martes, 28 de marzo de 2017
SUS TERMINOS: CAPITULO 12
Pedro se acercó al final del embarcadero, se giró hacia el mar, sacó el móvil y se preguntó si debía llamar a Paula.
Era una decisión muy sencilla; sólo tenía que marcar unos números y escucharía su sexy y famosa voz telefónica, pero tenía miedo de romper alguna de sus normas ridículas y de asustarla. Ya había conseguido que se quedara a pasar las noches en su piso. Ir más allá, sería arriesgarse demasiado.
Estaban jugando al ratón y al gato. Un juego peligroso, especialmente porque Pedro sabía que Paula era una de las pocas mujeres del mundo que odiarían la forma de vida de los Alfonso. Pertenecer a su familia implicaba ciertas responsabilidades, cierto sentido del deber, y una presencia pública que le resultaría irritante a alguien tan independiente como ella. Pero a pesar de todo, estaba deseando que conociera a sus padres. Paula provocaría un terremoto en su familia.
Pedro sonrió, volvió a mirar el teléfono móvil y decidió probar suerte. La echaba mucho de menos.
—¿Dígame?
—Hola, Chaves…
—Hola, capitán…
Pedro rió.
—Qué graciosa. ¿Has salido con tus mosqueteras?
—Sí. Estuvimos de compras, fuimos a comer algo y ahora vamos a tomar unas copas por ahí. Lisa quiere que hagamos algo travieso.
Pedro empezó caminar por el embarcadero. Los tablones de madera se hundían levemente bajo sus pies.
—¿En qué tipo de travesuras está pensando?
—Ah, eso no te lo voy a decir…
Pedro sufrió un acceso de celos al recordar su primera noche con ella, cuando salió con sus amigas a hacer travesuras por Galway. Sin embargo, disimuló. A Paula le disgustaría que se mostrara posesivo.
Justo entonces, lo llamaron desde el otro extremo del muelle.
—¡Eh, Pedro! ¿Te apetece una cerveza?
Pedro asintió y tapó el móvil un momento para responder.
—Vale, tú pagas la primera ronda y yo, la siguiente.
Cuando volvió a llevarse el teléfono a la oreja, Paula declaró:
—Parece que no soy la única que va a ser traviesa…
—El club náutico da una fiesta para las tripulaciones. Supongo que me mantendrán ocupado toda la noche… he decidido llamarte ahora porque no sé si después podré.
Paula se quedó en silencio un momento. Pedro sonrió al notar el tono alegre que siempre adoptaba cuando intentaba disimular sus sentimientos.
—Que te diviertas. Ya me has hablado de lo bien que te lo pasas en esas fiestas cuando sales a navegar.
—No tienes nada de lo que preocuparte.
—No es necesario que te justifiques, Pedro.
—Claro que lo es.
Paula volvió a callar. Pedro se detuvo y dijo:
—Yo no soy Dylan.
—Lo sé. Y por cierto, Dylan no fue tan importante para mí como crees.
Pedro se quedó confundido. Por una parte, le alegraba saber que su exnovio no había sido tan determinante en la vida de Paula; pero por otra, le generó una duda de cierto calado: siempre había supuesto que Dylan era el motivo de que Paula se negara a mantener relaciones serias. Si no era por él, había algo más.
—Entonces, ¿qué fue ese tipo para ti?
—Un error.
—Pero te engañó…
Ella suspiró.
—Sí, me engañó. A decir verdad, me engañó cada vez que supuestamente se marchaba con sus amigos a jugar al fútbol. Y yo, entre tanto, me quedaba en casa… —le explicó—. En fin, ahora ya sabes todo lo que hay que saber.
—Eso demuestra que era un cretino —afirmó—. ¿Vivíais juntos?
—Sí. Pero no quiero hablar más de eso.
Pedro pensó que debía llamarla por teléfono con más frecuencia. Había conseguido más información con una llamada telefónica que durante un mes de compartir cama con ella. Pero decidió no presionarla.
—¿Chaves?
—¿Sí?
—Sabes que yo no te voy a engañar, ¿verdad?
—Pedro…
—Los gigolós como yo tendemos a dedicar nuestros esfuerzos a una sola amante —bromeó—. Sobre todo cuando esa amante nos mantiene completamente ocupados.
Ella gruñó.
