jueves, 16 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 15






CUANDO Pau bajó con Hernan a la mañana siguiente no había ni rastro de Pedro. No estaba fuera trabajando. Se sintió tentada de seguir de largo, pero no lo hizo porque no quería que la acusaran de salir corriendo, así que llamó a la puerta de atrás alrededor de las nueve y media de la mañana. Todavía estaba nublado y la mañana de marzo parecía mucho más fría de lo que marcaban los termómetros. Pau se estremeció un poco mientras esperaba a que él abriera. Y se estremeció más al ver que él no salía. 


Volvió a llamar.


—¿Pa…? —dijo Hernan, esperanzado.


No podía ser «papá». Hernan no había conocido al suyo. No obstante, resultó un poco desconcertante oírlo.


—No lo es —le dijo Pau, por si acaso.


Pedro abrió la puerta de par en par en ese momento, sin camisa, sin afeitar, y con cara de pocos amigos. Tenía el pelo de punta, despeinado.


—Oh, vaya, lo siento. Te he despertado —Pau se preguntó si estaría solo en la cama y su cara debió de delatarla.


Él pareció enfadarse aún más, pero no dijo nada.


—No debería haber venido. Solo quería que supieras que voy a llevar a Hernan a la casa de Clara esta mañana —le dijo con firmeza. Esa vez no iba a convencerla para que no lo hiciera.


—Haz lo que quieras —le dijo Pedro en un tono cortante.


—Lo haré. Vuelve a la cama —le dijo.


Dio media vuelta y salió de la casa. Metió a Hernan en el coche y se puso en camino.


«Lo has conseguido…», se dijo, mientras conducía.


Tenía fuerza de voluntad, poder de decisión… Sentido común. A lo mejor no había hecho lo que quería hacer, pero sí lo que necesitaba hacer. A lo mejor por fin estaba superando esa necesidad que siempre había sentido por los finales felices.


—Está evolucionando muy bien —le dijo el doctor Singh.


Había ido a ver a su abuela y después se había reunido con ella en el área de espera.


—Es una persona con mucha fuerza de voluntad. Está deseando volver a su casa. La señora Newell es una mujer extraordinaria.


—Lo es.


—Probablemente pueda empezar con la terapia dentro de una semana. Podemos buscarle un sitio, ya que vive en un primer piso.


—Sí, aunque también estaba pensando que podría llevármela conmigo a San Francisco. Allí podríamos buscar un lugar que fuera apropiado para ella. Mi casa no lo es. Pero la casa de mi prometido sí. O también puedo buscarle un sitio cercano a mi casa —no mencionó la oferta de Pedro. No era su primera opción, en absoluto.


—Es una posibilidad —dijo el médico—. Habría que buscarle otro médico y otro terapeuta. Pero podemos hacerlo. 


Debería hablar con su abuela. Lo que sea más cómodo para ella es lo mejor. Se esforzará más para mejorar si está contenta y ve que puede conseguirlo.


Pau estuvo de acuerdo.


—Hablaré con ella.


De camino a la habitación de su abuela, ensayó la conversación una y otra vez.


—Buenas noticias —le dijo con alegría—. En una semana estarás fuera de aquí.


—¿Una semana? —la abuela parecía consternada.


—Están muy contentos con tu evolución. El doctor Singh dice que puedo hacer preparativos en cuanto salgas.


—Me voy a casa.


—Eso sería estupendo —dijo Pau—. Pero todavía no vas a poder subir las escaleras. He pensado que podrías venirte a San Francisco conmigo durante una temporada.


—Tú también vives en alto.


—Puedo buscarte un sitio donde te puedan hacer la rehabilitación durante un tiempo —Pau puso su mejor cara—. Sería algo temporal.


Maggie se vino abajo.


—O quizá… —dijo Pau—. Podrías quedarte con Adrian.


Maggie apretó los labios.


—No creo que a Adrian le guste la idea.


—Claro que sí —dijo Pau con más confianza de la que sentía.


Adrian era una persona difícil de convencer, como buen banquero que era. La flexibilidad no era uno de sus puntos fuertes. Pero sí que era razonable.


