sábado, 27 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 18




Pedro


No puedo creerme que, justo esta noche, Iñigo esté de boda. 


¡Maldita sea! Y, además, menuda noche más desapacible para una celebración.


La vaca lleva ya más de cuatro horas de parto. Me acerqué a verla antes de ir a la cena y se había aislado de las demás, estaba bastante inquieta, sostenía la cola hacia fuera y hacía fuerza. Ese ternero ya debería estar aquí.


Si todo funcionara correctamente no sería necesario que interviniera, pero no va todo lo bien que a mí me gustaría. ¡Y encima, el veterinario no está! Hay que joderse.


Me acerco a la vaca y compruebo que las patas están asomando. «Menos mal», suspiro. Entonces me fijo en que apuntan al cielo y no a la tierra. Viene de nalgas, ¡mierda! 


¿¿Para qué cojones tengo un veterinario si no está cuando lo necesito??


¡Joder! No me vendría mal un poco de ayuda. En ese momento y, como caída del cielo, aparece Paula. Lleva puestas unas botas de agua y su grueso anorak. Por debajo asoma el pijama de franela que le vi el otro día. No lleva paraguas y el pelo, que sigue recogido en una trenza, le chorrea. Se ha desmaquillado y, aunque estoy seguro de que ella odia verse con ese aspecto, yo creo está más bonita que nunca.


¿Esta es la señorita que va a trabajar todos los días con tacones de aguja y modelitos sacados de una pasarela?


—¿Va todo bien,Pedro?


—No, no va bien —gruño—. El ternero viene de nalgas y está atrancado por los huesos de la cadera. Para rematar, el veterinario no está localizable. Se ha ido de boda y no responde a mis llamadas.


—¿Puedo ayudarte? Si me dices lo que he de hacer quizá te pueda echar una mano.


Asiento. Es mejor que nada y, además, pensar que ha venido a echar una mano porque sí, sin que nadie se lo pida y en medio de una noche tan desapacible como la de hoy y con lo mal que le he hablado, tiene mucho mérito.


Será mejor que cuide mi tono. A lo mejor me he confundido con ella y no es como yo imagino.


Es mejor. Mucho mejor.


—¡Pedro! —El grito de Paula me saca de mi ensoñación y me devuelve a la realidad: un parto vacuno complicado.


—Está bien, esto es lo que haremos: ven a ayudarme, vamos a tumbar a la vaca de lado. Es muy tranquila y no hará falta ponerle el cepo para que nos acerquemos a ella y la ayudemos a expulsar el ternero.


Lo hacemos y, una vez que tengo a la vaca en posición voy al grifo que tengo en una esquina de la granja, me quito el jersey y la camisa, quedando en camiseta interior y me lavo los brazos y las manos desde el hombro hasta abajo. Luego, cojo unos guantes limpios y me los pongo.


—¿Hago lo mismo que tú?


No puedo negar que me encantaría que empezara a quitarse capas de ropa ahora mismo, pero no es necesario así que contengo mis ganas de decirle que sí y niego con la cabeza.


—Tranquila, voy a hacerlo todo yo, pero me vendrá bien tenerte cerca por si acaso, ¿puedes acercarme ese lubricante que hay allí? —Lo he olvidado sobre la pila.


Solícita, hace lo que le pido.


Unto los guantes con el lubricante y meto la mano dentro del canal de parto de la vaca.


—Efectivamente, viene de nalgas —me giro hacia Paula—. Si el parto fuera bien, esta hembra pariría sola y sin ayuda. 
De hecho, cuando me he acercado a la granja después de dejarte en casa pensaba que ya habría parido porque antes de la cena ya había detectado señales de que estaba de parto.


—¿Sobrevivirá el ternerito?


—Espero que sí —mascullo—, pero si lo salvamos no te encariñes mucho con él, porque dentro de un tiempo lo verás en la carnicería.


—¡Ojalá criases vacas lecheras!


—Lo siento, esto es lo que soy y esto es a lo que me dedico.


—Tienes razón, perdona, es que es tan triste que lo ayudes a nacer para luego comérnoslo… —suelta una carcajada—. Anda, no te distraigas por mi culpa.


Le ato las cadenas al ternero y tiró de ellas con cada contracción. Hacia fuera y hacia abajo cuando ella empuja y descanso cuando no para. Paula está a mi lado pero no dice nada. Observa y espera paciente por si necesito algo. 


Quince minutos más tarde el becerro está casi fuera.


—Trae un poco de agua.


El ternero ya está fuera, ahora debería respirar. Le limpio la nariz con las manos para quitarle todo el líquido amniótico y con un poco de heno le hago cosquillas. Le indico a Paula que le moje las orejas para que mueva la cabeza.


Suspiro aliviado, el becerro está bien y respira. Sin pensar en lo que estoy haciendo me quito los guantes y me acerco a mi inquilina. En un arranque, la tomo entre mis brazos y la beso. Al principio se echa hacia atrás sorprendida, pero, tras pensarlo mejor, se abraza también a mí y me devuelve el beso. Sabe a menta y a eucalipto.


Despacio, nos separamos.


—Gracias.


—Si no he hecho nada —protesta.


—Has estado a mi lado y eso es más que suficiente —la cojo de la mano y la acerco a mí—. Vamos a llevarlo a una esquina de la granja donde esté tranquilo y haya paja limpia y dejemos que la madre se acerque al pequeño.


—¿Hemos de irnos? —pregunta.


—Sí, es mejor que los dejemos solos. Ahora ella lo limpiará y empezará a amamantarlo. Si quieres, mañana puedes acercarte a verlo.


—Me gustaría.


La miro extrañado. Nunca hubiera pensado que le gustasen este tipo de cosas. Ella me lee la mente porque al instante me dice:
—No te sorprendas tanto. Odio el campo pero sería una insensible si después de ver nacer a una cría de vaca no me hiciera ilusión venir al día siguiente para ver cómo se encuentra. Deberías saber que a todas las mujeres se nos cae la baba con los bebés.


—Bueno, es tarde, será mejor que vayamos a casa —replico pensando que no a todas les gustan.


Como siempre, yo echándome para atrás después de dar un paso adelante.


Ha dejado de llover y el cielo ha despejado. Por el rabillo del ojo observo como mira las estrellas.


—En la ciudad no se ven muchas, ¿verdad?


—Apenas. Reconozco que poder ver el cielo estrellado es una de las cosas que echaré en falta cuando consiga volver.


Esta afirmación me deja pensando. En cuanto pueda,  Paula se largará y regresará a su adorada ciudad. Puede que yo le guste pero odia esto. He hecho bien en mantenerme alejado.


—Aunque no creo que eso suceda hasta dentro de dos años —continúa.


¿Dos años? ¿Es tiempo suficiente para hacerla cambiar de opinión? Por lo pronto, voy a dejar de ser un capullo integral. 


Después de lo que ha hecho hoy se merece, por lo menos, que la invite a cenar.


Venga, Pedrito, lánzate.


—¿Tienes planes para mañana por la noche?



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