—Pero ahora no estoy contigo y no podré mantenerte ocupado. Estoy aquí, sin nadie que me haga el amor…
—¿Insinúas que me echas de menos?
—Sí, tanto como a un sarpullido.
—Mentirosa…
Paula rió.
—¿Cuándo vuelves?
—Mañana, hacia las ocho… o tal vez algo más tarde. Pasaré por tu casa y me podrás presentar a tu amigo Fred.
—Mi casa no te gustaría. ¿Por qué no me llamas cuando llegues? Iré a buscarte a tu piso —declaró.
—No sabes si tu casa me disgustaría… sólo lo dices porque no quieres que vaya. Temes que te conozca mejor cuando la vea.
—Ya me conoces bastante, Pedro… No tiene nada que ver con eso. Eres arquitecto y te gustan las cosas elegantes. Mi casa te provocaría un dolor de cabeza.
—¿Por qué no dejas que lo juzgue yo?
—Si sé que vas a ir a mi casa, me sentiré obligada a limpiar e incluso a pasar la aspiradora —respondió—. Soy muy desorganizada. Tengo un temperamento artístico… y cuando llegaras, estaría tan agotada que no podría hacer nada más.
Pedro pensó que su temperamento no era artístico, sino protestón.
—No quiero ir a tu casa para analizar la decoración. Mientras tenga una cama, me parecerá bien. Incluso llevaré comida de encargo para calentarla después en el microondas… si es que tienes microondas, claro.
—Claro que tengo.
—Entonces, te llamaré cuando llegue para que me des la dirección.
Paula no dijo nada, de modo que Pedro adoptó su tono más persuasivo.
—A estas alturas me conoces de sobra, Chaves. Quiero verte. Y si para verte tengo que pasar por el despacho, buscar tu dirección en los archivos y sentarme después en el bordillo de la acera hasta que te apiades de mí y me abras la puerta, eso será exactamente lo que haga. Si cedes ahora, ahorraremos tiempo.
—A veces eres insoportable…
—¿Lo ves? Me tienes calado.
Pedro esperó una repuesta. Casi podía ver su ceño fruncido y oír sus golpecitos nerviosos con el pie.
—Está bien, pero no hace falta que traigas comida. Prepararé algo.
Él sonrió, triunfante.
—Como quieras. Ah, y no te excedas en las travesuras con tus mosqueteras… no me gustaría tener que pasar por comisaría a recogerte.
—Ja, ja —dijo ella.
—¿Chaves?
—¿Sí, Pedro? —preguntó, resignada.
—Yo también te echo de menos.
lunes, 27 de marzo de 2017
SUS TERMINOS: CAPITULO 11
—No lo sé. Me gustaba el fucsia.
—Demasiado rosa para tu pelo rubio.
—El dorado era sexy…
—Venga ya. Parecería la estatuilla de los Osear…
Paula siguió discutiendo mientras miraba la ropa de su tienda vintage preferida. En circunstancias normales, salir de compras con sus amigas y tomar café con ellas era lo más parecido al paraíso que se le ocurría. Sin embargo, su concepto del paraíso había cambiado. Y de repente, encontrar el vestido perfecto se había vuelto más importante que nunca. Pedro le estaba arruinando hasta los vicios.
—¿Qué te parece éste? —preguntó Lisa, enseñándole un vestido azul de estilo años setenta.
Paula se limitó a encogerse de hombros. No era lo que estaba buscando. Faltaba poco para que asistiera a su primera fiesta con multimillonarios irlandeses, y necesitaba algo muy especial, algo que la hiciera sentirse segura.
Lisa dejó el vestido en su percha y preguntó:
—¿Qué te pasa?
—No me pasa nada.
—Por supuesto que sí. ¿Has discutido con Pedro?
Paula suspiró y el resto de sus amigas se acercaron.
—No, no he discutido con Pedro.
Gracie le puso una mano en el brazo.
—Si ha resultado ser como Dylan, dínoslo. Iremos a su casa, abriremos sus armarios y cortaremos su ropa en pedacitos.
Paula sonrió al imaginar la escena.
—No ha resultado ser como Dylan, os lo aseguro.
—Menos mal… ¿dónde has dicho que iba a estar este fin de semana? No se ha ido a Galway, ¿verdad?