No le mencionó la oferta de Pedro, no obstante. Su ofrecimiento había sido demasiado precipitado. Él hacía cosas así, pero seguramente tampoco querría un cambio tan grande en su vida. No quería que nadie limitara su libertad.


—Ya pensaremos en algo —dijo Pau.


—Practicaré lo de subir escaleras —dijo la abuela.


—Cuando la terapeuta diga que puedes.


Maggie puso una cara que no dejaba lugar a dudas. Para cuando se marchó de la habitación, Pau ya sabía que su abuela estaba decidida…


Hernan se había acostumbrado muy bien a Clara y a sus hijos. Eran dos, un niño de un año llamado Andrew y una niña de cuatro llamada Izzy. Según su madre, a Izzy le encantaban los bebés y era evidente que estaba encantada con Hernan. Este también la adoraba y la seguía a todas partes a gatas.


—Necesita una hermana mayor —dijo Clara, riendo.


—Bueno, no creo que vaya a tener una —contestó Pau—. Pero a lo mejor tendrá una más pequeña algún día… Gracias por cuidar de él —le dijo a Clara.


—De nada. Cuando quieras, me lo dejas. Ojalá vivieras más cerca. Ya no te vemos como antes. Podrías volver.


—No lo creo —dijo Pau.


—Oh, bueno. Me ha gustado verte esta vez, aunque sea —Clara le dio un abrazo y la acompañó a la puerta—. ¿Has visto a Pedro?


Pau no esperaba esa pregunta y oír su nombre fue como una bofetada en la cara. No debería haberse sorprendido, no obstante. Clara había conocido a Pedro cuando estaban juntos y Pau se lo había contado todo cuando habían cortado.


—Eso no tiene futuro. Pedro no quiere sentirse atado —le había dicho entonces.


—Egoísta —le había dicho Clara.


De vuelta al presente, Pau asintió con la cabeza.


—Es el casero de mi abuela —le recordó a Clara—. ¿Por qué?


—Me lo encontré hace unos meses en una carnicería de Newport, y me sorprendió ver que se acordaba de mí. Me preguntó por ti.


—¿Pedro te preguntó por mí?


—Pensé que quizá habría cambiado de opinión.


—No —dijo Pau—. Eso no.



****

Debería haberle dicho que se llevaba a Hernan, pero… 


Quería su vida, tal y como era antes. Desde que Maggie se había roto la cadera y Pau había vuelto a aparecer en su vida, nada había vuelto a ser igual. Ella se había marchado tres años antes. Él se había enfadado mucho; estaba convencido de que volvería en cuanto se diera cuenta de lo que tenían… Pero ella no había vuelto. Y él había pasado página. Su vida no había vuelto a ser la misma sin ella, no obstante. Nadie podía hacerle reír como ella. Los recuerdos… Por ellos la había convencido para que no se llevara a Hernan a casa de Clara el día anterior. Por ellos había pasado el día a su lado, fabricando más recuerdos. En algún momento esperaba darse cuenta de que ella era una más, igual que el resto de mujeres, reemplazable,  olvidable… Pero no había funcionado. Y tenerla en su taller la noche anterior había empeorado mucho las cosas. Estaba contento de tenerla allí; había disfrutado de su presencia, de sus comentarios, de su conversación… Pero con Pau nunca tenía bastante, nunca era suficiente. Había intentado refugiarse en el trabajo. Se había dedicado a reparar esa pata rota del mueble, tratando de perderse en la madera, como siempre había hecho. Pero esa vez había sido imposible. Los recuerdos de ella le asaltaban sin tregua; el sonido de su risa le atormentaba… En su cabeza podía verla apartándose el pelo de la cara, mirándole con esos ojos cálidos y seductores… Ni siquiera había podido terminar de atornillar la pata al mueble… Los dedos le temblaban tanto… 


Había dejado el trabajo a medio hacer y había salido por la puerta como si lo persiguieran cien demonios, rumbo a DeSoto’s, el bar al que Milos y él no habían ido la noche anterior y en el que, según le decía su primo, las chicas eran incluso más guapas… Se había quedado hasta la hora del cierre y había ahogado sus penas en cerveza… y en los recuerdos de Pau.



