jueves, 16 de febrero de 2017

FUTURO: CAPITULO 13







—Sí, es urgente —dijo Pau por teléfono. Estaba a punto de hacer algo que nunca había hecho antes: pedirle a Adrian que la pusiera por delante del trabajo—. Te ofreciste a venir este fin de semana y te tomo la palabra.


—Pensaba que habías dicho que podía comprar un vestido tú sola —Adrian pareció sorprendido.


—Y puedo. Pero me he dado cuenta de lo importante que es esa noche para ti, y quiero tu opinión… Te echo de menos —le dijo—. Mucho.


Era evidente que no lo echaba de menos lo suficiente, y eso la asustaba. Tenía el juicio nublado. ¿Cómo había dejado que Pedro la besara así la noche anterior?


Trató de ahuyentar esos pensamientos e intentó prestar atención a lo que le estaba diciendo Adrian.


—Loomis me invitó a jugar al golf el domingo. Es importante —añadió—. No el golf, por supuesto. Pero ser parte del grupo sí lo es. Entré por mi padre…


El padre de Adrian también era un pez gordo de la banca.


—Pero eso solo es el primer empujón. Mis perspectivas aumentarán exponencialmente si trabajo duro y entro en el juego de los chicos. Ya lo sabes.


—Lo sé —dijo Pau, tratando de esconder la irritación que sentía.


—Eso no quiere decir que no voy a ir, Pau. Yo también te echo de menos. Pero no puedo ir mañana después del trabajo.


—Entonces ven después del partido de golf. Apuesto a que Loomis juega pronto.


—Sí, pero después vamos a comer.


—Después de comer. Hay vuelos cada hora que llegan al aeropuerto de Los Ángeles.


—Pero al de John Wayne llegan menos.


—Cierto —admitió Paula y entonces guardó silencio. Se quedó mirando por la ventana de la habitación de la abuela en el hospital y no insistió más.


—Muy bien —dijo Adrian finalmente—. Reservaré un vuelo para el sábado por la tarde. ¿Puedes aguantar hasta entonces?


—Lo intentaré —Pau hizo todo lo posible por darle cierto tono de broma a sus palabras.


—Será divertido —dijo Adrian—. Encontraremos el vestido. Saldremos a cenar. A un sitio romántico. Velas y…


—No olvides que tenemos a Hernan.


—¿Qué? Oh, sí, claro. Hernan —su tono de voz cambió. No parecía nada entusiasmado—. Sí, bueno, ya pensaremos en algo. A lo mejor ese vecino de tu abuela puede ocuparse de él.


—¿Pedro?


—Ese. Ya la ha ayudado antes, ¿no? 


—Sí —le dijo, pero no había muchas posibilidades de que Pedro accediera a quedarse con el niño para que ella pudiera salir con Adrian.


De hecho, ni siquiera pensaba pedirle que cuidara de Hernan esa mañana. Había llamado a una vieja amiga de la universidad que vivía en Newport para pedirle consejo sobre canguros.


Clara, que tenía dos niños pequeños, le había dicho que podía dejarle a Hernan sin problema.


Pero tampoco podía dejárselo el fin de semana. Además, también quería pasar tiempo con él. Cuanto más tiempo pasaba con Hernan, más lo quería. Y también quería pasar tiempo con Adrian y con él, como una familia.


Un pequeño bocado de ese futuro con el que soñaba.


Pedro estaba apilando tablas en el patio, sin camisa bajo el sol de mediodía.


—Buenos días —le dijo Pau, bajando las escaleras con Hernan, tratando de no fijarse en el juego de músculos que se movían en su espalda mientras colocaba la madera. Parecía antigua, parte de una pieza que debía de estar restaurando. Siempre había sentido mucha curiosidad por su trabajo, por los muebles que restauraba. Pero no se detuvo para preguntarle. Ya le había visto bastante y no quería verle más si podía evitarlo.


Él se puso erguido y se quitó el pelo de la frente. Dejó en el suelo una tabla y fue hacia ella, extendiendo los brazos hacia Hernan.


—¿Te vas al hospital?


—Sí —dijo ella, sujetando a Hernan con fuerza. El niño extendía sus bracitos hacia Pedro—. Vamos de camino.


Pedro frunció el ceño.


—¿Qué?


—Una amiga de la universidad me ha dicho que puedo dejárselo un rato —se volvió hacia la puerta del garaje.


—¿Qué? No. Mala idea —dijo Pedro, yendo detrás de ella.


Ella se volvió y prácticamente tuvo que echarse contra la puerta. Él estaba tan cerca…


—¿Qué quieres decir? Clara tiene niños pequeños. Le ha invitado.


—Pero él no la conoce.


—¡Y a mí no me conocía hasta hace un día! Ni a ti tampoco —añadió Pau.


Hernan se retorcía en sus brazos y trataba de tirarse encima de Pedro.


