martes, 27 de septiembre de 2016

MAS QUE VECINOS: CAPITULO 25





Un par de días después, una soleada mañana de mediados de primavera, viajaban por la A38 en el Range Rover de Pedro —que iba cargado hasta los topes, con el equipaje, los lienzos, las pinturas y el caballete de Pau y, por supuesto, Milo—, en dirección a Cornualles.


Ahora que se había hecho a la idea, Paula contemplaba entusiasmada el hermoso paisaje de verdes campos y pequeños y pintorescos pueblos que volaba raudo por su ventana. Solo había estado en Cornualles una vez cuando era pequeña y recordaba que le había encantado. Pedro miró su rostro iluminado con una sonrisa y se sintió satisfecho de haberla convencido para que lo acompañara. El día que la joven aceptó ir con él decidió olvidar sus planes de seducción; Paula tenía razón, era mejor seguir siendo amigos.


Cuando Pedro se detuvo por fin frente a la monumental verja de hierro que rodeaba la propiedad, pensó que el viaje se le había hecho muy corto. Después de traspasar la cancela ornamentada con sendos escudos de armas en cada una de las puertas, un ancho camino de grava, flanqueado por dos hileras de inmensos robles de cientos de años de antigüedad, les condujo a través de un extenso parque hasta llegar a una imponente mansión de piedra de la zona, construida en un original estilo renacentista veneciano, en la que resaltaba una gran cúpula y numerosas chimeneas en el tejado. En los bellos jardines clásicos que la rodeaban predominaban los macizos de rosas en flor que despedían un agradable perfume.


Pau abrió mucho los ojos y exclamó:
—¡Dios mío, Pedro, qué casa tan hermosa! —Su vecino disfrutó del evidente deleite que brillaba en su expresivo semblante.


Casi al instante, la enorme puerta de madera se abrió y un hombre mayor, inmaculadamente uniformado, salió a recibirlos.


—Bienvenido, señorito Pedro. Es un placer tenerlo aquí de nuevo después de tanto tiempo —saludó el anciano, solemne.


—Gracias Bates, yo también me alegro de estar aquí. Esta es la señorita Paula Chaves, mi prometida. —La cabeza del viejo mayordomo se inclinó en una reverencia que parecía dirigida a una reina y Paula se sintió un tanto aturdida—. ¿Qué habitación le ha preparado?


—La habitación verde, señorito.


—Perfecto —sonrió Pedro, satisfecho—. Llame a James y dígale que nos suba el equipaje. ¡Ah!, y que se ocupe también de darle agua a Milo.


Pedro agarró a Pau de la mano y subió con ella la grandiosa escalinata de piedra.


Pedro —susurró la joven, nerviosa—, no sé si voy a estar a la altura del papel. La verdad es que no me esperaba esto.


—¿Y qué era lo que esperabas? —preguntó, mirándola divertido.


—No sé, pero no pensé que fueras tan horrorosamente rico...


Pedro apretó con calidez la mano femenina intentando tranquilizarla.


—No te preocupes, enseguida te acostumbrarás.


—Ejem... —Un ligero carraspeo sonó a sus espaldas. 


Paula se volvió con rapidez y se topó de frente con el inexpresivo rostro del mayordomo; incómoda, se preguntó si la habría oído—. Señorito Pedro, su madre me indicó que, en cuanto llegaran, les hiciera pasar al saloncito amarillo.


Al oírlo, el semblante de Pedro pareció ensombrecerse un poco.


—Está bien —respondió encogiéndose de hombros.


Bates, seguido por Pedro y una sobrecogida Paula que escuchaba el eco sordo de sus pasos sobre el hermoso suelo de mármol del inmenso vestíbulo, les condujo hasta una de las numerosas puertas de la primera planta, la abrió y anunció:
—Señora, la señorita Paula Chaves y el señorito Pedro acaban de llegar.


Pedro miró de reojo a Pau, tratando de adivinar qué le parecía la formalidad de la que a su madre le gustaba rodearse, pero el semblante de la joven lo único que expresaba era el interés y la maravilla por todo lo que veía.


