viernes, 19 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 9





Estaba sacando las llaves de la camioneta cuando él la sujetó del brazo.


—¿Por qué no dejas que conduzca yo?


Paula, de nuevo, pensó que era demasiado guapo. Su estatura no la intimidaba, al contrario, la atraía aún más. 


Nunca antes le había gustado un policía; había algo en ellos que le resultaba aterrador. Quizá fuera por su pasado o quizá por saber que ponían en peligro sus vidas constantemente, pero nunca se había sentido atraída por ese tipo de hombre.


Con Pedro, sin embargo, sentía una constante curiosidad. Intuía que ocultaba algo, y se preguntaba qué podría ser. Y le gustaría saber qué le importaba de verdad a Pedro Alfonso.


—¿Quieres conducir mi vieja camioneta? ¿Por qué?


Él rio, y ese sonido tan masculino hizo que se le doblaran las rodillas.


—Es una cosa de hombres. Me resulta raro que tú me lleves a todas partes.


—No me molesta. Considéralo parte de tus vacaciones. Además, me gusta conducir… —murmuró ella sin mirarlo.


—Despedirte de Juana no te ha sentado bien, ¿verdad?
¿Cuándo fue la última vez que alguien la miró con esa cara de preocupación? Paula se sentía tan aliviada, que estuvo a punto de dejarse caer sobre la puerta de la camioneta. Pero eso era ridículo.


—No me gusta despedirme de ella, no.


—Estás pálida como una muerta. ¿Tanto te duele decirle adiós a tu hija?


Ella tragó saliva. Cada vez que se despedía de Juana se ponía enferma, pero no quería que Pedro lo supiera.


—He perdido a mucha gente en mi vida, y decirle adiós a mi hija… —Paula respiró profundamente—. Siempre despierta una sensación de pánico. Pero se me pasará.


—Entonces relájate y deja que conduzca yo. Sólo por esta vez —sonrió Pedro—. Además, no debes preocuparte. Juana es una buena chica.


No diría lo mismo si supiera que la habían detenido el año anterior por posesión de drogas. Pero entonces… Gabriel no debía de haberle contado nada, pensó, aliviada.


Paula le dio las llaves de la camioneta, suspirando.


—¿Quieres contármelo? —le preguntó él, mientras salían del aparcamiento.


¿Quería hablar de ello?, se preguntó a sí misma. No estaba segura. Quizá estuviera bien hablar con alguien que no la conociera, que no la viese como «la viuda que no volvió a casarse».


—Estoy bien, de verdad. Lo que pasa es que… No puedo protegerla cuando no está en casa. Tiene dieciocho años, y sé que está mejor en Edmonton, pero…


—Todas las madres se preocupan, es normal —sonrió Pedro—. Pero tengo la impresión de que hay algo más que eso…


Paula miró por la ventanilla. Su relación con Juana era complicada. Había sido muy fácil cuando era niña y la vida era más sencilla. Ahora Juana se había hecho mayor, y quería su independencia. No entendía su obsesión por el orden o que le impusiera una hora para volver a casa, y se peleaban todo el tiempo. Pero Pedro no sabía eso, y no podría entender por qué la afectaba tanto que su hija le diera un abrazo.


—Juana y yo no estamos de acuerdo en muchas cosas. Pero hoy… Hoy ha sido diferente.


—¿Por qué?


—Porque… Ella estaba muy cariñosa. Hemos estado hablando de las vacaciones de verano y todo eso, pero…


—¿Pero qué?


—No sé, me ha parecido una despedida definitiva. Como si hubiéramos hecho las paces por fin. Y eso me asusta mucho.


—No lo entiendo.


Paula dejó escapar un suspiro.


—Es lógico. Es una idea muy fatalista, pero yo soy así.


Pedro soltó una carcajada.


—Veo que le das muchas vueltas a las cosas.


