domingo, 2 de octubre de 2016
LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 3
Dieciséis de mayo... un año después.
—Paula Chaves. ¿Qué quieres decir con eso de que no vas a ir? —le preguntó Elisabeth Markham, sorprendida—. Durante los últimos doce meses, has estado continuamente hablando de Pedro.
—Exageras. Llevo mucho tiempo sin hablar de él —replicó Paula y se volvió para disimular su vergüenza. Intentó concentrarse en amontonar sobre el mostrador las últimas donaciones para la tienda de St. Christopher. Examinó la ropa con ojo crítico, le fijó un precio y colocó etiquetas en todas las piezas, con la esperanza de que Eli se marchara o, por lo menos, cambiara de tema. Hablar de Pedro la ponía nerviosa, y también recordarlo. Para ser un hombre con el que había hablado tan poco, un año antes, y a quien había besado apenas un par de veces, le había dejado una impresión asombrosamente duradera.
—Anoche... —empezó a decir Elisabeth.
—¿Qué? —preguntó Paula. Aunque odiaba reconocerlo, sospechaba que Eli sabía lo que decía, como siempre. En cuestiones de amor, Elisabeth tenía el instinto de una hábil casamentera, y Paula era uno de sus pocos fracasos.
Ante el presentimiento de que otro encuentro con Pedro pudiese ayudar a sus propósitos, Eli no estaba dispuesta a permitir que Paula no mordiera el anzuelo.
—Estábamos sentadas a la mesa en tu cocina —le recordó Eli—. Recuerdo con exactitud lo que pasó. Te quitaste tu anillo de boda. A propósito, ya era hora de que lo hicieras. Voy a repetirte lo que dijiste: "Pedro me dijo que yo podría trabajar de modelo para la industria de los diamantes". Y después suspiraste.
—No es verdad —volvió a decir Paula—. Yo nunca suspiro.
—Es cierto—insistió Elisabeth—. Además, suspiras cada vez que hablas de él.
Paula dejó de poner etiquetas en la ropa y, lentamente, se volvió hacia la mujer que durante los últimos meses se había convertido en su mejor amiga, cuando ella intentaba recuperarse, después de su divorcio. Elisabeth era una deliciosa atolondrada, con un corazón lo suficiente grande como para acoger al mundo entero. Aunque habían sido vecinas durante años, Paula no descubrió aquella combinación de sabiduría, buen humor y honestidad hasta que Mateo la dejó.
—¿Lo hice? —preguntó Paula—. ¿Realmente suspiré?
Eli asintió y sonrió victoriosa.
—Y tenías una mirada misteriosa y lejana. Estás afectada, Paula Chaves, y no tengo la intención de oírte hablar de ese hombre durante el resto de tu vida. Hoy es el día en que se supone tienes que encontrarte con él en Savannah. Así que... ¡Fuera de aquí! Es un viaje largo, y será mejor que te vayas ahora, si quieres estar allí para la hora de la cena.
—No voy a conducir hasta Savannah, para luego encontrarme con un perfecto desconocido—le aseguró Paula.
—Ya no es precisamente un desconocido —insistió Elisabeth—. Es como si ya lo conocieras.
—No he estado tan mal —comentó Paula y la miró.
—Lo has estado —le aseguró Eli—, pero no te preocupes. Mi opinión es que es algo maravillosamente romántico.
—No, es ridículo —manifestó Paula, sacudiendo la cabeza—. Fue uno de esos encuentros que tienen lugar una vez en la vida. No es algo que merezca la pena prolongar —a pesar de sus protestas, la tentación de ir, de arriesgarse por una vez era cada vez más fuerte. Con seguridad, Elisabeth advirtió su debilidad, pues insistió.
—Hiciste una promesa solemne, ¿no es cierto? —le preguntó Eli—. ¿No vas a cumplir con tu palabra? ¿Qué diría tu madre? —con deliberación, imitó el acento sureño de la madre de Paula.