La habitación estaba bellamente decorada con antiguas piezas de mobiliario pero, a pesar de que el sol entraba a raudales por los amplios ventanales, un fuego chisporroteaba en la chimenea, haciendo que la temperatura resultara insoportable. Se acercaron hasta un sofá, con pinta de incómodo, tapizado en seda dorada sobre el que una mujer mayor, pero todavía bella, les esperaba sentada con la espalda muy erguida.


—Hola, Pedro —saludó con frialdad y con un ademán regio alzó el rostro casi sin arrugas para que su hijo lo besara.


—Hola, madre —respondió él, apenas rozando con sus labios la tersa mejilla.


A Pau le sorprendió el helado recibimiento, pero procuró no demostrarlo.


—Bienvenida a Hallcourt Abbey, señorita Chaves —dijo la mujer volviéndose hacia ella.


—Encantada, señora Alfonso. Muchas gracias por recibirme en su hermosa casa, pero por favor, llámeme Pau —respondió la joven, al tiempo que le tendía la mano con una de sus más encantadoras sonrisas.


La mujer se la estrechó con languidez mientras la recorría de arriba a abajo con sus gélidos ojos grises, muy parecidos a los de su hijo. Por unos instantes, Paula sintió un casi irrefrenable impulso de salir corriendo de allí, pero se mantuvo firme, pensando que Pedro la necesitaba. De pronto, su rico vecino le parecía digno de lástima con una madre como aquella.


—Sentaos —ordenó la señora Alfonso señalando un par de sillas a juego con el sofá y con un aspecto aún más incómodo, si eso era posible.


—Me gustaría saber a qué te dedicas... Pau —titubeó antes de pronunciar su nombre, como si fuera una palabra malsonante.


Al verlo, el temor que había invadido a Paula desde que llegó a la imponente mansión se evaporó y comenzó a ver el lado divertido de la situación; cuando se lo contase a Fiona se iba a caer al suelo de la risa, se dijo.


—Soy profesora de pintura, trabajo con chicos discapacitados —respondió Paula muy formal, sin apenas apoyar la espalda en el rígido respaldo de la silla.


—Qué interesante —declaró su anfitriona con un tono que indicaba todo lo contrario.


—Sí, reconozco que lo es. ¡Me encanta mi trabajo! —afirmó con entusiasmo.


—Y dime, querida ¿quiénes son tus padres?


—Mi padre es Martin Chaves, profesor de literatura jubilado y mi madre es Marisa Herrera, enfermera también jubilada. Ambos viven en una pequeña granja en Herefordshire.


—Por un momento pensé que estabas emparentada con los Chaves, ya sabes, parientes del duque de Norwich...


—Oh, no, qué va —Pau negó con vehemencia, agitando su melena de lado a lado—. Por mis venas no corre ni una sola gota de sangre azul. Más bien negra, si tenemos en cuenta que mi bisabuelo paterno fue un minero galés...


La mirada de horror que le lanzó su madre hizo que a Pedro le entraran ganas de soltar una carcajada, pero se mantuvo impasible limitándose a asistir al intercambio de preguntas y respuestas como si se tratara de un interesante y reñido torneo de tenis.


—No sé si sabrás, que el primer Alfonso del que tenemos noticia llegó en el séquito de Guillermo el Conquistador —declaró, arrogante, la señora Alfonso, como si quisiera hacerle ver a Paula lo insignificante que resultaba una mujer como ella.


—¡Caramba, Pepe, no me cuentas nada! —se quejó la joven, mirándolo con fingido enojo.


—Perdona, querida, por un momento se me había ido de la cabeza —respondió su vecino con imperturbable flema británica.


—¿Pepe? —preguntó su madre arrugando la nariz como si algo oliera mal.


—Es una historia maravillosa —prosiguió Paula, como si no la hubiera oído—. Como ya le dije antes, señora Alfonso, yo solo puedo remontarme a mi bisabuelo galés; nunca se supo quién fue el padre de mi abuelo materno. Al pobre lo abandonaron nada más nacer en el torno de un convento de Sevilla —suspiró compungida. A continuación se volvió hacia Pedro con un brillo malicioso en los ojos—. ¿Querido, qué te parecería si a nuestro primer hijo lo llamáramos Guillermo?


