jueves, 18 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 4





A las ocho y media Pedro apareció en la puerta de la cocina, y de nuevo, experimentó una extraña sensación al verlo. 


¿Por qué reaccionaba así ante un completo extraño? En realidad, no sabía nada sobre él. Parecía un hombre normal, agradable, pero ¿cómo iba a saber si lo era de verdad? Ni siquiera sabía por qué estaba allí de vacaciones, en un pueblo tan apartado. En general, era más que capaz de cuidar de sí misma, pero había algo en Pedro Alfonso que la tenía preocupada.


Y pronto se quedarían solos en la casa…


—¿Ocurre algo?


—No, no. Es que no le había visto entrar. La cena aún no está lista, pero acabaré enseguida.


—¿Puedo ayudarla? —preguntó él, dando un paso adelante.


Paula negó con la cabeza, nerviosa. Su trabajo consistía en hacer que los clientes se sintieran cómodos y felices en el hostal. Entonces, ¿por qué demonios le costaba tanto hacer su trabajo con aquel hombre?


—Juana bajará enseguida. Además, es mi obligación cuidar de usted, no al revés.


—Sí, claro —Pedro se apoyó en la nevera—. Pero pensé que no íbamos a ser tan formales…


Sólo iba a estar allí un par de semanas, pensó ella. ¿Qué daño podía hacer mostrarse simpática? Aquellas dudas eran una bobada. Al fin y al cabo, se marcharía en poco tiempo.


—Podemos cenar en la cocina o en el comedor, como prefiera…


—No sé… ¿En el comedor?


—Muy bien. Si no le importa poner la mesa…


Paula le ofreció un mantel y unos cubiertos.


—Claro que no.


Al tomar los cubiertos sus dedos se rozaron y ella contuvo el aliento, pero Pedro se dio la vuelta como si no hubiera pasado nada.


Sólo ella sabía que sí había pasado. Y ésa era muy mala noticia.




miércoles, 17 de mayo de 2017

IRRESISTIBLE: CAPITULO 3




Paula estuvo oyendo sus pasos en el piso de arriba durante largo rato mientras hacía la cena.


Pedro Alfonso, comisario de policía. Cuando Juana le dijo que había reservado una habitación en el hostal, el nombre había conjurado la imagen de un rudo y seco detective. Pero no era nada de eso; al contrario. No podía tener más de treinta o treinta y dos años. Y era muy educado.


—¿Qué estás haciendo?


La voz de Juana interrumpió sus pensamientos, y por una vez, Paula se alegró. Llevaba demasiado tiempo pensando en su nuevo cliente.


—Pasta con salsa de tomate y pan foccacia.


—Genial.


Juana tomó una galleta del bote y se apoyó en la encimera.


Paula la miró, suspirando. Echaba de menos a la niña que había sido. Ser madre era mucho más fácil entonces. Sin embargo, por difícil que fuese ahora, le dolía en el alma tener que mandarla a Edmonton.


—¿Ya has comprado el billete de autobús?


—Lo compré antes de venir.


Juana metió la mano en el bote de las galletas, pero su madre le dio un golpecito en la mano.


—No comas más galletas, estamos a punto de cenar.


Juana levantó una ceja como diciendo: «No tengo doce años, madre».


—Deberías alegrarte de que me vaya. Así te quedarás a solas con el detective macizo.


Paula abrió los ojos como platos.


—¡Juana!


—Mamá, por favor… Es un poco mayor para mí… Por guapo que sea. Pero a ti te iría muy bien.


Paula dejó el cucharón de madera sobre la encimera con más fuerza de la que pretendía.


—Para empezar, baja la voz. Es un cliente. Y no estaría aquí si preguntases primero e hicieras las reservas después.


Juana dejó de mordisquear la galleta.


—Sigues enfadada por eso, ¿eh?


Paula suspiró. En realidad, no era sólo culpa de su hija. 


También ella empezaba muchas peleas. Pero debería intentar llevarse bien con Juana, no alejarse de ella.