Pedro no se había marchado a Galway, pero la mención de aquel sitio tampoco contribuyó a tranquilizarla. Era el primer fin de semana en más de un mes que no iban a estar juntos, y ya lo echaba de menos; pero se dijo que era culpa suya: se había acostumbrado a su compañía porque ahora se quedaba los viernes, los sábados y un par de días laborables en su piso. Incluso había llevado un cepillo de dientes y ropa interior.
—Se ha marchado al norte en su barco —respondió—. Pero volverá mañana por la noche.
—Ahora comprendo que esté tan moreno —comentó Lou—. Lo único que pasa es que lo echas de menos… te sentirás mejor cuando haya vuelto.
Paula alzó los ojos, desesperada. Hasta sus amigas se habían dado cuenta. De haber podido, habría encerrado a Pedro en un bolso. En uno muy pequeño.
—Haz caso a Lou. Sabe de lo que habla —dijo Gracie, moviendo su rubia cabellera.
—Sería normal que te enamoraras de él —intervino Lisa—. Está para comérselo…
El resto de las mosqueteras asintieron.
Paula caminó hasta otro perchero de ropa y dijo:
—Enamorarme de él sería absurdo. La relación de una Chaves y de un Alfonso no puede terminar bien.
—¡No digas eso!
—¿Por qué no puede terminar bien? Y no me vengas con que es demasiado bueno para ti, por favor…
—No, no se trata de eso. No tiene nada que ver con nosotros.
—Si no tiene que ver con vosotros, ¿cuál es el problema? Hasta donde sabemos, vuestra relación no forma parte de un trío; sólo estáis él y tú.
—No mantenemos ninguna relación. Es sexo, nada más.
—Tonterías…
Paula dejó un vestido que le había llamado la atención y se giró hacia sus amigas.
—Escuchadme un momento —declaró—. Me conocéis y conocéis a mi familia… ¿de verdad creéis que yo encajaría en la dinastía de los Alfonso? Y no me vengáis con excusas. Sabéis perfectamente que una relación seria implica mezclar a las familias. En algo que no se puede evitar.
Sus tres amigas la miraron en silencio durante unos segundos. Pero no fue por lo que había dicho, sino por su tono; sus palabras tenían un fondo de desesperación.
Lisa, que siempre había sido la más sincera y tajante de todas, inclinó la cabeza y arrugó la nariz mientras miraba hacia el techo.
—Bueno, debo admitir que sería una boda muy… interesante.
Paula suspiró.
—Por fin encuentro a alguien que me entiende. ¿Os imagináis a mi madre con Arturo Alfonso? Sería ridículo. Él le hablaría sobre premios internacionales de arquitectura y ella soltaría algún discurso sobre el arte del yoga tántrico.
Una de sus amigas soltó una carcajada, pero otra le pegó un codazo y cortó su risa en seco.
—No sería tan grave —declaró Lisa—. Interesante, sí, sin duda; pero no tan malo como lo imaginas…
—Lo sería —insistió.
—Estás preocupada porque vas a conocer a sus padres. Eso es todo, aunque nadie puede culparte por ello.
—No me preocupa conocerlos. Todos los días me presentan a alguien. ¿Sabéis lo que me preocupa de verdad? Que resulten ser tan maravillosos como Pedro.
Paula vio un vestido que le gustó y se alejó hacia él. Lisa la siguió.
—Sí, comprendo que eso sería preocupante… —ironizó—. Paula, nunca te había visto tan alterada; ni siquiera cuando te enteraste de lo de Dylan. Pero aunque no estés dispuesta a admitirlo, creo que ese hombre es perfecto para ti.
—Sí, claro.
Paula se acercó a un espejo y se puso el vestido contra el cuerpo. Era justo lo que estaba buscando. Pero sonrió con tristeza.
—Ese es exactamente el problema.
SUS TERMINOS: CAPITULO 10
Era el sueño más sexy de la vida de Paula.
Estaba en la frontera del sueño y la vigilia, en un universo de sombras y de caricias imaginadas que hacían que su piel fuera más receptiva y más sensible al contacto que en ningún otro momento. Y se sentía maravillosamente bien.
—Sí…
Sintió que le separaban los muslos y que unos dedos buscaban su feminidad.
En su sueño, ya estaba húmeda; su cuerpo ardía de necesidad y ella anhelaba el juego y la penetración que la llevarían al borde de un abismo al que se arrojaría con abandono.
Notó las caricias que apartaban sus pliegues, abriéndola para poder explorarla de un modo más sutil.
