lunes, 19 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 6





Pedro se quedó con la mente en blanco, paralizado. Se quedó mirándola fijamente, asombrado al verla al pie de la escalera.


El médico había sugerido que estaba enferma, frágil. Pero resplandecía, luminosa, y sus ojos verdes brillaban como esmeraldas colombianas.


‐¿Te encuentras bien? ‐preguntó.


Estaba descalza y vestía unos vaqueros ajustados, una blusa blanca y su larga melena azabache caía suelta sobre sus hombros.


‐Ahora que has vuelto, sí ‐contestó.


Pedro repitió esas palabras en su cabeza. El sonido dulce y grave de su voz se acurrucó junto a su corazón. Parecía encantada con su presencia, a diferencia de la mujer que había visto por última vez dos meses atrás, horas antes de su viaje a Asia.


Aquella Paula, anticuaría de profesión, se había presentado con un traje negro, tacones altos y las maletas de cuero rojo amontonadas en la puerta.


Se había quedado en el umbral de la puerta un buen rato, en silencio, mirándolo detenidamente. Después había fingido una sonrisa.


‐Bueno, creo que ya está ‐dijo, si bien su sonrisa no se reflejó en el brillo de sus ojos.


‐¿Se acabó?


‐Eso creo ‐replicó con una leve inclinación de la cabeza, el pelo recogido.


‐¿Y eso lo has decidido tú sola? ‐preguntó, lamentándose por haberse presentado en la casa para despedirse, incapaz de contenerse.


Sabía que ella odiaba su mal carácter. Odiaba los asuntos pendientes que todavía bullían entre ellos. Su sonrisa de hielo se desvaneció en un suspiro.


—No, Pedro, no he tomado todas las decisiones. Fue una decisión conjunta.


Y, al tiempo que se ponía los guantes de cuero negro, se dirigió hacia el coche con la cabeza alta y su esbelta figura muy erguida.


Y así era como Pedro había guardado su recuerdo. Fría, elegante, una mujer de hielo. Y esa imagen no se correspondía con la mujer que tenía enfrente.


‐¿Dónde has estado, Pedro? ‐preguntó con voz vacilante, la mirada fija en él.


‐En un viaje.


‐Dijiste que nunca me abandonarías ‐apuntó, la sonrisa apagada y el brillo en su mirada menos intenso.


‐Decidimos... ‐protestó, confuso.


‐... que siempre estaríamos juntos ‐interrumpió Paula y terminó la frase.


Su expresión se ensombreció un instante antes de que forzase una nueva sonrisa. Pedro sentía su lucha interior. Intentaba que todo fluyera entre ellos sin asperezas, pero estaba dolida. Y furiosa.


‐Ahora estoy aquí —dijo, perplejo pero decidido a protegerla de los malos recuerdos‐. Todo irá bien.


Pero Paula estaba al borde del llanto y apartó la mirada, mordiéndose el labio.


‐Es demasiado tarde ‐señaló con tristeza.


‐¿A qué te refieres?


Paula encorvó los hombros y se estremeció.


‐Han hecho cosas terribles, Pedro. Cosas que no me atrevo a contarte.


Pedro notó que le fallaba el corazón. Y entonces recordó los consejos del médico. Había perdido la memoria y no era ella misma.


Pensó que, sin duda, hablaba de la enfermedad. Estaba convencido de que nadie le había hecho daño. Quizá no le gustase su familia, pero todos adoraban a Paula. Dario la quería con locura.


‐Claro que puedes decírmelo ‐dijo con amabilidad‐. Cuéntamelo todo, como siempre.


Al menos, en un tiempo pasado, no habían existido secretos entre ellos. Pero eso había sucedido hacía muchos años.


‐Me dijiste que te esperase en el café. Esperé y esperé, pero no apareciste. ¿Qué pasó? Estaba muy asustada y, entonces, llegaron los empleados de mi madre y me trajeron a casa.


Pedro no sabía qué decirle.


Sólo se habían separado a la fuerza una vez y había sido años atrás. Se trataba del episodio más oscuro de su vida.


