domingo, 2 de octubre de 2016

LA PROXIMA VEZ... : CAPITULO 1




Dieciséis de mayo.


EL sol se ocultaba sobre el río Savannah. Era una puesta de sol deslumbrante y llamativa. El sonido lento y lúgubre de la sirena de un barco reflejaba con precisión el estado de ánimo de Paula Chaves, mientras observaba cómo el buque de carga avanzaba lentamente por el estrecho canal.


Saboreaba una copa de vino blanco dulce, mientras intentaba recordar el momento preciso en que su vida, alguna vez perfecta, se había convertido en algo tan terrible.


 ¿Cuál había sido el punto crítico? ¿Cuándo había dejado de amarla Mateo por otra mujer? Y se hizo otra pregunta aún más inquietante, ¿cuándo había renunciado ella a sus sueños por la necesidad de agradar a su marido? Todos pensaban que la mujer de Mateo Devlin era muy fuerte e inteligente, pero en realidad, nadie conocía a Paula Chaves. 


¡Ni siquiera ella misma se reconocía!


—¿Más café?


—No, gracias —absorta en medio de su desolación privada, se desentendió del camarero sin levantar la mirada


—¿Está segura? —insistió el camarero. Su voz tenía un tono extraño que la hizo levantar la cabeza. Unos ojos de color castaño, que brillaban como la misma risa del diablo, la observaron de cerca—. Está recién hecho —le acercó la jarra a la nariz, para que pudiera saborear el rico aroma.


—Lo siento, no bebo café, sólo vino —se disculpo ella y sonrió a aquellos ojos irresistibles.


—¡Oh! —exclamó él desilusionado. Parecía un tanto desconcertado. A Paula le pareció extraña en él aquella inseguridad.


—¿Es nuevo? —preguntó Paula con amabilidad. A pesar de que había hecho esa pregunta sólo para tranquilizarlo, comprendió, mientras esperaba la respuesta, que deseaba hablar con alguien. Estaba cansada de estar a solas con sus pensamientos. Aquellos ojos, tan llenos de vida y humor, eran el antídoto perfecto para su inesperada soledad.


—Podría decirse—respondió él. Al instante pareció más esperanzado—. Usted es la primera persona que atiendo.


—¿De verdad? —preguntó ella. Un examen más detenido reveló más contradicciones. El parecía tener unos treinta y cinco años, demasiado viejo para ser un camarero novato. 


Sin embargo, de inmediato Paula descartó esa posibilidad, pues aquel hombre tenía una apariencia de éxito, un aire de fuerte masculinidad que no correspondía a su conducta en apariencia vulnerable. Era como si se tratara de un mal actor esforzándose por representar un papel que no le cuadraba. Tantas contradicciones la intrigaban.


—Mi primer cliente —confirmó él—. ¿Está absolutamente segura de que no desea tomar café?


Paula decidió seguirle el juego... si es que se trataba de un juego, y averiguar a dónde quería llegar.


—¿Está intentando comprobar si puede servirlo bien sin derramarlo? —preguntó Paula.


—En realidad, estoy intentando una manera de poder seguir hablando con usted —aseguró el hombre sonriendo.


Esa insinuación tan directa y atrevida era lo último que ella había esperado. Los camareros de los establecimientos elegantes de Atlanta no solían insinuarse á sus clientes. Sin embargo, pensó que tal vez a las mujeres sin compañía se las consideraba presas fáciles.


—¿Por qué? —preguntó Paula.


—Es una mujer hermosa, y en apariencia está sola. Parecía tan triste que pensé que alguien debería animarla.


Paula entrecerró un poco los ojos.


—¿Cree que va a conseguir una propina mayor haciendo eso? —preguntó ella.


El negó con la cabeza, con un gesto de culpabilidad.


—No es la propina —indicó el hombre—. Si promete no decir nada, le confesaré algo.


Paula estaba fascinada con la conversación. Se lo prometió solemnemente, algo que había hecho desde que tenía diez años de edad. Era una hermosa sensación sentirse joven de nuevo, compartir secretos, en especial con un hombre tan atractivo como ese.


El sonrió, en apariencia satisfecho.


—Sabía que podría contar con usted —manifestó él—. Ni siquiera soy camarero. He agarrado la cafetera de allí—dijo señalando la barra del restaurante.


—Permítame adivinar —solicitó Paula—. Es ayudante de camarero, en espera de un ascenso.


—Falso. ¡Ni siquiera trabajo aquí! —repuso riendo.


Paula se fijó con detenimiento en la ropa que llevaba. Sus pantalones, de buen corte, parecían hechos a la medida. Los puños de su camisa tenían bordado un monograma, y la tela, una mezcla de seda y algodón, parecía cara. Paula bajó la mirada y se dio cuenta de que los zapatos que llevaba eran los mismos que le había comprado recientemente a Mateo, que le habían costado unos doscientos dólares. En definitiva, era ropa muy elegante para un ayudante de camarero, por muy generosas que fueran las propinas que recibiera.


