lunes, 27 de marzo de 2017

SUS TERMINOS: CAPITULO 10




Era el sueño más sexy de la vida de Paula.


Estaba en la frontera del sueño y la vigilia, en un universo de sombras y de caricias imaginadas que hacían que su piel fuera más receptiva y más sensible al contacto que en ningún otro momento. Y se sentía maravillosamente bien.


—Sí…


Sintió que le separaban los muslos y que unos dedos buscaban su feminidad.


En su sueño, ya estaba húmeda; su cuerpo ardía de necesidad y ella anhelaba el juego y la penetración que la llevarían al borde de un abismo al que se arrojaría con abandono.


Notó las caricias que apartaban sus pliegues, abriéndola para poder explorarla de un modo más sutil.


—Sigue…


Su amante imaginario suspiró. Paula notó su aliento en el hombro y giró la cabeza hacia la fuente de origen; entonces, él le lamió los labios e introdujo un dedo dentro de su sexo.


—Mmm…


La mente de Paula se debatía entre seguir en aquel sueño o abrir los ojos y mirar al hombre real que la estaba tocando, porque una parte de su cerebro sabía que no eran imaginaciones suyas. Pero se aferró al sueño. Quería seguir en él, aunque sólo fuera un poco más.


El dedo entraba y salía de su interior, y ella arqueaba las caderas hacia arriba cada vez que volvía a penetrarla. Nadie había logrado que se sintiera tan bien. Si era un sueño, era el mejor sueño de su vida; si no lo era, daba igual. De hecho, la simple idea de quedarse sin caricias le pareció tan aterradora que gimió.


—Tranquila —susurró una voz—. Estoy aquí.


Era Pedro. Paula no supo si había dicho su nombre, pero supo que era él.


Estaba tan cerca del orgasmo que ya podía sentir el aumento de tensión, el calor en la parte inferior del vientre, sus músculos interiores atrayéndolo un poco más.


El dedo solitario pasó a ser dos. Ella volvió a gemir y hundió la cabeza en la almohada.


Pedro


Paula sintió que se hundía en la realidad del placer, porque ya sabía que no era un sueño.


—Estoy aquí —insistió Pedro—. No abras los ojos. Sigue soñando.


Ella arqueó la columna y dejó que sus dedos la llenaran. Su respiración se fue acelerando poco a poco. Aquello no era simple necesidad, no era sólo sexo. Pedro le estaba haciendo el amor en su sentido más profundo. Y le faltaba tan poco para llegar al clímax que hizo algo que no había hecho nunca, ni una sola vez: rogar.


—Por favor…


—Dime lo que deseas.


—A ti. Te deseo a ti. Por favor…


Casi no podía respirar, pero Pedro la mantuvo en el borde del orgasmo y ella se sintió como si estuviera parada sobre una cuerda tensa que hubieran tendido a cientos de kilómetros del suelo.


—Estoy aquí…


Pedro le besó el cuello y Paula volvió a gemir. Todas y cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo parecían empeñadas en alcanzar algo que permanecía fuera de su alcance por mucho que se esforzara.


Su amante le acarició el clítoris y ella se estremeció.


Su amante, pensó ella. Y en aquel reino real o imaginario, Paula supo que Pedro merecía esa descripción mucho más que ninguno de los novios que había tenido.


Pedro


—Estoy contigo.


Él acarició nuevamente su clítoris. Ella se arqueó con fuerza, como la caña de un arco, y nadó en las oleadas de placer mientras cerraba los muslos sobre su mano para alargar la sensación tanto como le fuera posible.


—Oh…


Paula se estremeció.


—Oh, Pedro


Paula volvió a arquear la cadera.


Pedro


Acababa de sentir el orgasmo más intenso de su vida. Había sido tan maravilloso que casi estuvo a punto de llorar cuando Pedro sacó los dedos y se apartó.


No sabía cómo era posible que él tuviera un control tan absoluto sobre su cuerpo.


—Y sólo acabamos de empezar —dijo él.


—No creo que pueda volver a hacerlo…


—Sí, claro que puedes.


Paula pensó que eso no era posible, pero siguió sin abrir los ojos. Ya los abriría más tarde, cuando su corazón recobrara un ritmo normal, cuando pudiera volver a respirar, cuando fuera capaz de estirar los dedos de los pies, todavía doblados.


—¿Has tenido un buen sueño? —preguntó él, con voz ronca—. ¿Tal vez un sueño erótico?


—Oh, sí…


Paula se lamió los labios. Tenía tanto calor que apartó el edredón con las piernas.