Ella se relajó un poco al oírlo reír. Había dejado de confiarle sus cuitas a sus amigos mucho tiempo atrás. Lo último que quería era aburrirlos con sus problemas y sus miedos. Tenía un negocio y había criado sola a su hija. La mayoría de ellos no entendía por qué seguía tan angustiada. Además, quería que la gente olvidase los problemas de Juana y hablar de ello no ayudaba en absoluto. Pero con Pedro sí podía hablar porque sólo estaba allí de paso.


—Tengo hambre. Vamos a parar en la tienda.


—¿Qué tienda?


—Ésa de ahí… —contestó Paula, señalando con el dedo—. Me gustaría comprar algo especial para la cena.


Pedro detuvo la camioneta y corrió a abrirle la puerta. Pero cuando abrió, Paula estaba mirándolo con una expresión de sorpresa que lo conmovió, y su corazón empezó a latir locamente, la misma sensación que había experimentado por la mañana mientras ella le ataba el arnés de los esquíes.


Cuantas más cosas sabía sobre ella, más fácil era entender que no lo había tenido fácil en la vida, y mientras iba encajando las piezas, comprendía por qué la había afectado tanto despedirse de Juana.


Pedro, yo…


Tenía los ojos muy azules, del color del Atlántico en un día soleado, pensó él. Y los labios entreabiertos. En un momento de locura, se le ocurrió que debería besarla para ver qué pasaba. Para comprobar si el deseo que sentía por ella era real o imaginado.


Pero eso no sería apropiado, de modo que esperó mientras Paula se aclaraba la garganta.


—Iba a preguntarte si querías alquilar una película para después de cenar. Hay un videoclub en Sundre, cerca de aquí.


Él iba a necesitar algo para pasar el tiempo, y sobretodo, para no pensar en lo guapa que era. Estarían solos, de noche, y después de cenar les quedarían largas horas por delante. Y estarían engañándose a sí mismos si quisieran mantener la mentira de que sólo eran propietaria y cliente. 


Había algo entre ellos, no sabía bien qué. Ver una película sería una manera de contener el absurdo deseo de tomarla entre sus brazos.


—Eso estaría bien.


Paula dejó escapar un suspiro, y Pedro tuvo que contenerse para no besarla. Porque sería un error, especialmente frente a la tienda, delante de todo el mundo. Él sabía bien cómo eran los pueblos pequeños. ¿Y cómo iba a besar a una mujer a la que había mentido menos de una hora antes?


Porque su relación con Gabriel no era mera coincidencia.


—¿Paula?


—¿Sí?


—¿Qué tenemos de cena?


Ella sonrió y Pedro se dio cuenta de que eso era lo que había estado esperando. La sonrisa de Paula se llevaba el frío del ambiente, reemplazándolo por otra cosa.


Se sentía mejor que en mucho tiempo, y en lugar de analizar la sensación, decidió disfrutarla.


—Vamos dentro y te enterarás —contestó, saltando de la camioneta.


Con película o sin ella, Pedro empezaba a temer que haría falta algo más que un DVD para que dejase de pensar en Paula Chaves.







IRRESISTIBLE: CAPITULO 8





El restaurante estaba casi vacío, y Paula se quedó sorprendida al ver a Pedro sentado con Gabriel Simms, el jefe de policía de Mountain Haven. Gabriel no era mala persona, pero sabía cosas… Cosas que ella prefería que Pedro no supiera.


Aunque era natural que dos miembros del cuerpo de policía quedasen para hablar, pensó luego.


Los ojos de Pedro se iluminaron al verla, y Paula tuvo que sonreír. No debería admitirlo, pero entre ellos había cierto magnetismo, cierta atracción. Una sensación tan inesperada, como poco familiar. Aunque no lo lamentaba; era una distracción ahora que Juana había vuelto a Edmonton. No le gustaba nada volver sola a casa, porque le recordaba cómo sería su futuro cuando Juana se hubiera ido para hacer su vida.


—¿Juana se ha ido ya?


—Sí… —suspiró ella, tragando saliva.