—No la metas a ella en esto —pidió Paula—. Si mi madre supiera siquiera que he considerado la posibilidad de ir a Savannah para encontrarme con un desconocido, un hombre del norte, al que apenas conozco, me diría muchas cosas que seguro que a ti no te gustarían. Nunca ha aprobado nada de lo que he hecho. A duras penas toleraba a Mateo.
—En el caso de tu ex marido, ella tenía razón al desaprobarlo —indicó Eli—. Aquel hombre era un aburrido santurrón.
—No es cierto —lo defendió Paula de manera automática, pero de inmediato comprendió que, en el fondo, estaba de acuerdo con Eli. Mateo era un poco anticuado, lo que había hecho su aventura con la residente de pediatría aún más excitante. Quizá eso lo había cambiado, pero el antiguo Mateo, nunca, ni en un millón de años, habría aprobado entablar una conversación con un completo desconocido, y mucho menos viajar hasta Savannah para encontrarse con un hombre con el que solamente había estado unas horas—. Sin embargo... tal vez...
—¡Lo sabía! —exclamó Eli con entusiasmo—. Irás, ¿no es así? Apresúrate.
—Estamos a mediados de semana —indicó Paula—. Pedro trabaja, es probable que ni siquiera esté allí.
—Si no está, podrás ir de nuevo al Savannah College of Art & Design, y pedir información acerca de las clases. No será un viaje perdido —aseguró Eli.
—No empieces con eso otra vez. Tengo treinta y tres años. Es demasiado tarde para empezar una nueva carrera. Lo comprendí la última vez que estuve allí.
—¡Tonterías! —exclamó Elisabeth—. Sólo es demasiado tarde cuando uno está muerto. Piensa en eso, Pau. Estás desperdiciando tu tiempo trabajando aquí, y no es que no me encante contar con tu ayuda. En realidad, he disfrutado por primera vez de tiempo libre desde que empezaste a ayudarme; sin embargo, tú eres capaz de hacer mucho más.
—Soy feliz tal como estoy ahora —manifestó Paula—. Tengo suficiente dinero para vivir de las inversiones que hice con el dinero que recibí por el divorcio y del fondo fiduciario de mi padre. ¿Qué hay de malo en que intente ser útil, aportando algo a la comunidad?
—Nada, si eso te hace feliz—comentó Eli—, pero no es así. No me importa lo que digas. Lo único que haces es matar el tiempo. Tu año de duelo terminó, cariño, ya es hora de que corras algún riesgo.
—Buscar a Pedro es un riesgo que no me atrevo a correr —le aseguró Paula.
—Entonces, mañana irás a esa escuela —insistió Elisabeth tercamente.
Paula rió.
—De acuerdo, tú ganas —respondió Paula—. Te prometo que lo pensaré.
—Cuando vuelvas, te exigiré que me presentes programas y horarios de clases —le advirtió Eli. Paula gimió.
—¡Con razón a tus hijos les gusta esconderse en mi casa! —exclamó Paula—. Eres muy terca.
—Si el suelo de tu casa estuviera lleno de papas fritas y calcetines, también te quejarías —le aseguró Eli.
—Es probable —admitió Paula.
No pudo ocultar cierto sentimiento de tristeza. Ella había querido tener hijos, pero Mateo se había opuesto. A él le gustaba viajar, y al mismo tiempo tenerla a su disposición.
Aunque Paula podía haberlo desafiado, sabía que un embarazo accidental no era la solución, ya que eso habría creado un ambiente horrible para educar a un niño. Por ironías de la vida, poco después de divorciarse, Mateo se había casado con la residente de pediatría, con la que había tenido una aventura, debido a que estaba encinta.
—No mires hacia atrás, Pau—indicó Eli, adivinándole el pensamiento—. No puedes cambiar el pasado. Ahora, sal y atrapa el futuro.