Pedro se movió en ese momento. Si ella hubiera tenido la energía necesaria, habría abierto los ojos para mirarlo. Pero quería seguir así.


La cama se hundió un poco y ella se sobresaltó al sentir las manos en sus caderas.


—Súbelas un poco —dijo él.


La petición de Pedro sirvió para que abriera los ojos. Y lo encontró arrodillado entre sus muslos.


—¿Qué estás haciendo?


Él sonrió.


—Seguir donde te has quedado en el sueño.


—Tiene que ser una broma…


Como ella no subió las caderas, él introdujo las manos por debajo de sus nalgas y la levantó. Paula gimió inmediatamente; sabía que, en aquella posición, podría penetrarla más a fondo.


—¿Es que quieres matarme? Pensé que te gustaba…


—Precisamente voy a demostrarte lo mucho que me gustas —afirmó él—. Los actos siempre son más valiosos que las palabras.


Pedro alzó las piernas de Paula y ella las cerró alrededor de su cintura a pesar de que siguió protestando.


—Lo digo en serio, Pedro. ¿Qué ocurre? ¿Es que te has tomado algo que…?


Justo entonces, él la penetró.


—¡Ah…!


Pedro rió, se inclinó sobre ella y la besó.


—No, no me he tomado nada. Soy yo, sólo yo.


Él retrocedió como si fuera a salir de su cuerpo, pero no lo hizo.


—Verás, Paula…


Pedro la volvió a penetrar.


—He notado que…


Pedro volvió a retroceder.


—…no te satisfago lo suficiente.


Pedro repitió el movimiento.


—Pues eso va a cambiar.


—No, no es posible que creas…


Paula se aferró a sus bíceps. Estaba tan excitada que le clavó las uñas.


Pedro, no puedes creer que…


Pedro le mordió el labio y redujo el ritmo. La combinación de sus acometidas y de la presión de su pelvis llevó a Paula a otro orgasmo, súbito y sorprendentemente profundo.


—¡Pedro! —gritó ella cuando vio que no dejaba de moverse—. Si sigues así, vas a tener que llamar a una ambulancia… ¿Cómo has podido pensar que no…?


Pedro la besó otra vez, pero con más dulzura, y la miró de tal forma que ella se estremeció.


—Te pasas la vida huyendo de mí, Chaves. 


Ella no dijo nada.


—Nunca te quedas conmigo —continuó—. Y como nunca te quedas, no puedo cansarte lo suficiente. 


Paula comprendió lo que sucedía. Quería dejarla tan sexualmente exhausta que no tendría más opción que quedarse dormida entre sus brazos y quedarse allí, abrazada a su cuerpo, hasta que volviera a despertar.


Pedro estaba utilizando la experiencia sexual más impactante de su vida para arrastrarla a algo mucho más peligroso que eso.


Si se quedaba, estaría perdida.


Si le seguía su juego, sería su fin.


Pero Pedro aumentó el ritmo de sus movimientos y Paula se limitó a dejarse llevar. Segundos después, él cambió ligeramente de posición, lo justo para rozar mejor su clítoris; y ella cerró los ojos con fuerza, apretó los dientes y sintió que caía hacia la explosión de un tercer orgasmo.


Permaneció tumbada un buen rato, intentando recuperar el control de las emociones. Cuando por fin lo consiguió, se dijo que no permitiría que Pedro se saliera con la suya.


—La perfección no dura nunca, ¿eh?


—Chaves, mírame.


Ella respiró a fondo y abrió los ojos.


Pedro todavía estaba jadeando. Varios rizos de su cabello rubio se le habían pegado a la frente por el sudor. Y la miraba con el ceño fruncido.


Entonces, él se apoyó en los codos, llevó un dedo a uno de los ojos de Paula y le secó una lágrima.


—¿Es que te he hecho daño? —preguntó—. ¿Ha sido demasiado profundo?


—No, ni mucho menos —respondió ella, con una sonrisa—. Pero es posible que necesite una ambulancia de verdad…


Pedro no le devolvió la sonrisa; entrecerró los ojos y la miró con intensidad, como si no las tuviera todas consigo.


—No me has hecho daño, Pedro, te lo prometo. Y por cierto, no me había sentido tan satisfecha en toda mi vida… Un hombre capaz de lograr que una mujer llore de placer, es un hombre que debería sentirse orgulloso de sí mismo.


Pedro relajó un poco el ceño, pero no del todo.


—Si has llorado por eso, supongo que me siento orgulloso.


—Sí, sólo por eso —mintió.


Él le apartó un mechón de la cara.


—Yo no estoy tan seguro. ¿De qué tienes miedo, Chaves?


