miércoles, 28 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 27




Paula se dio un largo baño caliente y se puso uno de los sencillos vestidos que había llevado. No sabía si la cena sería muy formal, pero se encogió de hombros; esa era su ropa y no había nada que pudiera hacer al respecto. Cuando entró en la sala que Bates le indicó vio a Pedro, muy elegante con unos pantalones oscuros y una camisa blanca, que la esperaba con el brazo apoyado sobre la repisa de la chimenea.


—Estás muy guapa —le dijo mirándola con evidente admiración.


—Gracias.


En ese momento, entró su madre con un elegante vestido de seda gris.


—Ah, queridos, ya estáis aquí. He invitado a los Atkinson a cenar.


Pau observó cómo su vecino apretaba las mandíbulas e intuyó que la noticia no le hacía muy feliz. Justo entonces, la puerta se abrió y Bates anunció:
—La señorita y el señor Atkinson.


Una mujer parecida a Alicia, solo que en versión pelirroja y algo más joven, entró seguida por un atractivo hombre de pelo rojizo, apenas unos centímetros más alto que la propia Paula.


La madre de Pedro hizo las presentaciones.


—Pau, estos son Pamela y Roberto. Somos vecinos desde hace años.


—Encantada —respondió la joven.


—¿Así que tú eres la prometida de Pedro? —preguntó el hombre recorriéndola lentamente con unos descarados ojos azules.


—En efecto —afirmó Pedro que se apresuró a rodear la cintura de Pau con un brazo y la apretó contra su costado con un ademán posesivo.


—Me gustaría saber cómo os conocisteis —declaró la pelirroja, dirigiendo a Paula una mirada rencorosa y con un tono que desmentía por completo el significado de sus palabras, añadió—: Me encantan las historias de amor.


—Verás —respondió Pedro enseguida, con una lucecita maliciosa en sus ojos—, somos vecinos y nuestras terrazas están separadas por una ligera barandilla de cristal. Nunca olvidaré la noche en que Paula salió a la suya envuelta tan solo en una toalla de baño...


—Cariño, no es necesario que des todos los detalles. —Pau escondió la cara en el brazo masculino con fingida confusión.


Pedro no le pasó desapercibida la mirada asesina que Pamela le lanzó a la joven, pero cuando vio la expresión lasciva que se dibujó en el rostro de Roberto, la situación ya no le hizo tanta gracia.


—Desde luego es mejor no dar tantos detalles —afirmó la señora Alfonso mirando a su hijo con desaprobación.


—Tienes razón, mamá, no quiero avergonzar a Paula —respondió Pedro alzando la barbilla de Pau con dos dedos y depositando un apasionado beso en sus labios. Después de lo que a la joven se le antojó una eternidad, Pedro se apartó de ella con lentitud sin dejar de mirarla a los ojos y Paula sintió que se ruborizaba, esta vez de verdad, pero la voz aguda de Pamela enseguida la sacó del extraño trance en que la habían sumido los labios masculinos.


—Pues parece que algo avergonzada sí que está —comentó la mujer, sarcástica, al tiempo que fijaba sus ojos desdeñosos en el sonrojado rostro de Paula.


—Hijo, ya sabes que las exhibiciones amorosas me parecen vulgares. Será mejor que pasemos al comedor —declaró su madre con frialdad y salió de la habitación seguida de Roberto y Pamela.


Pedro, prometiste que me tratarías de manera educadamente cariñosa —susurró Paula, furiosa.


—¿No he sido educado? —preguntó su vecino fingiendo sorpresa.


—Sabes muy bien lo que quiero decir. No más besuqueos ni abrazos en público.


—¿En privado sí?


Pau alzó los ojos al cielo, exasperada.


—Pepe...


—Está bien, Paula, prometo comportarme, solo quería demostrar a esa irritante pareja que lo nuestro no es una farsa, como parecen creer —dijo al tiempo que colocaba la mano de la chica en el hueco de su brazo y la conducía hacia el comedor.


—Pero, de hecho, Pedro, eso es precisamente lo que es —le recordó ella como si estuviera explicando un asunto obvio a un niño pequeño.


—Sí, pero ellos no tienen por qué saberlo. —Ya habían llegado al comedor, así que Pau no pudo responderle.


La cena transcurrió en un ambiente tan formal, cada uno sentado en una punta de la inmensa mesa de caoba, que las conversaciones resultaban envaradas y poco naturales. Por suerte, Pedro estaba frente a ella y, cuando su madre o Pamela hacían un comentario más absurdo que los demás, ponía los ojos en blanco de una manera que, en una ocasión, Paula tuvo que hundir la cabeza en la servilleta y simular un ataque de tos. Después de unos segundos, alzó el rostro congestionado y miró a su vecino con el ceño fruncido, pero él se limitó a devolverle una mirada inocente.


Pedro tuvo que reconocer que nunca lo había pasado tan bien en una cena en su casa. Paula y él parecían poder comunicarse con solo mirarse y, cada poco tiempo, tenía que hacer esfuerzos para contener una carcajada ante los comentarios que la joven realizaba con una supuesta candidez.


Cuando terminaron de cenar, volvieron al salón y Bates sirvió unas copas de licor y unos bombones. Roberto aprovechó para sentarse en un sillón al lado de Paula y empezó a hablarle en voz baja, sin perder ocasión de rozar la piel desnuda de su brazo a la menor oportunidad.


Pamela, a su vez, se había sentado junto a Pedro y trataba de acaparar su atención contándole una serie de anécdotas de caza, mientras su madre miraba la incómoda situación con complacencia. Su hijo era apenas consciente de las respuestas que le daba a la pelirroja; Roberto manos largas le estaba poniendo de los nervios. Por fin, en un momento dado le dijo a Pau:
—Paula, cariño, me imagino que debes estar cansada, quizá deberíamos irnos a acostar.


—Tienes razón, Pepe, ha sido un día muy largo, será lo mejor —respondió la joven lanzándole una mirada de agradecimiento.


—¿De verdad nos abandonas ya, preciosa Pau? No sé si podré soportar esta despedida. —Roberto alzó la mano femenina y depositó en su palma un húmedo beso, mientras la miraba a los ojos de una manera insinuante.


Pedro apretó los puños y estuvo tentado de estrellar uno de ellos contra su cara, pero con un gran esfuerzo consiguió contenerse. Paula se despidió sonriente de todo el mundo, apoyó su mano en el brazo de Pedro y salió de la habitación.


—Dios mío, Pedro, te has portado fatal, creí que me daría un ataque —comentó la joven cuando estuvieron a una distancia prudencial, apretando más su brazo y mirándolo risueña.


—¿Yo? Has sido tú con tus preguntas ingenuas. Me estabas poniendo al borde del abismo —replicó su vecino con fingida indignación.


Paula soltó una de sus contagiosas carcajadas y Pedro la miró con afecto.


—Me alegro de que hayas aceptado venir conmigo Paula.


—Yo también me alegro, Pedro.


Se detuvieron ante la puerta de la habitación de Pau. Ella alzó su rostro aún sonriente hacia él y, por un instante, las pupilas de uno quedaron atrapadas en las pupilas del otro y sus respiraciones se volvieron más trabajosas. El ruido de una puerta al cerrarse de golpe en algún lugar de la casa los arrancó con brusquedad del encantamiento y, algo turbada, Paula se despidió de él:
—Buenas noches, Pedro.


—Buenas noches, Paula. —Despacio, su vecino inclinó la cabeza y depositó un delicado beso en la comisura de su boca que envió una ráfaga de chispas a todas sus terminaciones nerviosas. A pesar de que no la tocaba con ninguna otra parte de su cuerpo, a Paula le resultó muy difícil apartarse y pasaron unos segundos hasta que, por fin, consiguió dar un paso atrás. Después entró en su cuarto, cerró la puerta con suavidad y apoyó la frente sobre la madera, jadeante.


Al otro lado, Pedro permanecía de pie, inmóvil, intentando recuperar el ritmo normal de su respiración. Por fin, se pasó una mano por el pelo, despeinándose por completo, y se dirigió lentamente a su habitación.


Quizá debería retomar su plan de seducción...



****


Durante los siguientes días el sol brilló con intensidad y Pedro aprovechó para enseñarle a Paula los alrededores. Al mediodía solían dar un paseo a caballo y la joven se vio obligada a reconocer que el lugar donde se enclavaba
Hallcourt Abbey era uno de los más espectaculares que había visto en su vida. La casa estaba situada sobre una colina desde la que se divisaba el mar, cuyo profundo tono azul reflejaba el brillo del cielo primaveral. Pau estaba impaciente por empezar a pintar, así que una mañana Pedro la llevó a uno de sus sitios favoritos, al que solía acudir cuando era niño y deseaba escaparse de la mirada vigilante de su preceptor, desde donde el paisaje que alcanzaba la vista cortaba la respiración.


—¡Es tan hermoso! —exclamó Paula, entusiasmada, mirando los escarpados acantilados y la pequeña playa de arena blanca que se divisaba al fondo.


Pedro observó su pelo castaño agitado por la fuerte brisa, como un estandarte ondeando al viento. Paula se había puesto sus vaqueros más viejos, rasgados a la altura de las rodillas, y una camiseta de manga larga descolorida por los lavados pero, como de costumbre, su vecino la encontró perturbadoramente seductora.


—Elige dónde quieres colocarte, aquí quizá el viento te moleste...


—Sí, me molestaría para trabajar. ¿Estás seguro que quieres quedarte, Pedro? Te advierto que cuando empiezo a pintar se me olvida todo lo demás —advirtió Pau por encima del hombro a Pedro que cargaba con un lienzo mediano y el caballete de madera, mientras ella lo hacía con su caja de pinturas.


—No te preocupes, siempre me ha gustado venir aquí, así aprovecharé la quietud para pensar en nuevos enfoques para la empresa.


Paula se encogió de hombros y escogió un lugar al resguardo de un grupo de árboles, desde donde la vista era de ensueño.


—Me quedaré aquí —anunció, satisfecha.


—Iré al coche a buscar el resto de las cosas —declaró Pedro, pero Pau no lo oyó, absorta como estaba en sus preparativos.


El hombre suspiró, presentía que ese día Paula no le iba a prestar mucha atención, así que regresó al coche que estaba aparcado donde terminaba el camino de arena y sacó la cesta con el picnic que le había encargado a la cocinera. La playa no quedaba lejos del lugar escogido por Pau y Pedro aprovechó para poner a enfriar unas botellas en el agua helada del mar.


Cuando terminó, se tumbó sobre el mullido prado cerca de donde Paula pintaba. Con un hierbajo colgando de la comisura de su boca, el codo doblado y la cabeza apoyada en su mano, Pedro la observó mientras trabajaba; le parecía fascinante el modo que Paula tenía de concentrarse en su pintura. Aunque le hizo un par de comentarios, ella tan solo le respondió con un gruñido ausente. Divertido, se limitó a mirar como mezclaba los colores y los extendía con pinceladas seguras por el lienzo inmaculado.


Pedro estaba tan relajado, que le era imposible concentrarse en ningún pensamiento relacionado con el trabajo, así que se limitó a dejarse acariciar por el aire salado, mientras aspiraba el olor de la hierba cuajada de flores y disfrutaba de la presencia de Paula que pintaba ensimismada a pocos metros de él.


Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz.




martes, 27 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 26





A los veinte minutos exactos, Pedro golpeó la puerta del dormitorio de Paula y durante las siguientes dos horas se dedicaron a recorrer la inmensa mansión de cabo a rabo. 


Pau se mostraba incansable y no paraba de hacer preguntas, y a través de sus comentarios llenos de entusiasmo él empezó a ver la casa con otros ojos.


La relación que unía a Pedro a Hallcourt Abbey era de amor-odio. Entre esas paredes había transcurrido su infancia solitaria. Su padre murió cuando él contaba apenas cinco años y un preceptor se había encargado de su educación hasta que su madre lo envió a Eton cuando cumplió los doce. A pesar de que en el plano material había tenido más de lo que hubiera podido desear, su madre siempre se había mostrado más exigente que afectuosa y al ser hijo único y el heredero, todas las expectativas familiares recayeron sobre él.


La dolorosa falta de ternura por parte de su madre durante sus primeros años y la carencia de amigos de su edad con los que jugar, habían hecho que ese niño solitario erigiera a su alrededor una serie de barreras protectoras. Mientras recorría con su vecina esos rincones que tantos recuerdos le traían, Pedro comprendió que las barreras que alzó siendo todavía un niño continuaban ahí aunque, desde que conoció a Paula, algunas piedras de la muralla con la que se había rodeado habían empezado a resquebrajarse y amenazaban con caer.


Observó a la chica que miraba extasiada la galería de retratos de sus antepasados. De repente entendía por qué había pensado que Paula no le gustaba: desde el principio, su inconsciente había intuido que la joven sería ese temblor que haría tambalear sus defensas y, aterrado, se había aferrado a ellas con uñas y dientes. No estaba seguro de querer que se derrumbaran, al fin y al cabo, le habían protegido durante la mayor parte de su vida y sin ellas se sentiría desnudo.


—¿Quién es este? Se parece mucho a ti —La voz de Pau, lo sacó de golpe de sus pensamientos.


Paula señalaba un cuadro en el que un hombre de aspecto imponente, vestido a la moda del siglo XIX, la contemplaba con severidad.


—Es Juan Pedro Saint Clair Alfonso, mi tatarabuelo. Él fue el que rehízo la fortuna familiar comerciando con productos que traía de la India. Las raíces de Alfonso & Asociados comenzaron con su empresa de ultramar.


—Es impresionante. Si te pusieras una levita como la suya y te dejaras crecer las patillas serías igual que él —afirmó Paula, fascinada.


—¿Tú crees que te miro con esa expresión tan desaprobadora?


La joven se volvió hacia él sonriente.


—Por supuesto que sí. Siempre me has mirado como si fuera un insecto en tu camino al que no pisabas por mera cortesía.


—Siento que pienses así —le respondió con rigidez.


—¿Lo ves? —Pau soltó una carcajada.


Extendió el brazo y acarició su ceño fruncido con la punta de los dedos. Pedro permaneció muy quieto bajo el suave contacto, deseando que acabara y, al mismo tiempo, rogando para que continuara eternamente.


—Así está mucho mejor —declaró Paula cuando su frente se distendió y se alejó de nuevo.


—Será mejor que volvamos a la habitación y nos cambiemos para la cena —comentó Pedro cuando se recuperó de la sensación que le habían producido los frescos dedos femeninos sobre su piel.




MAS QUE VECINOS: CAPITULO 25





Un par de días después, una soleada mañana de mediados de primavera, viajaban por la A38 en el Range Rover de Pedro —que iba cargado hasta los topes, con el equipaje, los lienzos, las pinturas y el caballete de Pau y, por supuesto, Milo—, en dirección a Cornualles.


Ahora que se había hecho a la idea, Paula contemplaba entusiasmada el hermoso paisaje de verdes campos y pequeños y pintorescos pueblos que volaba raudo por su ventana. Solo había estado en Cornualles una vez cuando era pequeña y recordaba que le había encantado. Pedro miró su rostro iluminado con una sonrisa y se sintió satisfecho de haberla convencido para que lo acompañara. El día que la joven aceptó ir con él decidió olvidar sus planes de seducción; Paula tenía razón, era mejor seguir siendo amigos.


Cuando Pedro se detuvo por fin frente a la monumental verja de hierro que rodeaba la propiedad, pensó que el viaje se le había hecho muy corto. Después de traspasar la cancela ornamentada con sendos escudos de armas en cada una de las puertas, un ancho camino de grava, flanqueado por dos hileras de inmensos robles de cientos de años de antigüedad, les condujo a través de un extenso parque hasta llegar a una imponente mansión de piedra de la zona, construida en un original estilo renacentista veneciano, en la que resaltaba una gran cúpula y numerosas chimeneas en el tejado. En los bellos jardines clásicos que la rodeaban predominaban los macizos de rosas en flor que despedían un agradable perfume.


Pau abrió mucho los ojos y exclamó:
—¡Dios mío, Pedro, qué casa tan hermosa! —Su vecino disfrutó del evidente deleite que brillaba en su expresivo semblante.


Casi al instante, la enorme puerta de madera se abrió y un hombre mayor, inmaculadamente uniformado, salió a recibirlos.


—Bienvenido, señorito Pedro. Es un placer tenerlo aquí de nuevo después de tanto tiempo —saludó el anciano, solemne.


—Gracias Bates, yo también me alegro de estar aquí. Esta es la señorita Paula Chaves, mi prometida. —La cabeza del viejo mayordomo se inclinó en una reverencia que parecía dirigida a una reina y Paula se sintió un tanto aturdida—. ¿Qué habitación le ha preparado?


—La habitación verde, señorito.


—Perfecto —sonrió Pedro, satisfecho—. Llame a James y dígale que nos suba el equipaje. ¡Ah!, y que se ocupe también de darle agua a Milo.


Pedro agarró a Pau de la mano y subió con ella la grandiosa escalinata de piedra.


Pedro —susurró la joven, nerviosa—, no sé si voy a estar a la altura del papel. La verdad es que no me esperaba esto.


—¿Y qué era lo que esperabas? —preguntó, mirándola divertido.


—No sé, pero no pensé que fueras tan horrorosamente rico...


Pedro apretó con calidez la mano femenina intentando tranquilizarla.


—No te preocupes, enseguida te acostumbrarás.


—Ejem... —Un ligero carraspeo sonó a sus espaldas. 


Paula se volvió con rapidez y se topó de frente con el inexpresivo rostro del mayordomo; incómoda, se preguntó si la habría oído—. Señorito Pedro, su madre me indicó que, en cuanto llegaran, les hiciera pasar al saloncito amarillo.


Al oírlo, el semblante de Pedro pareció ensombrecerse un poco.


—Está bien —respondió encogiéndose de hombros.


Bates, seguido por Pedro y una sobrecogida Paula que escuchaba el eco sordo de sus pasos sobre el hermoso suelo de mármol del inmenso vestíbulo, les condujo hasta una de las numerosas puertas de la primera planta, la abrió y anunció:
—Señora, la señorita Paula Chaves y el señorito Pedro acaban de llegar.


Pedro miró de reojo a Pau, tratando de adivinar qué le parecía la formalidad de la que a su madre le gustaba rodearse, pero el semblante de la joven lo único que expresaba era el interés y la maravilla por todo lo que veía.


La habitación estaba bellamente decorada con antiguas piezas de mobiliario pero, a pesar de que el sol entraba a raudales por los amplios ventanales, un fuego chisporroteaba en la chimenea, haciendo que la temperatura resultara insoportable. Se acercaron hasta un sofá, con pinta de incómodo, tapizado en seda dorada sobre el que una mujer mayor, pero todavía bella, les esperaba sentada con la espalda muy erguida.


—Hola, Pedro —saludó con frialdad y con un ademán regio alzó el rostro casi sin arrugas para que su hijo lo besara.


—Hola, madre —respondió él, apenas rozando con sus labios la tersa mejilla.


A Pau le sorprendió el helado recibimiento, pero procuró no demostrarlo.


—Bienvenida a Hallcourt Abbey, señorita Chaves —dijo la mujer volviéndose hacia ella.


—Encantada, señora Alfonso. Muchas gracias por recibirme en su hermosa casa, pero por favor, llámeme Pau —respondió la joven, al tiempo que le tendía la mano con una de sus más encantadoras sonrisas.


La mujer se la estrechó con languidez mientras la recorría de arriba a abajo con sus gélidos ojos grises, muy parecidos a los de su hijo. Por unos instantes, Paula sintió un casi irrefrenable impulso de salir corriendo de allí, pero se mantuvo firme, pensando que Pedro la necesitaba. De pronto, su rico vecino le parecía digno de lástima con una madre como aquella.


—Sentaos —ordenó la señora Alfonso señalando un par de sillas a juego con el sofá y con un aspecto aún más incómodo, si eso era posible.


—Me gustaría saber a qué te dedicas... Pau —titubeó antes de pronunciar su nombre, como si fuera una palabra malsonante.


Al verlo, el temor que había invadido a Paula desde que llegó a la imponente mansión se evaporó y comenzó a ver el lado divertido de la situación; cuando se lo contase a Fiona se iba a caer al suelo de la risa, se dijo.


—Soy profesora de pintura, trabajo con chicos discapacitados —respondió Paula muy formal, sin apenas apoyar la espalda en el rígido respaldo de la silla.


—Qué interesante —declaró su anfitriona con un tono que indicaba todo lo contrario.


—Sí, reconozco que lo es. ¡Me encanta mi trabajo! —afirmó con entusiasmo.


—Y dime, querida ¿quiénes son tus padres?


—Mi padre es Martin Chaves, profesor de literatura jubilado y mi madre es Marisa Herrera, enfermera también jubilada. Ambos viven en una pequeña granja en Herefordshire.


—Por un momento pensé que estabas emparentada con los Chaves, ya sabes, parientes del duque de Norwich...


—Oh, no, qué va —Pau negó con vehemencia, agitando su melena de lado a lado—. Por mis venas no corre ni una sola gota de sangre azul. Más bien negra, si tenemos en cuenta que mi bisabuelo paterno fue un minero galés...


La mirada de horror que le lanzó su madre hizo que a Pedro le entraran ganas de soltar una carcajada, pero se mantuvo impasible limitándose a asistir al intercambio de preguntas y respuestas como si se tratara de un interesante y reñido torneo de tenis.


—No sé si sabrás, que el primer Alfonso del que tenemos noticia llegó en el séquito de Guillermo el Conquistador —declaró, arrogante, la señora Alfonso, como si quisiera hacerle ver a Paula lo insignificante que resultaba una mujer como ella.


—¡Caramba, Pepe, no me cuentas nada! —se quejó la joven, mirándolo con fingido enojo.


—Perdona, querida, por un momento se me había ido de la cabeza —respondió su vecino con imperturbable flema británica.


—¿Pepe? —preguntó su madre arrugando la nariz como si algo oliera mal.


—Es una historia maravillosa —prosiguió Paula, como si no la hubiera oído—. Como ya le dije antes, señora Alfonso, yo solo puedo remontarme a mi bisabuelo galés; nunca se supo quién fue el padre de mi abuelo materno. Al pobre lo abandonaron nada más nacer en el torno de un convento de Sevilla —suspiró compungida. A continuación se volvió hacia Pedro con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Querido, qué te parecería si a nuestro primer hijo lo llamáramos Guillermo?


Pedro cogió su mano entre las suyas y se la llevó a los labios en un gesto galante.


—Nada me gustaría más, mi amor.


—Ya ve, señora Alfonso, Pepe y yo estamos tan enamorados que coincidimos en todo— afirmó dirigiéndole tal mirada de adoración, que a Pedro se le aceleró el pulso.


—Ya veo —repuso la mujer secamente y, con un ademán majestuoso, se apresuró a dar por concluida la audiencia—. Será mejor que subáis a vuestras habitaciones a refrescaros, la cena se sirve a las siete en punto.


Aliviados, Pedro y Pau se levantaron a la vez y abandonaron la sofocante habitación a toda velocidad, como dos chiquillos que escapasen por los pelos de un castigo.


—Muy bien, Paula. —La felicitó su vecino muy serio—. Has aguantado el primer round sin despeinarte, veremos qué tal se te da el resto del combate.


—Podías haberme avisado, Pedro —protestó la joven frunciendo el ceño—. ¿Es siempre así?


—Desde que la conozco.


—Pobre niño rico —susurró Pau mirándolo compasiva, al tiempo que le acariciaba la mejilla con suavidad.


—No me compadezcas, he tenido muchas compensaciones —afirmó y, muy envarado, se apartó de ella con rapidez.


Paula de dio cuenta de que, de nuevo, se refugiaba tras sus defensas y decidió cambiar de tema.


—Es una casa preciosa, Pedro, me gustaría que me lo enseñaras todo —dijo girando sobre sí misma, con la vista alzada hacia el hermoso artesonado del techo.


—Te lo prometo, pero será mejor que te acompañe primero a tu habitación. Vamos. —Su vecino la agarró de nuevo de la mano y subió con rapidez por la impresionante escalera de mármol que se ramificaba en dos antes de llegar al piso superior.


Pedro abrió una puerta y se hizo a un lado para que pasara. La habitación era fresca y luminosa, y estaba empapelada de arriba a abajo con un papel pintado con un motivo de hiedras. A un lado de la gran cama con dosel había una inmensa chimenea de piedra y, frente a ella, un mirador curvo recorrido por un banco de madera y coronado por un cómodo almohadón con la misma forma, se convertía en un romántico rincón de lectura.


Paula no pudo contener su entusiasmo al ver su cuarto, mientras Pedro la observaba con disimulo, tratando de captar todas las emociones que pasaban por su expresivo rostro.


—¡Es la habitación más bella que he visto en mi vida!


—Mira, este es el cuarto de baño —comentó él abriendo otra puerta —Tendrás que compartirlo conmigo; es lo que tienen estas casas antiguas, resulta difícil hacer las conducciones necesarias.


El cuarto de baño era inmenso y la luz natural entraba a raudales por una amplia ventana frente a la que estaba colocada una antigua bañera de hierro con cuatro patas que imitaban las garras de un león.


—Me encanta, me encanta. ¡Dios mío, qué baño me voy a dar en esta maravillosa bañera! —Pau iba de acá para allá admirándolo todo.


Al fondo del cuarto había otra puerta, disimulada como un trozo de pared más, que conducía a otra habitación.


—Y este es mi dormitorio —Pedro la abrió y la invitó a pasar—. Para tener intimidad lo único que debes hacer es cerrar la puerta del otro lado con pestillo.


—Perfecto —contestó Paula asomándose con curiosidad.


El cuarto de Pedro era también sensacional, pero la decoración resultaba mucho más masculina. En vez de un banco de lectura, frente al mirador gemelo del de Pau, habían colocado un antiguo escritorio de caoba y una silla.


—¡Estoy deseando ver el resto de la casa! —El entusiasmo de Paula era contagioso.


—¿No quieres descansar un rato? —preguntó, divertido por su vitalidad apabullante.


—¿Tu quieres? —preguntó Paula a su vez, mirándolo decepcionada. Pedro reprimió una carcajada y contestó:
—Está bien, en veinte minutos llamaré a tu puerta.


Pau le dirigió una deslumbrante sonrisa y desapareció por la puerta del baño cerrándola a sus espaldas.