Ella dio un paso atrás y se metió las manos en los bolsillos del vaquero.


‐¿Sabes lo que se siente cuando te abandonan? ¿Te das cuenta de lo que supone quedarse solo en mitad de la noche? ‐la rigidez de los hombros estiró la blusa de algodón y perfiló su bonita figura de busto prominente, delgada y llena de curvas‐. Me sentí completamente perdida, confusa.
Y he estado esperándote desde ese día. A la espera de que vinieras a reunirte conmigo.


Pero Pedro había vuelto. Se habían juntado otra vez tres años y medio atrás, se habían trasladado y, más tarde, se habían casado. Pero su felicidad había durado muy poco. No había funcionado la primera vez y tampoco había salido bien al segundo intento. La pasión y la mutua atracción no habían superado la cruda realidad. Pero se trataba de agua pasada. 


Estaba claro que no recordaba nada desde esa terrible noche, cinco años atrás.


‐Dijiste que siempre estarías a mi lado ‐susurró, la mirada colérica‐. Me mentiste. No estabas aquí cuando te necesitaba.


‐Ahora estoy aquí.


Sus ojos verdes sostuvieron la mirada de Pedro, escrutadores. Apretaba los labios con fuerza.


Pedro no sabía qué estaba buscando, qué anhelaba. ‐¿Vas a quedarte? ‐preguntó finalmente. 


‐Me quedaré mientras ése sea tu deseo ‐contestó, el aire preso en sus pulmones.


‐Quiero que te quedes para siempre. 


La inocencia de su respuesta, esa sinceridad infantil, atravesó el corazón de Pedro. Estaba torturándolo y sentía cómo le ardía el pecho.


Una voz en su cabeza le recordó que ella había roto su relación. Ella había solicitado el divorcio. Y había insistido.


Pero pensó que todo eso no importaba demasiado, dadas las circunstancias. En ese instante necesitaba su ayuda. Y eso era lo único trascendente.


Ella lo agarró de las solapas de la gabardina de cuero. ‐Mírame ‐ordenó, sus intensos ojos verdes fijos en el rostro de Pedro—. Mírame a la cara y prométeme que te quedarás.


‐Voy a quedarme, Paula —prometió y besó con ternura su lustrosa melena‐. Lo prometo.


Pedro comprendió que seguían de pie en la entrada de la hacienda, en compañía de Renaldo.


Una mujer con uniforme blanco aguardaba al otro lado de la puerta. Todo resultaba demasiado público. Habían perdido la privacidad.


‐¿Puedo pasar, Paula? ‐preguntó, levantándole la barbilla para que lo mirase a la cara‐. ¿Me dejarás que entre, me quite el abrigo y me quede a tu lado?





EL SECRETO: CAPITULO 5




Quizá su matrimonio su hubiera terminado, pero eso no cambiaba sus sentimientos. Casado o divorciado, Paula siempre sería su esposa.


Pero esa noche, en el avión, estirado en el asiento de cuero de primera clase, se sentía confuso. Y sus sentimientos tampoco estaban claros.


Trató de imaginarse a Paula enferma, pero no pudo. Su esposa era una mujer fuerte, en todos los sentidos. Era fogosa e independiente. Y nada podía perturbarla.


La fortaleza de su esposa, irónicamente, había provocado su divorcio.


Ella lo había forzado. Pedro se había opuesto durante meses, pero su renuncia sólo había fortalecido el empuje de Paula. Su ira daba paso a las lágrimas. Y, más tarde, las lágrimas daban paso al silencio.


Dejaron de hablarse. Nunca coincidían en la misma habitación y perdieron toda comunicación. Recordó el día en que le preguntó qué deseaba como regalo de cumpleaños y ella, sentada en el extremo opuesto de la mesa, contestó con cortesía.


‐El divorcio, por favor.


Y con la misma calma, en ese mismo momento, él aceptó.


Más tarde, sentados para la firma de los documentos, había vacilado. Pero las lágrimas habían brotado de los ojos de Paula, había alargado la mano en un gesto de súplica para que terminase con el sufrimiento de ambos.