—Muy bien —dijo Paula, deseando que en sus labios no apareciera aquella sonrisa culpable—, entonces, ya es hora de que se confiese. ¿Cuál es la verdadera historia?


El fingió una expresión humilde. Por lo menos, ella supuso que era fingida.


—Estaba comiendo solo —confesó él—, cuando la vi —dijo señalando una mesa. Una chaqueta, que hacía juego con los pantalones que llevaba, estaba colocada en el respaldo de la silla, con una corbata encima de ella—. Desde que la vi llegar supe que tenía que conocerla. No parecía ser el tipo de dama a la que le gusta ser abordada por un hombre en un restaurante, así que... ¡Pensé en el café!


—En definitiva, muy original —comentó ella, sorprendida al descubrir que le gustaba esa inesperada insinuación. Había transcurrido mucho tiempo desde que alguien se había atrevido a acercarse a ella, eso en caso de que no se intimidara ante la actitud violentamente posesiva de Mateo. 


Pensó que ese hombre era fascinante.


Paula apoyó la barbilla en una mano y le sostuvo la mirada.


—¿Qué clase de mujer le parece que soy? —preguntó curiosa.


El documento de divorcio que llevaba en el bolso indicaba con mucha claridad que ya no era una mujer casada. Sin ese papel, no estaba segura de lo que era en la actualidad. Tal vez ese extraño podría decirle en lo que se había convertido Paula Chaves.


—Una mujer con clase —respondió él de inmediato—, reservada, quizá un poco perdida.


—Interesante —comentó Paula.


—¿Por qué? —quiso saber él—. ¿Estoy tan lejos de la verdad?


—No, más cerca de lo que usted cree, al menos, respecto a lo último —explicó ella y suspiró con pesar. El frunció el ceño.


—¿Quiere hablar sobre ello? —preguntó él.


—¿Con usted?


—¿Por qué no? Estoy aquí, además tengo una jarra llena de café, que podríamos compartir. Es mucho más barato que un psiquiatra.


Paula rió ante su ocurrencia. De pronto se sintió más atrevida que de costumbre, y asintió.


—¡Claro! ¿Por qué no?


El fue a buscar su chaqueta y su corbata, y tomó una taza de una mesa vecina. Sirvió el café y se sentó.


La miró a los ojos directamente, de una manera en que Mateo no se había atrevido a mirarla en mucho tiempo. Eso le gustó a Paula, le gustaba el hecho de que ese hombre adoptara una actitud relajada, sin prisas, y en especial que pareciera interesado en lo que ella se disponía a contarle.


—Dime porqué una mujer hermosa como tú se siente perdida —pidió él, y empezó a tutearla—. Antes que nada, dime tu nombre.


—Paula.


Sintió una timidez repentina que no había experimentado en mucho tiempo. Algo que emanaba del hombre que tenía enfrente le sugería que en el interior, que era lo único que contaba, ya no seguía siendo un desconocido, que estaba en armonía con ella, que quería conocerla bien... y lo mejor de todo, que en apariencia la veía como a una mujer deseable, y no como a la desdeñada mujer del eminente doctor Mateo Devlin.


—¿Qué más? —la animó él—. ¿Quién eres, Paula, y por qué estás sentada aquí sola?


—Supongo que si quisiera usar una frase estereotipada diría que hoy es el primer día del resto de mi vida.


—Te has divorciado—comentó él, y Paula lo miró sorprendida—. No soy adivino —rió—. Durante todo este tiempo has estado acariciando tu anillo de boda, como si no pudieras decidir si quitártelo o dejártelo puesto. Ha sido una revelación involuntaria.


Paula extendió una mano y contempló el espectacular diamante de dos quilates, y la montura sencilla de oro.


—Odio lo que representa—admitió Paula—; sin embargo, me gusta este maldito anillo. ¿No es ridículo sentirse tan ligada a una pieza de joyería?


En lugar de reírse con tolerancia, como lo hubiera hecho Mateo, él se tomó aquella pregunta en serio.


—Depende del motivo —sugirió él.


—Porque lo mandamos a hacer con una piedra que pertenecía a mi bisabuela. Nana Devereaux era una anciana maravillosa. Tenía ochenta y siete años cuando murió. Eso ocurrió hace diez años, y todavía la echo de menos —explicó Paula.


—Creo que comprendo —indicó él—, pero... ¿no crees que era una mala señal el hecho de que tu marido no te comprara un diamante nuevo?


Paula defendió a Mateo.


—No en aquel momento. Me gustaba este. Tiene un valor sentimental. Además, él todavía no había empezado a trabajar como cirujano. Yo tenía apenas veintiún años, y acababa de salir de la universidad. Tuvimos suerte en poder pagar la montura del anillo.


—Ah, el síndrome del médico —manifestó él—. Lo ayudaste durante los primeros años, y después, cuando triunfó, huyó con su enfermera.


—No fue su enfermera —corrigió Paula, sólo para recordarle a ese extraño tan sorprendentemente astuto, que no lo sabía todo.


