jueves, 18 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 6




Pedro, aburrido, cambiaba de un canal a otro sin interesarse por nada. No había mucho que hacer allí por las tardes. A finales de Marzo, tan al norte, se hacía de noche muy temprano y después de cenar lo único que podía hacer era ver la televisión o subir a su cuarto.


Debería estar arriba, trabajando, pero se había quedado en el salón por si acaso a Paula le daba por entrar.


Tenía que hacerle preguntas cuyas respuestas podían llevarlo en la dirección correcta. Por no mencionar cuánto había disfrutado del pequeño coqueteo en la cocina. En realidad, hacía mucho tiempo que no le gustaba tanto una mujer.


Paula entró entonces con una bandeja.


—He pensado que te apetecería tomar un café. Y prometo no romper más tazas.


—Muchas gracias —sonrió Pedro—. ¿Vas a quedarte conmigo?


—Si quieres…


Él la miró a los ojos. Eran cálidos y amistosos… Pero en ellos había algo más. Quizá una tímida invitación, quizá curiosidad.


—Me gustaría, sí —dijo, sonriendo—. Aquí todo es tan silencioso que la compañía me vendría bien.


Paula se sentó en uno de los sillones. Normalmente no se sentaba con los clientes, pero normalmente los clientes no aparecían por allí durante los meses de invierno. Además, ella estaba acostumbrada a tener parejas que iban a pasar un fin de semana romántico o familias…


Pero Pedro estaba solo. Y había visto que no llevaba alianza.


—Podrías contarme qué se puede hacer por aquí…


Ella dejó escapar un suspiro de alivio. Sólo quería información. Después de lo que había pasado en la cocina temía que la conversación fuera más personal.


—Hay excursiones a las montañas y muchas actividades de invierno —Paula cruzó la piernas, poniendo la voz de guía turística que solía adoptar con sus clientes—. Y a dos horas de aquí tienes un par de ciudades grandes con tiendas, museos… Lo que quieras.


—Me refería al pueblo. ¿Qué se puede hacer sin tener que usar el coche?


—Pues… La verdad es que no hay mucho que hacer.


—Entiendo…


Pedro tomó un sorbo de café.


Paula tenía unos esquíes de Tomas y hasta unos viejos patines de hockey. Llevaban quince años en el cobertizo, pero no había tenido valor para tirarlos. Y si Pedro podía usarlos para pasar un buen rato, ¿por qué no?


—Conservo algunas cosas de mi marido. Botas para la nieve, esquíes de travesía…


—No hace falta. Si me dices dónde puedo comprar todas esas cosas…


Ella asintió con la cabeza.


—Entiendo que no te sientas cómodo con las cosas de Tomas.


—No, no es eso. Es que pensé que a ti no te gustaría prestármelas.


Pedro estaba mirándola fijamente. No sonreía, pero su expresión no era antipática. No, empezaba a entender que lo que antes había tomado por cierta frialdad era una madura aceptación de las cosas.


Aunque era demasiado joven para eso. Demasiado joven… 


Para todo. Ella había estado casada, había criado a su hija, sabía qué esperar de la vida y lo había aceptado. Pedro, sin embargo, tenía toda la vida por delante.


Pero cuando lo miraba a los ojos, como en aquel momento, todo eso dejaba de tener importancia. A pesar de no conocerse de nada, tenía la impresión de que se parecían. 


Había algo en él que eliminaba la diferencia de edad.


—En el cobertizo no le valen a nadie para nada. No me importa que las uses, de verdad…


—En ese caso… Te lo agradecería mucho, Paula.


Había usado su nombre de pila otra vez, y eso la hacía sentir como si estuvieran atravesando la barrera entre cliente y propietaria. Como si fueran otra cosa. Lo cual era ridículo, claro.


Paula se sirvió un poco más de café. Se alegraba de que Pedro fuera a usar las cosas de su marido. Le había costado muchos años olvidar a Tomas, aunque la pena no había desaparecido del todo. Ni el sentimiento de culpa por haber seguido adelante con su vida.