Pedro tomó sus manos entre las suyas, vio las lágrimas en sus preciosos ojos, el temblor en sus labios y sintió que el infierno caía sobre él. Todo había terminado.


Había firmado, había fechado el documento y se había alejado en silencio.


Pero, recostado en el asiento del avión, pensó que no se había marchado. Había ignorado la verdad, había negado la realidad, incapaz de asumir el hecho de que Paula pudiera disponer de su voluntad con tanta facilidad.


Con los ojos enrojecidos, Pedro tragó saliva. El avión comercial aterrizó en Chile a la mañana siguiente, donde Pedro transbordó a otro vuelo. Llegó a Mendoza cerca de las diez. Un coche estaba esperándolo. El conductor, gaucho como él, no ofreció ninguna información y él no preguntó.


Mendoza había sido su hogar sólo durante cuatro años. 


Pedro había comprado el viñedo, la hacienda y el negocio con un cheque. Por entonces no había sabido nada del mundo del vino. Sólo sabía que era algo respetable y eso exigía la familia de Paula.


Pero ahora, mientras el coche zigzagueaba por la autopista en dirección a la hacienda ubicada entre las colinas, Pedro recordó que Paula se había enamorado del gaucho.


El coche negro cruzó las puertas de hierro rematadas en oro y tomó un camino privado que conducía a una elegante mansión de dos pisos, pintada en color albaricoque. Quizá Argentina fuera tierra de viñedos, pero la casa era puramente italiana. Los primeros propietarios habían venido de Italia y habían importado toda la madera, los travesaños y las tejas.


Iluminada por los primeros rayos de sol de la mañana, presidida por una fila de altos cipreses, la vieja mansión de más de cien años y el arco de la entrada principal ofrecían un aire mágico.


Pedro sintió una punzada en el corazón. Había llevado a Paula hasta allí cuando se había convertido en su esposa. Era el lugar que había creído que se convertiría en un hogar definitivo para ellos.


Pero las cosas nunca salían como uno esperaba, ¿verdad?


‐¿Quiere que me encargue de su equipaje, señor? ‐interrumpió el chófer.


Pedro se sacudió el mal humor de encima, salió del coche y se arregló su gabardina. Haría exactamente lo que había pensado.


‐No, Renaldo ‐contestó‐. Me quedaré en mi apartamento de la ciudad.


De pronto se escuchó un grito en el piso de arriba. Oyó su nombre repetido varias veces y miró hacia el segundo piso. Las ventanas estaban abiertas para que entrara el aire fresco de la mañana. Buscó con la mirada a Paula, pero no vio nada.


Segundos más tarde se abrió la puerta de entrada de un golpe y ahí estaba, sin aliento, en el umbral.


Pedro ‐gritó Paula, sus ojos verdes llenos de brillo‐. ¡Has vuelto!







EL SECRETO: CAPITULO 4



En ese breve intervalo de tiempo había imaginado una docena de tragedias.


‐¿Qué le ha pasado a Paula? ‐preguntó de inmediato.


‐Creemos que se trata de encefalitis ‐contestó el médico sin rodeos.


‐Encefalitis ‐repitió Pedro, que no estaba seguro de que hubiera entendido bien al doctor, debido a los problemas en la línea.


‐Se trata de una infección vírica. Es una enfermedad muy poco común en Argentina y eso ha dificultado el diagnóstico. Tu esposa ha estado muy enferma, pero creemos que ya está fuera de peligro... ‐¿Fuera de peligro? ¿Ha sido tan grave? ‐La encefalitis puede ser mortal —aseguró tras una breve pausa.


‐¿Ha estado muy grave? ‐insistió Pedro, amenazante.


El doctor no contestó. Pedro cerró los ojos y sacudió la cabeza, incrédulo.


Nadie se lo había dicho. Nadie lo había llamado. Volvió a sentirse como un intruso y eso le dolió en el alma. Quizá se hubiera casado con Paula, pero su familia nunca lo había aceptado.


