sábado, 27 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 19






Paula


¡Menuda mierda! He vaciado casi la totalidad del contenido de mi armario sobre la cama y… ¡no tengo nada que ponerme!


Dios, ¿cuántas veces en mi vida habré repetido esta frase? 


¡Pero es cierta! Casi el cien por cien de la ropa que tengo en el armario es demasiado arreglada para la cita de esta noche. Ayer ya me puse uno de mis pocos looks informales y no voy a repetirlo pero tampoco quiero ir demasiado puesta.


Pedro va a llevarme de sidrerías a modo de agradecimiento por haber estado a su lado ayer por la noche. ¡Ojalá me lo agradeciese de otra forma!


No sé por qué me he encaprichado de él de esta manera pero es que no puedo evitarlo. Solo de pensar en su sonrisa me tiemblan las piernas.


Anoche me besó. Sí, sé que fue un beso fugaz propiciado por los nervios y el estrés de la noche. Puede que no significara nada para él, aunque tengo la esperanza de que esas estúpidas barreras que ha levantado contra mí hayan empezado a caer. ¿Habré conseguido resquebrajarlas un poquito?


¿Si yo puedo ver en él lo que hay detrás de su fachada de chico rural por qué no puede hacer él lo mismo y ver más allá de mi aspecto de pija?


Suspiro. Miro el montón de ropa y me decido por un conjunto cómodo y abrigado, que ya sé cómo son las noches aquí… 


Más vale que prevalezca mi vena práctica sobre mi vena coqueta. Al final, me decido por unas botas negras altas que combino con unos leggins rosa palo y un grueso jersey de cuello alto gris oscuro.


Me pongo delante del espejo y admiro mi imagen. No está mal. Hubiera preferido un vestidito negro y unos tacones, pero mejor en otra ocasión.


Oigo que alguien golpea a la puerta con los nudillos y, al pensar en Pedro al otro lado, recuerdo cómo aporreó la puerta de casa el día de mi ducha extra larga. Sonrío y cruzo los dedos esperando que hoy esté de mejor humor.


Me acerco a paso ligero y le abro la puerta. Lo primero que pienso es: «Qué bien huele». Una mezcla de aftershave y colonia que debe ser Armani. Adoro esa colonia. Tiene un olor tan varonil. Vaya con el hombre de campo, ¡a ver si va a resultar más pijo que yo!


—¿Qué pasa? —pregunta extrañado por mi expresión.


—Eso que te has puesto, ¿es Emporio?


Asiente confuso y pregunta:
—¿No te gusta?


No puedo responderle lo que me pasa por la cabeza: me pone. Me pone un montón. Si un hombre lleva esa colonia me vuelve loca. ¡Lo que me faltaba! Es como si una cuerda invisible me atrajera poco a poco hacia él. Solo quiero acercarme a su cuello, perderme en ese aroma…


—¿Paula? ¿Tienes algún problema con la colonia? —Pobre, no entiende nada. No sabe el efecto que ese olor provoca en mí. Se rasca la cabeza, extrañado—. Pensé que te gustaría…


Lo miro de arriba abajo. Se ha puesto botas y unos chinos y, aunque sigue su pauta habitual de llevar una camisa a cuadros, se nota que se ha esmerado con el conjunto. Y, lo que es más, ha acertado. Está guapo. Muy guapo.


Y ese olor… Se me está metiendo en la cabeza y no me deja pensar.


—Me encanta, Pedro. ¿Nos vamos ya? —Quizás si aspiro el olor a hierba mojada que hay fuera esta colonia salga de mi cabeza y pueda empezar a pensar con claridad.


Nos subimos al coche y Pedro conduce en silencio por la carreterita llena de curvas que cruza valles y bosques de hayedos hasta que llegamos a un caserío en el pueblo de Saldías.


—¿Has ido alguna vez de sidrerías?


—No —replico mientras lo sigo al interior del local.


—Como ves, hay un montón de mesas alargadas con banco, la gente se sienta junta, conforme va llegando y todo el mundo toma el mismo menú.


—Dios, aquí todo lo solucionáis con comida, ¿no? He perdido la cuenta de lo que he engordado en las dos semanas que llevo aquí.


—Yo creo que estás preciosa.


No puedo evitar sonrojarme ante esta afirmación. Deseo fervientemente gustarle a Pedro y, aunque creo que es así, tiene que dejar a un lado sus recelos conmigo para dejarse llevar. Por eso me gusta escucharle decir eso.


Nos sentamos en un banco que todavía está vacío en busca de algo de intimidad.


—El menú es el siguiente: tortilla de bacalao, de segundo sirven chuleta de buey acompañada de ensalada y de postre queso con membrillo y nueces. ¿Cómo lo ves?


—Me encanta. A excepción del membrillo. Me lo daban para merendar en el colegio y lo odiaba.


—Y, ahora, cuando nos sirvan el primero, nos vamos a levantar e iremos a por sidra.


—Vale.


—¿Ves esa zona con los barriles y el serrín en el suelo?
Asiento con la cabeza a la espera de que me siga explicando.
La gente va a ir abriendo barriles y saldrá un chorro de sidra. Te pones a la cola y cuando uno termina de llenar su vaso, ¡zas!, colocas el tuyo antes de que el líquido se derrame en el suelo.


No parece muy complicado pero tampoco me apetece hacer el ridículo y yo soy poco hábil en estas cosas.


—Conforme se termina un barril se abre otro y otro…


—Y si dejo caer un chorro de sidra, ¿qué pasa?


—Nada, mujer, ¿qué va a pasar? ¿Para qué crees que está el serrín en el suelo? Aquí la gente es muy hábil pero cuando los niveles de alcohol en sangre aumentan todo el mundo tiende a ser un poquito más torpe. ¿Te animas, chica de ciudad?


—Vamos —digo al tiempo que me pongo en pie.


Pedro y yo nos colocamos detrás de uno de los barriles en los que la gente está llenando sus vasos.


—Llenaré el mío primero y así te avisaré cuando vaya a quitar mi vaso para que estés preparada para poner el tuyo, ¿de acuerdo?


Uno tras otro, el resto de clientes va llenando sus vasos y yo me pongo nerviosa al ver que cada vez falta menos para mi turno. Antes de que me dé cuenta, Pedro está llenando su vaso y grita:
—¡Tu turno!


Con una habilidad que me sorprende a mí misma, coloco el vaso debajo del chorro sin dejar caer ni una gotita de esta bebida fabricada con zumo fermentado de manzana.


—¡Victoria! —chillo eufórica por haberlo conseguido.


Pedro y yo brindamos y regresamos a la mesa donde charlamos animadamente olvidándonos de los altibajos que ha tenido nuestra relación desde que nos conocimos. 


Supongo que es normal. Hay demasiada tensión sexual entre nosotros y también un rechazo a estar con la otra persona por no ser como nos gustaría, eso ha hecho que pasemos del amor al odio en segundos.


A lo lejos vemos que entra Juancho en la sidrería.


—¡Únete a nosotros! —decimos alegres.


Juancho se acerca contento.


—Hoy vengo con el beneplácito de la señora —comenta ufano—. Está cenando con sus amigas y, como va a disfrutar destripándome y poniéndome a parir, hoy me ha dado permiso para salir con los amigotes.


—¿No estás un poco mayor para estos trotes, Juancho? —inquiere Pedro, divertido—. Mira que ya no eres ningún crío… ¡que en nada te jubilas!


—Antes muerto que vivir sin diversión —replica solemne.


—No sé cómo te casaste con alguien como Maria si esa es tu visión de la vida.


Pedro, no seas así, a mí Maria me pareció un encanto.


—¡Ay! Es todo ordeno y mando —se lamenta Juancho—. Solo sabe dar órdenes y reñirme. Yo creo que ya no sabe ni por qué me quiere.


—¿Por eso sales todas las noches por ahí? —le pregunto.


—Las que consigo escabullirme de sus garras, que por desgracia no son todas.


—Bueno, venga, menos lamentos y más sidra. ¿Otra rondita, chicos?


Los tres nos levantamos, olvidamos la cena y, divertidos, nos lanzamos a una y otra ronda de sidra.


Una hora después empiezo a verlo todo borroso.


—Creía que la sidra tenía una graduación de alcohol muy baja…


Pedro me sostiene entre sus brazos porque todo me da vueltas.


—La tiene, pero has debido de beberte por lo menos un barril y apenas has cenado.


—¡Juancho también y está como una rosa!


—Tiene experiencia. Anda, vámonos a casa.


Nos despedimos de mi director que se queda con sus amigos y salimos de la sidrería. Mi cabeza agradece la llovizna y el frío.


—Es que tú también, ¡menuda cita me has preparado! —protesto mientras subo al coche—. Tendrías que haberme llevado a un restaurante fino a cenar y luego a tomar un gin-tonic a algún local con zona chill out.


—Sabes que no vas a tener eso conmigo, Paula. Esos sitios no me van nada. Y menos la gente que hay en ellos.


—Lo sé.


—¿Y te importa?


Niego con la cabeza. Estoy mareada y me cuesta hablar.


Pedro pone el coche en marcha y se gira hacia mí. Me habla muy serio:
—Paula, yo no busco a alguien perfecto, solo a alguien que me quiera tal y como soy.


—Pues entonces, deja de buscar —musito antes de apoyar la cabeza contra la ventana y quedarme dormida.


Veinte minutos más tarde llegamos al caserío y al bajar del coche, de pronto, me siento mucho más animada y le pregunto lanzada:
—¿En tu casa o en la mía?


Pedro me observa divertido.


—En la tuya. Así te dejaré la oportunidad de que seas tú la que me aparte de su lado esta vez.


—Yo no haría eso.


—Es cierto —me guiña un ojo mientras entramos en casa—, tú solo me tirarías de tu casa si te riñera por subir la calefacción o por gastar demasiada agua.


—Tenía frío.


—Lo sé. Al menos es una excusa.


—Cierto. Tú no tenías ningún motivo para tratarme como lo hiciste —alego.


—Tienes razón.


—Entonces, ¿por qué?


Se lo piensa un segundo:
—Tenía miedo. La última vez me hicieron daño. Creí que lo mejor sería alejarme de ti.


—¡Qué gran error!


—Sí. Está visto que estoy mejor a tu lado.


—Pero más cerca


Se acerca a mí por detrás y me abraza, pasándome los brazos por la cintura.


—¿Así?


—No. Todavía estás lejos.


—¿Qué tal así? —pregunta mientras pega su cuerpo a mi espalda.


—Te quiero dentro —le pido.


—Está bien —replica presionando su miembro contra mi trasero.


—Está mejor pero no es suficiente…


Pedro me da la vuelta y empieza a desvestirme despacio, muy despacio. Demasiado despacio. Quiere hacerme sufrir.


—Date prisa —le apremio.


—Shhh —me acalla poniéndome el dedo en la boca—. No hay por qué apresurarse.


Ah… esto… pues, ¿cómo explicárselo?


Pedro, no puedo más. Deja los preliminares para otra ocasión. —Él se entretiene besándome el lóbulo de la oreja pero yo insisto—. En serio, están sobrevalorados.


Al fin, accede a mis peticiones y, tras desnudarse con rapidez, me coge en volandas y me lleva a la cama donde me deja caer con suavidad para tumbarse sobre mí y penetrarme de golpe.


—Ah…


—¿Qué tal así? —gime con voz ronca—, ¿es esto lo que querías?


—Es… perfecto —logro responder.


Pedro y yo nos movemos al unísono y compruebo que lo del otro día no fue un caso aislado: nos compenetramos a la perfección.


Cierro los ojos y me dejo llevar por el placer que recorre mi cuerpo.


«Puede que la vida en el campo no esté tan mal.»






No hay comentarios.:

Publicar un comentario