****

El teléfono estaba sonando cuando Pau y Hernan volvieron de la casa de Clara. Hernan se estaba mordiendo el puño y dando patadas, dejándole claro que estaba hambriento, así que Pau lo puso sobre una manta, en el suelo, y puso un puñado de Cheerios en un bol a su lado, sabiendo que las chucherías terminarían por todo el suelo antes de que pudiera llevárselas a la boca.


Pero no importaba. Ya sabía que no. Ya conocía a Hernan. De repente sintió un gran amor por el pequeño y le alborotó el cabello al tiempo que respondía al teléfono.


—¿Hola?


Se oyó un sonido hueco y después una pausa.


—¿Con quién hablo? —preguntó una voz femenina en un tono de sospecha.


—¿Mariana?


—Sí. ¿Con quién hablo?


—Con Pau.


—¿Pau? —hubo una pausa—. ¿Qué estás haciendo ahí? —le preguntó Mariana. No había entusiasmo alguno en su voz.


—Tratando de localizarte —le dijo Pau, molesta, pero ecuánime—. Te he dejado mensajes.


—¿Por qué? ¿Qué pasó? Oh, Dios mío. ¡Es Hernan!


—No se trata de Hernan…


—El teléfono no me funciona aquí —dijo Mariana, interrumpiéndola—. ¡Sabía que pasaba algo! He llamado un montón de veces, cada vez que encontraba una cabina. ¡Pero nunca hay nadie en casa! ¿Qué pasa? ¿Dónde está la abuela? ¿Por qué me has dejado mensajes? ¿Dónde está Hernan?


Con cada pregunta Mariana parecía más y más nerviosa.


—Hernan está aquí mismo, comiéndose unos Cheerios.


—Oh —hubo una pausa—. Bueno, muy bien —añadió, algo más calmada—. ¿Pero entonces dónde está la abuela? ¿Por qué estás tú ahí? —la sospecha había vuelto a su voz—. ¿Qué pasa, Pau? ¿Por qué tienes a Hernan?


—Estoy tratando de decírtelo —dijo Pau con un poco menos de paciencia de la que hubiera querido tener—. La abuela se rompió la cadera. Está en el hospital.


—Oh, Dios mío. ¿Qué ha pasado?


Siendo tan escueta como le fue posible, Pau le contó todo lo que había pasado.


—Traté de comunicarme contigo desde el momento en que llegué. Llamé y dejé varios mensajes. Muchos.


—Bueno, yo también te hubiera dejado mensajes —le dijo Mariana, a la defensiva—. Pero la abuela no tiene contestador. Ya lo sabes. No es que me haya ido así como así y me haya desentendido de todo.


Eso era exactamente lo que parecía, pero Pau se dio cuenta de que Mariana probablemente decía la verdad. La casa había estado vacía todo el día y, debido a la diferencia de horarios, Mariana debía de estar ya en la cama, cuando ella llegaba del hospital.


—Lo sé —le dijo Pau, intentando apaciguar los ánimos—. Lo entiendo.


—Creo que no —dijo Mariana—. ¡Es mi hijo! Tú no tienes niños. ¿Cómo ibas a entenderlo?


Pau se sintió como si le acabaran de dar una bofetada en la cara. Las cosas siempre habían sido así con Mariana.


—No me hace falta tener niños propios para quererlos, Mariana.


—Ya.


—He cuidado bien de él. Hernan está bien.


—Bueno, gracias —dijo Mariana con reticencia unos segundos después—. ¿Le ha salido el diente? —le preguntó, repentinamente emocionada e impaciente—. Le estaba saliendo cuando me fui.


Pau oyó algo parecido a la preocupación de una madre en su voz.


—Sí que le han estado saliendo los dientes —no mencionó lo de los gritos, ni lo del extracto de vainilla.


—Llora y llora sin parar —le dijo Mariana—. Pobrecito. A veces no sé qué hacer. Quería traerle conmigo, pero… no debí marcharme… Tomaré el próximo vuelo.


Pau se sintió como si el aire huyera de sus pulmones.


