Era sorprendente.
En dos días Emilia había transformado la parte del jardín que quedaba en la zona trasera del apartamento de Paula en un pequeño patio. Había planeado una zona de hierbas aromáticas en el centro, rodeada de unos caminitos de gravilla, y una zona para el huerto. Incluso quedaba espacio para un banco, desde el que podrían ver el mar. Emilia había cavado la tierra, la había abonado y la había dejado lista para sembrar.
Paula fue al vivero con la bicicleta y compró plantones de habichuelas, lechugas, calabacines y cebollas para plantarlas al día siguiente.
Al llegar a la verja de entrada a la casa vio a dos mujeres que miraban hacia el interior.
—¿Puedo ayudarlas? —preguntó ella, y se bajó de la bicicleta.
—Oh, no —dijo una de ellas—. Sólo estamos mirando. Yo solía vivir aquí con mi marido pero, cuando murió, yo no podía cuidar de todo y tuve que abandonar.
Era muy caro, y con el incendio… Me preguntaba qué habrían hecho, pero no es asunto mío. Tengo que olvidarlo, pero después de setenta y cinco años no es fácil — añadió con una risita.
—¿Le apetece verla? —preguntó Paula al ver su expresión de nostalgia.
—Oh, no, no queremos molestarla, ¿verdad, mamá? —dijo la mujer más joven.
Su madre seguía mirando a través de la valla e Paula no pudo contenerse.
—No es ninguna molestia —marcó la contraseña para abrir la puerta y las dejó pasar.
—Entonces, ¿vive aquí? —preguntó la hija.
—Sí… Bueno, más o menos. Soy el ama de llaves. Pero al dueño no le importará —dijo con seguridad, y confió en que así fuera.
******
Pedro estaba agotado.
Había estado todo el día trabajando en la reforma del hotel, subiendo y bajando escaleras y solucionando problemas. Entretanto, también había estado buscando el testamento, pero no había tenido éxito.
Quería darse una ducha, cambiarse de ropa y tomarse una copa de vino en el jardín.
Lo que no quería era llegar a su casa y encontrarse con Paula, sentada en la mesa del comedor, tomando el té con dos extrañas. Él se detuvo en la puerta y ella lo miró y dijo:
—Pedro, llegas justo a tiempo. Tráete un plato y una taza y siéntate con nosotras. Ésta es la señora Jessop. Solía vivir aquí. Su marido construyó la casa original. Y ella es su hija, la señora Gray.
Él respiró hondo y se acercó a ellas mirando a Paula fijamente durante un momento. Después, les dedicó una sonrisa a ambas mujeres.
—Señora Jessop, me alegro de conocerla —le estrechó la mano y, al ver la mirada de alguien que había tenido mucho y lo había perdido todo, se le pasó el enfado.
—Espero que no le importe que estemos aquí —dijo la mujer—. No queríamos entrar, pero Paula nos aseguró que no le importaría. Nos ha encantado ver la casa. Le pedí a mi hija Joan que me trajera aquí para que pudiera verla por fuera, pero no imaginé que podría verla por dentro.
Él tampoco. Sin embargo, de pronto se alegraba de que Paula las hubiera invitado a entrar.
—No me importa en absoluto. Me encanta tener la posibilidad de hablar con usted. Si hubiera sabido que su marido construyó la casa original habría hablado antes con usted.
—Oh, sí. La construyó para nosotros, justo después de casarnos en 1934.
—¿1934? ¡Eso fue hace tres cuartos de siglo!
—Lo que probablemente explica por qué me siento como si tuviera noventa y seis años —dijo ella con una sonrisa.
Él la miró.
—Santo cielo. Espero tener tan buen aspecto como usted cuando triplique mi edad —dijo Pedro con una sonrisa.
Ella le dio una palmadita en la mano y se rió.
—No es necesario que diga cumplidos, ya sabe.
—Oh, yo considero que hay que decir lo que es cierto —contestó él.
—Me cae bien, jovencito. Y me gusta su casa. A mi marido le habría encantado verla. No teníamos dinero para construir algo así, pero a él le habría encantado hacerlo. Y todavía tiene la gran extensión de césped. Nadie comprendía por qué no plantábamos nada en medio. ¿Y para qué íbamos a hacerlo si así quedaba precioso?
—Estoy completamente de acuerdo —se volvió hacia su hija y le dedicó una sonrisa—. Siento haberla ignorado. Soy Pedro —le dijo, y le estrechó la mano—. Debe de tener montones de recuerdos de su infancia.