—Y ahora sí —dijo Pedro y le quitó a Hernan de los brazos sin hacer el más mínimo esfuerzo—. Parece que está muy tranquilo. ¿Ha vuelto a llorar?


—No. Bueno, una vez. Durante un ratito. Pero conseguí calmarle.


Harry estaba botando en los brazos de Pedro y acariciándole las mejillas con sus manitas.


Pedro arrugó la nariz y le mordisqueó los dedos. Hernan balbuceó con entusiasmo.


—Bien. Parece que está muy bien —dijo Pedro—. No queremos que se vuelva a poner a llorar.


—No…


—Un niño necesita estabilidad —le dijo él con firmeza—. No necesita quedarse con una nueva persona cada día.


Había algo en su tono de voz que sonaba inflexible. Pau se dio cuenta de que no iba a hacerle cambiar de opinión. Ese era un Pedro totalmente desconocido para ella; el Pedro protector, paternal…


—¿Qué tenías en mente? —le preguntó en un tono serio—. No querrás tener que volver a ocuparte de él.


—Pensaba ir contigo.


—¿Qué? ¿Al hospital?


—Sí, y después ya vemos lo demás sobre la marcha.


—No estás listo.


—Cinco minutos —le dijo él, dirigiéndose hacia la casa con Hernan en los brazos.


—Yo lo llevo —Pau corrió detrás de ellos, pero Pedro no la estaba escuchando.


Llevó a Hernan hasta el dormitorio, como si no se atreviera a devolverle al niño, como si lo tuviera de rehén.


Pau casi se sintió tentada de dejarle al niño y de salir corriendo, pero se quedó… Una elección estúpida… Porque unos minutos más tarde, Pedro reapareció con unos vaqueros y con una camisa de algodón azul claro, remangada hasta los codos, dejando al descubierto sus musculosos antebrazos. Llevaba a Hernan sobre los hombros. 


No se parecían en nada, excepto por el pelo oscuro, y sin embargo, parecían padre e hijo.


—Listo —dijo Pedro.


—¿Milos quiere venir? —preguntó Pau, sabiendo la respuesta incluso antes de preguntar, pero albergando una pequeña esperanza a pesar de todo.


—No —dijo Pedro—. Milos se acostó muy tarde —añadió con una sonrisa—. Y a lo mejor tiene un poco de resaca cuando se despierte. Qué pena.


Pau tuvo que reírse al oír ese tono de satisfacción. Y siguió riéndose durante todo el camino hasta el hospital. Él siempre la había hecho reír, excepto cuando hablaba muy en serio. Y siempre la había hechizado con sus palabras. Las cosas no habían cambiado mucho. Pero no podía caer bajo su influjo de nuevo. No podía bajar la guardia, por muy divertido y encantador que fuera.


Pero eso tampoco significaba que fuera capaz de resistirse a él del todo. No podía hacerlo… No sabía cómo permanecer distante e indiferente cuando Pedro Alfonso desplegaba todos sus encantos. Era demasiado fácil hablar con él. 


Siempre había sido así. Hubiera podido resistirse a él si se hubiera dedicado a flirtear con ella abiertamente, pero no lo había hecho. No tenía por qué. Durante el camino, él le preguntó sobre su trabajo y ella le habló de lo que hacía en la biblioteca, contándoles historias a los niños, fabricando marionetas y enseñándoles a hacer muñecos de tela…


—Usamos telas viejas que los niños traen y con ellas hacen muñecos —sus ojos se iluminaban mientras hablaba.


Esperaba que él la interrumpiera, pero no fue así. La escuchaba con atención mientras conducía rumbo al hospital.


—Es como lo que yo hago —le dijo de repente.


—¿Tú?


—Usas cosas viejas para hacer otras nuevas. Yo lo hago con la madera.


Ella entendió lo que quería decir. El trabajo que le daba dinero era de importación y exportación, pero su auténtica pasión era la madera en sí misma, crear cosas con ella, recuperar piezas dañadas y restaurarlas.


—Devolverlas a la vida —dijo ella mientras él le hablaba de la pieza en la que estaba trabajando en ese momento, un aparador holandés del siglo XVII que había desmontado pieza a pieza y que estaba limpiando.


—Estoy intentando devolverlo a su estilo original —le dijo Pedro.


El viento que entraba por la ventanilla abierta le alborotaba el cabello. Pau no podía quitarle los ojos de encima.


—¿Estabas trabajando en ello cuando bajamos?


Él asintió.


—Es de mi cuñada. Lleva más de tres siglos en la familia de Sophy, la esposa de George.


—¿Y tú te has atrevido a desmontarlo?


—Es un privilegio. Además, necesitaba una pequeña reparación. Es muy frágil, y podía caerse en cualquier momento. Al final hubieran tenido que tirarlo a la basura. Además, tiene que estar en buenas condiciones para soportar el paso del huracán de niños traviesos que tienen en casa.