El corazón le latía con más fuerza a Paula cuando la imagen de Pedro reapareció en su mente tal y como había sucedido en muchas ocasiones durante el último año. Recordó lo atento y afectuoso que había sido con ella, como si se conocieran desde siempre.
—¡Demonios, sólo se vive una vez! —se dijo Paula.
LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 2
Después de pagar la cuenta, salieron del restaurante y caminaron por la calle empedrada que corría paralela al río.
Soplaba una brisa ligera, y algunas estrellas brillaban en el cielo. El silencio, mientras paseaban, era tan agradable como lo había sido con anterioridad su conversación. No obstante, con cada paso las expectativas crecían. Sin poder soportar por un momento más aquella tensión que iba en aumento, Paula hizo una pregunta inocente.
—¿No eres de aquí, verdad?
—¿Cómo lo has adivinado? —preguntó él.
—En primer lugar, el acento —explicó ella riendo.
—¿Y qué más?
—Estabas comiendo solo.
—Tal vez me guste estar solo —indicó él.
—Es probable, pero creo que un hombre como tú podría disfrutar de la compañía de muchas mujeres, si estuviera en su medio ambiente. ¿O tal vez de una sola mujer?
—¿Es esa una pregunta que exige una respuesta? —quiso saber él.
Paula levantó la cabeza y sonrió con coquetería.
—Lo sería, si estuviera interesada en ti. Como sólo somos un par de desconocidos en la noche, es simplemente una pregunta movida por la curiosidad.
—Ah, una buena distinción —señaló él—. Como conocedor del valor preciso de las palabras, lo apruebo.
—Todavía no me has respondido —le recordó Paula.
—Quizá, porque al igual que tú, me resulta demasiado penoso pensar en mi vida personal.
—¿Estás divorciado?
—Estoy en trámites —explicó él—. Mi mujer no soporta que tenga que viajar tanto, tampoco la gran cantidad de horas que tengo que dedicar al trabajo.
—¿Te ha dado un ultimátum? —quiso saber Paula.
—No, sólo se ha limitado a empezar a gestionar el divorcio. Al parecer, no piensa que tenga mucho sentido discutir sobre lo evidente.
—¿Lo evidente es que deberías escoger entre tu trabajo y ella? —preguntó Paula.
—Así es como ella lo ve.
—¿Y tiene razón? —preguntó ella.
El aminoró el paso, y transcurrió mucho tiempo antes que respondiera.
—Me gustaría decir que no —dijo él al fin—. Sinceramente, no lo sé. La quería, y echo de menos a nuestros hijos. Esa es la parte más difícil... convencerme de que no los voy a ver creer.
—Entonces, ¿no deberías luchar para intentar recuperarla? —sugirió Paula.
—¿Sería justo hacer eso, si no puedo cumplir la promesa de cambiar?
—Eso no lo sabes —aseguró Paula—. No lo has intentado.
—No, no lo he intentado —replicó suspirando—. Tal vez eso lo diga todo. Cuando tuve la oportunidad, no la quería lo suficiente como para intentarlo. Ella se merece mucho más que eso. Es una mujer excelente.
Bajo la tenue luz de la calle, Paula advirtió la profunda tristeza y el pesar que se reflejaban en sus ojos. Sintió el impulso de acariciarle la mejilla, pero se dominó.
—Por lo menos, no pareces sentirte orgulloso de no haberlo intentado —comentó ella.
—No lo estoy. Si pudiera retroceder diez o quince años, es probable que lo hubiera hecho todo de diferente manera, pero aquí es donde hoy estoy. Tengo que vivir con eso —explicó él.
—Pero eso no implica que no puedas dar un nuevo rumbo a tu vida —comentó Paula—. Eso es lo que yo intento hacer y lo que me ha traído a Savannah. Estoy buscando un nuevo rumbo.
—¿Por qué aquí? —quiso saber él.
—Aquí hay una escuela que imparte unos cursos que una vez quise tomar. No pude hacerlo mientras estudiaba en la universidad. En realidad, sólo hay una escuela en el país que imparte clases sobre restauración histórica y está aquí, en Savannah.