Apenas habían tolerado su presencia y, tan pronto como supieron que Paula quería separarse, hicieron todo lo que estuvo en sus manos para acelerar el proceso de divorcio.


Era lógico que su matrimonio no hubiera durado mucho. 


Todo había estado en su contra, desde el principio. 


‐Es una enfermedad que no tiene un diagnóstico sencillo ‐el médico se aclaró la garganta‐. Empieza como un simple resfriado y se propaga muy deprisa. Tuvimos que hacerle una punción lumbar. Un escáner y una resonancia magnética...


‐¡Por el amor de Dios! ‐interrumpió Pedro, que apenas creía que hubieran realizado todas esas pruebas sin decírselo‐. ¿Cuándo pensabais decirme que mi esposa estaba al borde de la muerte? ¿Ibais a avisarme para el funeral?


—Ya ha salido del coma.


Pedro repitió mentalmente esas palabras y aflojó un poco la mano.


‐Fue un coma inducido ‐explicó el doctor con calma‐. Pero se ha recuperado satisfactoriamente y el coma funcionó. La inflamación ha desaparecido. Confiamos en que se restablezca por completo.


Pedro experimentó una intensa emoción. Habían inducido un coma. Habían sometido a Paula a un sueño del que quizá nunca hubiera despertado y nadie le había dado la oportunidad de despedirse.


¿Cómo se habían atrevido? ¿Cómo lo habían excluido de esa manera?


Sentía una extraña mezcla de rabia, odio y punzante indefensión. No aceptaba la impotencia. Era propia de las personas que rehuían la acción.


No era su caso. Pero carecía de libertad de movimiento.


‐El coma era la mejor opción para controlar los ataques. Eso podría haberla colocado al borde de la muerte ‐dijo el doctor.


Pedro cerró los ojos, incapaz de imaginarse a Paula tan cerca de la muerte. Ella había sido la persona más importante de su vida. Había amado a Paula más que a ninguna otra persona y había estado a punto de perderla, para siempre.


‐Pero está a salvo ‐apuntó.


‐Sí ‐aseguró el médico, aliviado‐. Está despierta y bastante lúcida.


‐¿Y para qué me has llamado? ‐preguntó con evidente acritud, consciente de que siempre lo habían considerado un gaucho, un campesino, un indiano‐. ¿Queréis que le envíe un ramo de flores? ¿Esperáis que pague la cuenta del hospital? ¿Qué esperáis que haga ahora?


‐Queremos que la ayudes a recuperar la memoria. 


Pedro se tensó. Tardó un momento en asimilar esa última información.


‐Has dicho que ya estaba recuperada. 


‐Está recuperándose ‐matizó el médico‐. Su cuerpo es fuerte, pero su cabeza... Ha sufrido una alteración de su conciencia durante un periodo...


—¿Cuánto tiempo? ‐Tres semanas ‐afirmó Stephen. 


Pedro se frotó la sien. Sentía un fuerte dolor de cabeza y necesitaba unas horas de descanso. Tenía que recuperar sus propias fuerzas.


‐¿Ha estado gravemente enferma durante tres semanas?


‐De hecho, ha sido un mes. Todo empezó a su regreso de China. Pero la primera semana pensamos que se trataba de una gripe. Sufría vómitos, tenía jaquecas. 


Pedro apretó los dientes y se mordió la lengua para evitar decir algo de lo que pudiera arrepentirse más tarde.


‐Ahora está mejor ‐aseguró el médico‐. Pero está confusa. Creo... todos creen... que te necesita a su lado.


¿Ella lo necesitaba?


Pedro estuvo a punto de echarse a reír en voz alta. El buen doctor no sabía de lo que estaba hablando. Paula no lo necesitaba lo más mínimo. Había dejado muy claro ese punto durante el último año.


Pedro se quitó la cinta de cuero negro que llevaba en el pelo. 


La espesa melena cayó sobre sus hombros y se masajeó la frente con una mano cansada. Estaba agotada física, mental y emocionalmente.


