jueves, 4 de mayo de 2017

CENICIENTA: CAPITULO 23




Paula tenía mucha energía. La tarde siguiente, Pedro regresó del hotel y se encontró con que ella había cambiado las sábanas de su cama, las toallas del baño y que había guardado la ropa que estaba en las maletas del vestidor contiguo.


Y todavía tenía su albornoz. Parecía que se lo había adueñado y él no estaba seguro si podría ponérselo otra vez sin sufrir demasiado, así que no se molestó en recuperarlo. 


Así que no tenía nada para ponerse e ir a buscarla. Miró su ropa sucia y negó con la cabeza. De ninguna manera. 


Estaba sudada y llena de polvo y él acababa de lavarse. Así que se enrolló una toalla en la cintura y corrió escaleras abajo.


Ella estaba en la cocina cortando verdura y, tras levantar la vista y verlo, cerró los ojos con fuerza y blasfemó antes de chuparse el dedo.


—Cielos, Pedro, ¡me has dado un susto de muerte!


—Deja que te vea el dedo.


Él le tomó la mano y vio que estaba sangrando.


—No creo que necesites puntos…


—¡Por supuesto que no necesito puntos! Sólo necesito una tirita, pero supongo que no tendrás ninguna.


—Sí tengo, pero no sé dónde. Hay algunas en el coche, pero me parece que no tengo ropa.


—Ah —dijo ella con el dedo en la boca. Lo sacó y se lo envolvió en un pedazo de papel de cocina—. En los armarios.


Pedro frunció el ceño.


—¿En los armarios?


—¿En esos armarios que hay en el vestidor? ¿Justo donde estaban las maletas?
Excepto por la ropa que hay que planchar. No sueles hacer la colada, ¿verdad? Tenías… Bueno, supongo que semanas de atraso.


—Así es —dijo él, y al mirarla deseó besarle el dedo. «No», pensó, ¡y menos cuando sólo llevaba una toalla!—. Hmm, iré a buscar la ropa. Y te traeré una tirita.


Subió los escalones de dos en dos, agarrando con fuerza la toalla y amonestándose por no poder controlar su libido. Era inapropiado. Aquella mujer estaba embarazada, pero era preciosa, y muy sexy…


«Maldita sea».


Al abrir los armarios encontró toda su ropa ordenada. Los calcetines emparejados, la ropa interior doblada, las camisas colgadas y agrupadas por colores… Era impresionante. 


Como si fuera un armario de revista. Encontró sus vaqueros y su camisa favorita, que llevaba semanas sin ver. Se vistió, regresó al piso de abajo y salió a buscar la tirita.


Cuando entró en la cocina, ella seguía con el dedo envuelto en el papel de cocina y cortando la verdura.


—Yo lo hago —dijo ella, quitándole la tirita y mirándolo de reojo al ver que él seguía a su lado.


Pedro se acercó a la nevera y buscó algo de beber mientras ella se ponía la tirita.


—Hay té en la tetera, o puedo hacerte un café si quieres algo caliente —dijo Paula.


Él negó con la cabeza.


—Llevo todo el día con los obreros. No quiero ver una taza de té ni en pintura —dijo él, y sacó una botella de vino rosado y un sacacorchos—. ¿Quieres una copa?


Ella negó con la cabeza.


—Estoy embarazada. Tomaré un zumo, si no te importa.


—Claro que no —le sirvió un zumo y se lo dio—. ¿Qué hay para cenar?


—Paella.


—Arroz otra vez.


Ella se volvió con el ceño fruncido y él deseó alisarle la frente con el dedo.


—¿No te gusta el arroz?


—Me encanta el arroz. Y la pasta. Sólo me preguntaba si no te gustan las patatas.


—Me encantan las patatas, pero pesan mucho. Ah, Emilia dice que puedo usar la bici. Hernan la va a poner a punto y luego la traerá. Vienen a cenar. Ella quería hablar contigo sobre el jardín.


—Ya —¿así que había invitado a su hermana a cenar?—. Por cierto, gracias por colocar mi ropa. No se me había ocurrido mirar en el armario.


—Ya —dijo ella, y pasó junto a él para ir a la nevera—. Si ya tienes todo lo que necesitas, ¿podrías dejarme un poco de sitio para que pueda trabajar? —preguntó ella.


Pedro agarró la copa de vino y se quitó de en medio.


—Iré a hacer unas llamadas —dijo él, y salió de allí. 


¡Molestaba en la cocina de su propia casa!


«No seas mezquino», pensó él. «Sólo quieres estar a su lado y olisquearla como si fueras un perro. Olvídala».


Cerró la puerta y se sentó en una silla para contemplar el jardín.


Paula le gustaba cada vez más. Y si no conseguía controlarse, tendría que distanciarse de ella. Nada de buscar excusas para sujetarla, abrazarla, o acariciarle la mejilla…


—¡Basta!


Dejó la copa de vino sobre la mesa, giró la silla y vio la foto de Kate sobre el escritorio. «Maldita sea», pensó. Agarró la foto, la colocó un instante sobre la trituradora de papel y después la dejó de nuevo junto al ordenador. La dejaría allí
para acordarse de que nunca volviera a comportarse como un idiota con respecto a una mujer.



*****


La bicicleta era estupenda, y la cena con Hernan y con Emilia fue divertida.


Paulaa se retiró nada más terminar de cenar, después de preparar el café y de recoger la cocina. Tenía que lavar y planchar su ropa y, además, una cosa era comer con ellos y otra pasar toda la tarde con ellos.


Era ridículo, pero se sentía muy sola en su pequeño apartamento. Pebbles se había quedado dormida en su regazo. La gata había estado muy a gusto por allí, en el jardín, y en el estudio de Pedro.


Paula había recogido el estudio y se había esforzado para no mirar dentro de las cajas. Sobre todo en la que había estado la foto de Kate. Estaba en una esquina del escritorio y ella la había visto.


Dura. Así era su mirada. Dura y calculadora, a pesar de que estuviera sonriendo. A Paula no le había dado buena impresión y encontraba interesante que a Emilia tampoco le hubiera caído bien. Se preguntaba qué habría pasado, pero no estaba dispuesta a preguntarlo. Él se lo contaría si quería hacerlo.


Llamaron a la puerta. Paula retiró a la gata de su regazo y se dirigió a abrir.


—Siento molestarte —dijo Pedro—, pero Emilia quiere hablar contigo sobre la huerta. Le ha gustado la idea. Quiere hacer una especie de forma geométrica y que le des tu consejo.


—¿Yo? —Paula empezó a reír—. No sé nada sobre huertas. Sólo quiero tener una. Nunca he tenido un jardín y pensé que sería divertido.


Él frunció el ceño.


—Oh. Bueno… Quiere hablar contigo de todas maneras. ¿Por qué no vienes con nosotros ya que no estás ocupada?


—¿Cómo sabes que no lo estoy? —preguntó ella, y él sonrió.


—Porque tienes pelos de gata en el regazo —dijo él, y se marchó riéndose.


Ella cerró la puerta y lo siguió.







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