—¿Vuelves a casa? No tienes por qué —le dijo—. Quiero decir que Hernan está en buenas manos. En serio. La abuela me dijo que tenías… cosas importantes que hacer.


—Te refieres a decirle a Dario que tiene un hijo, ¿no? —le dijo Mariana, tomándola por sorpresa.


Jamás hubiera esperado una admisión tan sincera por su parte.


—Sí, bueno, pero…


—A eso vine —le dijo Mariana con contundencia—. Él llamó y me pidió que viniera durante su permiso. Me llevé una gran sorpresa. Habíamos roto antes de enterarme de que estaba embarazada… Y después él me llamó… Fue toda una sorpresa. No fui capaz de decirle por teléfono lo de Hernan. Y no podía traerle conmigo, así que le pedí a la abuela que cuidara de él y me vine a Alemania.


—Y… ¿Ha ido todo bien?


—Sí —dijo Mariana con entusiasmo—. Nos hemos casado… Tiene tantas ganas de ver a Hernan. Le queda una semana más o menos. Ya verás cuando se lo diga. Estaremos ahí enseguida.


—Mariana, yo…


—Te llamo. Dale muchos besitos a mi niño de su mami.


Y así, sin más, Mariana colgó. Era tan típico de ella. Pau se quedó perpleja, con el auricular en la mano… De pronto Hernan dio un grito. Era evidente que los Cheerios no iban a ser suficiente.




FUTURO: CAPITULO 14





Era tan injusto. El hombre… el encanto… Esa sonrisa endiabladamente tentadora. Pero no eran solo los atributos físicos y la personalidad… También estaba la facilidad con la que se ocupaba de Hernan, su amor por la madera con la que trabajaba, la forma en que la escuchaba hablar de su trabajo… Incluso le preguntaba acerca de las marionetas… 


Debería haber dicho que no… Debería haber seguido de largo rumbo al apartamento de la abuela y haberle dejado llevarse a Hernan a su casa… Debería haberle dejado trabajar solo, mientras Hernan dormía.


Pero, en vez de hacer eso, como una tonta empedernida, o una fan enamorada, le había seguido hasta su taller, y había vuelto a caer bajo el influjo de Pedro Alfonso. El aparador iba a quedar impecable. Pau se lo podía imaginar con solo ver la parte que estaba restaurando. A lo largo de un siglo, había pasado por las manos de una serie de médicos de Nueva York, que lo habían usado para almacenar medicinas en sus consultas. Alguien había sustituido la parte superior a finales del siglo XIX, pero a Pau no le parecía que hubiera habido cambio alguno.


—¿Cómo lo sabes? —le preguntó ella. Y él le enseñó todos los cambios y reparaciones que le habían hecho a la pieza a lo largo de los años.


—Es igual que lo de tus muñecos de tela.


Pau deslizó una mano sobre el mueble, palpó la madera suave bajo las yemas de los dedos. Era suave al tacto, cálida, casi como la piel. Le recordaba aquellos tiempos en que había sido libre para tocar la piel de Pedro. Con solo pensar en ello, sintió que las mejillas se le encendían. Apartó la mano rápidamente.


—Debería irme, dejarte trabajar.


—Quédate —le dijo él—. Siéntate y habla conmigo. A veces es aburrido estar tan solo.


Ella parpadeó y después se le quedó mirando. Él nunca la había invitado a quedarse en su taller… Se había sentado en un taburete frente a su mesa de trabajo, y estaba desmontando uno de los pequeños cajones. Pau le observaba… Su interés estaba dividido entre el hombre y lo que sus dedos expertos hacían con la madera.


Se dijo a sí misma que se iría pronto. Pero todavía estaba ahí cuando Milos volvió de hacer surf. Y todavía seguía allí cuando Hernan se despertó y empezó a dar palmas. Le sacó de su cuna y lo llevó de vuelta al taller de Pedro.


Y todavía seguía allí cuando Milos anunció que iba a pedir una pizza y les preguntó cuál les apetecía.


—La de salchichas y champiñones —contestó Pedro—. Y una pequeña de vegetales con extra de aceitunas y corazones de alcachofas.