—Sigue…
Su amante imaginario suspiró. Paula notó su aliento en el hombro y giró la cabeza hacia la fuente de origen; entonces, él le lamió los labios e introdujo un dedo dentro de su sexo.
—Mmm…
La mente de Paula se debatía entre seguir en aquel sueño o abrir los ojos y mirar al hombre real que la estaba tocando, porque una parte de su cerebro sabía que no eran imaginaciones suyas. Pero se aferró al sueño. Quería seguir en él, aunque sólo fuera un poco más.
El dedo entraba y salía de su interior, y ella arqueaba las caderas hacia arriba cada vez que volvía a penetrarla. Nadie había logrado que se sintiera tan bien. Si era un sueño, era el mejor sueño de su vida; si no lo era, daba igual. De hecho, la simple idea de quedarse sin caricias le pareció tan aterradora que gimió.
—Tranquila —susurró una voz—. Estoy aquí.
Era Pedro. Paula no supo si había dicho su nombre, pero supo que era él.
Estaba tan cerca del orgasmo que ya podía sentir el aumento de tensión, el calor en la parte inferior del vientre, sus músculos interiores atrayéndolo un poco más.
El dedo solitario pasó a ser dos. Ella volvió a gemir y hundió la cabeza en la almohada.
—Pedro…
Paula sintió que se hundía en la realidad del placer, porque ya sabía que no era un sueño.
—Estoy aquí —insistió Pedro—. No abras los ojos. Sigue soñando.
Ella arqueó la columna y dejó que sus dedos la llenaran. Su respiración se fue acelerando poco a poco. Aquello no era simple necesidad, no era sólo sexo. Pedro le estaba haciendo el amor en su sentido más profundo. Y le faltaba tan poco para llegar al clímax que hizo algo que no había hecho nunca, ni una sola vez: rogar.
—Por favor…
—Dime lo que deseas.
—A ti. Te deseo a ti. Por favor…
Casi no podía respirar, pero Pedro la mantuvo en el borde del orgasmo y ella se sintió como si estuviera parada sobre una cuerda tensa que hubieran tendido a cientos de kilómetros del suelo.
—Estoy aquí…
Pedro le besó el cuello y Paula volvió a gemir. Todas y cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo parecían empeñadas en alcanzar algo que permanecía fuera de su alcance por mucho que se esforzara.
Su amante le acarició el clítoris y ella se estremeció.
Su amante, pensó ella. Y en aquel reino real o imaginario, Paula supo que Pedro merecía esa descripción mucho más que ninguno de los novios que había tenido.
—Pedro…
—Estoy contigo.
Él acarició nuevamente su clítoris. Ella se arqueó con fuerza, como la caña de un arco, y nadó en las oleadas de placer mientras cerraba los muslos sobre su mano para alargar la sensación tanto como le fuera posible.
—Oh…
Paula se estremeció.
—Oh, Pedro…
Paula volvió a arquear la cadera.
—Pedro…
Acababa de sentir el orgasmo más intenso de su vida. Había sido tan maravilloso que casi estuvo a punto de llorar cuando Pedro sacó los dedos y se apartó.
No sabía cómo era posible que él tuviera un control tan absoluto sobre su cuerpo.
—Y sólo acabamos de empezar —dijo él.
—No creo que pueda volver a hacerlo…
—Sí, claro que puedes.
Paula pensó que eso no era posible, pero siguió sin abrir los ojos. Ya los abriría más tarde, cuando su corazón recobrara un ritmo normal, cuando pudiera volver a respirar, cuando fuera capaz de estirar los dedos de los pies, todavía doblados.
—¿Has tenido un buen sueño? —preguntó él, con voz ronca—. ¿Tal vez un sueño erótico?
—Oh, sí…
Paula se lamió los labios. Tenía tanto calor que apartó el edredón con las piernas.
Pedro se movió en ese momento. Si ella hubiera tenido la energía necesaria, habría abierto los ojos para mirarlo. Pero quería seguir así.
La cama se hundió un poco y ella se sobresaltó al sentir las manos en sus caderas.
—Súbelas un poco —dijo él.
La petición de Pedro sirvió para que abriera los ojos. Y lo encontró arrodillado entre sus muslos.
—¿Qué estás haciendo?
Él sonrió.
—Seguir donde te has quedado en el sueño.