—Ojalá pensaras las cosas antes de hacerlas en lugar de lanzarte de cabeza. Hiciste la reserva sin consultarme.


—Sólo estaba intentando ayudar. Pero ya te dije que lo sentía. No sé cuál es el problema.


¿Cómo podía explicarle que el problema era que se preocupaba por ella día y noche? Y no porque fuese una madre exageradamente protectora, sino porque el verano anterior, Juana había tenido un problema muy serio. Aunque esperaba que hubiese aprendido la lección.


—No vamos a discutir más, ¿de acuerdo?


Se había enfadado con ella por no pedirle un número de tarjeta de crédito al hacer la reserva, pero la factura ya estaba pagada, de modo que no tenía sentido discutir. Un día después de haber hecho la reserva recibieron una llamada del Departamento de Policía de Florida, para decir que ellos se harían cargo de todos los gastos del señor Alfonso, y ella, enfadada por haber tenido que posponer su viaje a México, les había cargado precios de temporada alta.


Suspirando, Paula metió una bandeja de pan en el horno. 


Por muy enfadada que estuviera por no haber ido a Cancún, la verdad era que le gustaba lo que hacía. Además, cocinar para una sola persona era muy aburrido. Juana llevaba una semana en casa, pero no era lo mismo ahora que era casi una adulta. Tener clientes significaba tener alguien más para quien hacer las cosas. Y era por eso por lo que había decidido abrir un hostal.


Entonces dejó de oír pasos sobre su cabeza, y la casa quedó en completo silencio.


—No quería enfadarme contigo, Juana.


—Yo tampoco… —murmuró su hija, saliendo de la cocina.


—¡La cena estará lista en media hora!


Juana no contestó, por supuesto.


Paula encendió la radio, y empezó a canturrear mientras cocinaba y lavaba después, cacerolas y platos; el proceso de cocinar y limpiar era casi terapéutico para ella.








IRRESISTIBLE: CAPITULO 2





Pedro dejó escapar un suspiro cuando la puerta se cerró. 


Menos mal que se había ido… No sabía por qué, pero Paula Chaves le ponía nervioso.


Luego miró alrededor. Bonita habitación. Gabriel le había asegurado que aunque fuese un alojamiento rural, no era un hostal de segunda clase, y estaba en lo cierto. Por lo poco que había visto, la casa era limpia, acogedora, y muy agradable. Y su habitación no era diferente.


Los muebles eran de pino, y además de un edredón hecho a mano, había una manta roja a los pies de la cama. Pedro pasó la mano por el cabecero de madera… Seguramente fuera demasiado pequeña para un hombre de su estatura, pero lo que importaba era que estaba allí y que tenía todo lo que necesitaba. Para la gente del pueblo sería un cliente de vacaciones, pero estaría constantemente conectado con sus superiores a través de Internet y en relación con las autoridades locales. Claro que se alegraba de alojarse en un hostal tan agradable. Había estado en sitios muchísimo peores mientras trabajaba.


Pedro abrió la bolsa de viaje y colocó su ropa ordenadamente en los cajones de la cómoda. Cuando Gabriel le dijo que la propietaria del hostal era una señora llamada Paula Chaves, imaginó que sería una mujer de sesenta años que hacía jerséis de punto e intercambiaba recetas con las vecinas. Pero Paula Chaves no se parecía nada a esa imagen. Y Juana tampoco parecía la clase de chica que se metería en líos con la policía.


No sabía qué edad podría tener Paula. Inicialmente pensó que un año o dos más que él, pero la aparición de su hija había cambiado esa impresión. No podía estar seguro, pero con una hija tan mayor, debía de tener por lo menos treinta y siete o treinta y ocho años. Sin embargo, su piel era perfecta, sin una sola arruga. Y sus manos eran mucho más pequeñas que las suyas.


Pero eran sus ojos azules lo que más le había impresionado.


Unos ojos alegres, pero con un brillo de precaución. Unos ojos que le decían que su vida no había sido fácil.