—Oh, sí. Lo pasaba de maravilla en la playa… En aquel entonces la playa era preciosa, pero la costa cambia continuamente. Hemos visto el jardín y el mar está mucho más cerca de lo que solía estar.
—Es cierto, pero ha sido estupendo verlo otra vez. Hacía años que no caminaba hasta el final del jardín. Desde que Tomas murió en 1990. La hierba había crecido mucho y yo no podía pagar un jardinero.
—Debió de ser muy duro vivir aquí sin él —dijo Paula.
—Lo fue. Y le habría decepcionado por no cuidar de la casa. Pero usted ha mantenido el lugar, Pedro. A él le habría encantado.
Pedro sonrió complacido.
—Gracias. Es lo más bonito que me han dicho respecto a la casa.
—Es la verdad. Ha hecho una casa preciosa. Es un hombre agradable, Pedro Alfonso. Un buen hombre. Debería haber más arquitectos como usted.
Él se percató de que Paula lo estaba mirando, ofreciéndole una taza de café y un pedazo de pastel. Al probar el pastel, miró a Paula de nuevo.
—Pastel de zanahoria. Es saludable —dijo ella, y sonrió un instante.
—Está muy bueno —admitió Pedro—. Gracias.
—Es un placer. Lo hice para Emilia… Estuvimos preparando el patio.
—¿El patio?
—Ya sabe, el jardincito que hay detrás del apartamento de Paula —dijo la señora Jessop con una sonrisa—. Es donde Tom plantaba la huerta y donde crecían las mejores habichuelas. Paula va a sembrarlas mañana. Y la fuente quedará muy bien.
—Sí.
¿Una fuente? Él sabía que iban a poner un huerto, pero ¿un patio con una fuente? ¿Y habichuelas? ¿Todo junto? Eso le enseñaría a no hacer caso a su diseñadora de jardines y a su ama de llaves. Tomó otro bocado de pastel y se contuvo para no sonreír.
—Tengo muchas fotos de la casa cuando estaba en construcción —dijo Joan—. Las estaba viendo con mis nietos cuando se produjo el incendio, así que se salvaron.
De hecho, salvamos muchas cosas.
—Pero la casa no.
La señora Jessop negó con la cabeza.
—No importa. No podría vivir aquí sola, era mucho trabajo. Hizo su función y, si le soy sincera, me alegro de que ya no esté. Fue nuestra casa. Y no me habría gustado que otra persona viviera en ella. La esencia de Tom estaba muy presente.
Pedro lo comprendía bien. No podía concebir la idea de vender su casa en un futuro. ¿Por eso había construido una casa tan grande? Paula se lo había preguntado un día y él no le había dicho la verdad, quizá porque no sabía la respuesta. Pero lo había hecho porque confiaba que, en un futuro, encontrara una mujer con la que formar una familia.
¿Una mujer como Paula?
Él tragó saliva y la señora Jessop le agarró la mano y le dio una palmadita.
—Lo conseguirá —le dijo, como si le hubiera leído el pensamiento.
Pedro la miró a los ojos y sonrió.
—Ya lo veremos. ¿Paula le ha mostrado la casa?
—Oh, no. Eso sería demasiado. Nos ha mostrado su apartamento y el jardín. No quisimos que nos enseñara nada más.
—¿Les apetece que le haga un tour?
—Me encantaría, pero no puedo subir escaleras.
Él la miró y decidió que no podía pesar más que la gata de Paula.
—¿Y si la llevo en brazos?
La mujer soltó una risita.
—Cielos. Han pasado muchos años desde que un hombre me subiera en brazos por las escaleras.
—Señora Jessop —le dijo guiñándole un ojo—, ¿quiere venir a ver mi casa?
Ella se rió y le dio una palmadita en la mejilla.
—Sabe, jovencito, creo que me encantaría.
Paula tenía mucha energía. La tarde siguiente, Pedro regresó del hotel y se encontró con que ella había cambiado las sábanas de su cama, las toallas del baño y que había guardado la ropa que estaba en las maletas del vestidor contiguo.
Y todavía tenía su albornoz. Parecía que se lo había adueñado y él no estaba seguro si podría ponérselo otra vez sin sufrir demasiado, así que no se molestó en recuperarlo.
Así que no tenía nada para ponerse e ir a buscarla. Miró su ropa sucia y negó con la cabeza. De ninguna manera.
Estaba sudada y llena de polvo y él acababa de lavarse. Así que se enrolló una toalla en la cintura y corrió escaleras abajo.