—Tiene que ser una broma…
Como ella no subió las caderas, él introdujo las manos por debajo de sus nalgas y la levantó. Paula gimió inmediatamente; sabía que, en aquella posición, podría penetrarla más a fondo.
—¿Es que quieres matarme? Pensé que te gustaba…
—Precisamente voy a demostrarte lo mucho que me gustas —afirmó él—. Los actos siempre son más valiosos que las palabras.
Pedro alzó las piernas de Paula y ella las cerró alrededor de su cintura a pesar de que siguió protestando.
—Lo digo en serio, Pedro. ¿Qué ocurre? ¿Es que te has tomado algo que…?
Justo entonces, él la penetró.
—¡Ah…!
Pedro rió, se inclinó sobre ella y la besó.
—No, no me he tomado nada. Soy yo, sólo yo.
Él retrocedió como si fuera a salir de su cuerpo, pero no lo hizo.
—Verás, Paula…
Pedro la volvió a penetrar.
—He notado que…
Pedro volvió a retroceder.
—…no te satisfago lo suficiente.
Pedro repitió el movimiento.
—Pues eso va a cambiar.
—No, no es posible que creas…
Paula se aferró a sus bíceps. Estaba tan excitada que le clavó las uñas.
—Pedro, no puedes creer que…
Pedro le mordió el labio y redujo el ritmo. La combinación de sus acometidas y de la presión de su pelvis llevó a Paula a otro orgasmo, súbito y sorprendentemente profundo.
—¡Pedro! —gritó ella cuando vio que no dejaba de moverse—. Si sigues así, vas a tener que llamar a una ambulancia… ¿Cómo has podido pensar que no…?
Pedro la besó otra vez, pero con más dulzura, y la miró de tal forma que ella se estremeció.
—Te pasas la vida huyendo de mí, Chaves.
Ella no dijo nada.
—Nunca te quedas conmigo —continuó—. Y como nunca te quedas, no puedo cansarte lo suficiente.
Paula comprendió lo que sucedía. Quería dejarla tan sexualmente exhausta que no tendría más opción que quedarse dormida entre sus brazos y quedarse allí, abrazada a su cuerpo, hasta que volviera a despertar.
Pedro estaba utilizando la experiencia sexual más impactante de su vida para arrastrarla a algo mucho más peligroso que eso.
Si se quedaba, estaría perdida.
Si le seguía su juego, sería su fin.
Pero Pedro aumentó el ritmo de sus movimientos y Paula se limitó a dejarse llevar. Segundos después, él cambió ligeramente de posición, lo justo para rozar mejor su clítoris; y ella cerró los ojos con fuerza, apretó los dientes y sintió que caía hacia la explosión de un tercer orgasmo.
Permaneció tumbada un buen rato, intentando recuperar el control de las emociones. Cuando por fin lo consiguió, se dijo que no permitiría que Pedro se saliera con la suya.
—La perfección no dura nunca, ¿eh?
—Chaves, mírame.
Ella respiró a fondo y abrió los ojos.
Pedro todavía estaba jadeando. Varios rizos de su cabello rubio se le habían pegado a la frente por el sudor. Y la miraba con el ceño fruncido.
Entonces, él se apoyó en los codos, llevó un dedo a uno de los ojos de Paula y le secó una lágrima.
—¿Es que te he hecho daño? —preguntó—. ¿Ha sido demasiado profundo?
—No, ni mucho menos —respondió ella, con una sonrisa—. Pero es posible que necesite una ambulancia de verdad…
Pedro no le devolvió la sonrisa; entrecerró los ojos y la miró con intensidad, como si no las tuviera todas consigo.
—No me has hecho daño, Pedro, te lo prometo. Y por cierto, no me había sentido tan satisfecha en toda mi vida… Un hombre capaz de lograr que una mujer llore de placer, es un hombre que debería sentirse orgulloso de sí mismo.
Pedro relajó un poco el ceño, pero no del todo.
—Si has llorado por eso, supongo que me siento orgulloso.
—Sí, sólo por eso —mintió.
Él le apartó un mechón de la cara.
—Yo no estoy tan seguro. ¿De qué tienes miedo, Chaves?
Si Paula hubiera sido sincera, habría contestado que su temor se debía precisamente a aquella situación, a lo que había pasado entre ellos.
Pero no lo fue.
—No tengo miedo —afirmó.
Paula se puso de lado y llevó una mano a la cara de Pedro, como si el hecho de tocarlo demostrara que estaba diciendo la verdad.