Juana asomó la cabeza en el salón en ese momento.


—Me había parecido oler a café…


Paula se alegró de la interrupción.


—Tendrás que ir a buscar una taza a la cocina.


Su hija salió corriendo, como solía hacer.


—Tiene mucha energía —comentó Pedro.


—Tiene dieciocho años —le recordó ella.


—Lo dices como si tú fueras una anciana.


Paula soltó una carcajada.


—Bueno, estoy más cerca de serlo de lo que tú crees.


Pedro dejó la taza sobre la mesa y apoyó los codos en las rodillas.


—De eso nada. Tú no eres mayor.


El pulso de Paula se aceleró. ¿Mayor para qué, para él? 


Quizá Pedro tuviera costumbre de tontear con las mujeres, quizá fuera algo que hacía sin darse cuenta.


—Soy lo bastante mayor como para tener una hija adolescente de la que preocuparme.


Juana apareció de nuevo con su taza y se sirvió un café, sin percatarse de la tensión que había en el ambiente.


—Ya he terminado el trabajo de Historia. Se está imprimiendo ahora mismo.


—Muy bien —sonrió Paula.


—Las vacaciones habrían sido mucho más divertidas si hubiera podido salir, en lugar de estar aquí encerrada escribiendo sobre la guerra de 1812.


—¿Qué se puede hacer aquí para pasarlo bien? —preguntó Pedro.


—Pues…


Juana vaciló, mirando a su madre.


A lo mejor empezaba a entender que lo que había hecho era muy serio. Y que a un policía no le gustaría nada, pensó Paula.


—Salir con gente de mi edad y esas cosas —dijo su hija por fin—. La verdad es que aquí no hay mucho que hacer. Sólo podemos ir a la tienda.


—¿La tienda?


—De alimentación —contestó Paula por ella—. Los chicos del pueblo se reúnen allí para tomar refrescos y charlar. Aquí ni siquiera tenemos un cine.


—Entonces debe de ser muy aburrido.


—Sí, bueno… La verdad es que me alegro mucho de que Juana vaya al colegio en Edmonton. Allí hay muchas cosas interesantes.


Su hija levantó la cabeza, sorprendida por tal declaración. 


Pero era verdad. Sabía que en Edmonton habría más peligros para una adolescente y le gustaría estar a su lado para protegerla, pero también oportunidades de ver museos, ir al cine, al teatro…


Paula fue a tomar la jarra de la leche y comprobó que estaba vacía.


—Voy a buscar más. Vuelvo enseguida.


Pedro esperó hasta que salió del salón para mirar a Juana.


—Tengo la impresión de que tu madre y tú acabáis de tener una conversación silenciosa…


—Sí, bueno… ¿Cómo lo sabes?


—Yo también tengo una madre. Una que veía más de lo que yo creía.


—Mi madre lo ve todo… —suspiró Juana.


—¡Ah! Entonces yo tenía razón. Parece que detrás de esto hay una historia. ¿Te has metido en algún lío?


La chica apretó los labios.


—Eres policía. Si me hubiera metido en algún lío, no te lo contaría precisamente a ti, ¿no?


Pedro asintió con la cabeza. Cuando levantaba la barbilla con ese gesto obstinado se parecía mucho a su madre.


—No estoy aquí para detenerte, ya veces, una persona imparcial viene muy bien.


—¿Por qué no le preguntas a mi madre?


—Porque te estoy preguntando a ti. O quizá porque a lo mejor me hice policía para ayudar a la gente.


Juana miró su taza, nerviosa.


—El año pasado me metí en un lío…


—¿Qué clase de lío?


—Me pillaron con drogas —contestó ella.


—¿Estabas fumando algo?


Pedro tuvo cuidado de preguntar con suavidad, sin censura.


—No… Bueno, ya había probado un porro o dos, como todo el mundo, pero no me gustaron. Y yo no las vendía ni nada.


—No las usabas y no las vendías. ¿Entonces se las pasaste a alguien?


—Algo así.


—¿Te pillaron cuando hacías de mensajera?