Ella estaba en la cocina cortando verdura y, tras levantar la vista y verlo, cerró los ojos con fuerza y blasfemó antes de chuparse el dedo.
—Cielos, Pedro, ¡me has dado un susto de muerte!
—Deja que te vea el dedo.
Él le tomó la mano y vio que estaba sangrando.
—No creo que necesites puntos…
—¡Por supuesto que no necesito puntos! Sólo necesito una tirita, pero supongo que no tendrás ninguna.
—Sí tengo, pero no sé dónde. Hay algunas en el coche, pero me parece que no tengo ropa.
—Ah —dijo ella con el dedo en la boca. Lo sacó y se lo envolvió en un pedazo de papel de cocina—. En los armarios.
Pedro frunció el ceño.
—¿En los armarios?
—¿En esos armarios que hay en el vestidor? ¿Justo donde estaban las maletas?
Excepto por la ropa que hay que planchar. No sueles hacer la colada, ¿verdad? Tenías… Bueno, supongo que semanas de atraso.
—Así es —dijo él, y al mirarla deseó besarle el dedo. «No», pensó, ¡y menos cuando sólo llevaba una toalla!—. Hmm, iré a buscar la ropa. Y te traeré una tirita.
Subió los escalones de dos en dos, agarrando con fuerza la toalla y amonestándose por no poder controlar su libido. Era inapropiado. Aquella mujer estaba embarazada, pero era preciosa, y muy sexy…
«Maldita sea».
Al abrir los armarios encontró toda su ropa ordenada. Los calcetines emparejados, la ropa interior doblada, las camisas colgadas y agrupadas por colores… Era impresionante.
Como si fuera un armario de revista. Encontró sus vaqueros y su camisa favorita, que llevaba semanas sin ver. Se vistió, regresó al piso de abajo y salió a buscar la tirita.
Cuando entró en la cocina, ella seguía con el dedo envuelto en el papel de cocina y cortando la verdura.
—Yo lo hago —dijo ella, quitándole la tirita y mirándolo de reojo al ver que él seguía a su lado.
Pedro se acercó a la nevera y buscó algo de beber mientras ella se ponía la tirita.
—Hay té en la tetera, o puedo hacerte un café si quieres algo caliente —dijo Paula.
Él negó con la cabeza.
—Llevo todo el día con los obreros. No quiero ver una taza de té ni en pintura —dijo él, y sacó una botella de vino rosado y un sacacorchos—. ¿Quieres una copa?
Ella negó con la cabeza.
—Estoy embarazada. Tomaré un zumo, si no te importa.
—Claro que no —le sirvió un zumo y se lo dio—. ¿Qué hay para cenar?
—Paella.
—Arroz otra vez.
Ella se volvió con el ceño fruncido y él deseó alisarle la frente con el dedo.
—¿No te gusta el arroz?
—Me encanta el arroz. Y la pasta. Sólo me preguntaba si no te gustan las patatas.
—Me encantan las patatas, pero pesan mucho. Ah, Emilia dice que puedo usar la bici. Hernan la va a poner a punto y luego la traerá. Vienen a cenar. Ella quería hablar contigo sobre el jardín.
—Ya —¿así que había invitado a su hermana a cenar?—. Por cierto, gracias por colocar mi ropa. No se me había ocurrido mirar en el armario.
—Ya —dijo ella, y pasó junto a él para ir a la nevera—. Si ya tienes todo lo que necesitas, ¿podrías dejarme un poco de sitio para que pueda trabajar? —preguntó ella.
Pedro agarró la copa de vino y se quitó de en medio.
—Iré a hacer unas llamadas —dijo él, y salió de allí.
¡Molestaba en la cocina de su propia casa!
«No seas mezquino», pensó él. «Sólo quieres estar a su lado y olisquearla como si fueras un perro. Olvídala».
Cerró la puerta y se sentó en una silla para contemplar el jardín.
Paula le gustaba cada vez más. Y si no conseguía controlarse, tendría que distanciarse de ella. Nada de buscar excusas para sujetarla, abrazarla, o acariciarle la mejilla…
—¡Basta!
Dejó la copa de vino sobre la mesa, giró la silla y vio la foto de Kate sobre el escritorio. «Maldita sea», pensó. Agarró la foto, la colocó un instante sobre la trituradora de papel y después la dejó de nuevo junto al ordenador. La dejaría allí
para acordarse de que nunca volviera a comportarse como un idiota con respecto a una mujer.
*****
La bicicleta era estupenda, y la cena con Hernan y con Emilia fue divertida.