—¿Huracán de niños traviesos?


—Bueno, están trabajando en ello —dijo Pedro—. Una hija, Lily, de momento. Tienen un niño en camino. No creo que hayan terminado todavía —sacudió la cabeza con desesperación.


—Bien por ellos —dijo Pau con firmeza.


Pedro le lanzó una mirada seria.


—Si tú lo dices.


Había hecho cosas mucho más estúpidas, como saltar en bicicleta del techo de un cobertizo para botes y romperse los dos brazos, caminar entre hiedra venenosa en traje de baño para recuperar una pelota cuando tenía diecisiete años, pedirle a la preciosa Lucy Gaines que le acompañara al baile después de haber olvidado que ya se lo había pedido a su amiga marimacho Raquel Vilas… Había hecho unas cuantas tonterías en su vida, pero la mayor de todas, sin duda, había sido ingeniárselas para conseguir que Paula y Hernan pasaran el día con él. Ese pequeño truco que le había jugado el corazón le recordaba que había mucho más en Paula Chaves que una simple compañera de cama. Había olvidado el entusiasmo que sentía por su trabajo, lo mucho que brillaba cuando le contaba esas historias sobre «sus niños », tal y como ella les llamaba, lo que hacían, lo que decían, cuáles eran sus marionetas favoritas…


—¿Vas a seguir trabajando cuando te cases? —la pregunta los sorprendió a los dos.


—Hasta que tengamos niños —le dijo ella finalmente—. Entonces me gustaría quedarme con ellos en casa —miró el asiento de atrás del coche, donde estaba sentado Hernan en su sillita—. No voy a tener hijos para que otra persona los críe —le dijo, mirándole directamente con ojos desafiantes.


—Nunca pensé que quisieras otra cosa —le dijo Pedro, consciente de que nada había cambiado para ella.


—Qué niño tan rico tiene —le dijo la recepcionista del hospital—. Se parece a usted, no a su mujer, ¿verdad?


Pedro se limitó a sonreír, siguiéndole la corriente. Pau se puso pálida y le lanzó una mirada de preocupación. Pero él se limitó a asentir.


—Podrías haberle dicho que no es nuestro… Tuyo, quiero decir —le dijo Pau cuando se dirigieron hacia la sala de espera, donde él iba a quedarse con Hernan mientras ella subía a ver a su abuela.


—No tiene importancia —él se encogió de hombros.


Pau bajó a Maggie en una silla de ruedas para que Hernan y él pudieran verla.


—Parecéis una familia feliz —dijo la anciana, sonriente.


—¡Abuela! —Pau se puso roja como un tomate.


—Solo era un comentario. No una predicción.


—Bueno, no digas nada más —dijo Pau en pocas palabras.


Más tarde, de camino a casa, se disculpó con Pedro.


—Lo siento.


—¿Qué?


—Lo que ha dicho la abuela, sobre Hernan, tú y yo. Se le ocurren cosas muy raras.


Pedro estiró los hombros contra el respaldo del asiento del coche.


—No hay problema.


—Yo nunca he hecho nada para alentarla a pensar esas cosas. Tengo a Adrian.


Había algo en su tono de voz que resultaba provocador, y Pedro no pudo resistir las ganas de contraatacar.


—Oh, muy bien. Adrian. El hombre de tus sueños. Encantado de casarse y de tener una familia, ¿no? ¿Dónde dijiste que estaba?


Pau se enfureció de golpe.


—En San Francisco, trabajando —le dijo, entre dientes.
Pedro esbozó una sonrisa sarcástica.


—Claro.


—¿No me crees? ¿Crees que me lo inventé? —Pau le fulminó con la mirada.


Pedro sonrió de oreja a oreja y sacudió la cabeza.


—No. Pero estaba pensando que me gustaría conocerle.


Maggie siempre le había hablado bien del novio de Pau, pero también había algo en su tono de voz que denotaba ciertas reservas.


—Puedes conocerle este fin de semana.


Pedro parpadeó, sorprendido.


—Viene el sábado por la tarde.


—¿Ah, sí? —Pedro apretó el volante con fuerza y condujo en silencio durante el resto del viaje. Pau tampoco habló. 


Parecía sumida en sus propios pensamientos, probablemente sobre Adrian…


Hernan estaba profundamente dormido cuando llegaron.


—¿Y ahora qué? —dijo Pau, abriendo la puerta de atrás—. ¿Y si le despierto?


—Yo lo llevo.


—¿Y si le despiertas?


—No lo haré —le quitó el cinturón de seguridad y lo tomó en brazos con cuidado.


—¿Qué haces? —le preguntó Pau al ver que se dirigía hacia su propia casa. Ella ya estaba subiendo las escaleras del apartamento de Maggie.


—Le voy a dejar que duerma el resto de la siesta —dijo Pedro por encima del hombro.








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