Pedro cogió su mano entre las suyas y se la llevó a los labios en un gesto galante.


—Nada me gustaría más, mi amor.


—Ya ve, señora Alfonso, Pepe y yo estamos tan enamorados que coincidimos en todo— afirmó dirigiéndole tal mirada de adoración, que a Pedro se le aceleró el pulso.


—Ya veo —repuso la mujer secamente y, con un ademán majestuoso, se apresuró a dar por concluida la audiencia—. Será mejor que subáis a vuestras habitaciones a refrescaros, la cena se sirve a las siete en punto.


Aliviados, Pedro y Pau se levantaron a la vez y abandonaron la sofocante habitación a toda velocidad, como dos chiquillos que escapasen por los pelos de un castigo.


—Muy bien, Paula. —La felicitó su vecino muy serio—. Has aguantado el primer round sin despeinarte, veremos qué tal se te da el resto del combate.


—Podías haberme avisado, Pedro —protestó la joven frunciendo el ceño—. ¿Es siempre así?


—Desde que la conozco.


—Pobre niño rico —susurró Pau mirándolo compasiva, al tiempo que le acariciaba la mejilla con suavidad.


—No me compadezcas, he tenido muchas compensaciones —afirmó y, muy envarado, se apartó de ella con rapidez.


Paula de dio cuenta de que, de nuevo, se refugiaba tras sus defensas y decidió cambiar de tema.


—Es una casa preciosa, Pedro, me gustaría que me lo enseñaras todo —dijo girando sobre sí misma, con la vista alzada hacia el hermoso artesonado del techo.


—Te lo prometo, pero será mejor que te acompañe primero a tu habitación. Vamos. —Su vecino la agarró de nuevo de la mano y subió con rapidez por la impresionante escalera de mármol que se ramificaba en dos antes de llegar al piso superior.


Pedro abrió una puerta y se hizo a un lado para que pasara. La habitación era fresca y luminosa, y estaba empapelada de arriba a abajo con un papel pintado con un motivo de hiedras. A un lado de la gran cama con dosel había una inmensa chimenea de piedra y, frente a ella, un mirador curvo recorrido por un banco de madera y coronado por un cómodo almohadón con la misma forma, se convertía en un romántico rincón de lectura.


Paula no pudo contener su entusiasmo al ver su cuarto, mientras Pedro la observaba con disimulo, tratando de captar todas las emociones que pasaban por su expresivo rostro.


—¡Es la habitación más bella que he visto en mi vida!


—Mira, este es el cuarto de baño —comentó él abriendo otra puerta —Tendrás que compartirlo conmigo; es lo que tienen estas casas antiguas, resulta difícil hacer las conducciones necesarias.


El cuarto de baño era inmenso y la luz natural entraba a raudales por una amplia ventana frente a la que estaba colocada una antigua bañera de hierro con cuatro patas que imitaban las garras de un león.


—Me encanta, me encanta. ¡Dios mío, qué baño me voy a dar en esta maravillosa bañera! —Pau iba de acá para allá admirándolo todo.


Al fondo del cuarto había otra puerta, disimulada como un trozo de pared más, que conducía a otra habitación.


—Y este es mi dormitorio —Pedro la abrió y la invitó a pasar—. Para tener intimidad lo único que debes hacer es cerrar la puerta del otro lado con pestillo.


—Perfecto —contestó Paula asomándose con curiosidad.


El cuarto de Pedro era también sensacional, pero la decoración resultaba mucho más masculina. En vez de un banco de lectura, frente al mirador gemelo del de Pau, habían colocado un antiguo escritorio de caoba y una silla.


—¡Estoy deseando ver el resto de la casa! —El entusiasmo de Paula era contagioso.


—¿No quieres descansar un rato? —preguntó, divertido por su vitalidad apabullante.


—¿Tu quieres? —preguntó Paula a su vez, mirándolo decepcionada. Pedro reprimió una carcajada y contestó:
—Está bien, en veinte minutos llamaré a tu puerta.


Pau le dirigió una deslumbrante sonrisa y desapareció por la puerta del baño cerrándola a sus espaldas.


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