lunes, 19 de junio de 2017

EL SECRETO: CAPITULO 5




Quizá su matrimonio su hubiera terminado, pero eso no cambiaba sus sentimientos. Casado o divorciado, Paula siempre sería su esposa.


Pero esa noche, en el avión, estirado en el asiento de cuero de primera clase, se sentía confuso. Y sus sentimientos tampoco estaban claros.


Trató de imaginarse a Paula enferma, pero no pudo. Su esposa era una mujer fuerte, en todos los sentidos. Era fogosa e independiente. Y nada podía perturbarla.


La fortaleza de su esposa, irónicamente, había provocado su divorcio.


Ella lo había forzado. Pedro se había opuesto durante meses, pero su renuncia sólo había fortalecido el empuje de Paula. Su ira daba paso a las lágrimas. Y, más tarde, las lágrimas daban paso al silencio.


Dejaron de hablarse. Nunca coincidían en la misma habitación y perdieron toda comunicación. Recordó el día en que le preguntó qué deseaba como regalo de cumpleaños y ella, sentada en el extremo opuesto de la mesa, contestó con cortesía.


‐El divorcio, por favor.


Y con la misma calma, en ese mismo momento, él aceptó.


Más tarde, sentados para la firma de los documentos, había vacilado. Pero las lágrimas habían brotado de los ojos de Paula, había alargado la mano en un gesto de súplica para que terminase con el sufrimiento de ambos.


Pedro tomó sus manos entre las suyas, vio las lágrimas en sus preciosos ojos, el temblor en sus labios y sintió que el infierno caía sobre él. Todo había terminado.


Había firmado, había fechado el documento y se había alejado en silencio.


Pero, recostado en el asiento del avión, pensó que no se había marchado. Había ignorado la verdad, había negado la realidad, incapaz de asumir el hecho de que Paula pudiera disponer de su voluntad con tanta facilidad.


Con los ojos enrojecidos, Pedro tragó saliva. El avión comercial aterrizó en Chile a la mañana siguiente, donde Pedro transbordó a otro vuelo. Llegó a Mendoza cerca de las diez. Un coche estaba esperándolo. El conductor, gaucho como él, no ofreció ninguna información y él no preguntó.


Mendoza había sido su hogar sólo durante cuatro años. 


Pedro había comprado el viñedo, la hacienda y el negocio con un cheque. Por entonces no había sabido nada del mundo del vino. Sólo sabía que era algo respetable y eso exigía la familia de Paula.


Pero ahora, mientras el coche zigzagueaba por la autopista en dirección a la hacienda ubicada entre las colinas, Pedro recordó que Paula se había enamorado del gaucho.


El coche negro cruzó las puertas de hierro rematadas en oro y tomó un camino privado que conducía a una elegante mansión de dos pisos, pintada en color albaricoque. Quizá Argentina fuera tierra de viñedos, pero la casa era puramente italiana. Los primeros propietarios habían venido de Italia y habían importado toda la madera, los travesaños y las tejas.


Iluminada por los primeros rayos de sol de la mañana, presidida por una fila de altos cipreses, la vieja mansión de más de cien años y el arco de la entrada principal ofrecían un aire mágico.


Pedro sintió una punzada en el corazón. Había llevado a Paula hasta allí cuando se había convertido en su esposa. Era el lugar que había creído que se convertiría en un hogar definitivo para ellos.


Pero las cosas nunca salían como uno esperaba, ¿verdad?


‐¿Quiere que me encargue de su equipaje, señor? ‐interrumpió el chófer.


Pedro se sacudió el mal humor de encima, salió del coche y se arregló su gabardina. Haría exactamente lo que había pensado.


‐No, Renaldo ‐contestó‐. Me quedaré en mi apartamento de la ciudad.


De pronto se escuchó un grito en el piso de arriba. Oyó su nombre repetido varias veces y miró hacia el segundo piso. Las ventanas estaban abiertas para que entrara el aire fresco de la mañana. Buscó con la mirada a Paula, pero no vio nada.


Segundos más tarde se abrió la puerta de entrada de un golpe y ahí estaba, sin aliento, en el umbral.


Pedro ‐gritó Paula, sus ojos verdes llenos de brillo‐. ¡Has vuelto!







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