—¿No? —exclamó él.


—Era una estudiante en prácticas de pediatría —explicó ella.


—Me había olvidado de la liberación femenina. ¿Qué tenía ella, que no tuvieras tú? No me puedo imaginar nada.


—Una carrera —señaló Paula.


—¿Y él encontró eso atractivo?


—Lo encontró conveniente —comentó Paula—. Intereses similares, horarios similares y, supongo, que también oportunidades frecuentes para hacerlo en las pequeñas habitaciones del hospital donde se guarda la ropa de cama.


—Y estás amargada —sugirió él.


—No, ya no lo estoy ni tampoco sorprendida —admitió Paula—, ahora sólo estoy asustada —se sorprendió a sí misma, pues no tenía la costumbre de contar sus intimidades a nadie. Mateo siempre había apreciado la intimidad, y Paula nunca había podido desahogarse con sus amistades. En ese momento descubrió que echaba de menos los tiempos de la universidad, con sus confidencias y sus intimidades compartidas. Ese hombre que la observaba con compasión la animaba a hacerle confidencias, y con sus amables ojos castaños le prometía mantenerlas en secreto. Después de un momento, ella añadió—: No sé qué hacer ahora. ¿Qué es lo que hace una mujer de treinta y dos años, cuando está sola por primera vez?


—¿Qué has estado haciendo? —preguntó él.


—Reuniendo dinero para una nueva sección de pediatría en el hospital —contestó irónica.


—Hmmm... —dijo él con una solemnidad que parecía contradecir la diversión que se reflejaba en sus ojos—. Comprendo por qué eso ya no te resulta atractivo.


—Esperaba que lo comprendieras.


—¿Has trabajado alguna vez? —quiso saber él.


—Intenta organizar comidas para quinientas personas, y convence a la gente para que done algunos miles de dólares... Créeme, eso es trabajar —le aseguró Paula.


—Pero con eso no puedes hacer un curriculum vitae —señaló él.


—Cierto —aceptó ella—. No tengo ni idea de lo que tú haces, pero... si fueras dueño de una empresa, ¿me contratarías?


El la miró con detenimiento, y al parecer se tomó su pregunta en serio. Paula se ruborizó ante aquella mirada tan intensa. Tampoco era exactamente la mirada fría y profesional de un jefe examinando a un candidato para un empleo. El pulso de Paula se aceleró.


—Tal vez —respondió él al fin.


Paula no sabía si sentirse molesta por la precaución de él, o animada por su deseo de considerar esa posibilidad.


—¿De qué? —preguntó Paula.


—De modelo —respondió él.


Al oír su respuesta, Paula rió.


—En realidad, un hombre que puede utilizar una cafetera para presentarse, seguro que es capaz de inventar algo más original que eso —comentó Paula.


—No te rías—le dijo—. Tienes un bonito cuerpo, una piel maravillosa, y ojos misteriosos y sensuales. En definitiva, muy fotogénica.


—Lo siguiente que me dirás es que puedes convertirme en una estrella—bromeó Paula.


—Probablemente podría conseguirlo —respondió él con seguridad—. Al menos, en anuncios comerciales de televisión o folletos. Dirijo una agencia publicitaria en Nueva York. Tengo muchos clientes que podrían beneficiarse con una representante de tu clase —miró el anillo—. La industria del diamante, por ejemplo.


Paula giró la muñeca, y el diamante brilló con la luz de la sala.


—Lo ves —dijo ella—. Te dije que podría servir. ¿Por qué estás en Savannah? ¿Estás buscando algún escenario? Esta es una hermosa ciudad.


—Lo es —convino él—, pero estoy aquí para firmar un nuevo contrato. Hemos terminado con las reuniones pronto, por lo que ya debería haberme ido; sin embargo, como los últimos meses han sido un infierno para mí, decidí quedarme una noche más descansando —la miró a los ojos. El pulso de Paula se aceleró, cuando él añadió con tono seductor—: Me alegro de haberlo hecho.


—Yo también —admitió ella, sorprendida por su propia sinceridad. Después de tantos años de mantenerse apartada, estaba descubriendo que le entusiasmaba aquella intimidad inesperada.


—¿Ya has terminado de cenar, Paula?


Paula fijó la mirada en el marisco que apenas había tocado y asintió.


—No tenía mucho apetito —explicó Paula.


—Entonces, salgamos de aquí y demos un paseo junto al río. Después, te invitaré a tomar una copa.


En la mirada del desconocido Paula veía honestidad, compasión, y un poco de deseo. Todo eso la atraía. Por lo tanto, no consideró necesario ser demasiado precavida con él.


—Si puedes encontrar al verdadero camarero, para que pueda pagar mi cuenta, con mucho gusto te acompañaré a dar un paseo —respondió Paula.


—Yo me encargaré de eso —aseguró él.


—No—protestó ella.


—No aceptaré una negativa como respuesta —indicó él—. Algún día podrás devolverme el favor, cuando veas a alguien que parezca perdido y solo.



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