Si Paula hubiera sido sincera, habría contestado que su temor se debía precisamente a aquella situación, a lo que había pasado entre ellos.


Pero no lo fue.


—No tengo miedo —afirmó.


Paula se puso de lado y llevó una mano a la cara de Pedro, como si el hecho de tocarlo demostrara que estaba diciendo la verdad.


Le acarició la barbilla y su expresión se suavizó. Era un hombre muy atractivo, y consciente de serlo; pero a pesar de ser arrogante en ocasiones, no abusaba de su don, no pecaba de engreído y no se jactaba de ello.


Por eso era tan peligroso.


—¿Qué excusa vas a darme hoy? —preguntó él—. Sé que no tienes reuniones con clientes, porque hoy trabajas conmigo. Sé que no vas a ver a tus tres mosqueteras, porque hemos quedado con Mickey D. para tomar un café. Y no tienes que poner la lavadora porque ya lo has hecho tres veces esta semana.


Pedro


—No, dímelo. ¿Cuál es la excusa? Sería mucho más lógico que te quedaras a pasar las noches y que metieras un cepillo de dientes y tal vez una muda limpia de ropa interior en el bolso. Dudo que ocupara mucho espacio…


Paula sabía lo que eso significaba. Si empezaba por llevarse el cepillo de dientes, terminaría por tener un cajón para guardar su ropa y llenaría la repisa del cuarto de baño con sus maquillajes y cremas.


Estaría atrapada. Y no quería volver a repetir ese error.


—Siempre puedo apelar a Fred —respondió.


—No puedes esconderte detrás de un pez de colores. Es una imposibilidad física.


—Las mascotas son una responsabilidad. Y ya se me murió Wilma…


—Se moriría porque había llegado su momento. Ahora estará nadando en una bañera gigante del cielo de los peces.


Ella rió.


—Mira que eres malo…


—No, tú eres mala —declaró, mirándola a los ojos—. ¿Sabes que no he dormido bien ni una noche desde que empezamos a acostarnos?


Ella reaccionó con sorpresa.


—¿En serio?


Pedro movió la cabeza en gesto negativo.


—En serio. Has destrozado mis ritmos de sueño… Me agotas, nos acurrucamos bajo el edredón y enseguida me despiertas, te marchas y cruzas toda la ciudad para asegurarte de que tu casa no ha sufrido un incendio en tu ausencia. Yo me quedo en vela hasta saber que todo va bien, duermo un rato y me despierto excitado y sin nadie que pueda saciar mi deseo. Eso es maldad, Paula.


Ella soltó una risita y pasó una pierna por encima de su cadera.


—Pobrecito…


—¿Por qué crees que insistí en lo de nuestros desayunos?


—Oh, adoro los desayunos…


—¿Qué dice tu libro de normas sobre la posibilidad de pasar la noche entera con un amante?


Paula consideró los pros y los contras durante un momento. Él la miró con suma atención y una media sonrisa.


—Dice que la amante debería probar una vez para ver qué pasa —respondió al fin—. Pero también dice que el amante debe recordar que ella tiene su propia vida.


Pedro la abrazó.


—Eso no es un problema para mí.


—Si te llevas todo el edredón, me marcharé…


—Si te marchas, te perderás el mejor despertar de tu vida.


Ella se quedó muy quieta durante un rato, acariciándole el cabello. Minutos más tarde, la respiración de Pedro se volvió más lenta y supo que se había quedado dormido.


Mientras lo miraba, se preguntó qué estaba haciendo con él.


 Ya habían roto la norma de evitar las demostraciones públicas de afecto, y ahora se iba a quedar en su piso: su cara sería lo último que viera antes de quedarse dormida y lo primero cuando despertara.


No lo entendía. Siempre había pensado que Pedro no quería mantener una relación seria con nadie; pero entonces, ¿por qué se había empeñado?


Paula intentó alejarse un poco de él, pero Pedro gruñó, le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacia sí. 


Seguramente se habría sentido más cómoda, o por lo menos más tranquila, si no hubiera sido tan perfecto.


Pedro volvió a gruñir y se movió lo justo para apagar la luz antes de abrazarla otra vez.


—Deja de pensar y duérmete, Chaves.


—Pero…


—Lo digo en serio. Puedo oír tus pensamientos.


Al cabo de un rato, el sonido del corazón de Pedro y de su respiración pausada, lograron que Paula se sintiera segura. No tenía nada de particular; a fin de cuentas, se había esforzado mucho para agotarla.


Cerró los ojos y pensó que debía resistirse a ese sentimiento de seguridad y que no debía ceder tan fácilmente a sus pretensiones.


Pero al final, se quedó dormida.





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