—¿Y? —preguntó él.
—Hoy fui a esa escuela. Ahora ya no estoy tan segura, pues todos los alumnos eran muy jóvenes —indicó ella. El abrió la boca para hablar, pero Paula rió y añadió—: No te atrevas a decirme que la edad es algo importante sólo desde el punto de vista psicológico.
—Pues, así es, Paula.
—Es posible, pero hay un tiempo para todo, y creo que ya se me pasó el tiempo para volver a estudiar.
—No te des por vencida con tanta facilidad —sugirió él—. Piensa que todo el conocimiento y la experiencia que tienes te ayudarán en tus estudios. Estarás más adelantada que tus compañeros.
—Nunca había pensado en eso —confesó ella—. Gracias.
El se detuvo y la hizo volverse para que lo mirara.
—Hagamos un pacto tú y yo —sugirió él.
—De acuerdo —aceptó Paula.
—Repite conmigo: Juro solemnemente...
—Juró solemnemente —repitió ella.
—Que pasaré el próximo año... —añadió él.
—Que pasaré el próximo año...
—Descubriendo quién soy, y lo que espero de la vida. No a medias, ni tampoco apresurando las cosas, debido a presiones exteriores.
Paula suspiró y repitió la promesa. La mirada de él expresaba anhelo y pesar cuando bajó la cabeza lentamente, hasta que sus labios se encontraron con los de ella. Después la abrazó por la cintura, con fuerza, de una manera posesiva y amorosa. El beso se fue volviendo más apasionado, mientras Paula experimentaba un cúmulo de sensaciones que la dominaban, fijándose para siempre en su memoria. La inocencia de aquel encuentro dio paso a un anhelo por descubrir más acerca de él.
Al fin, él se separó, pero sus manos se quedaron durante un momento más en la cintura de Paula, mientras le estudiaba el rostro. Una sonrisa se dibujó en sus labios.
—Ah, Paula, si solamente todo fuera diferente...
—Si solamente... —dijo Paula—. Son las dos palabras más tristes de cualquier lengua. ¿Es esa la manera en que dos personas deberían vivir sus vidas?
—Tal vez no —respondió él—. ¿Hacemos otra promesa, antes de meterte en un taxi y enviarte a tu hotel? —preguntó él.
—¿Por qué no? —Paula empezó a sentirse inquieta ante una posible segunda pérdida, que parecía inminente. Una segunda pérdida... y precisamente en ese día, era más de lo que ella podía soportar. A pesar de todo, consiguió sonreír.
—¿Recuerdas aquella obra de teatro en la que una pareja se reunía solamente una vez al año? A través de todos los años, llegaron a saber más el uno acerca del otro, que ninguna otra pareja que hubiese convivido más íntima y continuadamente —comentó él.
—A la misma hora del año que viene—dijo de inmediato Paula—. Me encantó aquella obra.
—Entonces, hagamos la promesa de volvernos a encontrar aquí, el año próximo, para ver cómo han cambiado nuestras vidas —sugirió él.
—Me gusta la idea —le aseguró Paula, al imaginarse un futuro lejano, cuando todo pudiese ser menos complicado y sus sentimientos menos turbulentos. Muchas cosas podrían suceder y cambiar en un año. Solamente tenía que mirar hacia el pasado, unos meses antes: su vida segura y tranquila había cambiado por completo. Lo miró a los ojos y sintió que una cálida sensación se apoderaba de su alma—. Me gustaría mucho —volvió a decir.
—Entonces, te esperaré —le prometió—, con la cafetera en la mano —le robó otro beso, antes de llamar un taxi y dejarla en él, para después alejarse.
Cuando él ya estaba demasiado lejos como para poder oírla, se dio cuenta de que ni siquiera sabía su nombre.
