viernes, 5 de mayo de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 24





Era sorprendente.


En dos días Emilia había transformado la parte del jardín que quedaba en la zona trasera del apartamento de Paula en un pequeño patio. Había planeado una zona de hierbas aromáticas en el centro, rodeada de unos caminitos de gravilla, y una zona para el huerto. Incluso quedaba espacio para un banco, desde el que podrían ver el mar. Emilia había cavado la tierra, la había abonado y la había dejado lista para sembrar.


Paula fue al vivero con la bicicleta y compró plantones de habichuelas, lechugas, calabacines y cebollas para plantarlas al día siguiente.


Al llegar a la verja de entrada a la casa vio a dos mujeres que miraban hacia el interior.


—¿Puedo ayudarlas? —preguntó ella, y se bajó de la bicicleta.


—Oh, no —dijo una de ellas—. Sólo estamos mirando. Yo solía vivir aquí con mi marido pero, cuando murió, yo no podía cuidar de todo y tuve que abandonar.
Era muy caro, y con el incendio… Me preguntaba qué habrían hecho, pero no es asunto mío. Tengo que olvidarlo, pero después de setenta y cinco años no es fácil — añadió con una risita.


—¿Le apetece verla? —preguntó Paula al ver su expresión de nostalgia.


—Oh, no, no queremos molestarla, ¿verdad, mamá? —dijo la mujer más joven.


Su madre seguía mirando a través de la valla e Paula no pudo contenerse.


—No es ninguna molestia —marcó la contraseña para abrir la puerta y las dejó pasar.


—Entonces, ¿vive aquí? —preguntó la hija.


—Sí… Bueno, más o menos. Soy el ama de llaves. Pero al dueño no le importará —dijo con seguridad, y confió en que así fuera.



******



Pedro estaba agotado.


Había estado todo el día trabajando en la reforma del hotel, subiendo y bajando escaleras y solucionando problemas. Entretanto, también había estado buscando el testamento, pero no había tenido éxito.


Quería darse una ducha, cambiarse de ropa y tomarse una copa de vino en el jardín.


Lo que no quería era llegar a su casa y encontrarse con Paula, sentada en la mesa del comedor, tomando el té con dos extrañas. Él se detuvo en la puerta y ella lo miró y dijo:
Pedro, llegas justo a tiempo. Tráete un plato y una taza y siéntate con nosotras. Ésta es la señora Jessop. Solía vivir aquí. Su marido construyó la casa original. Y ella es su hija, la señora Gray.


Él respiró hondo y se acercó a ellas mirando a Paula fijamente durante un momento. Después, les dedicó una sonrisa a ambas mujeres.


—Señora Jessop, me alegro de conocerla —le estrechó la mano y, al ver la mirada de alguien que había tenido mucho y lo había perdido todo, se le pasó el enfado.


—Espero que no le importe que estemos aquí —dijo la mujer—. No queríamos entrar, pero Paula nos aseguró que no le importaría. Nos ha encantado ver la casa. Le pedí a mi hija Joan que me trajera aquí para que pudiera verla por fuera, pero no imaginé que podría verla por dentro.


Él tampoco. Sin embargo, de pronto se alegraba de que Paula las hubiera invitado a entrar.


—No me importa en absoluto. Me encanta tener la posibilidad de hablar con usted. Si hubiera sabido que su marido construyó la casa original habría hablado antes con usted.


—Oh, sí. La construyó para nosotros, justo después de casarnos en 1934.


—¿1934? ¡Eso fue hace tres cuartos de siglo!


—Lo que probablemente explica por qué me siento como si tuviera noventa y seis años —dijo ella con una sonrisa.


Él la miró.


—Santo cielo. Espero tener tan buen aspecto como usted cuando triplique mi edad —dijo Pedro con una sonrisa.


Ella le dio una palmadita en la mano y se rió.


—No es necesario que diga cumplidos, ya sabe.


—Oh, yo considero que hay que decir lo que es cierto —contestó él.


—Me cae bien, jovencito. Y me gusta su casa. A mi marido le habría encantado verla. No teníamos dinero para construir algo así, pero a él le habría encantado hacerlo. Y todavía tiene la gran extensión de césped. Nadie comprendía por qué no plantábamos nada en medio. ¿Y para qué íbamos a hacerlo si así quedaba precioso?