Decirle adiós le rompía el corazón porque temía no volver a verla. Sabía que era un miedo irracional, pero su corazón no parecía entenderlo. Y que Juana estuviera en una ciudad extraña, donde no podía vigilarla, la asustaba más de lo que quería reconocer.


Pero no dijo nada porque Pedro no tenía por qué saberlo, y además, no estaba solo.


—Paula, te presento a Gabriel Simms.


—Nos conocemos —dijo ella, ofreciéndole su mano.


—Encantado de verte, Paula. Pedro me dice que lo tratas muy bien.


—Es mi único cliente en este momento.


En otras circunstancias, Gabriel Simms, un hombre de su edad y bastante atractivo, podría haberle gustado. Pero se habían conocido el verano anterior en circunstancias que prefería olvidar.


—¿Y vosotros dos de qué os conocéis? —preguntó Paula.


—Gabriel y yo estuvimos juntos en una conferencia en Toronto hace un par de años —explicó Pedro.


Los dos hombres intercambiaron una mirada, y ella tuvo que disimular su aprensión. Qué extraña coincidencia que se hubieran vuelto a encontrar allí, en un pueblo tan pequeño.


¿Qué le habría contado Gabriel sobre ella, sobre Jen? ¿Qué pensaría Pedro?


Gabriel Simms era, en parte, la razón por la que Paula había insistido en que Juana se fuera a estudiar a Edmonton, y aunque sabía que debería estarle agradecida, su presencia era un amargo recordatorio de cuánto se habían separado su hija y ella.


—Siéntate, Paula. Toma un café con nosotros —la invitó Pedro.


—No… Iba a tomar algo, pero la verdad es que no tengo hambre. Y acabo de recordar que tengo que comprar cosas para la cena.


—Entonces, me voy contigo —dijo él inmediatamente, sacando la cartera—. Encantado de volver a verte, Gabriel.


—Llámame la próxima vez que vengas por el pueblo. Podríamos echar una partida de billar.


—Muy bien. Lo haré.


—Me alegro de verte, Paula.


—Lo mismo digo… —murmuró ella, aunque no era verdad.
¿Le habría contado algo a Pedro?









IRRESISTIBLE: CAPITULO 7






A la mañana siguiente hacía tanto frío, que Paula tuvo que soplarse los dedos para sujetar la llave. Tardó un momento, porque la cerradura estaba oxidada por el agua y la falta de uso, pero por fin logró abrir la puerta del cobertizo.


—Entra si te atreves —le dijo, con una sonrisa.


—¿No te conté que había estado en los marines?


—¿Y qué?


—¿Después de eso crees que me da miedo un simple cobertizo? —rio Pedro.


—¿No te dan miedo las arañas?


Él soltó una carcajada.


—Sí consiguen atravesar esta parka merecen darme un picotazo.


Pedro tuvo que agachar la cabeza para entrar en el cobertizo mientras Paula esperaba en la puerta. Su sentido del humor era una sorpresa muy agradable.


—¿Encuentras algo que te guste?


—Sí, espera un momento.


Oyó ruido en el interior, y al acercarse para mirar, vio que él estaba inclinado y la postura destacaba un trasero más que tentador. Aquel hombre empezaba a resultar irresistible, pero tenía que mantener la cabeza sobre los hombros.


—¡Allá van!


Paula se apartó cuando unas botas negras de esquí aparecieron volando por la puerta. Luego apareció Pedro, con telarañas en la parka.


—Ya te dije que había arañas.


—No importa, nos hemos hecho amigos.


Tenía en una mano un par de esquíes de travesía, y en la otra los dos bastones.


—¿Te has probado las botas?


—A ver… Son del cuarenta y tres. Supongo que me quedarán bien.


—No sé cómo te apetece salir a dar un paseo. Con este viento, debe de haber casi diez grados bajo cero.


—Así te dejaré en paz un rato.


Paula sonrió.


—Los clientes del hostal Mountain Haven no tienen que dejar en paz a su propietaria.


