domingo, 18 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 3




Otra vez estaba sonando el teléfono móvil.


El pequeño aparato, prendido del cinturón de Pedro Alfonso, vibró en silencio una vez más y propagó un leve cosquilleo sobre su torso. El teléfono había sonado constantemente durante las tres horas en que había permanecido reunido con el Comité Consultivo Viticultor de California e incluso ahora, camino de su coche, todavía no había tenido tiempo para leer los mensajes.


Pedro sacó el teléfono mientras se dirigía al Porsche negro descapotable que había alquilado en el aeropuerto de San Francisco, estacionado en el aparcamiento.


Pero, antes de que pudiera contestar las llamadas perdidas, escuchó pasos y se volvió.


Reconoció a Niccolo Dominici, presidente del Comité, al acercarse. Niccolo, propietario del famoso viñedo Dominici del valle de Napa, había moderado la reunión.


‐Ven y cena con nosotros ‐dijo Niccolo, protegido del sol por unas gafas oscuras‐. Maggie acaba de telefonearme. Ha insistido para que te invite y no aceptará una negativa. Necesita un poco de compañía adulta.


Pedro esbozó una sonrisa bastante forzada. La mujer de Niccolo era preciosa y estaba llena de vida. Se parecía a su ex mujer, Paula. Sólo que, en su caso, Maggie amaba a su marido.


‐Gracias por la invitación, pero tengo trabajo pendiente... ‐se disculpó, serio.


‐Has trabajado todo el día —Niccolo protestó—. Necesitas una buena cena y algo de compañía. Los hoteles resultan un poco tristes.


Pedro pensó con cierta amargura que, después de todo, su estancia en un hotel resultaba menos estresante que su propia casa. Había perdido su hogar. En el acuerdo de divorcio Paula se había quedado la hacienda, el viñedo superior y el apartamento de Buenos Aires. Él se había instalado en un apartamento pequeño, bastante nuevo, en el centro de Mendoza. Era un sitio agradable en un edificio lujoso. Tenía un solo dormitorio, elegante, luminoso, y disponía de magníficas vistas sobre Los Andes. 


Pero apenas lo había amueblado. Tan sólo había comprado una cama, una mesa y una silla.


No necesitaba nada más. Su estancia en la ciudad sería breve. Paula vivía en Mendoza, rodeada de visitas. No soportaba esa proximidad. Habían ocurrido demasiadas cosas entre ellos.


Había existido demasiado dolor y desencanto.


Pedro notó que Niccolo estaba observándolo mientras aguardaba una respuesta.


—Me temo que esta noche no sería de gran ayuda ‐dijo con honestidad‐. Además, te esperan tres retoños que estarán ansiosos por verte. Seguro que preferirán que te centres en ellos.


Pedro había conocido a los niños una semana antes, tras su llegada a California, y eran encantadores. Julio, primogénito, tenía siete años. Era justo, fuerte y tenía los ojos azul intenso.
Luego venía Leo, de cinco años, moreno como su padre y de ojos verde esmeralda. Y la pequeña, Adriana, que tan sólo contaba tres años, de abundantes rizos negros, hoyuelos y aficionada a las diabluras.


Pero no le había resultado fácil moverse en compañía de Niccolo, Maggie y los niños. Había sentido envidia de la vida de su colega, un vinicultor italiano que se había establecido en el norte de California. Pedro también anhelaba descendencia, pero Paula no podía tener hijos.


Sintió, sobresaltado, la mano de Niccolo en su hombro.


—¿Estás seguro de que no quieres acompañarnos? 


—Sí, completamente seguro.


Pedro encendió el motor del coche. Sólo pensaba en la huida. Niccolo tenía buenas intenciones, pero Pedro no estaba preparado para un acto social. Había tardado años, pero finalmente había logrado un cierto dominio en el arte de la viticultura y ahora elaboraba un vino de mesa correcto. Estaba al límite de sus fuerzas. ‐Saluda a tu esposa de mi parte ‐dijo‐. Dile que cenaremos todos juntos antes de que me vaya.


Pedro condujo deprisa. Atravesó la carretera sinuosa que llevaba del viñedo Dominici a la autopista a toda velocidad y sobrepasó claramente el límite fijado por la ley. Pero nunca había respetado las normas porque nunca había creído en ellas. Su padre decía que las normas estaban hechas para las personas que no tenían criterio. Las reglas, en la cultura gaucha, eran para aquellos que necesitaban una pauta. Él no necesitaba una pauta.


Incluso ahora, pese al éxito, no quería someterse a esa pauta. Tampoco pertenecería a la exclusiva sociedad de su aristocrática esposa.


Pedro advirtió la curva cerrada que se avecinaba y cambió la marcha, aminorando hasta que superó el peligro. Al salir de la curva pisó a fondo y voló en el tramo recto que surcaba la tierra entre las colinas doradas. El valle de Napa se beneficiaba de un clima veraniego. El aire cálido, el olor de la tierra cocida y la fruta madura resultaban dolorosamente familiares. Quizá fuese demasiado familiar. Pero ese corto paseo en coche, rápido y temerario, era precisamente lo que necesitaba. Libertad. Espacio. Velocidad. Adrenalina.


La carrera entre las colinas era como una galopada, sin silla, a lomos de un semental. El peligro enardecía sus sentidos y Pedro se entusiasmó mientras el aire azotaba su rostro, el sol ardía sobre su cabeza y el deportivo se agarraba al asfalto.


La velocidad lograba que olvidase que había perdido a su único amor.


El teléfono sonó de nuevo cuando llegó a su habitación. 


Contestó, confiando que fuera Paula. Pero le sorprendió la voz del doctor Domínguez.


‐¿Dónde has estado? ‐preguntó con la voz amortiguada.


‐He estado reunido ‐dijo mientras buscaba el interruptor de la luz.


‐He estado llamándote toda la mañana, he dejado mensajes... ‐la conexión se cortó y, al poco, la voz reapareció‐ el peligro ha pasado... volver de inmediato.


¿Peligro? ¿Dónde estaba el peligro?


El sonido era pésimo. Pedro apenas entendió un par de palabras. Cerró la puerta y cruzó la habitación en busca de mayor cobertura.


‐Stephen, no he entendido nada de lo que has dicho. 
¿Podrías repetírmelo, por favor?


El doctor Domínguez insistió, pero seguían las interferencias y Pedro descorrió las cortinas para que entrara un poco de luz.


‐No logro entenderte ‐repitió Pedro, atemperado‐. Cuéntamelo otra vez. ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?


‐Paula.


‐¿Qué le ha ocurrido?


El miedo se filtró en sus entrañas mientras empujaba la puerta de cristal y salía al balcón.


Pero no obtuvo respuesta. La línea se había cortado.


¿Qué diablos estaba pasando? ¿Qué le había ocurrido a Paula? Pedro maldijo entre dientes, marcó el número del doctor Domínguez pero sonó su teléfono antes de que terminase la operación.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario