sábado, 27 de agosto de 2016
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 20
Pedro
—Paula, despierta.
Son las ocho de la mañana y, aunque lo que me gustaría es quedarme con mi preciosa inquilina en la cama, el destino parece tener otros planes para mí.
—¿Qué pasa? —inquiere entre bostezos.
Joder, es que está guapa hasta recién levantada. Con el pelo revuelto, sin una pizca de maquillaje y en ropa interior.
Anoche el calor inundó la habitación así que el pijama de franela se quedó en el armario.
—Acaba de llamar Maria —explico—, al parecer Juancho no ha vuelto a casa y, por lo que cuentan los últimos amigos que lo vieron salir de la sidrería parece ser que se metió por el monte.
—¿Cómo?
—Se ve que iban todos igual de borrachos que él y no se atrevieron a seguirlo. Maria lleva una hora contactando con ellos y es lo único que ha averiguado.
—¿Crees que puede haberle pasado algo? —murmura asustada.
Se nota que le ha cogido cariño al viejo pese a llevar solo unas semanas con él, pero bueno, también me lo ha cogido a mí en el mismo tiempo.
—Espero que simplemente se haya quedado dormido en alguna parte. No sería la primera vez. Hace poco apareció dormido en la granja.
—Dios, a este hombre hay que llevarlo a alcohólicos anónimos.
—A veces no es tanto por lo que ha bebido como por el miedo que tiene de la bronca que le va a caer.
—Maria no es tan mala —protesta.
—Sea como sea, me voy a buscarlo ahora mismo —le digo—. Conozco bastante bien la zona.
—¿No deberíais avisar a la guardia forestal? ¿A Protección Civil? ¿A alguien?
—Maria prefiere que vaya yo a buscarlo. No quiere jugársela a que nos cobren los de Protección Civil. Ahora te crujen por los rescates en montaña de gente que no ha atendido a las alertas meteorológicas, por adentrarse en zonas prohibidas o por no ir equipado de acuerdo a la actividad que se realiza.
—Desde luego, Juancho no iba equipado.
—No. Y quién sabe dónde se habrá metido.
Le doy un beso en los labios a Paula, que se queda en la cama y maldigo al imbécil de Juancho por estropear mi primera mañana con ella. Con lo que me gustan a mí los polvos mañaneros… ¡Cuando lo encuentre se va a enterar!
—¿Estarás bien?
Me fastidia separarme de ella pero me encanta ver que se preocupa de verdad por mí. No hay más que ver el miedo en sus ojos.
—Tranquila. Yo he hecho escalada y esto no es más que un poco de senderismo. Cuando vuelva, te contaré mi aventura subiendo el Aconcagua.
Me pongo un pantalón cómodo, unas botas de montaña, un forro polar y el cortavientos, y me dispongo a salir.
—Pedro, ¿esto no es una imprudencia?
—No seas miedica, mujer. A la hora de comer estaré de vuelta seguro. Lo que tarde en localizarlo, pero no te angusties que conozco estos montes como la palma de mi mano.
—De acuerdo —acepta—. Te doy hasta mediodía. Si a esa hora no has regresado hablaré con Maria y avisaremos a Protección Civil.
—Hecho.
—No voy a perder en el mismo día al director de mi oficina y a mi… a mi… ¿casero? —exclama sin saber muy bien con qué palabra describirme.
—Ya le buscaremos un nombre a esto luego. Tengo que irme.
Me gusta ver cómo para Paula lo de anoche ha sido algo más. Para mí también. Me jode pensar que si la semana pasada yo no me hubiera comportado como un capullo nos habríamos ahorrado una semana de estar separados. Me habría ahorrado una semana de sufrimiento. Una semana tratando de estar alejado de alguien a quien quiero tener a mi lado. Puede que Paula no sea el tipo de mujer que yo hubiera deseado para mí, pero es la mujer que quiero.
¿Qué solo hace quince días que nos conocemos? Sí. Pero a veces conoces a gente durante mucho más tiempo para darte luego cuenta de que no son como pensabas. En cambio ella, es transparente. Me dice lo que le gusta y lo que no, es sincera en cuanto a que no le gustan ni el campo ni mi vida y, aun así, lo acepta para estar conmigo.
Yo todavía estoy sorprendido con los sentimientos que despierta en mí, pero ya no voy a apartarla de mi lado.
Me dirijo al frondoso bosque de hayedos que hay junto a la sidrería a la que fuimos la noche anterior con todos estos pensamientos bulléndome en la cabeza y con una sonrisa de tonto en la cara. Ese es el efecto que Paula provoca en mí.
Bueno, esto va a ser fácil. Con seguir el sendero será más que suficiente. Me juego el cuello a que Juancho se ha quedado dormido bajo un árbol. ¿A cuento de qué se le antojaría meterse en el monte?
Camino, camino y sigo caminando. No hay rastro del director de banco por ninguna parte. Estoy ya bastante metido en el bosque y me cuesta creer que, en el estado en el que debió salir de la sidrería, haya llegado tan lejos, pero como me niego a pensar que se haya desviado de la ruta, no me detengo.
Quince minutos más tarde empieza a llover y Juancho sin aparecer. ¡Se va a enterar cuando lo pille!
Empapado de pies a cabeza y con una mala hostia que crece por momentos avanzo sin parar hasta que lo veo: tumbado sobre una gruesa piedra que hay debajo de un haya. Joder, está diluviando y este tío durmiendo tan pancho sin enterarse. ¡Menuda cogorza debe llevar!
Me acerco a él y lo zarandeo, ¿cómo puede dormir con la que cae?
—¡Despierta, Juancho! ¡No me jodas!
Abre los ojos y me mira sorprendido.
—¿Qué hacemos aquí?
—Ay, Juancho, si yo te contara… pero mira, me tienes tan calentito que voy a dejar que te lo cuente tu mujer.
—¿Mi mujer?
—Sí, la misma a la que le diste el sí quiero en la parroquia de Arrarats hace ya unos cuantos años. A ver si se te mete en la mollera que no puedes salir a beber todos los días. —Lo cojo de un brazo y lo levanto—. Nos vamos para casa y espero que hoy te caiga una buena porque te la mereces. Y que sepas que si fuera por mí, ibas de aquí a una clínica de desintoxicación seguro.
—Pero…
—Ni peros ni nada, Juan Ignacio —murmuro cabreado—. Esto ya se pasa de castaño oscuro. ¿A santo de qué te metiste en el bosque?
Agacha la cabeza y calla.
—Por algo sería.
—Quería coger hongos.
—¿Hongos? ¿Pero tú te has vuelto loco o qué? Faltan meses para que empiece la temporada.
Juancho permanece cabizbajo.
—En realidad, alguien dijo que vio una seta, yo fui a buscarla y, cuando quise darme cuenta, me había perdido. Así que me senté aquí a esperar que alguien viniera a buscarme. Y, ¡así ha sido! —exclama eufórico.
—Está bien, está bien. —No sirve de nada discutir con él. Lo mejor será regresar cuanto antes.
Me giro para volver hacia el camino y me doy cuenta de que junto con el chaparrón que nos acompaña ha llegado una espesa niebla que ha comenzado a cubrirlo todo. Tanto que casi no veo a Juancho y lo tengo frente a mí. Tanto, que ya no se ve el sendero.
¡Ahora sí que la hemos hecho buena!
En un último y desesperado intento porque salgamos del bosque, me lanzo a buscar el camino por pura orientación.
Agarro a Juancho de la mano que me sigue sin protestar.
Creo que el pobre ni se atreve. A los pocos minutos soy consciente de que mi orientación ha sido nula porque estoy convencido de que hemos ido justo en dirección contraria.
Menuda cagada. Ahora sí que estamos perdidos de verdad.
Me percato de que nos hemos topado con algo. Tras palpar un rato me doy cuenta de que es la propia montaña y, entonces, como un regalo caído del cielo, veo la entrada a una pequeña cueva.
Entramos y nos sentamos. Al menos estaremos guarecidos de la lluvia. Utilizo el móvil para iluminarnos: es una gruta preciosa, llena de estalactitas en el techo. Ojalá pudiera usarlo también para llamar pero la cobertura escasea por aquí. Por no hablar de que voy a quedarme sin batería.
—Pues nada, amigo, ahora no nos queda otra que quedarnos quietecitos aquí y rezar para que nos encuentren —digo—. Y te aviso, cuando nos encuentren: ¡nos va a caer la del pulpo!
Ya solo nos falta que aparezcan las brujas de Zugarramurdi.
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 19
Paula
¡Menuda mierda! He vaciado casi la totalidad del contenido de mi armario sobre la cama y… ¡no tengo nada que ponerme!
Dios, ¿cuántas veces en mi vida habré repetido esta frase?
¡Pero es cierta! Casi el cien por cien de la ropa que tengo en el armario es demasiado arreglada para la cita de esta noche. Ayer ya me puse uno de mis pocos looks informales y no voy a repetirlo pero tampoco quiero ir demasiado puesta.
Pedro va a llevarme de sidrerías a modo de agradecimiento por haber estado a su lado ayer por la noche. ¡Ojalá me lo agradeciese de otra forma!
No sé por qué me he encaprichado de él de esta manera pero es que no puedo evitarlo. Solo de pensar en su sonrisa me tiemblan las piernas.
Anoche me besó. Sí, sé que fue un beso fugaz propiciado por los nervios y el estrés de la noche. Puede que no significara nada para él, aunque tengo la esperanza de que esas estúpidas barreras que ha levantado contra mí hayan empezado a caer. ¿Habré conseguido resquebrajarlas un poquito?
¿Si yo puedo ver en él lo que hay detrás de su fachada de chico rural por qué no puede hacer él lo mismo y ver más allá de mi aspecto de pija?
Suspiro. Miro el montón de ropa y me decido por un conjunto cómodo y abrigado, que ya sé cómo son las noches aquí…
Más vale que prevalezca mi vena práctica sobre mi vena coqueta. Al final, me decido por unas botas negras altas que combino con unos leggins rosa palo y un grueso jersey de cuello alto gris oscuro.
Me pongo delante del espejo y admiro mi imagen. No está mal. Hubiera preferido un vestidito negro y unos tacones, pero mejor en otra ocasión.
Oigo que alguien golpea a la puerta con los nudillos y, al pensar en Pedro al otro lado, recuerdo cómo aporreó la puerta de casa el día de mi ducha extra larga. Sonrío y cruzo los dedos esperando que hoy esté de mejor humor.
Me acerco a paso ligero y le abro la puerta. Lo primero que pienso es: «Qué bien huele». Una mezcla de aftershave y colonia que debe ser Armani. Adoro esa colonia. Tiene un olor tan varonil. Vaya con el hombre de campo, ¡a ver si va a resultar más pijo que yo!
—¿Qué pasa? —pregunta extrañado por mi expresión.
—Eso que te has puesto, ¿es Emporio?
Asiente confuso y pregunta:
—¿No te gusta?
No puedo responderle lo que me pasa por la cabeza: me pone. Me pone un montón. Si un hombre lleva esa colonia me vuelve loca. ¡Lo que me faltaba! Es como si una cuerda invisible me atrajera poco a poco hacia él. Solo quiero acercarme a su cuello, perderme en ese aroma…
—¿Paula? ¿Tienes algún problema con la colonia? —Pobre, no entiende nada. No sabe el efecto que ese olor provoca en mí. Se rasca la cabeza, extrañado—. Pensé que te gustaría…
Lo miro de arriba abajo. Se ha puesto botas y unos chinos y, aunque sigue su pauta habitual de llevar una camisa a cuadros, se nota que se ha esmerado con el conjunto. Y, lo que es más, ha acertado. Está guapo. Muy guapo.
Y ese olor… Se me está metiendo en la cabeza y no me deja pensar.
—Me encanta, Pedro. ¿Nos vamos ya? —Quizás si aspiro el olor a hierba mojada que hay fuera esta colonia salga de mi cabeza y pueda empezar a pensar con claridad.
Nos subimos al coche y Pedro conduce en silencio por la carreterita llena de curvas que cruza valles y bosques de hayedos hasta que llegamos a un caserío en el pueblo de Saldías.
—¿Has ido alguna vez de sidrerías?
—No —replico mientras lo sigo al interior del local.
—Como ves, hay un montón de mesas alargadas con banco, la gente se sienta junta, conforme va llegando y todo el mundo toma el mismo menú.
—Dios, aquí todo lo solucionáis con comida, ¿no? He perdido la cuenta de lo que he engordado en las dos semanas que llevo aquí.
—Yo creo que estás preciosa.
No puedo evitar sonrojarme ante esta afirmación. Deseo fervientemente gustarle a Pedro y, aunque creo que es así, tiene que dejar a un lado sus recelos conmigo para dejarse llevar. Por eso me gusta escucharle decir eso.
Nos sentamos en un banco que todavía está vacío en busca de algo de intimidad.
—El menú es el siguiente: tortilla de bacalao, de segundo sirven chuleta de buey acompañada de ensalada y de postre queso con membrillo y nueces. ¿Cómo lo ves?
—Me encanta. A excepción del membrillo. Me lo daban para merendar en el colegio y lo odiaba.
—Y, ahora, cuando nos sirvan el primero, nos vamos a levantar e iremos a por sidra.
—Vale.
—¿Ves esa zona con los barriles y el serrín en el suelo?
Asiento con la cabeza a la espera de que me siga explicando.
La gente va a ir abriendo barriles y saldrá un chorro de sidra. Te pones a la cola y cuando uno termina de llenar su vaso, ¡zas!, colocas el tuyo antes de que el líquido se derrame en el suelo.
No parece muy complicado pero tampoco me apetece hacer el ridículo y yo soy poco hábil en estas cosas.
—Conforme se termina un barril se abre otro y otro…
—Y si dejo caer un chorro de sidra, ¿qué pasa?
—Nada, mujer, ¿qué va a pasar? ¿Para qué crees que está el serrín en el suelo? Aquí la gente es muy hábil pero cuando los niveles de alcohol en sangre aumentan todo el mundo tiende a ser un poquito más torpe. ¿Te animas, chica de ciudad?
—Vamos —digo al tiempo que me pongo en pie.
Pedro y yo nos colocamos detrás de uno de los barriles en los que la gente está llenando sus vasos.
—Llenaré el mío primero y así te avisaré cuando vaya a quitar mi vaso para que estés preparada para poner el tuyo, ¿de acuerdo?
Uno tras otro, el resto de clientes va llenando sus vasos y yo me pongo nerviosa al ver que cada vez falta menos para mi turno. Antes de que me dé cuenta, Pedro está llenando su vaso y grita:
—¡Tu turno!
Con una habilidad que me sorprende a mí misma, coloco el vaso debajo del chorro sin dejar caer ni una gotita de esta bebida fabricada con zumo fermentado de manzana.
—¡Victoria! —chillo eufórica por haberlo conseguido.
Pedro y yo brindamos y regresamos a la mesa donde charlamos animadamente olvidándonos de los altibajos que ha tenido nuestra relación desde que nos conocimos.
Supongo que es normal. Hay demasiada tensión sexual entre nosotros y también un rechazo a estar con la otra persona por no ser como nos gustaría, eso ha hecho que pasemos del amor al odio en segundos.
A lo lejos vemos que entra Juancho en la sidrería.
—¡Únete a nosotros! —decimos alegres.
Juancho se acerca contento.
—Hoy vengo con el beneplácito de la señora —comenta ufano—. Está cenando con sus amigas y, como va a disfrutar destripándome y poniéndome a parir, hoy me ha dado permiso para salir con los amigotes.
—¿No estás un poco mayor para estos trotes, Juancho? —inquiere Pedro, divertido—. Mira que ya no eres ningún crío… ¡que en nada te jubilas!
—Antes muerto que vivir sin diversión —replica solemne.
—No sé cómo te casaste con alguien como Maria si esa es tu visión de la vida.
—Pedro, no seas así, a mí Maria me pareció un encanto.
—¡Ay! Es todo ordeno y mando —se lamenta Juancho—. Solo sabe dar órdenes y reñirme. Yo creo que ya no sabe ni por qué me quiere.
—¿Por eso sales todas las noches por ahí? —le pregunto.
—Las que consigo escabullirme de sus garras, que por desgracia no son todas.
—Bueno, venga, menos lamentos y más sidra. ¿Otra rondita, chicos?
Los tres nos levantamos, olvidamos la cena y, divertidos, nos lanzamos a una y otra ronda de sidra.
Una hora después empiezo a verlo todo borroso.
—Creía que la sidra tenía una graduación de alcohol muy baja…
Pedro me sostiene entre sus brazos porque todo me da vueltas.
—La tiene, pero has debido de beberte por lo menos un barril y apenas has cenado.
—¡Juancho también y está como una rosa!
—Tiene experiencia. Anda, vámonos a casa.
Nos despedimos de mi director que se queda con sus amigos y salimos de la sidrería. Mi cabeza agradece la llovizna y el frío.
—Es que tú también, ¡menuda cita me has preparado! —protesto mientras subo al coche—. Tendrías que haberme llevado a un restaurante fino a cenar y luego a tomar un gin-tonic a algún local con zona chill out.
—Sabes que no vas a tener eso conmigo, Paula. Esos sitios no me van nada. Y menos la gente que hay en ellos.
—Lo sé.
—¿Y te importa?
Niego con la cabeza. Estoy mareada y me cuesta hablar.
Pedro pone el coche en marcha y se gira hacia mí. Me habla muy serio:
—Paula, yo no busco a alguien perfecto, solo a alguien que me quiera tal y como soy.
—Pues entonces, deja de buscar —musito antes de apoyar la cabeza contra la ventana y quedarme dormida.
Veinte minutos más tarde llegamos al caserío y al bajar del coche, de pronto, me siento mucho más animada y le pregunto lanzada:
—¿En tu casa o en la mía?
Pedro me observa divertido.
—En la tuya. Así te dejaré la oportunidad de que seas tú la que me aparte de su lado esta vez.
—Yo no haría eso.
—Es cierto —me guiña un ojo mientras entramos en casa—, tú solo me tirarías de tu casa si te riñera por subir la calefacción o por gastar demasiada agua.
—Tenía frío.
—Lo sé. Al menos es una excusa.
—Cierto. Tú no tenías ningún motivo para tratarme como lo hiciste —alego.
—Tienes razón.
—Entonces, ¿por qué?
Se lo piensa un segundo:
—Tenía miedo. La última vez me hicieron daño. Creí que lo mejor sería alejarme de ti.
—¡Qué gran error!
—Sí. Está visto que estoy mejor a tu lado.
—Pero más cerca
Se acerca a mí por detrás y me abraza, pasándome los brazos por la cintura.
—¿Así?
—No. Todavía estás lejos.
—¿Qué tal así? —pregunta mientras pega su cuerpo a mi espalda.
—Te quiero dentro —le pido.
—Está bien —replica presionando su miembro contra mi trasero.
—Está mejor pero no es suficiente…
Pedro me da la vuelta y empieza a desvestirme despacio, muy despacio. Demasiado despacio. Quiere hacerme sufrir.
—Date prisa —le apremio.
—Shhh —me acalla poniéndome el dedo en la boca—. No hay por qué apresurarse.
Ah… esto… pues, ¿cómo explicárselo?
—Pedro, no puedo más. Deja los preliminares para otra ocasión. —Él se entretiene besándome el lóbulo de la oreja pero yo insisto—. En serio, están sobrevalorados.
Al fin, accede a mis peticiones y, tras desnudarse con rapidez, me coge en volandas y me lleva a la cama donde me deja caer con suavidad para tumbarse sobre mí y penetrarme de golpe.
—Ah…
—¿Qué tal así? —gime con voz ronca—, ¿es esto lo que querías?
—Es… perfecto —logro responder.
Pedro y yo nos movemos al unísono y compruebo que lo del otro día no fue un caso aislado: nos compenetramos a la perfección.
Cierro los ojos y me dejo llevar por el placer que recorre mi cuerpo.
«Puede que la vida en el campo no esté tan mal.»
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 18
Pedro
No puedo creerme que, justo esta noche, Iñigo esté de boda.
¡Maldita sea! Y, además, menuda noche más desapacible para una celebración.
La vaca lleva ya más de cuatro horas de parto. Me acerqué a verla antes de ir a la cena y se había aislado de las demás, estaba bastante inquieta, sostenía la cola hacia fuera y hacía fuerza. Ese ternero ya debería estar aquí.
Si todo funcionara correctamente no sería necesario que interviniera, pero no va todo lo bien que a mí me gustaría. ¡Y encima, el veterinario no está! Hay que joderse.
Me acerco a la vaca y compruebo que las patas están asomando. «Menos mal», suspiro. Entonces me fijo en que apuntan al cielo y no a la tierra. Viene de nalgas, ¡mierda!
¿¿Para qué cojones tengo un veterinario si no está cuando lo necesito??
¡Joder! No me vendría mal un poco de ayuda. En ese momento y, como caída del cielo, aparece Paula. Lleva puestas unas botas de agua y su grueso anorak. Por debajo asoma el pijama de franela que le vi el otro día. No lleva paraguas y el pelo, que sigue recogido en una trenza, le chorrea. Se ha desmaquillado y, aunque estoy seguro de que ella odia verse con ese aspecto, yo creo está más bonita que nunca.
¿Esta es la señorita que va a trabajar todos los días con tacones de aguja y modelitos sacados de una pasarela?
—¿Va todo bien,Pedro?
—No, no va bien —gruño—. El ternero viene de nalgas y está atrancado por los huesos de la cadera. Para rematar, el veterinario no está localizable. Se ha ido de boda y no responde a mis llamadas.
—¿Puedo ayudarte? Si me dices lo que he de hacer quizá te pueda echar una mano.
Asiento. Es mejor que nada y, además, pensar que ha venido a echar una mano porque sí, sin que nadie se lo pida y en medio de una noche tan desapacible como la de hoy y con lo mal que le he hablado, tiene mucho mérito.
Será mejor que cuide mi tono. A lo mejor me he confundido con ella y no es como yo imagino.
Es mejor. Mucho mejor.
—¡Pedro! —El grito de Paula me saca de mi ensoñación y me devuelve a la realidad: un parto vacuno complicado.
—Está bien, esto es lo que haremos: ven a ayudarme, vamos a tumbar a la vaca de lado. Es muy tranquila y no hará falta ponerle el cepo para que nos acerquemos a ella y la ayudemos a expulsar el ternero.
Lo hacemos y, una vez que tengo a la vaca en posición voy al grifo que tengo en una esquina de la granja, me quito el jersey y la camisa, quedando en camiseta interior y me lavo los brazos y las manos desde el hombro hasta abajo. Luego, cojo unos guantes limpios y me los pongo.
—¿Hago lo mismo que tú?
No puedo negar que me encantaría que empezara a quitarse capas de ropa ahora mismo, pero no es necesario así que contengo mis ganas de decirle que sí y niego con la cabeza.
—Tranquila, voy a hacerlo todo yo, pero me vendrá bien tenerte cerca por si acaso, ¿puedes acercarme ese lubricante que hay allí? —Lo he olvidado sobre la pila.
Solícita, hace lo que le pido.
Unto los guantes con el lubricante y meto la mano dentro del canal de parto de la vaca.
—Efectivamente, viene de nalgas —me giro hacia Paula—. Si el parto fuera bien, esta hembra pariría sola y sin ayuda.
De hecho, cuando me he acercado a la granja después de dejarte en casa pensaba que ya habría parido porque antes de la cena ya había detectado señales de que estaba de parto.
—¿Sobrevivirá el ternerito?
—Espero que sí —mascullo—, pero si lo salvamos no te encariñes mucho con él, porque dentro de un tiempo lo verás en la carnicería.
—¡Ojalá criases vacas lecheras!
—Lo siento, esto es lo que soy y esto es a lo que me dedico.
—Tienes razón, perdona, es que es tan triste que lo ayudes a nacer para luego comérnoslo… —suelta una carcajada—. Anda, no te distraigas por mi culpa.
Le ato las cadenas al ternero y tiró de ellas con cada contracción. Hacia fuera y hacia abajo cuando ella empuja y descanso cuando no para. Paula está a mi lado pero no dice nada. Observa y espera paciente por si necesito algo.
Quince minutos más tarde el becerro está casi fuera.
—Trae un poco de agua.
El ternero ya está fuera, ahora debería respirar. Le limpio la nariz con las manos para quitarle todo el líquido amniótico y con un poco de heno le hago cosquillas. Le indico a Paula que le moje las orejas para que mueva la cabeza.
Suspiro aliviado, el becerro está bien y respira. Sin pensar en lo que estoy haciendo me quito los guantes y me acerco a mi inquilina. En un arranque, la tomo entre mis brazos y la beso. Al principio se echa hacia atrás sorprendida, pero, tras pensarlo mejor, se abraza también a mí y me devuelve el beso. Sabe a menta y a eucalipto.
Despacio, nos separamos.
—Gracias.
—Si no he hecho nada —protesta.
—Has estado a mi lado y eso es más que suficiente —la cojo de la mano y la acerco a mí—. Vamos a llevarlo a una esquina de la granja donde esté tranquilo y haya paja limpia y dejemos que la madre se acerque al pequeño.
—¿Hemos de irnos? —pregunta.
—Sí, es mejor que los dejemos solos. Ahora ella lo limpiará y empezará a amamantarlo. Si quieres, mañana puedes acercarte a verlo.
—Me gustaría.
La miro extrañado. Nunca hubiera pensado que le gustasen este tipo de cosas. Ella me lee la mente porque al instante me dice:
—No te sorprendas tanto. Odio el campo pero sería una insensible si después de ver nacer a una cría de vaca no me hiciera ilusión venir al día siguiente para ver cómo se encuentra. Deberías saber que a todas las mujeres se nos cae la baba con los bebés.
—Bueno, es tarde, será mejor que vayamos a casa —replico pensando que no a todas les gustan.
Como siempre, yo echándome para atrás después de dar un paso adelante.
Ha dejado de llover y el cielo ha despejado. Por el rabillo del ojo observo como mira las estrellas.
—En la ciudad no se ven muchas, ¿verdad?
—Apenas. Reconozco que poder ver el cielo estrellado es una de las cosas que echaré en falta cuando consiga volver.
Esta afirmación me deja pensando. En cuanto pueda, Paula se largará y regresará a su adorada ciudad. Puede que yo le guste pero odia esto. He hecho bien en mantenerme alejado.
—Aunque no creo que eso suceda hasta dentro de dos años —continúa.
¿Dos años? ¿Es tiempo suficiente para hacerla cambiar de opinión? Por lo pronto, voy a dejar de ser un capullo integral.
Después de lo que ha hecho hoy se merece, por lo menos, que la invite a cenar.
Venga, Pedrito, lánzate.
—¿Tienes planes para mañana por la noche?
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