—Eso lo dices ahora, pero te advierto que soy horrible cuando me aburro. Insoportable.


En realidad, sería más fácil para ella si Pedro no estuviera en el hostal las veinticuatro horas del día. Nunca había tenido esa sensación de intimidad con un cliente, y le resultaba muy… Inquietante.


—No puedo enganchar esto —dijo él.


Paula se inclinó para mostrarle cómo enganchar las botas en el arnés, y al hacerlo, Pedro se inclinó también. Estaban demasiado cerca, su cuerpo bloqueando el viento, dándole calor. Cada vez que estaban juntos experimentaba una sensación extraña. Era un hombre guapísimo, alto, fuerte… Y encantador. ¿Cómo iba a inmunizarse contra él?


—Creo que ya está. A ver, intenta caminar.


Pedro dio un par de pasos adelante… Y cayó de bruces al suelo.


—¿Necesitas ayuda? —rio Paula.


—¿Ayuda de una pequeñaja como tú? —preguntó él desde el suelo, cubierto de nieve—. Venga, ríete. Seguro que tú tampoco puedes tenerte de pie.


La verdad era que sí podía hacerlo. Solía hacer esquí de travesía… Hasta que conoció a Tomas y se quedó embarazada de Juana. Pero ese primer invierno habían ido a dar muchos paseos con los niños.


Paula se volvió para cerrar la puerta del cobertizo. No había sabido apreciar lo que tenía, y cuando quiso darse cuenta, Tomas había muerto y estaba sola otra vez, responsable de un adolescente y una niña pequeña.


—Gracias por los esquíes —dijo Pedro—. Tiene que ser divertido ir a dar un paseo deslizándose con esto.


—Puedes dejarlos en el porche cuando termines.


—¿Paula?


Ella levantó la mirada.


—¿Sí?


—¿Seguro que no te importa que los use? No quiero recordarte cosas que te duelan.


—No pasa nada. Ahí guardados no le sirven a nadie, no te preocupes —Paula intentó sonreír—. Voy a hacer la comida y luego tengo que llevar a Juana a la estación de autobuses.


—Vas a echarla de menos.


—Sí, claro. Aunque nos peleamos mucho —Paula sacudió la cabeza—. Pero creo que está mejor donde está.


Lo último que Juana necesitaba, era volver a casa por el momento. Se aburriría, y tarde o temprano, querría volver a salir con los mismos amigos de antes.


Había podido sacarla del apuro la primera vez, pero si había una segunda, no sería lo mismo, y aunque se sentía sola sin ella, sabía que había tomado la mejor decisión para su hija.


—Tiene que volver a Edmonton, así que voy a hacer lo que hacen todas las madres: Forrarla de comida.


Paula intentó sonreír, pero no le salió.


—Puede que creas que Juana no te lo agradece, pero así es. Y cuando sea mayor seguramente te lo dirá.


Ella tenía sus dudas.


—¿Tú te llevas bien con tus padres?


—Sí, muy bien —contestó él—. Mi madre habría preferido que eligiera una profesión segura como mis hermanos, pero… En fin, la pobre se preocupa mucho por mí. Pero incluso cuando estaba en el extranjero con los marines, me mandaba paquetes de comida. Lo único malo de vivir en Florida es que ellos viven en el norte, así que no nos vemos muy a menudo.


—Parece que tuviste una infancia estupenda.


—Yo diría que una infancia normal.


Paula tragó saliva. Pedro nunca entendería su vida. Él tenía hermanos, padres, una familia. La única familia que ella había conocido eran Miguel y Juana.


—¿Y tú? ¿Dónde están tus padres?


Paula subió al porche y apoyó los esquíes en la pared.


—En un panteón, al lado de mi marido —respondió antes de abrir la puerta.



jueves, 18 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 6




Pedro, aburrido, cambiaba de un canal a otro sin interesarse por nada. No había mucho que hacer allí por las tardes. A finales de Marzo, tan al norte, se hacía de noche muy temprano y después de cenar lo único que podía hacer era ver la televisión o subir a su cuarto.


Debería estar arriba, trabajando, pero se había quedado en el salón por si acaso a Paula le daba por entrar.


Tenía que hacerle preguntas cuyas respuestas podían llevarlo en la dirección correcta. Por no mencionar cuánto había disfrutado del pequeño coqueteo en la cocina. En realidad, hacía mucho tiempo que no le gustaba tanto una mujer.


Paula entró entonces con una bandeja.


—He pensado que te apetecería tomar un café. Y prometo no romper más tazas.


—Muchas gracias —sonrió Pedro—. ¿Vas a quedarte conmigo?


—Si quieres…


Él la miró a los ojos. Eran cálidos y amistosos… Pero en ellos había algo más. Quizá una tímida invitación, quizá curiosidad.


—Me gustaría, sí —dijo, sonriendo—. Aquí todo es tan silencioso que la compañía me vendría bien.


Paula se sentó en uno de los sillones. Normalmente no se sentaba con los clientes, pero normalmente los clientes no aparecían por allí durante los meses de invierno. Además, ella estaba acostumbrada a tener parejas que iban a pasar un fin de semana romántico o familias…


Pero Pedro estaba solo. Y había visto que no llevaba alianza.


—Podrías contarme qué se puede hacer por aquí…


Ella dejó escapar un suspiro de alivio. Sólo quería información. Después de lo que había pasado en la cocina temía que la conversación fuera más personal.


—Hay excursiones a las montañas y muchas actividades de invierno —Paula cruzó la piernas, poniendo la voz de guía turística que solía adoptar con sus clientes—. Y a dos horas de aquí tienes un par de ciudades grandes con tiendas, museos… Lo que quieras.


—Me refería al pueblo. ¿Qué se puede hacer sin tener que usar el coche?


—Pues… La verdad es que no hay mucho que hacer.


—Entiendo…


Pedro tomó un sorbo de café.


Paula tenía unos esquíes de Tomas y hasta unos viejos patines de hockey. Llevaban quince años en el cobertizo, pero no había tenido valor para tirarlos. Y si Pedro podía usarlos para pasar un buen rato, ¿por qué no?


—Conservo algunas cosas de mi marido. Botas para la nieve, esquíes de travesía…


—No hace falta. Si me dices dónde puedo comprar todas esas cosas…


Ella asintió con la cabeza.


—Entiendo que no te sientas cómodo con las cosas de Tomas.


—No, no es eso. Es que pensé que a ti no te gustaría prestármelas.


Pedro estaba mirándola fijamente. No sonreía, pero su expresión no era antipática. No, empezaba a entender que lo que antes había tomado por cierta frialdad era una madura aceptación de las cosas.


Aunque era demasiado joven para eso. Demasiado joven… 


Para todo. Ella había estado casada, había criado a su hija, sabía qué esperar de la vida y lo había aceptado. Pedro, sin embargo, tenía toda la vida por delante.


Pero cuando lo miraba a los ojos, como en aquel momento, todo eso dejaba de tener importancia. A pesar de no conocerse de nada, tenía la impresión de que se parecían. 


Había algo en él que eliminaba la diferencia de edad.


—En el cobertizo no le valen a nadie para nada. No me importa que las uses, de verdad…


—En ese caso… Te lo agradecería mucho, Paula.


Había usado su nombre de pila otra vez, y eso la hacía sentir como si estuvieran atravesando la barrera entre cliente y propietaria. Como si fueran otra cosa. Lo cual era ridículo, claro.


Paula se sirvió un poco más de café. Se alegraba de que Pedro fuera a usar las cosas de su marido. Le había costado muchos años olvidar a Tomas, aunque la pena no había desaparecido del todo. Ni el sentimiento de culpa por haber seguido adelante con su vida.


Juana asomó la cabeza en el salón en ese momento.


—Me había parecido oler a café…


Paula se alegró de la interrupción.