Apresuradamente le pidió al taxista que se detuviera y abrió la puerta para correr detrás de él. Al oír los pasos de Paula sobre la calle empedrada, él se volvió. Paula se detuvo de pronto, y se sintió una estúpida por desear más, por necesitar más de alguien al que seguramente no volvería a ver, a pesar de sus promesas y buenas intenciones.
—Ni siquiera sé tu nombre —se justificó Paula encogiéndose de hombros.
—Pedro—respondió él, con voz tan baja que ella tuvo que esforzarse para poder oírlo.
—Pedro —repitió Paula. Pensó que Pedro era un nombre encantador, típico de un pícaro irlandés. Sonrió con una serenidad que no había sentido durante semanas y agitó una mano en señal de despedida, mientras volvía al taxi—. Hasta el próximo año —murmuró para sí, mientras él desaparecía de su vista.
LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 1
Dieciséis de mayo.
EL sol se ocultaba sobre el río Savannah. Era una puesta de sol deslumbrante y llamativa. El sonido lento y lúgubre de la sirena de un barco reflejaba con precisión el estado de ánimo de Paula Chaves, mientras observaba cómo el buque de carga avanzaba lentamente por el estrecho canal.
Saboreaba una copa de vino blanco dulce, mientras intentaba recordar el momento preciso en que su vida, alguna vez perfecta, se había convertido en algo tan terrible.
¿Cuál había sido el punto crítico? ¿Cuándo había dejado de amarla Mateo por otra mujer? Y se hizo otra pregunta aún más inquietante, ¿cuándo había renunciado ella a sus sueños por la necesidad de agradar a su marido? Todos pensaban que la mujer de Mateo Devlin era muy fuerte e inteligente, pero en realidad, nadie conocía a Paula Chaves.
¡Ni siquiera ella misma se reconocía!
—¿Más café?
—No, gracias —absorta en medio de su desolación privada, se desentendió del camarero sin levantar la mirada
—¿Está segura? —insistió el camarero. Su voz tenía un tono extraño que la hizo levantar la cabeza. Unos ojos de color castaño, que brillaban como la misma risa del diablo, la observaron de cerca—. Está recién hecho —le acercó la jarra a la nariz, para que pudiera saborear el rico aroma.
—Lo siento, no bebo café, sólo vino —se disculpo ella y sonrió a aquellos ojos irresistibles.
—¡Oh! —exclamó él desilusionado. Parecía un tanto desconcertado. A Paula le pareció extraña en él aquella inseguridad.
—¿Es nuevo? —preguntó Paula con amabilidad. A pesar de que había hecho esa pregunta sólo para tranquilizarlo, comprendió, mientras esperaba la respuesta, que deseaba hablar con alguien. Estaba cansada de estar a solas con sus pensamientos. Aquellos ojos, tan llenos de vida y humor, eran el antídoto perfecto para su inesperada soledad.
—Podría decirse—respondió él. Al instante pareció más esperanzado—. Usted es la primera persona que atiendo.
—¿De verdad? —preguntó ella. Un examen más detenido reveló más contradicciones. El parecía tener unos treinta y cinco años, demasiado viejo para ser un camarero novato.
Sin embargo, de inmediato Paula descartó esa posibilidad, pues aquel hombre tenía una apariencia de éxito, un aire de fuerte masculinidad que no correspondía a su conducta en apariencia vulnerable. Era como si se tratara de un mal actor esforzándose por representar un papel que no le cuadraba. Tantas contradicciones la intrigaban.
—Mi primer cliente —confirmó él—. ¿Está absolutamente segura de que no desea tomar café?
Paula decidió seguirle el juego... si es que se trataba de un juego, y averiguar a dónde quería llegar.
—¿Está intentando comprobar si puede servirlo bien sin derramarlo? —preguntó Paula.
—En realidad, estoy intentando una manera de poder seguir hablando con usted —aseguró el hombre sonriendo.