Pau, que llevaba un rato observando a Hernan mientras este intentaba subirse a la mesa, levantó la vista de repente. 


Pedro acababa de pedir su pizza favorita.


Él la miró fijamente a los ojos, y se encogió de hombros.


—¿Cómo iba a olvidar una pizza tan rara como esa?


Cuando por fin se llevó a Hernan al apartamento y lo acostó en la cama, no puedo evitar pararse a oscuras durante un rato en la cocina, y observarle a través de la ventana mientras trabajaba en su taller. Estaba sentado en su taburete, donde llevaba casi toda la tarde. El pelo le caía sobre la frente mientras trabajaba en unas de las patas dañadas del mueble. Ella le observaba con atención mientras trabajaba la madera y recordaba un tiempo en que esas manos se habían movido con la misma soltura sobre su cuerpo. De repente, él soltó la pata sobre su mesa de trabajo, bajó del taburete y desapareció. Sorprendida, Pau se quedó mirando el taburete vacío, la pata que había estado restaurando… Y entonces, la puerta trasera de la casa se abrió y Pedro salió. Ella retrocedió para que él no pudiera verla. Contuvo el aliento. Pero él no levantó la vista. 


Se puso una chaqueta y masculló algo por encima del hombro. Unos segundos más tarde, salió Milos, poniéndose una sudadera. El joven sonrió, dijo algo que Pau no pudo oír e hizo el típico gesto de una mujer con curvas… Pedro levantó las cejas, sonrió y asintió con la cabeza. No se dieron la vuelta ni volvieron hacia el garaje. Rodearon la casa y se dirigieron hacia la acera que daba al frente de la casa. Evidentemente, iban a ir andando adondequiera que fueran. Y a esa hora de la noche… Poco más de las nueve… 


Pau sabía muy bien qué establecimientos estaban abiertos… Restaurantes y bares… Ya habían cenado pizza con ella.


No. Nada había cambiado.


Pedro había salido a cazar. Otra vez.



FUTURO: CAPITULO 13







—Sí, es urgente —dijo Pau por teléfono. Estaba a punto de hacer algo que nunca había hecho antes: pedirle a Adrian que la pusiera por delante del trabajo—. Te ofreciste a venir este fin de semana y te tomo la palabra.


—Pensaba que habías dicho que podía comprar un vestido tú sola —Adrian pareció sorprendido.


—Y puedo. Pero me he dado cuenta de lo importante que es esa noche para ti, y quiero tu opinión… Te echo de menos —le dijo—. Mucho.


Era evidente que no lo echaba de menos lo suficiente, y eso la asustaba. Tenía el juicio nublado. ¿Cómo había dejado que Pedro la besara así la noche anterior?


Trató de ahuyentar esos pensamientos e intentó prestar atención a lo que le estaba diciendo Adrian.


—Loomis me invitó a jugar al golf el domingo. Es importante —añadió—. No el golf, por supuesto. Pero ser parte del grupo sí lo es. Entré por mi padre…


El padre de Adrian también era un pez gordo de la banca.


—Pero eso solo es el primer empujón. Mis perspectivas aumentarán exponencialmente si trabajo duro y entro en el juego de los chicos. Ya lo sabes.


—Lo sé —dijo Pau, tratando de esconder la irritación que sentía.


—Eso no quiere decir que no voy a ir, Pau. Yo también te echo de menos. Pero no puedo ir mañana después del trabajo.


—Entonces ven después del partido de golf. Apuesto a que Loomis juega pronto.


—Sí, pero después vamos a comer.


—Después de comer. Hay vuelos cada hora que llegan al aeropuerto de Los Ángeles.


—Pero al de John Wayne llegan menos.


—Cierto —admitió Paula y entonces guardó silencio. Se quedó mirando por la ventana de la habitación de la abuela en el hospital y no insistió más.


—Muy bien —dijo Adrian finalmente—. Reservaré un vuelo para el sábado por la tarde. ¿Puedes aguantar hasta entonces?


—Lo intentaré —Pau hizo todo lo posible por darle cierto tono de broma a sus palabras.