Pedro cerró la bolsa de viaje abruptamente. No estaba allí para mirar los ojos de la dueña del hostal. Eso era lo último en lo que debía pensar. Tenía un trabajo que hacer: Reunir información. ¿Y quién mejor que la dueña del hostal para dársela? Paula Chaves tomaría sus preguntas por mera curiosidad de turista, pensó. Invitándose a sí mismo a cenar la había puesto en un aprieto, pero con el resultado deseado.


Se estaba haciendo de noche cuando sacó el ordenador portátil de la mochila y lo colocó sobre la mesa para comprobar su correo. Pero era una conexión muy lenta, y tuvo que esperar lo que le pareció una eternidad.


—Echo de menos el ADSL… —murmuró.


No, esperar no era lo suyo, y durante mucho tiempo había sido de los que actuaban primero y pensaban después. Una de las razones por las que su jefe le había exigido que pidiese la baja. Pero no llevaba ni dos semanas en casa cuando lo habían llamado para encargarle aquella misión. Y se alegraba. A él no le gustaba estar sin hacer nada.


Gabriel Simms, su contacto en Mountain Haven, le había pedido que fuera personalmente. Como un favor. Y aquél no era un trabajo que pudiera hacerse a toda prisa, sino vigilando, esperando.


Pedro arrugó el ceño cuando por fin se abrió su cuenta de correo. Por el momento, el ordenador sería su conexión con el mundo exterior. Aquélla era una comunidad muy pequeña, y cuanto menos llamase la atención, mejor para todos.


Se dio cuenta entonces de que la habitación había quedado a oscuras, y miró su reloj. Ya eran las ocho, y Paula le había dicho que servía la cena a las ocho y media.


Como no quería empezar con mal pie, Pedro apagó el ordenador y puso la mochila bajo la bolsa de viaje en el armario.



IRRESISTIBLE: CAPITULO 1





Un traqueteo de ruedas sobre la nieve, hizo saber a Paula Chaves que él estaba allí. El comisario. El hombre que lo había estropeado todo antes incluso de llegar a Mountain Haven, un pueblecito perdido en la región de Alberta, en Canadá.


Suspirando, apartó las cortinas y miró el jardín, cubierto por una espesa capa blanca. Aunque estaba a punto de empezar la primavera, una inesperada tormenta de nieve le había dado al paisaje un aspecto navideño.


Y en ese paisaje navideño, acababa de aparecer una furgoneta negra. Paula suspiró de nuevo. Siempre encontraba una excusa para no irse de vacaciones, pero ahora que Juana volvía al colegio en Edmonton, había decidido darse un capricho e ir a algún sitio soleado.


Estaba echando un vistazo en la agencia de viajes de Red Deer, cuando él había llamado al hostal pidiendo una habitación para una estancia larga.


Como ella no estaba en casa en ese momento, fue Juana quien reservó una habitación sin consultar con nadie. Y eso no sólo había estropeado sus planes, sino que había provocado una enorme discusión entre su hija y ella. Claro que si no hubiera sido sobre eso, habrían discutido sobre cualquier otra cosa. Nunca estaban de acuerdo en nada.


Como si la hubiera invocado, Juana eligió ese momento para bajar corriendo la escalera, con un pantalón de pijama y una camiseta gris que habían visto tiempos mejores. La verdad, sería un alivio que volviese al colegio después de la Semana Blanca. Últimamente se llevaban mucho mejor cuando estaban a muchos kilómetros de distancia.


—Sigues en pijama y nuestro cliente acaba de llegar —la regañó.


—Es que no me ha dado tiempo de hacer la colada…


Juana pasó corriendo a su lado.


Paula suspiró. Aunque Juana se quejaba de que no había nada que hacer allí, siempre le dejaba las tareas a ella. Y ella las hacía por no discutir. Su relación ya era suficientemente complicada.


Por eso, cuando le informó sobre la llegada de aquel inesperado cliente, perdió la paciencia en lugar de darle las gracias por tomar la iniciativa en el negocio. Debería olvidarse de las supuestas vacaciones, pensó. México no iba a moverse de donde estaba. Iría en otro momento, y con ese dinero extra podría hacer reformas en la casa durante el verano.