Esa insinuación tan directa y atrevida era lo último que ella había esperado. Los camareros de los establecimientos elegantes de Atlanta no solían insinuarse á sus clientes. Sin embargo, pensó que tal vez a las mujeres sin compañía se las consideraba presas fáciles.
—¿Por qué? —preguntó Paula.
—Es una mujer hermosa, y en apariencia está sola. Parecía tan triste que pensé que alguien debería animarla.
Paula entrecerró un poco los ojos.
—¿Cree que va a conseguir una propina mayor haciendo eso? —preguntó ella.
El negó con la cabeza, con un gesto de culpabilidad.
—No es la propina —indicó el hombre—. Si promete no decir nada, le confesaré algo.
Paula estaba fascinada con la conversación. Se lo prometió solemnemente, algo que había hecho desde que tenía diez años de edad. Era una hermosa sensación sentirse joven de nuevo, compartir secretos, en especial con un hombre tan atractivo como ese.
El sonrió, en apariencia satisfecho.
—Sabía que podría contar con usted —manifestó él—. Ni siquiera soy camarero. He agarrado la cafetera de allí—dijo señalando la barra del restaurante.
—Permítame adivinar —solicitó Paula—. Es ayudante de camarero, en espera de un ascenso.
—Falso. ¡Ni siquiera trabajo aquí! —repuso riendo.
Paula se fijó con detenimiento en la ropa que llevaba. Sus pantalones, de buen corte, parecían hechos a la medida. Los puños de su camisa tenían bordado un monograma, y la tela, una mezcla de seda y algodón, parecía cara. Paula bajó la mirada y se dio cuenta de que los zapatos que llevaba eran los mismos que le había comprado recientemente a Mateo, que le habían costado unos doscientos dólares. En definitiva, era ropa muy elegante para un ayudante de camarero, por muy generosas que fueran las propinas que recibiera.
—Muy bien —dijo Paula, deseando que en sus labios no apareciera aquella sonrisa culpable—, entonces, ya es hora de que se confiese. ¿Cuál es la verdadera historia?
El fingió una expresión humilde. Por lo menos, ella supuso que era fingida.
—Estaba comiendo solo —confesó él—, cuando la vi —dijo señalando una mesa. Una chaqueta, que hacía juego con los pantalones que llevaba, estaba colocada en el respaldo de la silla, con una corbata encima de ella—. Desde que la vi llegar supe que tenía que conocerla. No parecía ser el tipo de dama a la que le gusta ser abordada por un hombre en un restaurante, así que... ¡Pensé en el café!
—En definitiva, muy original —comentó ella, sorprendida al descubrir que le gustaba esa inesperada insinuación. Había transcurrido mucho tiempo desde que alguien se había atrevido a acercarse a ella, eso en caso de que no se intimidara ante la actitud violentamente posesiva de Mateo.
Pensó que ese hombre era fascinante.
Paula apoyó la barbilla en una mano y le sostuvo la mirada.
—¿Qué clase de mujer le parece que soy? —preguntó curiosa.
El documento de divorcio que llevaba en el bolso indicaba con mucha claridad que ya no era una mujer casada. Sin ese papel, no estaba segura de lo que era en la actualidad. Tal vez ese extraño podría decirle en lo que se había convertido Paula Chaves.
—Una mujer con clase —respondió él de inmediato—, reservada, quizá un poco perdida.
—Interesante —comentó Paula.
—¿Por qué? —quiso saber él—. ¿Estoy tan lejos de la verdad?
—No, más cerca de lo que usted cree, al menos, respecto a lo último —explicó ella y suspiró con pesar. El frunció el ceño.
—¿Quiere hablar sobre ello? —preguntó él.
—¿Con usted?
—¿Por qué no? Estoy aquí, además tengo una jarra llena de café, que podríamos compartir. Es mucho más barato que un psiquiatra.
Paula rió ante su ocurrencia. De pronto se sintió más atrevida que de costumbre, y asintió.
—¡Claro! ¿Por qué no?