Paulaa se retiró nada más terminar de cenar, después de preparar el café y de recoger la cocina. Tenía que lavar y planchar su ropa y, además, una cosa era comer con ellos y otra pasar toda la tarde con ellos.
Era ridículo, pero se sentía muy sola en su pequeño apartamento. Pebbles se había quedado dormida en su regazo. La gata había estado muy a gusto por allí, en el jardín, y en el estudio de Pedro.
Paula había recogido el estudio y se había esforzado para no mirar dentro de las cajas. Sobre todo en la que había estado la foto de Kate. Estaba en una esquina del escritorio y ella la había visto.
Dura. Así era su mirada. Dura y calculadora, a pesar de que estuviera sonriendo. A Paula no le había dado buena impresión y encontraba interesante que a Emilia tampoco le hubiera caído bien. Se preguntaba qué habría pasado, pero no estaba dispuesta a preguntarlo. Él se lo contaría si quería hacerlo.
Llamaron a la puerta. Paula retiró a la gata de su regazo y se dirigió a abrir.
—Siento molestarte —dijo Pedro—, pero Emilia quiere hablar contigo sobre la huerta. Le ha gustado la idea. Quiere hacer una especie de forma geométrica y que le des tu consejo.
—¿Yo? —Paula empezó a reír—. No sé nada sobre huertas. Sólo quiero tener una. Nunca he tenido un jardín y pensé que sería divertido.
Él frunció el ceño.
—Oh. Bueno… Quiere hablar contigo de todas maneras. ¿Por qué no vienes con nosotros ya que no estás ocupada?
—¿Cómo sabes que no lo estoy? —preguntó ella, y él sonrió.
—Porque tienes pelos de gata en el regazo —dijo él, y se marchó riéndose.
Ella cerró la puerta y lo siguió.
—Veo que has conocido a Emilia.
—Mmm. Es simpática.
Pedro suspiró aliviado y sonrió.
—Es gracioso, ella ha dicho lo mismo de ti. Sabía que os llevaríais bien.
—Bueno, no lo forcemos —dijo ella—. Ha dejado algunos diseños en tu estudio.
—¿Dónde?
—No lo sé. No he entrado. He estado ocupada.
—¿Ocupada?
—Oh, ya sabes —dijo ella—. En esto y aquello.
—Ya. Bueno, voy a darme una ducha. Por cierto, huele bien.
—A chili —dijo ella—. No sé si te gusta, pero he estado ocupada y no me ha dado tiempo a preparar nada más elaborado. Tampoco me dijiste a qué hora querías cenar, así que pensé que, si era necesario, lo guardaría para otro día.
—¿Dónde has conseguido la carne picada? ¿No habrás ido caminando al pueblo otra vez?
—Emilia me llevó de compras… Ah, y dijo algo acerca de que tienen una bicicleta vieja en el garaje de casa. ¿Una bicicleta con cesta o algo así? Creo que dijo que era de la abuela de Hernan. En cualquier caso, le va a preguntar a Hernan si puede dejármela para que yo tenga una forma de transporte.
—¿Una bicicleta?
—Bueno, sí. ¿Qué hay de malo?
Él frunció el ceño, horrorizado con la idea de que montara en bicicleta embarazada de siete meses.
—Nada, si quieres matarte. Pero una bicicleta vieja… ¿Tiene luces?
Ella se rió.
—Pedro, ¡es verano! ¡No voy a montar en bicicleta a medianoche! Quiero ser capaz de ir a las tiendas, eso es todo. Vamos, ve a ducharte. Yo tengo que meter la colada.
—¿Meterla?
—Mmm. He comprado una cuerda de tender en el supermercado. No tenías.
—No hay un poste.
—Lo sé. La he atado entre dos árboles.
—¿Y qué hay de malo en usar la secadora?
—¡Dos puntos menos por tu conciencia ecológica! —dijo ella.
—Odio ver la colada en la cuerda de tender.
—No seas tonto. No puedes verla porque está en el lateral de la casa donde nadie va nunca. Emilia pensó que era una buena idea. Ah, y quería preguntarte qué te parece si ponemos un pequeño huerto allí.
Él la miró un momento y se encogió de hombros.
—Lo que quieras —dijo él—. Pregúntale a Emilia y asegúrate de que no tiene planes para la zona que quieres emplear —añadió antes de subir por las escaleras hasta su dormitorio, preguntándose qué diablos había provocado.
****
—Guau.
—¿Te gusta? He empleado los chilis de anoche.
—Está bueno —dijo él.
—¿Demasiado picante?