En fin, el comisario era un cliente y su obligación era hacer que se sintiera cómodo en su casa. Aunque tenía serias dudas. Un policía estadounidense nada más y nada menos… Con la fama de violentos que tenían.


Obligándose a sí misma a sonreír, Paula abrió la puerta sin darle tiempo de llamar al timbre.


—Bienvenido al hostal Mountain Haven… —consiguió decir.
Pero al ver aquellos ojos de color azul verdoso, se le olvidó el resto de la frase que había ensayado.


—Gracias. Sé que estamos fuera de temporada, y le agradezco que me haya dado alojamiento —contestó él, con una parka gris abrochada hasta el cuello—. Espero que no sea un inconveniente para usted…


Paula tuvo que hacer un esfuerzo para cerrar la boca. ¿Iba a pasar las siguientes tres semanas con aquel hombre? ¿En un hostal vacío? Juana sólo estaría allí unos días antes de volver al colegio. Y entonces se quedaría sola con el hombre más guapo que había visto en toda su vida.


Tenía la voz suave, masculina, los labios bien definidos, el gesto serio. Y unos ojos matadores… Unos ojos que brillaban en contraste con su ropa oscura.


—Estoy en el hostal Mountain Haven, ¿verdad? —le preguntó, mientras ella permanecía en silencio.


«Contrólate», se dijo Paula a sí misma.


—Si es usted Pedro Alfonso, está en el sitio adecuado —consiguió decir, dando un paso atrás para abrirle la puerta.


—¡Qué alivio! Temía haberme perdido… Y por favor, llámeme Pepe —sonrió él, mientras se quitaba un guante para ofrecerle su mano—. Sólo mi jefe o mi madre me llaman Pedro… Cuando he metido la pata en algo.


Paula sonrió, esa vez de verdad, mientras estrechaba su mano. Tenía un apretón firme y envolvía sus dedos completamente. Y no podía imaginarlo metiendo la pata en nada.


—Soy Paula Chaves, la propietaria del hostal. Entre, por favor.


—Sí, un momento. Tengo que ir a buscar mis cosas…


En dos zancadas había bajado hasta la camioneta, y cuando se inclinó para sacar la bolsa de viaje, la parka se levantó un poco, revelando un estupendo trasero bajo unos pantalones vaqueros muy gastados.


—Está más bueno que el chocolate, ¿verdad? —oyó la voz de Juana tras ella.


Paula dio un paso atrás, colorada hasta la raíz del pelo.


—¡Juana! Por favor, baja la voz… Es un cliente.


Juana, totalmente despreocupada, le dio un mordisco a la tostada que tenía en la mano.


—El policía, ¿no?


—Sí, supongo.


—Pues si la parte delantera es como la trasera, esto es mejor que irse de vacaciones a México.


Pedro se dio la vuelta entonces, y Paula se llevó una mano al corazón. Aquello era absurdo. Era una reacción visceral, nada más. Era un hombre muy guapo, altísimo… ¿Y qué?


Ella nunca se había sentido atraída por un cliente.


En realidad, no era su estilo sentirse atraída por ningún hombre a primera vista. Pero tampoco era ciega.


—Hola, soy Juana —se presentó su hija.


Pedro Alfonso.


Pedro estrechó su mano, y al apartarla vio que lo había manchado de mermelada.


—Mi hija… —suspiró Paula.


—Ya me imagino —sonrió él, lamiendo la mermelada de su dedo. Juana sonreía también, encantada—. Tú hiciste mi reserva, ¿no?


—Sí, es que estoy de vacaciones.


—Deme su parka —intervino Paula, nerviosa.


El teléfono empezó a sonar, y Juana corrió a contestar, como siempre… Pedro la siguió con la mirada antes de volverse hacia Paula.


—Los adolescentes y el teléfono… —dijo ella, levantando una ceja—. ¿Qué se puede hacer?


—Sí, me acuerdo. Pero da unas indicaciones estupendas. He encontrado el hostal enseguida.


—¿Ha venido conduciendo desde Florida?