No podía seguir de ese modo. No podía enfrentarse con temas que ya no eran de su incumbencia. Las uvas, las finanzas, el negocio de exportación eran asuntos que no lo motivaban.


Se trataba de una tarea, una obligación. Pero ¿eran asunto suyo?


Y Paula. Ella tampoco era asunto suyo.


‐Seamos claros. Su familia contrató el abogado para el divorcio. Nunca pensé que llegaría el día en que me pidieran que volviese a su lado.


‐No puedo hablarte en nombre de Margarita ‐replicó el médico, en referencia a la madre de Paula, bien conservada y aficionada al licor‐. Pero el conde se ha ofrecido a mandarte su avión.


‐No necesito que el conde me envíe su avión ‐contestó con claro disgusto‐. Tengo mis propios medios de transporte, gracias.


Era imposible que no emergiera su amargura. Dario y él no eran amigos. Y nunca se llevarían bien. Su sola presencia lo ponía enfermo.


‐¿Y qué le digo al conde? ‐preguntó el médico.


‐Dile que estoy haciendo las maletas ‐señaló mientras reprimía su malestar‐. Llegaré mañana, a primera hora.





domingo, 18 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 3




Otra vez estaba sonando el teléfono móvil.


El pequeño aparato, prendido del cinturón de Pedro Alfonso, vibró en silencio una vez más y propagó un leve cosquilleo sobre su torso. El teléfono había sonado constantemente durante las tres horas en que había permanecido reunido con el Comité Consultivo Viticultor de California e incluso ahora, camino de su coche, todavía no había tenido tiempo para leer los mensajes.


Pedro sacó el teléfono mientras se dirigía al Porsche negro descapotable que había alquilado en el aeropuerto de San Francisco, estacionado en el aparcamiento.


Pero, antes de que pudiera contestar las llamadas perdidas, escuchó pasos y se volvió.


Reconoció a Niccolo Dominici, presidente del Comité, al acercarse. Niccolo, propietario del famoso viñedo Dominici del valle de Napa, había moderado la reunión.


‐Ven y cena con nosotros ‐dijo Niccolo, protegido del sol por unas gafas oscuras‐. Maggie acaba de telefonearme. Ha insistido para que te invite y no aceptará una negativa. Necesita un poco de compañía adulta.


Pedro esbozó una sonrisa bastante forzada. La mujer de Niccolo era preciosa y estaba llena de vida. Se parecía a su ex mujer, Paula. Sólo que, en su caso, Maggie amaba a su marido.


‐Gracias por la invitación, pero tengo trabajo pendiente... ‐se disculpó, serio.


‐Has trabajado todo el día —Niccolo protestó—. Necesitas una buena cena y algo de compañía. Los hoteles resultan un poco tristes.


Pedro pensó con cierta amargura que, después de todo, su estancia en un hotel resultaba menos estresante que su propia casa. Había perdido su hogar. En el acuerdo de divorcio Paula se había quedado la hacienda, el viñedo superior y el apartamento de Buenos Aires. Él se había instalado en un apartamento pequeño, bastante nuevo, en el centro de Mendoza. Era un sitio agradable en un edificio lujoso. Tenía un solo dormitorio, elegante, luminoso, y disponía de magníficas vistas sobre Los Andes. 


Pero apenas lo había amueblado. Tan sólo había comprado una cama, una mesa y una silla.


No necesitaba nada más. Su estancia en la ciudad sería breve. Paula vivía en Mendoza, rodeada de visitas. No soportaba esa proximidad. Habían ocurrido demasiadas cosas entre ellos.


Había existido demasiado dolor y desencanto.


Pedro notó que Niccolo estaba observándolo mientras aguardaba una respuesta.


—Me temo que esta noche no sería de gran ayuda ‐dijo con honestidad‐. Además, te esperan tres retoños que estarán ansiosos por verte. Seguro que preferirán que te centres en ellos.


Pedro había conocido a los niños una semana antes, tras su llegada a California, y eran encantadores. Julio, primogénito, tenía siete años. Era justo, fuerte y tenía los ojos azul intenso.
Luego venía Leo, de cinco años, moreno como su padre y de ojos verde esmeralda. Y la pequeña, Adriana, que tan sólo contaba tres años, de abundantes rizos negros, hoyuelos y aficionada a las diabluras.