—Tendrás que ir a buscar una taza a la cocina.


Su hija salió corriendo, como solía hacer.


—Tiene mucha energía —comentó Pedro.


—Tiene dieciocho años —le recordó ella.


—Lo dices como si tú fueras una anciana.


Paula soltó una carcajada.


—Bueno, estoy más cerca de serlo de lo que tú crees.


Pedro dejó la taza sobre la mesa y apoyó los codos en las rodillas.


—De eso nada. Tú no eres mayor.


El pulso de Paula se aceleró. ¿Mayor para qué, para él? 


Quizá Pedro tuviera costumbre de tontear con las mujeres, quizá fuera algo que hacía sin darse cuenta.


—Soy lo bastante mayor como para tener una hija adolescente de la que preocuparme.


Juana apareció de nuevo con su taza y se sirvió un café, sin percatarse de la tensión que había en el ambiente.


—Ya he terminado el trabajo de Historia. Se está imprimiendo ahora mismo.


—Muy bien —sonrió Paula.


—Las vacaciones habrían sido mucho más divertidas si hubiera podido salir, en lugar de estar aquí encerrada escribiendo sobre la guerra de 1812.


—¿Qué se puede hacer aquí para pasarlo bien? —preguntó Pedro.


—Pues…


Juana vaciló, mirando a su madre.


A lo mejor empezaba a entender que lo que había hecho era muy serio. Y que a un policía no le gustaría nada, pensó Paula.


—Salir con gente de mi edad y esas cosas —dijo su hija por fin—. La verdad es que aquí no hay mucho que hacer. Sólo podemos ir a la tienda.


—¿La tienda?


—De alimentación —contestó Paula por ella—. Los chicos del pueblo se reúnen allí para tomar refrescos y charlar. Aquí ni siquiera tenemos un cine.


—Entonces debe de ser muy aburrido.


—Sí, bueno… La verdad es que me alegro mucho de que Juana vaya al colegio en Edmonton. Allí hay muchas cosas interesantes.


Su hija levantó la cabeza, sorprendida por tal declaración. 


Pero era verdad. Sabía que en Edmonton habría más peligros para una adolescente y le gustaría estar a su lado para protegerla, pero también oportunidades de ver museos, ir al cine, al teatro…


Paula fue a tomar la jarra de la leche y comprobó que estaba vacía.


—Voy a buscar más. Vuelvo enseguida.


Pedro esperó hasta que salió del salón para mirar a Juana.


—Tengo la impresión de que tu madre y tú acabáis de tener una conversación silenciosa…


—Sí, bueno… ¿Cómo lo sabes?


—Yo también tengo una madre. Una que veía más de lo que yo creía.


—Mi madre lo ve todo… —suspiró Juana.


—¡Ah! Entonces yo tenía razón. Parece que detrás de esto hay una historia. ¿Te has metido en algún lío?


La chica apretó los labios.


—Eres policía. Si me hubiera metido en algún lío, no te lo contaría precisamente a ti, ¿no?


Pedro asintió con la cabeza. Cuando levantaba la barbilla con ese gesto obstinado se parecía mucho a su madre.


—No estoy aquí para detenerte, ya veces, una persona imparcial viene muy bien.


—¿Por qué no le preguntas a mi madre?


—Porque te estoy preguntando a ti. O quizá porque a lo mejor me hice policía para ayudar a la gente.


Juana miró su taza, nerviosa.


—El año pasado me metí en un lío…


—¿Qué clase de lío?


—Me pillaron con drogas —contestó ella.


—¿Estabas fumando algo?


Pedro tuvo cuidado de preguntar con suavidad, sin censura.


—No… Bueno, ya había probado un porro o dos, como todo el mundo, pero no me gustaron. Y yo no las vendía ni nada.


—No las usabas y no las vendías. ¿Entonces se las pasaste a alguien?


—Algo así.


—¿Te pillaron cuando hacías de mensajera?