El fue a buscar su chaqueta y su corbata, y tomó una taza de una mesa vecina. Sirvió el café y se sentó.
La miró a los ojos directamente, de una manera en que Mateo no se había atrevido a mirarla en mucho tiempo. Eso le gustó a Paula, le gustaba el hecho de que ese hombre adoptara una actitud relajada, sin prisas, y en especial que pareciera interesado en lo que ella se disponía a contarle.
—Dime porqué una mujer hermosa como tú se siente perdida —pidió él, y empezó a tutearla—. Antes que nada, dime tu nombre.
—Paula.
Sintió una timidez repentina que no había experimentado en mucho tiempo. Algo que emanaba del hombre que tenía enfrente le sugería que en el interior, que era lo único que contaba, ya no seguía siendo un desconocido, que estaba en armonía con ella, que quería conocerla bien... y lo mejor de todo, que en apariencia la veía como a una mujer deseable, y no como a la desdeñada mujer del eminente doctor Mateo Devlin.
—¿Qué más? —la animó él—. ¿Quién eres, Paula, y por qué estás sentada aquí sola?
—Supongo que si quisiera usar una frase estereotipada diría que hoy es el primer día del resto de mi vida.
—Te has divorciado—comentó él, y Paula lo miró sorprendida—. No soy adivino —rió—. Durante todo este tiempo has estado acariciando tu anillo de boda, como si no pudieras decidir si quitártelo o dejártelo puesto. Ha sido una revelación involuntaria.
Paula extendió una mano y contempló el espectacular diamante de dos quilates, y la montura sencilla de oro.
—Odio lo que representa—admitió Paula—; sin embargo, me gusta este maldito anillo. ¿No es ridículo sentirse tan ligada a una pieza de joyería?
En lugar de reírse con tolerancia, como lo hubiera hecho Mateo, él se tomó aquella pregunta en serio.
—Depende del motivo —sugirió él.
—Porque lo mandamos a hacer con una piedra que pertenecía a mi bisabuela. Nana Devereaux era una anciana maravillosa. Tenía ochenta y siete años cuando murió. Eso ocurrió hace diez años, y todavía la echo de menos —explicó Paula.
—Creo que comprendo —indicó él—, pero... ¿no crees que era una mala señal el hecho de que tu marido no te comprara un diamante nuevo?
Paula defendió a Mateo.
—No en aquel momento. Me gustaba este. Tiene un valor sentimental. Además, él todavía no había empezado a trabajar como cirujano. Yo tenía apenas veintiún años, y acababa de salir de la universidad. Tuvimos suerte en poder pagar la montura del anillo.
—Ah, el síndrome del médico —manifestó él—. Lo ayudaste durante los primeros años, y después, cuando triunfó, huyó con su enfermera.
—No fue su enfermera —corrigió Paula, sólo para recordarle a ese extraño tan sorprendentemente astuto, que no lo sabía todo.
—¿No? —exclamó él.
—Era una estudiante en prácticas de pediatría —explicó ella.
—Me había olvidado de la liberación femenina. ¿Qué tenía ella, que no tuvieras tú? No me puedo imaginar nada.
—Una carrera —señaló Paula.
—¿Y él encontró eso atractivo?
—Lo encontró conveniente —comentó Paula—. Intereses similares, horarios similares y, supongo, que también oportunidades frecuentes para hacerlo en las pequeñas habitaciones del hospital donde se guarda la ropa de cama.
—Y estás amargada —sugirió él.
—No, ya no lo estoy ni tampoco sorprendida —admitió Paula—, ahora sólo estoy asustada —se sorprendió a sí misma, pues no tenía la costumbre de contar sus intimidades a nadie. Mateo siempre había apreciado la intimidad, y Paula nunca había podido desahogarse con sus amistades. En ese momento descubrió que echaba de menos los tiempos de la universidad, con sus confidencias y sus intimidades compartidas. Ese hombre que la observaba con compasión la animaba a hacerle confidencias, y con sus amables ojos castaños le prometía mantenerlas en secreto. Después de un momento, ella añadió—: No sé qué hacer ahora. ¿Qué es lo que hace una mujer de treinta y dos años, cuando está sola por primera vez?