Le acarició la barbilla y su expresión se suavizó. Era un hombre muy atractivo, y consciente de serlo; pero a pesar de ser arrogante en ocasiones, no abusaba de su don, no pecaba de engreído y no se jactaba de ello.
Por eso era tan peligroso.
—¿Qué excusa vas a darme hoy? —preguntó él—. Sé que no tienes reuniones con clientes, porque hoy trabajas conmigo. Sé que no vas a ver a tus tres mosqueteras, porque hemos quedado con Mickey D. para tomar un café. Y no tienes que poner la lavadora porque ya lo has hecho tres veces esta semana.
—Pedro…
—No, dímelo. ¿Cuál es la excusa? Sería mucho más lógico que te quedaras a pasar las noches y que metieras un cepillo de dientes y tal vez una muda limpia de ropa interior en el bolso. Dudo que ocupara mucho espacio…
Paula sabía lo que eso significaba. Si empezaba por llevarse el cepillo de dientes, terminaría por tener un cajón para guardar su ropa y llenaría la repisa del cuarto de baño con sus maquillajes y cremas.
Estaría atrapada. Y no quería volver a repetir ese error.
—Siempre puedo apelar a Fred —respondió.
—No puedes esconderte detrás de un pez de colores. Es una imposibilidad física.
—Las mascotas son una responsabilidad. Y ya se me murió Wilma…
—Se moriría porque había llegado su momento. Ahora estará nadando en una bañera gigante del cielo de los peces.
Ella rió.
—Mira que eres malo…
—No, tú eres mala —declaró, mirándola a los ojos—. ¿Sabes que no he dormido bien ni una noche desde que empezamos a acostarnos?
Ella reaccionó con sorpresa.
—¿En serio?
Pedro movió la cabeza en gesto negativo.
—En serio. Has destrozado mis ritmos de sueño… Me agotas, nos acurrucamos bajo el edredón y enseguida me despiertas, te marchas y cruzas toda la ciudad para asegurarte de que tu casa no ha sufrido un incendio en tu ausencia. Yo me quedo en vela hasta saber que todo va bien, duermo un rato y me despierto excitado y sin nadie que pueda saciar mi deseo. Eso es maldad, Paula.
Ella soltó una risita y pasó una pierna por encima de su cadera.
—Pobrecito…
—¿Por qué crees que insistí en lo de nuestros desayunos?
—Oh, adoro los desayunos…
—¿Qué dice tu libro de normas sobre la posibilidad de pasar la noche entera con un amante?
Paula consideró los pros y los contras durante un momento. Él la miró con suma atención y una media sonrisa.
—Dice que la amante debería probar una vez para ver qué pasa —respondió al fin—. Pero también dice que el amante debe recordar que ella tiene su propia vida.
Pedro la abrazó.
—Eso no es un problema para mí.
—Si te llevas todo el edredón, me marcharé…
—Si te marchas, te perderás el mejor despertar de tu vida.
Ella se quedó muy quieta durante un rato, acariciándole el cabello. Minutos más tarde, la respiración de Pedro se volvió más lenta y supo que se había quedado dormido.
Mientras lo miraba, se preguntó qué estaba haciendo con él.
Ya habían roto la norma de evitar las demostraciones públicas de afecto, y ahora se iba a quedar en su piso: su cara sería lo último que viera antes de quedarse dormida y lo primero cuando despertara.
No lo entendía. Siempre había pensado que Pedro no quería mantener una relación seria con nadie; pero entonces, ¿por qué se había empeñado?
Paula intentó alejarse un poco de él, pero Pedro gruñó, le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacia sí.
Seguramente se habría sentido más cómoda, o por lo menos más tranquila, si no hubiera sido tan perfecto.
Pedro volvió a gruñir y se movió lo justo para apagar la luz antes de abrazarla otra vez.
—Deja de pensar y duérmete, Chaves.
—Pero…
—Lo digo en serio. Puedo oír tus pensamientos.
Al cabo de un rato, el sonido del corazón de Pedro y de su respiración pausada, lograron que Paula se sintiera segura. No tenía nada de particular; a fin de cuentas, se había esforzado mucho para agotarla.
Cerró los ojos y pensó que debía resistirse a ese sentimiento de seguridad y que no debía ceder tan fácilmente a sus pretensiones.
Pero al final, se quedó dormida.
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