoria. Y entonces...
‐Intentémoslo una sola vez, ¿quieres? ‐lo miró con tanta esperanza y tanta confianza que le partió el corazón‐. No rechaces esa posibilidad. Al menos, piensa en ello.
—Está bien —dijo, rendido ante ella—. Pensaré en ello.
—De acuerdo ‐dijo y se acurrucó a su lado, las piernas entrelazadas con Pedro.
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