—¿Qué has estado haciendo? —preguntó él.
—Reuniendo dinero para una nueva sección de pediatría en el hospital —contestó irónica.
—Hmmm... —dijo él con una solemnidad que parecía contradecir la diversión que se reflejaba en sus ojos—. Comprendo por qué eso ya no te resulta atractivo.
—Esperaba que lo comprendieras.
—¿Has trabajado alguna vez? —quiso saber él.
—Intenta organizar comidas para quinientas personas, y convence a la gente para que done algunos miles de dólares... Créeme, eso es trabajar —le aseguró Paula.
—Pero con eso no puedes hacer un curriculum vitae —señaló él.
—Cierto —aceptó ella—. No tengo ni idea de lo que tú haces, pero... si fueras dueño de una empresa, ¿me contratarías?
El la miró con detenimiento, y al parecer se tomó su pregunta en serio. Paula se ruborizó ante aquella mirada tan intensa. Tampoco era exactamente la mirada fría y profesional de un jefe examinando a un candidato para un empleo. El pulso de Paula se aceleró.
—Tal vez —respondió él al fin.
Paula no sabía si sentirse molesta por la precaución de él, o animada por su deseo de considerar esa posibilidad.
—¿De qué? —preguntó Paula.
—De modelo —respondió él.
Al oír su respuesta, Paula rió.
—En realidad, un hombre que puede utilizar una cafetera para presentarse, seguro que es capaz de inventar algo más original que eso —comentó Paula.
—No te rías—le dijo—. Tienes un bonito cuerpo, una piel maravillosa, y ojos misteriosos y sensuales. En definitiva, muy fotogénica.
—Lo siguiente que me dirás es que puedes convertirme en una estrella—bromeó Paula.
—Probablemente podría conseguirlo —respondió él con seguridad—. Al menos, en anuncios comerciales de televisión o folletos. Dirijo una agencia publicitaria en Nueva York. Tengo muchos clientes que podrían beneficiarse con una representante de tu clase —miró el anillo—. La industria del diamante, por ejemplo.
Paula giró la muñeca, y el diamante brilló con la luz de la sala.
—Lo ves —dijo ella—. Te dije que podría servir. ¿Por qué estás en Savannah? ¿Estás buscando algún escenario? Esta es una hermosa ciudad.
—Lo es —convino él—, pero estoy aquí para firmar un nuevo contrato. Hemos terminado con las reuniones pronto, por lo que ya debería haberme ido; sin embargo, como los últimos meses han sido un infierno para mí, decidí quedarme una noche más descansando —la miró a los ojos. El pulso de Paula se aceleró, cuando él añadió con tono seductor—: Me alegro de haberlo hecho.
—Yo también —admitió ella, sorprendida por su propia sinceridad. Después de tantos años de mantenerse apartada, estaba descubriendo que le entusiasmaba aquella intimidad inesperada.
—¿Ya has terminado de cenar, Paula?
Paula fijó la mirada en el marisco que apenas había tocado y asintió.
—No tenía mucho apetito —explicó Paula.
—Entonces, salgamos de aquí y demos un paseo junto al río. Después, te invitaré a tomar una copa.
En la mirada del desconocido Paula veía honestidad, compasión, y un poco de deseo. Todo eso la atraía. Por lo tanto, no consideró necesario ser demasiado precavida con él.
—Si puedes encontrar al verdadero camarero, para que pueda pagar mi cuenta, con mucho gusto te acompañaré a dar un paseo —respondió Paula.
—Yo me encargaré de eso —aseguró él.
—No—protestó ella.
—No aceptaré una negativa como respuesta —indicó él—. Algún día podrás devolverme el favor, cuando veas a alguien que parezca perdido y solo.
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