Pero no le había resultado fácil moverse en compañía de Niccolo, Maggie y los niños. Había sentido envidia de la vida de su colega, un vinicultor italiano que se había establecido en el norte de California. Pedro también anhelaba descendencia, pero Paula no podía tener hijos.


Sintió, sobresaltado, la mano de Niccolo en su hombro.


—¿Estás seguro de que no quieres acompañarnos? 


—Sí, completamente seguro.


Pedro encendió el motor del coche. Sólo pensaba en la huida. Niccolo tenía buenas intenciones, pero Pedro no estaba preparado para un acto social. Había tardado años, pero finalmente había logrado un cierto dominio en el arte de la viticultura y ahora elaboraba un vino de mesa correcto. Estaba al límite de sus fuerzas. ‐Saluda a tu esposa de mi parte ‐dijo‐. Dile que cenaremos todos juntos antes de que me vaya.


Pedro condujo deprisa. Atravesó la carretera sinuosa que llevaba del viñedo Dominici a la autopista a toda velocidad y sobrepasó claramente el límite fijado por la ley. Pero nunca había respetado las normas porque nunca había creído en ellas. Su padre decía que las normas estaban hechas para las personas que no tenían criterio. Las reglas, en la cultura gaucha, eran para aquellos que necesitaban una pauta. Él no necesitaba una pauta.


Incluso ahora, pese al éxito, no quería someterse a esa pauta. Tampoco pertenecería a la exclusiva sociedad de su aristocrática esposa.


Pedro advirtió la curva cerrada que se avecinaba y cambió la marcha, aminorando hasta que superó el peligro. Al salir de la curva pisó a fondo y voló en el tramo recto que surcaba la tierra entre las colinas doradas. El valle de Napa se beneficiaba de un clima veraniego. El aire cálido, el olor de la tierra cocida y la fruta madura resultaban dolorosamente familiares. Quizá fuese demasiado familiar. Pero ese corto paseo en coche, rápido y temerario, era precisamente lo que necesitaba. Libertad. Espacio. Velocidad. Adrenalina.


La carrera entre las colinas era como una galopada, sin silla, a lomos de un semental. El peligro enardecía sus sentidos y Pedro se entusiasmó mientras el aire azotaba su rostro, el sol ardía sobre su cabeza y el deportivo se agarraba al asfalto.


La velocidad lograba que olvidase que había perdido a su único amor.


El teléfono sonó de nuevo cuando llegó a su habitación. 


Contestó, confiando que fuera Paula. Pero le sorprendió la voz del doctor Domínguez.


‐¿Dónde has estado? ‐preguntó con la voz amortiguada.


‐He estado reunido ‐dijo mientras buscaba el interruptor de la luz.


‐He estado llamándote toda la mañana, he dejado mensajes... ‐la conexión se cortó y, al poco, la voz reapareció‐ el peligro ha pasado... volver de inmediato.


¿Peligro? ¿Dónde estaba el peligro?


El sonido era pésimo. Pedro apenas entendió un par de palabras. Cerró la puerta y cruzó la habitación en busca de mayor cobertura.


‐Stephen, no he entendido nada de lo que has dicho. 
¿Podrías repetírmelo, por favor?


El doctor Domínguez insistió, pero seguían las interferencias y Pedro descorrió las cortinas para que entrara un poco de luz.


‐No logro entenderte ‐repitió Pedro, atemperado‐. Cuéntamelo otra vez. ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?


‐Paula.


‐¿Qué le ha ocurrido?


El miedo se filtró en sus entrañas mientras empujaba la puerta de cristal y salía al balcón.


Pero no obtuvo respuesta. La línea se había cortado.


¿Qué diablos estaba pasando? ¿Qué le había ocurrido a Paula? Pedro maldijo entre dientes, marcó el número del doctor Domínguez pero sonó su teléfono antes de que terminase la operación.