—Será divertido —dijo Adrian—. Encontraremos el vestido. Saldremos a cenar. A un sitio romántico. Velas y…


—No olvides que tenemos a Hernan.


—¿Qué? Oh, sí, claro. Hernan —su tono de voz cambió. No parecía nada entusiasmado—. Sí, bueno, ya pensaremos en algo. A lo mejor ese vecino de tu abuela puede ocuparse de él.


—¿Pedro?


—Ese. Ya la ha ayudado antes, ¿no? 


—Sí —le dijo, pero no había muchas posibilidades de que Pedro accediera a quedarse con el niño para que ella pudiera salir con Adrian.


De hecho, ni siquiera pensaba pedirle que cuidara de Hernan esa mañana. Había llamado a una vieja amiga de la universidad que vivía en Newport para pedirle consejo sobre canguros.


Clara, que tenía dos niños pequeños, le había dicho que podía dejarle a Hernan sin problema.


Pero tampoco podía dejárselo el fin de semana. Además, también quería pasar tiempo con él. Cuanto más tiempo pasaba con Hernan, más lo quería. Y también quería pasar tiempo con Adrian y con él, como una familia.


Un pequeño bocado de ese futuro con el que soñaba.


Pedro estaba apilando tablas en el patio, sin camisa bajo el sol de mediodía.


—Buenos días —le dijo Pau, bajando las escaleras con Hernan, tratando de no fijarse en el juego de músculos que se movían en su espalda mientras colocaba la madera. Parecía antigua, parte de una pieza que debía de estar restaurando. Siempre había sentido mucha curiosidad por su trabajo, por los muebles que restauraba. Pero no se detuvo para preguntarle. Ya le había visto bastante y no quería verle más si podía evitarlo.


Él se puso erguido y se quitó el pelo de la frente. Dejó en el suelo una tabla y fue hacia ella, extendiendo los brazos hacia Hernan.


—¿Te vas al hospital?


—Sí —dijo ella, sujetando a Hernan con fuerza. El niño extendía sus bracitos hacia Pedro—. Vamos de camino.


Pedro frunció el ceño.


—¿Qué?


—Una amiga de la universidad me ha dicho que puedo dejárselo un rato —se volvió hacia la puerta del garaje.


—¿Qué? No. Mala idea —dijo Pedro, yendo detrás de ella.


Ella se volvió y prácticamente tuvo que echarse contra la puerta. Él estaba tan cerca…


—¿Qué quieres decir? Clara tiene niños pequeños. Le ha invitado.


—Pero él no la conoce.


—¡Y a mí no me conocía hasta hace un día! Ni a ti tampoco —añadió Pau.


Hernan se retorcía en sus brazos y trataba de tirarse encima de Pedro.


—Y ahora sí —dijo Pedro y le quitó a Hernan de los brazos sin hacer el más mínimo esfuerzo—. Parece que está muy tranquilo. ¿Ha vuelto a llorar?


—No. Bueno, una vez. Durante un ratito. Pero conseguí calmarle.


Harry estaba botando en los brazos de Pedro y acariciándole las mejillas con sus manitas.


Pedro arrugó la nariz y le mordisqueó los dedos. Hernan balbuceó con entusiasmo.


—Bien. Parece que está muy bien —dijo Pedro—. No queremos que se vuelva a poner a llorar.


—No…


—Un niño necesita estabilidad —le dijo él con firmeza—. No necesita quedarse con una nueva persona cada día.


Había algo en su tono de voz que sonaba inflexible. Pau se dio cuenta de que no iba a hacerle cambiar de opinión. Ese era un Pedro totalmente desconocido para ella; el Pedro protector, paternal…


—¿Qué tenías en mente? —le preguntó en un tono serio—. No querrás tener que volver a ocuparte de él.


—Pensaba ir contigo.


—¿Qué? ¿Al hospital?


—Sí, y después ya vemos lo demás sobre la marcha.


—No estás listo.


—Cinco minutos —le dijo él, dirigiéndose hacia la casa con Hernan en los brazos.


—Yo lo llevo —Pau corrió detrás de ellos, pero Pedro no la estaba escuchando.


Llevó a Hernan hasta el dormitorio, como si no se atreviera a devolverle al niño, como si lo tuviera de rehén.


