sábado, 24 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 20




Paula durmió, pero Pedro no concilio el sueño. Era demasiado consciente de la presencia de Paula y su cabeza funcionaba a toda máquina. ¿Cómo empezarían de nuevo? Era imposible. 


No podía someterse a ese sufrimiento una vez más. Quizá estuviese enamorado de Paula, pero no estaba loco.


Claro que tenerla entre sus brazos era una bendición.


Estaba empezando a recuperar su memoria, pero él no había olvidado un solo detalle de su vida en común.


Tenía veintisiete años cuando la conoció en el barrio de La Boca, en Buenos Aires. Estaba en un mercadillo al aire libre, regateando por una baratija, y observó cómo lograba que bajase el precio un poco cada vez. Iba vestida como una bohemia. Llevaba un pañuelo en la cabeza, una falda larga y una blusa de manga corta. Al cabo de cinco minutos, Pedro le había comprado el colgante de oro y se lo había regalado.


Ella no se lo había agradecido. Sólo lo había mirado, seria. Pedro había inclinado la cabeza en un gesto cortés y se había retirado.


Ella había salido tras él después de preguntarle adonde iba. 


Pedro notó una calidez en su cuerpo al recordarlo. Una chica preciosa y rebelde que no deseaba formar parte de la familia
Chaves. Algo que Pedro no había sabido hasta después de su primer encuentro sexual. Entonces, después de que Paula le entregase su cuerpo y su virginidad, comprendió que estaba condenado.


No eran iguales, nunca lo serían y nunca serían aceptados.


Pedro besó a Paula en la nuca. Había sido una aventura increíble. Había hecho cosas con las que un pobre gaucho nunca habría soñado. Y, sobre todo, había amado a Paula.


Paula se despertó sobresaltada, bañada en sudor, agitada. 


Abrió las manos para sostenerse en la caída. Pero entonces abrió los ojos y comprendió que estaba en la cama, de espaldas, junto a Pedro.


Se giró hacia él. La sábana cubría parte de su torso y dormía con una mano detrás de la cabeza. Observó las líneas que dibujaban los músculos del brazo.


Y, al mirarlo, sintió un estremecimiento.


Recordó todo lo que habían hablado la noche anterior y algo más.


Ella había solicitado el divorcio. Había sido su elección. 


Quería huir de su vida en común.


Pero no había dejado de amarlo. Al contrario, su amor había sido tan grande que no había soportado el dolor.


Habían tenido un hijo. Pero habían perdido a su niño y su cuerpo había sufrido tanto que había sido incapaz de volver a quedarse embarazada.


Paula tenía un nudo en la garganta.


La pérdida del bebé había sido una auténtica tragedia para ella, más de lo que nunca había compartido con Pedro. No recordaba cómo la había afectado el aborto hasta que alguien le había dado esperanzas de que su hijo seguía con vida. Pero había sido un engaño. Y eso había destrozado su vida. Había concebido esperanzas y había deseado con todas sus fuerzas que su hijo siguiera con vida. Pero sólo había conseguido un enorme vacío en su vida.


Había deseado tanto ese hijo que se había distanciado a Pedro. Se giró en la cama y estudió el rostro de su marido. Estaba muy guapo y, a un tiempo, distante. Había sufrido mucho por su culpa. Añoraba su antigua intimidad.


Apartó la colcha y dejó sólo la sábana sobre el cuerpo de Pedro. Todo su cuerpo se marcaba debajo de la tela blanca de algodón. Acercó la mano hasta el vientre, que se contrajo cuando notó ese leve contacto. Recordaba la intensidad de su relación con absoluta claridad.


Notó cómo se aceleraba su corazón. Quería volver a sentirlo y una crecida de deseo invadió todo su cuerpo. Sólo lo besaría por encima de la sábana, nada más. Rozó con sus labios el estómago y los músculos de la zona reaccionaron.


Paula tenía la boca seca. Se incorporó un poco, apoyada en los codos, y se inclinó sobre sus caderas. Tocó con mucha delicadeza la erección de Pedro por encima de la sábana y, mientras soltaba el aire, la erección creció un poco más.


Paula se emocionó. Era algo ridículo, pero sintió que estaba al mando de la situación.


Bajó la cabeza y volvió a tocarlo con sus labios. Presionó levemente para que Pedro sintiera la humedad de su boca. 