—No, vine en avión. La camioneta es de un amigo que fue a buscarme a Coutts.


Paula guardó la parka en el armario del pasillo y se dio la vuelta, sintiéndose un poco menos inquieta. Aquello era lo que hacía para ganarse la vida. No tenía por qué sentirse incómoda con un cliente.


—¿Dónde vive su amigo?


Iba a ayudarlo con la bolsa de viaje, pero él se la quitó de la mano con cierta brusquedad.


—Yo la llevaré.


A Paula no le pasó desapercibido que no había contestado a la primera pregunta. Y tampoco que le había quitado la bolsa con más rudeza de la necesaria. Quizá estuviera en lo cierto desde el principio, y tener un policía en casa no fuera buena idea.


Ella se enorgullecía de ofrecer un ambiente acogedor y agradable en el hostal, pero hacían falta dos personas para que las cosas fueran bien. Y por su expresión, eso no iba a ser fácil.


—Lo siento, no quería ser antipático. Es que estoy acostumbrado a cuidar de mí mismo —se disculpó él con una sonrisa—. Mi madre me mataría si dejara que una mujer cargase con mis cosas.


Paula se preguntó qué diría su madre si supiera que ella llevaba el hostal sola y se encargaba de todas las reparaciones, desde arreglar un tejado a desatascar las cañerías.


—Veo que la caballerosidad no ha muerto… —murmuró, mientras lo llevaba hacia la escalera.


—No —contestó él.


Quizá su profesión lo hiciera ser receloso, pero debería hacerle saber que lo que llevara en la bolsa no era asunto suyo. 


Ella no tenía por costumbre husmear en el equipaje de los clientes.


—El hostal Mountain Haven es un refugio —empezó a decir, mientras abría la puerta de una habitación—. Un sitio para olvidarse de los problemas y no dar explicaciones a nadie. Espero que disfrute de su estancia aquí.


Pedro Alfonso la miró a los ojos, pero en ellos no pudo leer sus pensamientos. Era como si deliberadamente, los estuviera escondiendo.


—Le agradezco la discreción.


—No tiene que agradecerme nada. Las llamadas locales son gratuitas, las conferencias no. No hay televisión en su cuarto, pero hay una en el salón y puede usarla cuando quiera.


—Muy bien.


Era tan raro saber que él sería el único cliente durante las siguientes semanas… Le parecía extraño hablarle de la casa, de las normas…


—Normalmente hay un horario para todo, pero usted es el único cliente, así que podemos ser un poco más flexibles. Suelo servir el desayuno entre las ocho y las nueve, pero si se levanta más tarde podemos llegar a un acuerdo. La cena se sirve a las ocho y media. Para la comida el horario es más flexible. Puede tomar el almuerzo aquí o no, como le parezca. Hay una conexión de Internet en la habitación, y si lo desea, puedo informarle sobre los sitios de interés en la zona.


Pedro dejó la bolsa de viaje y la mochila sobre la cama.


—¿Soy el único cliente?


—Sí. En esta época del año no suelo tener mucha gente.


—Entonces… Me sentiría incómodo comiendo solo. Podríamos comer juntos.


Paula se puso colorada. La tonta de Juana y sus comentarios…


Pero la verdad era que la parte delantera era tan atractiva como la trasera. Normalmente los clientes comían en el comedor y ella en el office, o si estaba Juana, en la cocina.


Pero sería un poco raro servirle a él solo en el comedor.


—Su estancia aquí debe ser agradable para usted, eso es lo más importante. Si prefiere comer con nosotras, no hay ningún problema. Y si necesita algo, no dude en decírmelo.


—Por ahora, tengo todo lo que necesito.


—Entonces le dejo para que deshaga el equipaje. El cuarto de baño está al final del pasillo, y como es el único cliente, lo usará usted solo. Juana y yo tenemos nuestro propio cuarto de baño —sonrió Paula—. Me voy abajo. Si necesita algo, sólo tiene que llamarme. Si no, nos vemos a la hora de la cena.