—No. Está muy sabroso. Sólo me sorprende que no te parezca demasiado picante a ti. Emilia se atragantaría con sólo probarlo.
Ella se rió.
—Pedro, he vivido en muchos sitios y he comido de todo. Mi madre y yo pasamos dos años en México y con Jaime estuve en Tailandia durante años. Uno aprende a comer picante, si no, te aseguro que se muere de hambre.
Él se rió y se sirvió otra cucharada.
—¿Quieres más? —le preguntó.
Ella negó con la cabeza. Había comido suficiente y no quería excederse.
—¿Estás bien? —preguntó él al ver que estiraba la espalda.
—Sólo tengo esta zona un poco cargada.
—Estoy seguro —dijo él mirando su vientre abultado. Después, volvió a mirar la comida y recogió el plato—. Estaba muy bueno. Gracias.
—Un placer —dijo ella, y se puso en pie—. He preparado ensalada de fruta.
—¿Con helado? —preguntó él.
—Pensé que querías comida saludable —bromeó ella, y se dirigió a la nevera y le mostró el helado.
Él se rió y se levantó para llevar a la mesa el resto de las cosas.
—Bruja —murmuró al pasar a su lado.
Al volverse, ella lo rozó con el vientre y se tambaleó con la fuente del postre en la mano.
—Quieta —dijo él, y la sujetó por los hombros. Después, agarró la fuente y la dejó sobre la mesa.
—¿Por qué no te sientas y dejas que lo haga yo? —preguntó ella, abrumada por su cercanía.
—Puedo llenar el lavavajillas mientras tú sirves la ensalada de fruta. Podemos llevarla al jardín y sentarnos en las escaleras del final para escuchar el mar.
Qué idea más tonta. Una idea tonta, romántica y encantadora.
Se sentaron allí durante horas y, cuando ella se estremeció de frío, él entró a buscar un jersey. Un jersey con aroma a su loción de afeitar y que ella se puso encantada. Mientras escuchaban el sonido del mar, hablaron de las playas que habían conocido, y Pebbles se acercó a ellos y se sentó en su regazo, provocando que Paula pensara que no podía haber nada mejor que aquello.
Aunque él no fuera suyo, aunque ella no perteneciera allí y simplemente estuviera de paso, porque eso era lo que siempre había hecho y nunca, nadie, le había propuesto algo permanente
Había pasado muy poco tiempo desde que él la había encontrado cargando el colchón en el contenedor y, sin embargo, le parecía una eternidad.
De pronto, tenía trabajo, una casa, nuevos amigos, a pesar de que hubieran tenido un comienzo difícil y todavía no hubieran limado toda la situación. La gata estaba bien, ella estaba bien y su bebé estaba a salvo.
—¿Pedro?
—¿Mmm? —su voz era tan dulce que ella sintió ganas de apoyarse en él.
—Gracias.
—¿Por qué?
Ella sonrió en la oscuridad.
—Por ser mi príncipe azul y rescatarme. Por acogernos a mí y a mi gato. Escoge la razón que quieras.
Él se rió y la rodeó con el brazo un instante.
—Un placer —murmuró, y la soltó.
Ella podía sentir el calor de su cuerpo y oler el aroma de la loción de afeitar que emanaba del jersey y de su rostro, y algo más, algo que hacía que se le formara un nudo en el estómago.
«Probablemente sea una indigestión», pensó, y se puso en pie con la gata en brazos.
—Voy a acostarme —dijo ella.
Él se puso en pie y la agarró del codo para acompañarla hasta la casa.
Se detuvo en la puerta del estudio y, para sorpresa de Paula, le soltó el codo y le acarició la mejilla.
—Buenas noches, Paula. Duerme bien. Y gracias por esta velada.
¿Por la comida o por el resto? Ella no estaba segura, pero no estaba dispuesta a preguntárselo. Lo único que podía sentir era su mano en la mejilla, la caricia de su dedo pulgar, y deseaba girar el rostro y besarle la palma de la mano.
Entonces, él retiró la mano y dio un paso atrás.
—De nada —dijo ella, y se volvió para entrar en su pequeño apartamento.
Soltó a Pebbles, se desvistió y se metió en la cama, observando la luz que reflejaba en el césped hasta que él apagó la luz del estudio y del pasillo y encendió la de su dormitorio.
Después, cuando por fin apagó aquella luz, la noche se apoderó del jardín.
—Buenas noches —susurró ella. Cerró los ojos y se acurrucó de lado, con la mano bajo la mejilla que él le había acariciado.
Sentía que todavía podía sentir su caricia, acunándola mientras se quedaba dormida…