Pau casi se sintió tentada de dejarle al niño y de salir corriendo, pero se quedó… Una elección estúpida… Porque unos minutos más tarde, Pedro reapareció con unos vaqueros y con una camisa de algodón azul claro, remangada hasta los codos, dejando al descubierto sus musculosos antebrazos. Llevaba a Hernan sobre los hombros. 


No se parecían en nada, excepto por el pelo oscuro, y sin embargo, parecían padre e hijo.


—Listo —dijo Pedro.


—¿Milos quiere venir? —preguntó Pau, sabiendo la respuesta incluso antes de preguntar, pero albergando una pequeña esperanza a pesar de todo.


—No —dijo Pedro—. Milos se acostó muy tarde —añadió con una sonrisa—. Y a lo mejor tiene un poco de resaca cuando se despierte. Qué pena.


Pau tuvo que reírse al oír ese tono de satisfacción. Y siguió riéndose durante todo el camino hasta el hospital. Él siempre la había hecho reír, excepto cuando hablaba muy en serio. Y siempre la había hechizado con sus palabras. Las cosas no habían cambiado mucho. Pero no podía caer bajo su influjo de nuevo. No podía bajar la guardia, por muy divertido y encantador que fuera.


Pero eso tampoco significaba que fuera capaz de resistirse a él del todo. No podía hacerlo… No sabía cómo permanecer distante e indiferente cuando Pedro Alfonso desplegaba todos sus encantos. Era demasiado fácil hablar con él. 


Siempre había sido así. Hubiera podido resistirse a él si se hubiera dedicado a flirtear con ella abiertamente, pero no lo había hecho. No tenía por qué. Durante el camino, él le preguntó sobre su trabajo y ella le habló de lo que hacía en la biblioteca, contándoles historias a los niños, fabricando marionetas y enseñándoles a hacer muñecos de tela…


—Usamos telas viejas que los niños traen y con ellas hacen muñecos —sus ojos se iluminaban mientras hablaba.


Esperaba que él la interrumpiera, pero no fue así. La escuchaba con atención mientras conducía rumbo al hospital.


—Es como lo que yo hago —le dijo de repente.


—¿Tú?


—Usas cosas viejas para hacer otras nuevas. Yo lo hago con la madera.


Ella entendió lo que quería decir. El trabajo que le daba dinero era de importación y exportación, pero su auténtica pasión era la madera en sí misma, crear cosas con ella, recuperar piezas dañadas y restaurarlas.


—Devolverlas a la vida —dijo ella mientras él le hablaba de la pieza en la que estaba trabajando en ese momento, un aparador holandés del siglo XVII que había desmontado pieza a pieza y que estaba limpiando.


—Estoy intentando devolverlo a su estilo original —le dijo Pedro.


El viento que entraba por la ventanilla abierta le alborotaba el cabello. Pau no podía quitarle los ojos de encima.


—¿Estabas trabajando en ello cuando bajamos?


Él asintió.


—Es de mi cuñada. Lleva más de tres siglos en la familia de Sophy, la esposa de George.


—¿Y tú te has atrevido a desmontarlo?


—Es un privilegio. Además, necesitaba una pequeña reparación. Es muy frágil, y podía caerse en cualquier momento. Al final hubieran tenido que tirarlo a la basura. Además, tiene que estar en buenas condiciones para soportar el paso del huracán de niños traviesos que tienen en casa.


—¿Huracán de niños traviesos?


—Bueno, están trabajando en ello —dijo Pedro—. Una hija, Lily, de momento. Tienen un niño en camino. No creo que hayan terminado todavía —sacudió la cabeza con desesperación.


—Bien por ellos —dijo Pau con firmeza.


Pedro le lanzó una mirada seria.


—Si tú lo dices.