Luego cerró la puerta y se apoyó en ella, cerrando los ojos. 


Pedro Alfonso no era un cliente normal y no podía quitarse de encima la impresión de que escondía algo. No había hecho ni dicho nada raro, pero había algo en él que la hacía sentirse incómoda. Dada su profesión, debería ser al contrario. ¿Con quién iba a estar más segura que con un comisario de policía? ¿Por qué iba a esconder nada?


Que fuese tan guapo era algo en lo que no debería pensar, y como iban a vivir en la misma casa durante dos semanas, tenía que calmarse un poco. Juana no estaría allí para ponerla nerviosa, y ella volvería a ser la propietaria de un hostal. Pan comido.


Sólo era un hombre, después de todo. Un hombre con un trabajo estresante que había decidido tomarse unos días de descanso. Un hombre con una cuenta de gastos que compensaría sus vacaciones perdidas, ayudándola a pagar su viaje a México el próximo año.






IRRESISTIBLE: SINOPSIS




Buscaba una vida tranquila… Y se enamoró de un agente de la ley…


Paula Chaves quería una vida sencilla, ordenada y sin riesgos… Hasta que abrió la puerta de su pequeño hotel de montaña, y se encontró con un desconocido moreno y peligroso.


Pedro Alfonso le ofrecía todo un mundo de placer. Pero el policía no buscaba un lugar en el que descansar porque tenía una misión que cumplir.


A Paula le daba miedo que Pedro pusiera su vida en peligro día tras día, por eso intentó resistirse con todas sus fuerzas a lo que sentía por él. Pero había cosas a las que ningún corazón era inmune.




martes, 16 de mayo de 2017

PEQUEÑOS MILAGROS: CAPITULO FINAL





Paula abrió la terraza para que saliera Murphy. Dejó a las niñas en el carrito y les calentó la comida en el microondas. 


Después de dársela, les cambió el pañal y les dio de mamar.


Estaba metiendo de nuevo a Ana en el carrito cuando oyó que se abría la puerta de la casa. Pedro se detuvo nada más verla.


—¿Qué diablos haces aquí?


—Lo siento.


—¿Por qué? —dijo él, dando un paso adelante.


—Por ser tan egoísta, tan irracional y tan exigente —contestó con lágrimas en los ojos—. ¿Por negarme al compromiso? ¿Por esperar que fueras tú quien hiciera todos los cambios? ¿Por no confiar en ti? ¿Por no darte la oportunidad de darme una explicación? No lo sé. Sólo sé que no puedo vivir sin ti, y que siento haberte hecho daño, y haberlo arruinado todo. Andrea dijo que no podía creer…


—¿Has hablado con Andrea?


—Me dio tu número de teléfono. Te llamé, pero estaba apagado.


—No tiene batería, y no llevaba el cargador en el coche.

¿Qué te dijo ella?


—Nada. Sólo que estaban asombrados por todo lo que habías hecho, pero yo no sabía a qué se refería. Tú no me lo has contado, y ella tampoco, así que sigo sin saberlo. ¿Qué diablos has hecho por mí que es tan importante? ¿Qué te he hecho hacer? Por favor, ¡cuéntamelo!


—Tú no me has hecho hacer nada. Yo elegí hacerlo. Se suponía que todo iba a ser maravilloso, pero parece que me equivoqué.


Se volvió y se dirigió a la terraza.


—¿Murphy? —dijo sorprendido al ver al perro.


—Oh, Pedro, por favor, cuéntame lo que has hecho —susurró ella.


Entonces, él entró de nuevo, se sentó y agarró al perro por el
collar para que se quedara quieto.


—Esto no va a funcionar. No hay sitio para que las niñas
duerman, y el perro destrozará la casa en un momento. Además, ya la he vendido. En cualquier caso, quiero sentarme para hablar contigo en serio, así que vamos a casa.


—¿A casa?


¿Había vendido el apartamento?


Él sonrió, cansado.


—Sí, Pau. A casa.