—Estoy completamente de acuerdo —se volvió hacia su hija y le dedicó una sonrisa—. Siento haberla ignorado. Soy Pedro —le dijo, y le estrechó la mano—. Debe de tener montones de recuerdos de su infancia.


—Oh, sí. Lo pasaba de maravilla en la playa… En aquel entonces la playa era preciosa, pero la costa cambia continuamente. Hemos visto el jardín y el mar está mucho más cerca de lo que solía estar.


—Es cierto, pero ha sido estupendo verlo otra vez. Hacía años que no caminaba hasta el final del jardín. Desde que Tomas murió en 1990. La hierba había crecido mucho y yo no podía pagar un jardinero.


—Debió de ser muy duro vivir aquí sin él —dijo Paula.


—Lo fue. Y le habría decepcionado por no cuidar de la casa. Pero usted ha mantenido el lugar, Pedro. A él le habría encantado.


Pedro sonrió complacido.


—Gracias. Es lo más bonito que me han dicho respecto a la casa.


—Es la verdad. Ha hecho una casa preciosa. Es un hombre agradable, Pedro Alfonso. Un buen hombre. Debería haber más arquitectos como usted.


Él se percató de que Paula lo estaba mirando, ofreciéndole una taza de café y un pedazo de pastel. Al probar el pastel, miró a Paula de nuevo.


—Pastel de zanahoria. Es saludable —dijo ella, y sonrió un instante.


—Está muy bueno —admitió Pedro—. Gracias.


—Es un placer. Lo hice para Emilia… Estuvimos preparando el patio.


—¿El patio?


—Ya sabe, el jardincito que hay detrás del apartamento de Paula —dijo la señora Jessop con una sonrisa—. Es donde Tom plantaba la huerta y donde crecían las mejores habichuelas. Paula va a sembrarlas mañana. Y la fuente quedará muy bien.


—Sí.


¿Una fuente? Él sabía que iban a poner un huerto, pero ¿un patio con una fuente? ¿Y habichuelas? ¿Todo junto? Eso le enseñaría a no hacer caso a su diseñadora de jardines y a su ama de llaves. Tomó otro bocado de pastel y se contuvo para no sonreír.


—Tengo muchas fotos de la casa cuando estaba en construcción —dijo Joan—. Las estaba viendo con mis nietos cuando se produjo el incendio, así que se salvaron.
De hecho, salvamos muchas cosas.


—Pero la casa no.


La señora Jessop negó con la cabeza.


—No importa. No podría vivir aquí sola, era mucho trabajo. Hizo su función y, si le soy sincera, me alegro de que ya no esté. Fue nuestra casa. Y no me habría gustado que otra persona viviera en ella. La esencia de Tom estaba muy presente.


Pedro lo comprendía bien. No podía concebir la idea de vender su casa en un futuro. ¿Por eso había construido una casa tan grande? Paula se lo había preguntado un día y él no le había dicho la verdad, quizá porque no sabía la respuesta. Pero lo había hecho porque confiaba que, en un futuro, encontrara una mujer con la que formar una familia.


¿Una mujer como Paula?


Él tragó saliva y la señora Jessop le agarró la mano y le dio una palmadita.


—Lo conseguirá —le dijo, como si le hubiera leído el pensamiento.


Pedro la miró a los ojos y sonrió.


—Ya lo veremos. ¿Paula le ha mostrado la casa?


—Oh, no. Eso sería demasiado. Nos ha mostrado su apartamento y el jardín. No quisimos que nos enseñara nada más.


—¿Les apetece que le haga un tour?


—Me encantaría, pero no puedo subir escaleras.


Él la miró y decidió que no podía pesar más que la gata de Paula.


—¿Y si la llevo en brazos?


La mujer soltó una risita.


—Cielos. Han pasado muchos años desde que un hombre me subiera en brazos por las escaleras.


—Señora Jessop —le dijo guiñándole un ojo—, ¿quiere venir a ver mi casa?


Ella se rió y le dio una palmadita en la mejilla.


—Sabe, jovencito, creo que me encantaría.




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