jueves, 4 de mayo de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 22




—Veo que has conocido a Emilia.


—Mmm. Es simpática.


Pedro suspiró aliviado y sonrió.


—Es gracioso, ella ha dicho lo mismo de ti. Sabía que os llevaríais bien.


—Bueno, no lo forcemos —dijo ella—. Ha dejado algunos diseños en tu estudio.


—¿Dónde?


—No lo sé. No he entrado. He estado ocupada.


—¿Ocupada?


—Oh, ya sabes —dijo ella—. En esto y aquello.


—Ya. Bueno, voy a darme una ducha. Por cierto, huele bien.


—A chili —dijo ella—. No sé si te gusta, pero he estado ocupada y no me ha dado tiempo a preparar nada más elaborado. Tampoco me dijiste a qué hora querías cenar, así que pensé que, si era necesario, lo guardaría para otro día.


—¿Dónde has conseguido la carne picada? ¿No habrás ido caminando al pueblo otra vez?


—Emilia me llevó de compras… Ah, y dijo algo acerca de que tienen una bicicleta vieja en el garaje de casa. ¿Una bicicleta con cesta o algo así? Creo que dijo que era de la abuela de Hernan. En cualquier caso, le va a preguntar a Hernan si puede dejármela para que yo tenga una forma de transporte.


—¿Una bicicleta?


—Bueno, sí. ¿Qué hay de malo?


Él frunció el ceño, horrorizado con la idea de que montara en bicicleta embarazada de siete meses.


—Nada, si quieres matarte. Pero una bicicleta vieja… ¿Tiene luces?


Ella se rió.


Pedro, ¡es verano! ¡No voy a montar en bicicleta a medianoche! Quiero ser capaz de ir a las tiendas, eso es todo. Vamos, ve a ducharte. Yo tengo que meter la colada.


—¿Meterla?


—Mmm. He comprado una cuerda de tender en el supermercado. No tenías.


—No hay un poste.


—Lo sé. La he atado entre dos árboles.


—¿Y qué hay de malo en usar la secadora?


—¡Dos puntos menos por tu conciencia ecológica! —dijo ella.


—Odio ver la colada en la cuerda de tender.


—No seas tonto. No puedes verla porque está en el lateral de la casa donde nadie va nunca. Emilia pensó que era una buena idea. Ah, y quería preguntarte qué te parece si ponemos un pequeño huerto allí.


Él la miró un momento y se encogió de hombros.


—Lo que quieras —dijo él—. Pregúntale a Emilia y asegúrate de que no tiene planes para la zona que quieres emplear —añadió antes de subir por las escaleras hasta su dormitorio, preguntándose qué diablos había provocado.



****


—Guau.


—¿Te gusta? He empleado los chilis de anoche.


—Está bueno —dijo él.


—¿Demasiado picante?


—No. Está muy sabroso. Sólo me sorprende que no te parezca demasiado picante a ti. Emilia se atragantaría con sólo probarlo.


Ella se rió.


Pedro, he vivido en muchos sitios y he comido de todo. Mi madre y yo pasamos dos años en México y con Jaime estuve en Tailandia durante años. Uno aprende a comer picante, si no, te aseguro que se muere de hambre.


Él se rió y se sirvió otra cucharada.


—¿Quieres más? —le preguntó.


Ella negó con la cabeza. Había comido suficiente y no quería excederse.


—¿Estás bien? —preguntó él al ver que estiraba la espalda.


—Sólo tengo esta zona un poco cargada.


—Estoy seguro —dijo él mirando su vientre abultado. Después, volvió a mirar la comida y recogió el plato—. Estaba muy bueno. Gracias.


—Un placer —dijo ella, y se puso en pie—. He preparado ensalada de fruta.


—¿Con helado? —preguntó él.


—Pensé que querías comida saludable —bromeó ella, y se dirigió a la nevera y le mostró el helado.


Él se rió y se levantó para llevar a la mesa el resto de las cosas.


—Bruja —murmuró al pasar a su lado.


Al volverse, ella lo rozó con el vientre y se tambaleó con la fuente del postre en la mano.


—Quieta —dijo él, y la sujetó por los hombros. Después, agarró la fuente y la dejó sobre la mesa.


—¿Por qué no te sientas y dejas que lo haga yo? —preguntó ella, abrumada por su cercanía.


—Puedo llenar el lavavajillas mientras tú sirves la ensalada de fruta. Podemos llevarla al jardín y sentarnos en las escaleras del final para escuchar el mar.


Qué idea más tonta. Una idea tonta, romántica y encantadora.


Se sentaron allí durante horas y, cuando ella se estremeció de frío, él entró a buscar un jersey. Un jersey con aroma a su loción de afeitar y que ella se puso encantada. Mientras escuchaban el sonido del mar, hablaron de las playas que habían conocido, y Pebbles se acercó a ellos y se sentó en su regazo, provocando que Paula pensara que no podía haber nada mejor que aquello.


Aunque él no fuera suyo, aunque ella no perteneciera allí y simplemente estuviera de paso, porque eso era lo que siempre había hecho y nunca, nadie, le había propuesto algo permanente


Había pasado muy poco tiempo desde que él la había encontrado cargando el colchón en el contenedor y, sin embargo, le parecía una eternidad.


De pronto, tenía trabajo, una casa, nuevos amigos, a pesar de que hubieran tenido un comienzo difícil y todavía no hubieran limado toda la situación. La gata estaba bien, ella estaba bien y su bebé estaba a salvo.


—¿Pedro?


—¿Mmm? —su voz era tan dulce que ella sintió ganas de apoyarse en él.


—Gracias.


—¿Por qué?


Ella sonrió en la oscuridad.


—Por ser mi príncipe azul y rescatarme. Por acogernos a mí y a mi gato. Escoge la razón que quieras.


Él se rió y la rodeó con el brazo un instante.


—Un placer —murmuró, y la soltó.


Ella podía sentir el calor de su cuerpo y oler el aroma de la loción de afeitar que emanaba del jersey y de su rostro, y algo más, algo que hacía que se le formara un nudo en el estómago.


«Probablemente sea una indigestión», pensó, y se puso en pie con la gata en brazos.


—Voy a acostarme —dijo ella.


Él se puso en pie y la agarró del codo para acompañarla hasta la casa.


Se detuvo en la puerta del estudio y, para sorpresa de Paula, le soltó el codo y le acarició la mejilla.


—Buenas noches, Paula. Duerme bien. Y gracias por esta velada.


¿Por la comida o por el resto? Ella no estaba segura, pero no estaba dispuesta a preguntárselo. Lo único que podía sentir era su mano en la mejilla, la caricia de su dedo pulgar, y deseaba girar el rostro y besarle la palma de la mano. 


Entonces, él retiró la mano y dio un paso atrás.


—De nada —dijo ella, y se volvió para entrar en su pequeño apartamento.


Soltó a Pebbles, se desvistió y se metió en la cama, observando la luz que reflejaba en el césped hasta que él apagó la luz del estudio y del pasillo y encendió la de su dormitorio.


Después, cuando por fin apagó aquella luz, la noche se apoderó del jardín.


—Buenas noches —susurró ella. Cerró los ojos y se acurrucó de lado, con la mano bajo la mejilla que él le había acariciado.


Sentía que todavía podía sentir su caricia, acunándola mientras se quedaba dormida…







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