Acostaron a las niñas nada más llegar, encerraron al perro en la cocina y se dirigieron al salón. Hacía frío y Pedro encendió la chimenea. Se sentaron en el suelo, apoyados contra el sofá, y él rodeó a Paula con el brazo y la atrajo hacia sí.


—Bien. Imaginemos que es sábado por la tarde y que te he
preparado la cena, ¿de acuerdo?


—Oh, Pedro


—Shh. Ya estamos tomando el café, ha hecho un día precioso y las niñas están dormidas. ¿De acuerdo?


—De acuerdo.


—Bien, pues voy a hacerte una propuesta, y quiero que la
pienses bien y que me des tu respuesta cuando hayas reflexionado y estés segura de que funcionará.


—De acuerdo. ¿Y cuál es la propuesta?


—Lo primero de todo, Joaquin vende la casa.


—Lo sé. Y…


—Shh. Escucha. Y pedí que hicieran una tasación.


—¿Cuándo?


—El martes. Mientras estábamos en la playa, y hoy, mientras
tomabas café con Juana. He hablado con Joaquin, le he dicho las cifras y hemos acordado un precio.


—Pero…


—Shh. Ahora te dejo hablar. Joaquin me contó que hacía tiempo había hablado con un arquitecto para reformar el establo. Al parecer, los urbanistas no pondrían ningún problema a la hora de convertir el establo en una oficina, así que podría trasladar la oficina de Londres aquí. Y le he vendido a Gerry mi parte de la oficina de Nueva York.


Ella lo miró confusa.


—¿Has vendido tu parte de la oficina de Nueva York?


—No puedo ir allí, está muy lejos —dijo él—. Y tampoco puedo ir a Londres todos los días, así que trasladaré mi oficina aquí. Todo el mundo está dispuesto a venir. Samuel y su familia, y Andrea, con su hija y su marido. También otros miembros de la empresa.


Paula lo miró perpleja.


—¿Has vendido las oficinas de Nueva York y Tokio?


Él sonrió.


—Bueno, Yashimoto y yo ya lo habíamos hablado. De algún
modo… —se calló, tragó saliva y le apretó el hombro—. De algún modo, y con todo el daño que nos ha causado, nunca terminó de gustarme.


—¿De veras ibas a venderla? Porque me he sentido culpable de que lo hicieras, después de todo el esfuerzo que habías invertido allí…


Pedro negó con la cabeza.


—Está bien. Estoy contento. Así que ya está. Andrea dice que vendrá para ayudarme a instalarme, pero que no puede trabajar a jornada completa porque su hija va a tener un bebé, así que esto sólo funcionará si tú compartes el trabajo con ella. La ventaja es que tendrás el control de mi agenda —añadió con una sonrisa—. ¿Qué te parece, señora Alfonso? ¿Quieres intentarlo? ¿O sigue siendo demasiado? Porque si de verdad quieres que lo deje todo, me jubile de forma anticipada y me dedique a hacer macramé… Estoy dispuesto a hacerlo con tal de estar contigo y con las niñas, porque hoy me he dado cuenta de que no podía marcharme de tu lado, porque te quiero demasiado.


Ella se percató de que hablaba muy en serio. Levantó la mano y le acarició el rostro.


—Oh, Pedro. Yo también te quiero. Y no tendrás que aprender a hacer macramé. Estaré encantada de volver a trabajar contigo. Lo echo de menos. Y compartir un trabajo me parece buena idea. Además, me gusta la idea de controlar tu agenda.


Él soltó una carcajada.


—Suponía que sería así —la estrechó contra su cuerpo y la besó despacio. Después, la miró con una sonrisa—. Hay otra cosa, pero no sé dónde está el paquete que me trajeron antes. Espero que todavía lo tengas.


—Está en el coche. Iré por él.


Paula se puso en pie y salió a buscar el paquete y los planos de la reforma.


—Toma —dijo, arrodillándose a su lado—. Y aquí están los
planos. El arquitecto me los dio el otro día. Vive en el pueblo y fui a hablar con él. Se suponía que Joaquin iba a llamarme para decirme el precio de la casa.


Él frunció el ceño.