—Sí… —suspiró Juana—. Sé que está mal, pero sólo era marihuana. Mi madre se puso como una loca y luego me envió a Edmonton. Según ella, me vendría bien un cambio de ambiente.


Evidentemente, a Juana no le gustaba que la hubiese mandado a Edmonton, pero su trabajo no consistía en poner paz entre Paula y su hija. Cinco minutos más, y podría conseguir lo que necesitaba: Una identificación.


—¿Para quién lo hiciste, Juana? ¿Para un novio? ¿Alguien te amenazó si no lo hacías?


La chica negó con la cabeza.


—No, no, Carlos no era mi novio. Es… La persona a la que todo el mundo le pide cosas. Los sábados, cuando no puedes ir a Sundre, vas a ver a Carlos y él tiene de todo.


Pedro apretó los dientes. Marihuana, cannabis… Parecía algo sin importancia, pero podía ser el principio del fin para muchos adolescentes.


—¿Alcohol y drogas blandas? —preguntó, como con cierto desinterés.


Seguramente la gente de allí consideraba a Carlos Harding una simple oveja negra, pero era mucho más.


Eso si era el hombre al que le habían enviado a buscar.


—Empezó siendo algo divertido, pero luego me daba miedo y ya no sabía cómo decir que no —siguió contándole Juana—. Pero la verdad es que me alegro de que me pillaran, porque ahora todo ha terminado. Yo no quería darle ese disgusto a mi madre… —de repente, la chica lo miró con expresión asustada—. No vas a decirle nada, ¿verdad? Ahora que mi madre y yo no discutimos casi nunca…


—No te preocupes, no voy a decir nada.


—¿Seguro?


—Seguro. Como te he dicho antes, mi trabajo consiste en ayudar a la gente.


Ayudar a la gente consiguiendo la información necesaria, se recordó a sí mismo.


—Bueno, además tú eres de Estados Unidos y no tienes jurisdicción aquí, ¿no?


Pedro tragó saliva. Había ciertas cosas que no le gustaba hacer aunque fuera su trabajo. Mentir, por ejemplo. Pero se recordó a sí mismo que había un propósito tras sus mentiras.


—Claro que no.


—Mi madre… No quiero volver a darle otro disgusto.


Juana era una buena chica, aunque se hubiera metido en aquel lío, y decía mucho de ella que estuviera preocupada por Paula. Pero quien a él le preocupaba era Carlos.


—¿Ese Carlos es de aquí?


—No, vino a vivir aquí hace un par de años. Pero no le hace daño a nadie, sólo vende la marihuana para las fiestas y eso.


—¿Cuántos años tiene?


—No lo sé, es mayor. Como unos cuarenta o así.


Pedro escondió una sonrisa. A los dieciocho años todo el mundo te parecía muy mayor, claro. Pero Paula tenía esa edad y no lo era. Recordaba cómo la había oído contener el aliento cuando besó su dedo… No, Paula no era nada mayor.


Entonces oyó pasos desde la cocina y supo que no podría seguir haciendo preguntas.


—¿Quieres un consejo?


—Sí.


—Aprende de tus errores, Juana. Sé que lo que te pasó es una experiencia que no te gustaría repetir.


—¿No vas a contárselo a mi madre?


—No —contestó Pedro—. Pero a lo mejor a ella le gustaría saber que estás decidida a no darle más disgustos. Sería una forma de volver a ser amigas, ¿no?


—No lo sé. Me lo pensaré.


Paula entró en el salón y acarició el pelo de su hija.


—He puesto tus cosas en la secadora. Y he colgado tu jersey para que se seque.


—Gracias.


De repente, Pedro entendió lo que había estado dando vueltas en su cabeza durante las últimas semanas. Echaba de menos su casa. Echaba de menos a alguien que estuviera ahí para él cuando tuviese problemas, como Paula estaba para Juana. Alguien a quien le importase de verdad. 


Y a pesar de lo complicado de aquel viaje, se alegraba de haber terminado en Mountain Haven.