Había hecho cosas mucho más estúpidas, como saltar en bicicleta del techo de un cobertizo para botes y romperse los dos brazos, caminar entre hiedra venenosa en traje de baño para recuperar una pelota cuando tenía diecisiete años, pedirle a la preciosa Lucy Gaines que le acompañara al baile después de haber olvidado que ya se lo había pedido a su amiga marimacho Raquel Vilas… Había hecho unas cuantas tonterías en su vida, pero la mayor de todas, sin duda, había sido ingeniárselas para conseguir que Paula y Hernan pasaran el día con él. Ese pequeño truco que le había jugado el corazón le recordaba que había mucho más en Paula Chaves que una simple compañera de cama. Había olvidado el entusiasmo que sentía por su trabajo, lo mucho que brillaba cuando le contaba esas historias sobre «sus niños », tal y como ella les llamaba, lo que hacían, lo que decían, cuáles eran sus marionetas favoritas…


—¿Vas a seguir trabajando cuando te cases? —la pregunta los sorprendió a los dos.


—Hasta que tengamos niños —le dijo ella finalmente—. Entonces me gustaría quedarme con ellos en casa —miró el asiento de atrás del coche, donde estaba sentado Hernan en su sillita—. No voy a tener hijos para que otra persona los críe —le dijo, mirándole directamente con ojos desafiantes.


—Nunca pensé que quisieras otra cosa —le dijo Pedro, consciente de que nada había cambiado para ella.


—Qué niño tan rico tiene —le dijo la recepcionista del hospital—. Se parece a usted, no a su mujer, ¿verdad?


Pedro se limitó a sonreír, siguiéndole la corriente. Pau se puso pálida y le lanzó una mirada de preocupación. Pero él se limitó a asentir.


—Podrías haberle dicho que no es nuestro… Tuyo, quiero decir —le dijo Pau cuando se dirigieron hacia la sala de espera, donde él iba a quedarse con Hernan mientras ella subía a ver a su abuela.


—No tiene importancia —él se encogió de hombros.


Pau bajó a Maggie en una silla de ruedas para que Hernan y él pudieran verla.


—Parecéis una familia feliz —dijo la anciana, sonriente.


—¡Abuela! —Pau se puso roja como un tomate.


—Solo era un comentario. No una predicción.


—Bueno, no digas nada más —dijo Pau en pocas palabras.


Más tarde, de camino a casa, se disculpó con Pedro.


—Lo siento.


—¿Qué?


—Lo que ha dicho la abuela, sobre Hernan, tú y yo. Se le ocurren cosas muy raras.


Pedro estiró los hombros contra el respaldo del asiento del coche.


—No hay problema.


—Yo nunca he hecho nada para alentarla a pensar esas cosas. Tengo a Adrian.


Había algo en su tono de voz que resultaba provocador, y Pedro no pudo resistir las ganas de contraatacar.


—Oh, muy bien. Adrian. El hombre de tus sueños. Encantado de casarse y de tener una familia, ¿no? ¿Dónde dijiste que estaba?


Pau se enfureció de golpe.


—En San Francisco, trabajando —le dijo, entre dientes.
Pedro esbozó una sonrisa sarcástica.


—Claro.


—¿No me crees? ¿Crees que me lo inventé? —Pau le fulminó con la mirada.


Pedro sonrió de oreja a oreja y sacudió la cabeza.


—No. Pero estaba pensando que me gustaría conocerle.


Maggie siempre le había hablado bien del novio de Pau, pero también había algo en su tono de voz que denotaba ciertas reservas.


—Puedes conocerle este fin de semana.


Pedro parpadeó, sorprendido.


—Viene el sábado por la tarde.


—¿Ah, sí? —Pedro apretó el volante con fuerza y condujo en silencio durante el resto del viaje. Pau tampoco habló. 


Parecía sumida en sus propios pensamientos, probablemente sobre Adrian…


Hernan estaba profundamente dormido cuando llegaron.


—¿Y ahora qué? —dijo Pau, abriendo la puerta de atrás—. ¿Y si le despierto?


—Yo lo llevo.


—¿Y si le despiertas?


—No lo haré —le quitó el cinturón de seguridad y lo tomó en brazos con cuidado.


—¿Qué haces? —le preguntó Pau al ver que se dirigía hacia su propia casa. Ella ya estaba subiendo las escaleras del apartamento de Maggie.


—Le voy a dejar que duerma el resto de la siesta —dijo Pedro por encima del hombro.