—¿Cómo has conseguido todo eso? Le pedí a Joaquin que guardara el secreto.


—Y yo también. No me dijo ni una palabra sobre ti, sólo que creía que debíamos estar juntos, y que estaría encantado de vendernos la casa. Eso fue todo. Y yo pensé que, si te daba la opción de trasladar parte de tu oficina a este lugar, de forma que pudieras repartirte el tiempo entre Londres y aquí, y veía que te sentías acorralado, sería que no te parecía bien.


—No me siento acorralado —dijo él—. Ni mucho menos.
Me siento afortunado. Sé que ha sido un año duro, pero ya ha terminado. Volvemos a estar juntos, y no quiero que nos separemos jamás.


—Yo tampoco —murmuró ella—. Y siento no haberte dicho que estaba embarazada. Deseaba hacerlo, pero creía que no querrías saberlo. Si hubiese sabido lo que había sucedido con Debbie, no lo habría dudado.


—Lo sé. Y es culpa mía —la besó—. Igual que fue culpa mía que te disgustaras cuando me viste hablar con Joaquin por teléfono. Si te lo hubiera contado todo... Pero no, ya sabes cómo soy, quería darte una sorpresa. Así que… ni un secreto más. Nada de guardarnos los sentimientos. Y se acabaron las sospechas. Tenemos que confiar el uno en el otro, aunque no sepamos de qué se trate.


—Confío en ti —dijo ella—.Y quiero confiar en ti. Era sólo que conozco tu mirada y sé cuándo estás a punto de cerrar un trato. Llevas así toda la semana, así que sabía que iba a suceder algo importante.


—Estaba planeando nuestro futuro. No puedo pensar en nada más importante. Toma. Tengo algo para ti. 


Abrió el paquete y sacó una pequeña caja. Dentro había una bolsita de piel. Se colocó de rodillas, frente a Julia, y dijo:
—Dame la mano.


Ella la estiró pensando que iba a ponerle un anillo.
—Así no. Hacia arriba.


«No es un anillo», pensó ella, ocultando su decepción.


Volvió la mano y él volcó el contenido de la bolsa sobre ella.


—¿Pedro? —dijo ella, al sentir algo frío, compuesto de tres piezas.


—Nunca has tenido un anillo. Sólo el de la boda, pero nos
casamos tan deprisa que no tuvimos tiempo de… Bueno, se me ocurrió que te gustaría opinar sobre cómo lo quieres, así que compré esto. Son tres diamantes, uno por nosotros, y los otros dos por cada una de nuestras hijas. Y no sé qué quieres hacer con ellos, pero se me ocurre que quizá estaría bien un anillo y un par de pendientes, o un collar… No sé. Lo que tú quieras.


—Son preciosos —dijo ella, asombrada.


—Son brillantes blancos. Los cortaron en Antwerp de la misma piedra, y si quieres más, podemos comprarlos para hacer otro anillo, y otra cosa. Tienen otros más pequeños de la misma piedra. Pero pensé que podíamos llevarlos a engarzar y así podré dártelos en junio.


—¿En junio?


—Cuando hayan florecido las rosas —dijo él—. Sé que puedo parecer un sentimental, pero me encantaría renovar los votos de compromiso. He estado a punto de perderte, Pau, y entonces, me di cuenta de lo mucho que significas para mí. Quiero tener la oportunidad de demostrarles a nuestros amigos cuánto te quiero y lo afortunado que soy por tenerte a mi lado. Y quiero que sea en nuestro jardín, oliendo las rosas.


—Oh, Pedro —se le llenaron los ojos de lágrimas—. Yo te dije eso.


—Lo sé. Y tenías razón. Nunca nos paramos a oler las rosas, pero ahora tenemos tiempo. Podremos hacerlo cada verano durante el resto de nuestras vidas… Si quieres que me quede a tu lado.


—Oh, Pedro, por supuesto que quiero. Te amo.


Él sonrió.


—Yo también. Y siempre te amaré.


La agarró de las manos y la atrajo hacia sí. Inclinó la cabeza y la besó apasionadamente