Sacó la lengua y deslizó la punta sobre el contorno del pene. 


Eso incrementó la dureza de la erección un poco más.


La presión del miembro contra su boca inflamó el cuerpo de Paula. Anhelaba la energía de Pedro. Deseaba parte de ese fuego. Acariciarlo por encima de la sábana había sido una buena idea, pero necesitaba más. Quería sentirlo todo.


Pasión, amor, y deseo. Deseo y amor. Deseo.


Paula se sentó, apartó la sábana y expuso la erección ante sus ojos. Sabía que podía hacerlo.


Sólo tenía que moverse con cuidado.


Se arrodilló sobre él y se estremeció cuando rozó su cuerpo. 


Notaba el temblor en sus muslos. Descendió lentamente hasta que la erección de Pedro entró en contacto con su zona más sensible.


Pedro se había mostrado contrario al sexo, pero ella lo había consultado con la enfermera y Patricia le había asegurado que sólo debían tomárselo con calma.


Paula vaciló un instante, pero notó la erección de Pedro presionada contra su muslo. Bajó muy despacio hasta que sintió cómo la anchura del miembro penetraba en ella.


Era una maravilla. Contuvo la respiración y presionó para sentirlo muy dentro. Deseaba más.


Se hundió hasta el fondo. Gozaba de esa plenitud, pero tenía miedo de moverse. Pero se sentía abrumada por la intensidad de esa sensación.


Y, mientras se decidía, notó la mano de Pedro en su nalga.


‐Bien, negrita. ¿Cuál será tu próximo movimiento? ‐sonrió con aire somnoliento‐. He oído algo acerca del sexo extremo. Pero ¿no crees que esto es demasiado?


Pero, mientras hablaba, arqueó las caderas y se hundió en ella con un solo golpe. Paula soltó un gemido. Empezó un movimiento suave que despertó un cúmulo de sensaciones aletargadas. El calor que irradiaba de su erección hizo que tensara los músculos. Notó una descarga en su ombligo.


‐Espera ‐dijo y apoyó las manos en el pecho de Pedro‐. No quiero que termine aún.


Pedro sonrió y siguió con el mismo ritmo suave.


Paula asumió que Pedro era un experto y que ahora ostentaba el control. Tiró de ella hacia abajo, sujetándola contra su cuerpo, y se encargó del ritmo. Los músculos internos de Paula no cesaban en sus contracciones. 


‐Párate ‐gritó con voz ahogada.


‐Imposible ‐replicó.


Y continuó moviéndose hasta que Paula sintió que una capa de fuego líquido corría por su piel, en su vientre y entre sus piernas. Paula jadeó mientras seguían las embestidas, cada vez más insistentes. Clavó sus uñas en la piel de Pedro, deseosa de que terminase con esa exquisita tortura.


Aferrado a ella, Pedro embistió una vez más hasta el fondo y ella gritó su nombre. Todo se tambaleó a su alrededor y observó cómo saltaban chispas. El cuerpo de Pedro se hinchaba en su interior y el embate final estaba descontrolado. Estaba con ella, compartían ese mismo placer y se aferró a su cuerpo mientras los espasmos se sucedían entre temblores.


‐Gracias, señor ‐dijo, exhausta, desplomada sobre su pecho.


‐De nada ‐contestó con una sonrisa.


Paula se relajó, sus cuerpos amoldados. Agradecida y en calma, cerró los ojos.


‐¿Recuerdas nuestros grandes planes? ‐preguntó.


—¿A qué te refieres?


‐Tampoco teníamos tantos, Pedro. Piensa un poco ‐su mano acariciaba el pecho empapado en sudor‐. Teníamos varios, pero siempre pensábamos que nos escaparíamos juntos. Veríamos el mundo juntos. Tu mundo.


‐¿Mi mundo? ‐su voz sonaba espesa.


‐Sí. Tenemos dos semanas antes de que el divorcio sea efectivo. ¿Por qué no nos vamos de viaje? Sería nuestra luna de miel de despedida.


‐Me parece una idea descabellada, chica.


‐Igual que un matrimonio entre un gaucho y una aristócrata.


‐Es cierto ‐admitió con una sonrisa.


‐¿Qué opinas? ‐besó su torso desnudo‐. ¿Una última aventura?


‐Está bien. Hagámoslo.




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