—Sí… —suspiró Juana—. Sé que está mal, pero sólo era marihuana. Mi madre se puso como una loca y luego me envió a Edmonton. Según ella, me vendría bien un cambio de ambiente.


Evidentemente, a Juana no le gustaba que la hubiese mandado a Edmonton, pero su trabajo no consistía en poner paz entre Paula y su hija. Cinco minutos más, y podría conseguir lo que necesitaba: Una identificación.


—¿Para quién lo hiciste, Juana? ¿Para un novio? ¿Alguien te amenazó si no lo hacías?


La chica negó con la cabeza.


—No, no, Carlos no era mi novio. Es… La persona a la que todo el mundo le pide cosas. Los sábados, cuando no puedes ir a Sundre, vas a ver a Carlos y él tiene de todo.


Pedro apretó los dientes. Marihuana, cannabis… Parecía algo sin importancia, pero podía ser el principio del fin para muchos adolescentes.


—¿Alcohol y drogas blandas? —preguntó, como con cierto desinterés.


Seguramente la gente de allí consideraba a Carlos Harding una simple oveja negra, pero era mucho más.


Eso si era el hombre al que le habían enviado a buscar.


—Empezó siendo algo divertido, pero luego me daba miedo y ya no sabía cómo decir que no —siguió contándole Juana—. Pero la verdad es que me alegro de que me pillaran, porque ahora todo ha terminado. Yo no quería darle ese disgusto a mi madre… —de repente, la chica lo miró con expresión asustada—. No vas a decirle nada, ¿verdad? Ahora que mi madre y yo no discutimos casi nunca…


—No te preocupes, no voy a decir nada.


—¿Seguro?


—Seguro. Como te he dicho antes, mi trabajo consiste en ayudar a la gente.


Ayudar a la gente consiguiendo la información necesaria, se recordó a sí mismo.


—Bueno, además tú eres de Estados Unidos y no tienes jurisdicción aquí, ¿no?


Pedro tragó saliva. Había ciertas cosas que no le gustaba hacer aunque fuera su trabajo. Mentir, por ejemplo. Pero se recordó a sí mismo que había un propósito tras sus mentiras.


—Claro que no.


—Mi madre… No quiero volver a darle otro disgusto.


Juana era una buena chica, aunque se hubiera metido en aquel lío, y decía mucho de ella que estuviera preocupada por Paula. Pero quien a él le preocupaba era Carlos.


—¿Ese Carlos es de aquí?


—No, vino a vivir aquí hace un par de años. Pero no le hace daño a nadie, sólo vende la marihuana para las fiestas y eso.


—¿Cuántos años tiene?


—No lo sé, es mayor. Como unos cuarenta o así.


Pedro escondió una sonrisa. A los dieciocho años todo el mundo te parecía muy mayor, claro. Pero Paula tenía esa edad y no lo era. Recordaba cómo la había oído contener el aliento cuando besó su dedo… No, Paula no era nada mayor.


Entonces oyó pasos desde la cocina y supo que no podría seguir haciendo preguntas.


—¿Quieres un consejo?


—Sí.


—Aprende de tus errores, Juana. Sé que lo que te pasó es una experiencia que no te gustaría repetir.


—¿No vas a contárselo a mi madre?


—No —contestó Pedro—. Pero a lo mejor a ella le gustaría saber que estás decidida a no darle más disgustos. Sería una forma de volver a ser amigas, ¿no?


—No lo sé. Me lo pensaré.


Paula entró en el salón y acarició el pelo de su hija.


—He puesto tus cosas en la secadora. Y he colgado tu jersey para que se seque.


—Gracias.


De repente, Pedro entendió lo que había estado dando vueltas en su cabeza durante las últimas semanas. Echaba de menos su casa. Echaba de menos a alguien que estuviera ahí para él cuando tuviese problemas, como Paula estaba para Juana. Alguien a quien le importase de verdad. 


Y a pesar de lo complicado de aquel viaje, se alegraba de haber terminado en Mountain Haven.




1 comentario: