miércoles, 28 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 27




Paula se dio un largo baño caliente y se puso uno de los sencillos vestidos que había llevado. No sabía si la cena sería muy formal, pero se encogió de hombros; esa era su ropa y no había nada que pudiera hacer al respecto. Cuando entró en la sala que Bates le indicó vio a Pedro, muy elegante con unos pantalones oscuros y una camisa blanca, que la esperaba con el brazo apoyado sobre la repisa de la chimenea.


—Estás muy guapa —le dijo mirándola con evidente admiración.


—Gracias.


En ese momento, entró su madre con un elegante vestido de seda gris.


—Ah, queridos, ya estáis aquí. He invitado a los Atkinson a cenar.


Pau observó cómo su vecino apretaba las mandíbulas e intuyó que la noticia no le hacía muy feliz. Justo entonces, la puerta se abrió y Bates anunció:
—La señorita y el señor Atkinson.


Una mujer parecida a Alicia, solo que en versión pelirroja y algo más joven, entró seguida por un atractivo hombre de pelo rojizo, apenas unos centímetros más alto que la propia Paula.


La madre de Pedro hizo las presentaciones.


—Pau, estos son Pamela y Roberto. Somos vecinos desde hace años.


—Encantada —respondió la joven.


—¿Así que tú eres la prometida de Pedro? —preguntó el hombre recorriéndola lentamente con unos descarados ojos azules.


—En efecto —afirmó Pedro que se apresuró a rodear la cintura de Pau con un brazo y la apretó contra su costado con un ademán posesivo.


—Me gustaría saber cómo os conocisteis —declaró la pelirroja, dirigiendo a Paula una mirada rencorosa y con un tono que desmentía por completo el significado de sus palabras, añadió—: Me encantan las historias de amor.


—Verás —respondió Pedro enseguida, con una lucecita maliciosa en sus ojos—, somos vecinos y nuestras terrazas están separadas por una ligera barandilla de cristal. Nunca olvidaré la noche en que Paula salió a la suya envuelta tan solo en una toalla de baño...


—Cariño, no es necesario que des todos los detalles. —Pau escondió la cara en el brazo masculino con fingida confusión.


Pedro no le pasó desapercibida la mirada asesina que Pamela le lanzó a la joven, pero cuando vio la expresión lasciva que se dibujó en el rostro de Roberto, la situación ya no le hizo tanta gracia.


—Desde luego es mejor no dar tantos detalles —afirmó la señora Alfonso mirando a su hijo con desaprobación.


—Tienes razón, mamá, no quiero avergonzar a Paula —respondió Pedro alzando la barbilla de Pau con dos dedos y depositando un apasionado beso en sus labios. Después de lo que a la joven se le antojó una eternidad, Pedro se apartó de ella con lentitud sin dejar de mirarla a los ojos y Paula sintió que se ruborizaba, esta vez de verdad, pero la voz aguda de Pamela enseguida la sacó del extraño trance en que la habían sumido los labios masculinos.


—Pues parece que algo avergonzada sí que está —comentó la mujer, sarcástica, al tiempo que fijaba sus ojos desdeñosos en el sonrojado rostro de Paula.


—Hijo, ya sabes que las exhibiciones amorosas me parecen vulgares. Será mejor que pasemos al comedor —declaró su madre con frialdad y salió de la habitación seguida de Roberto y Pamela.


Pedro, prometiste que me tratarías de manera educadamente cariñosa —susurró Paula, furiosa.


—¿No he sido educado? —preguntó su vecino fingiendo sorpresa.


—Sabes muy bien lo que quiero decir. No más besuqueos ni abrazos en público.


—¿En privado sí?


Pau alzó los ojos al cielo, exasperada.


—Pepe...


—Está bien, Paula, prometo comportarme, solo quería demostrar a esa irritante pareja que lo nuestro no es una farsa, como parecen creer —dijo al tiempo que colocaba la mano de la chica en el hueco de su brazo y la conducía hacia el comedor.


—Pero, de hecho, Pedro, eso es precisamente lo que es —le recordó ella como si estuviera explicando un asunto obvio a un niño pequeño.


—Sí, pero ellos no tienen por qué saberlo. —Ya habían llegado al comedor, así que Pau no pudo responderle.


La cena transcurrió en un ambiente tan formal, cada uno sentado en una punta de la inmensa mesa de caoba, que las conversaciones resultaban envaradas y poco naturales. Por suerte, Pedro estaba frente a ella y, cuando su madre o Pamela hacían un comentario más absurdo que los demás, ponía los ojos en blanco de una manera que, en una ocasión, Paula tuvo que hundir la cabeza en la servilleta y simular un ataque de tos. Después de unos segundos, alzó el rostro congestionado y miró a su vecino con el ceño fruncido, pero él se limitó a devolverle una mirada inocente.


Pedro tuvo que reconocer que nunca lo había pasado tan bien en una cena en su casa. Paula y él parecían poder comunicarse con solo mirarse y, cada poco tiempo, tenía que hacer esfuerzos para contener una carcajada ante los comentarios que la joven realizaba con una supuesta candidez.


Cuando terminaron de cenar, volvieron al salón y Bates sirvió unas copas de licor y unos bombones. Roberto aprovechó para sentarse en un sillón al lado de Paula y empezó a hablarle en voz baja, sin perder ocasión de rozar la piel desnuda de su brazo a la menor oportunidad.


Pamela, a su vez, se había sentado junto a Pedro y trataba de acaparar su atención contándole una serie de anécdotas de caza, mientras su madre miraba la incómoda situación con complacencia. Su hijo era apenas consciente de las respuestas que le daba a la pelirroja; Roberto manos largas le estaba poniendo de los nervios. Por fin, en un momento dado le dijo a Pau:
—Paula, cariño, me imagino que debes estar cansada, quizá deberíamos irnos a acostar.


—Tienes razón, Pepe, ha sido un día muy largo, será lo mejor —respondió la joven lanzándole una mirada de agradecimiento.


—¿De verdad nos abandonas ya, preciosa Pau? No sé si podré soportar esta despedida. —Roberto alzó la mano femenina y depositó en su palma un húmedo beso, mientras la miraba a los ojos de una manera insinuante.


Pedro apretó los puños y estuvo tentado de estrellar uno de ellos contra su cara, pero con un gran esfuerzo consiguió contenerse. Paula se despidió sonriente de todo el mundo, apoyó su mano en el brazo de Pedro y salió de la habitación.


—Dios mío, Pedro, te has portado fatal, creí que me daría un ataque —comentó la joven cuando estuvieron a una distancia prudencial, apretando más su brazo y mirándolo risueña.


—¿Yo? Has sido tú con tus preguntas ingenuas. Me estabas poniendo al borde del abismo —replicó su vecino con fingida indignación.


Paula soltó una de sus contagiosas carcajadas y Pedro la miró con afecto.


—Me alegro de que hayas aceptado venir conmigo Paula.


—Yo también me alegro, Pedro.


Se detuvieron ante la puerta de la habitación de Pau. Ella alzó su rostro aún sonriente hacia él y, por un instante, las pupilas de uno quedaron atrapadas en las pupilas del otro y sus respiraciones se volvieron más trabajosas. El ruido de una puerta al cerrarse de golpe en algún lugar de la casa los arrancó con brusquedad del encantamiento y, algo turbada, Paula se despidió de él:
—Buenas noches, Pedro.


—Buenas noches, Paula. —Despacio, su vecino inclinó la cabeza y depositó un delicado beso en la comisura de su boca que envió una ráfaga de chispas a todas sus terminaciones nerviosas. A pesar de que no la tocaba con ninguna otra parte de su cuerpo, a Paula le resultó muy difícil apartarse y pasaron unos segundos hasta que, por fin, consiguió dar un paso atrás. Después entró en su cuarto, cerró la puerta con suavidad y apoyó la frente sobre la madera, jadeante.


Al otro lado, Pedro permanecía de pie, inmóvil, intentando recuperar el ritmo normal de su respiración. Por fin, se pasó una mano por el pelo, despeinándose por completo, y se dirigió lentamente a su habitación.


Quizá debería retomar su plan de seducción...



****


Durante los siguientes días el sol brilló con intensidad y Pedro aprovechó para enseñarle a Paula los alrededores. Al mediodía solían dar un paseo a caballo y la joven se vio obligada a reconocer que el lugar donde se enclavaba
Hallcourt Abbey era uno de los más espectaculares que había visto en su vida. La casa estaba situada sobre una colina desde la que se divisaba el mar, cuyo profundo tono azul reflejaba el brillo del cielo primaveral. Pau estaba impaciente por empezar a pintar, así que una mañana Pedro la llevó a uno de sus sitios favoritos, al que solía acudir cuando era niño y deseaba escaparse de la mirada vigilante de su preceptor, desde donde el paisaje que alcanzaba la vista cortaba la respiración.


—¡Es tan hermoso! —exclamó Paula, entusiasmada, mirando los escarpados acantilados y la pequeña playa de arena blanca que se divisaba al fondo.


Pedro observó su pelo castaño agitado por la fuerte brisa, como un estandarte ondeando al viento. Paula se había puesto sus vaqueros más viejos, rasgados a la altura de las rodillas, y una camiseta de manga larga descolorida por los lavados pero, como de costumbre, su vecino la encontró perturbadoramente seductora.


—Elige dónde quieres colocarte, aquí quizá el viento te moleste...


—Sí, me molestaría para trabajar. ¿Estás seguro que quieres quedarte, Pedro? Te advierto que cuando empiezo a pintar se me olvida todo lo demás —advirtió Pau por encima del hombro a Pedro que cargaba con un lienzo mediano y el caballete de madera, mientras ella lo hacía con su caja de pinturas.


—No te preocupes, siempre me ha gustado venir aquí, así aprovecharé la quietud para pensar en nuevos enfoques para la empresa.


Paula se encogió de hombros y escogió un lugar al resguardo de un grupo de árboles, desde donde la vista era de ensueño.


—Me quedaré aquí —anunció, satisfecha.


—Iré al coche a buscar el resto de las cosas —declaró Pedro, pero Pau no lo oyó, absorta como estaba en sus preparativos.


El hombre suspiró, presentía que ese día Paula no le iba a prestar mucha atención, así que regresó al coche que estaba aparcado donde terminaba el camino de arena y sacó la cesta con el picnic que le había encargado a la cocinera. La playa no quedaba lejos del lugar escogido por Pau y Pedro aprovechó para poner a enfriar unas botellas en el agua helada del mar.


Cuando terminó, se tumbó sobre el mullido prado cerca de donde Paula pintaba. Con un hierbajo colgando de la comisura de su boca, el codo doblado y la cabeza apoyada en su mano, Pedro la observó mientras trabajaba; le parecía fascinante el modo que Paula tenía de concentrarse en su pintura. Aunque le hizo un par de comentarios, ella tan solo le respondió con un gruñido ausente. Divertido, se limitó a mirar como mezclaba los colores y los extendía con pinceladas seguras por el lienzo inmaculado.


Pedro estaba tan relajado, que le era imposible concentrarse en ningún pensamiento relacionado con el trabajo, así que se limitó a dejarse acariciar por el aire salado, mientras aspiraba el olor de la hierba cuajada de flores y disfrutaba de la presencia de Paula que pintaba ensimismada a pocos metros de él.


Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz.




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