sábado, 27 de agosto de 2016
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 17
Paula
Estoy sentada en el sofá, frente a la chimenea del caserío de los Oquiñena y, pese a que Juancho no la soporta, su mujer, Maria, resulta de lo más divertida. Aunque he de reconocer que es mandona y un poquito metomentodo; desde que he llegado a su casa no ha parado de darle órdenes al pobre Juancho que, cosa curiosa, las ha ido cumpliendo sin rechistar.
Empiezo a entender por qué huye a las sidrerías cada noche. No huye de Maria. Huye de él mismo, de su cobardía, de ser incapaz de llevarle la contraria. ¡No se atreve! Y, como no se siente capaz, elige desaparecer de su vista. Lo malo es que luego, cuando vuelve a casa, es peor el remedio que la enfermedad. Porque Maria a buenas debe tener un pase, pero a malas…
Maria me sirve una copa de vino, se sienta junto a mí y se gira hacia mi director:
—Anda, Juan Ignacio, ve a abrir la puerta que han llamado y yo estoy aquí charlando con Paula la mar de bien.
Sigo con la mirada a Juancho, extrañada, porque pensaba que yo era la única invitada a cenar. Espero que no se les haya ocurrido organizarme una cita a ciegas. No, qué bobada, a santo de qué se les ocurriría eso… Será cualquier vecino del pueblo que necesita algo.
Al cabo de unos minutos, mi director entra de nuevo al salón e interrumpe la conversación que tengo con Maria o, más bien, su monólogo sobre cómo preparar los pimientos del piquillo rellenos de bacalao. Y la interrumpe porque entra acompañado.
Acompañado por él.
Trató de disimular el malhumor que me entra al instante.
¿Qué es esto? ¿Una broma de mal gusto? Juancho sabe de sobra que mi relación con Pedro no es buena, entonces ¿por qué lo ha invitado a cenar?
¿Estamos locos o qué?
Mientras Pedro, que parece mucho más tranquilo que yo (con toda seguridad porque ya hace un rato que se ha percatado de mi presencia) me da dos besos de manera educada pero sin siquiera mirarme a la cara y saluda afectuoso a Maria, el director me hace gestos y aspavientos con las manos indicándome que no ha sido cosa suya.
Ha sido cosa de su mujer.
Así que además de mandona y metomentodo también es una celestina. Ahora que estaba empezando a caerme bien…
De todas formas, si a ella se le ha ocurrido invitar a mi casero pongo la mano en el fuego a que es porque Juancho se ha ido de la lengua. Una copita de más y cantaría hasta la Traviata. A saber qué es lo que le ha contado.
Bueno, no tengo intención de montar un numerito en su casa aunque si lo que la señora de Oquiñena pretende es formar una parejita no podía ir más desencaminada. Voy a comportarme como la señorita que soy pero que no esperen de mí más que una exquisita educación. Amabilidad con Pedro, la justa.
—Venga, pues todos a la mesa —dice ella tan campante—. Juan Ignacio, descorcha una botellita de vino.
Creo que es la única que lo llama por su nombre completo y encima lo dice con un retintín.
He de aguantarme la risa al ver la cara de suplicio que pone cuando lo llama así. A Pedro también debe hacerle gracia la cosa porque le mira, enarca una ceja y, al igual que yo, contiene la risa.
Puede que Maria sea el demonio de Juancho, pero también cocina de lujo. Aunque yo creo que se ha pasado: eso de desayunar como un rey, comer como un príncipe y cenar como un mendigo no lo siguen aquí muy a rajatabla. En este pueblo todas las comidas son de rey, ¡como mínimo!
Juancho descorcha un vinito tinto de la tierra y rellena nuestras copas. En la mesa hay unas picadas antes del plato principal: chistorras, queso de Idiazábal y una ensalada con espárragos.
—Luego he preparado pimientos del piquillo rellenos de bacalao y un buen chuletón de buey —exclama ufana—. Los chicos no pueden pasar sin la carne, ¿verdad?
—Una cena estupenda, Maria —interviene Pedro con una sonrisa encantadora.
Sí, sí, un encanto… cuando quiere. Porque ya he comprobado en mis propias carnes que puede ser un príncipe encantador cuando quiere conseguir algo, pero que luego se transforma en sapo. A mí no me la da.
Juancho me mira con cara de circunstancias y como suplicando perdón. Porque ahora no puedo decir nada, ¡pero el lunes me va a escuchar! Si quiere que le perdone va a tener que pringar un día en caja por lo menos.
—Bueno, y cuéntanos Paula, ¿cómo es que una chica tan guapa cómo tú no tiene novio?
Lo que me faltaba. El interrogatorio de Maria para dar paso a intentar emparejarme con mi casero. Se van a enterar.
Seguro que lo que viene a continuación no se lo esperan.
—En realidad sí que hay alguien especial por ahí.
Los tres se giran hacia mí con cara de sorpresa. Juancho y Maria sorprendidos por mi afirmación y Pedro nervioso. El muy imbécil debe creer que soy tan estúpida como para pensar que hay algo entre nosotros. A ver cómo se queda ahora.
—Sí. Es un, ¿cómo llamarlo? Un amigo especial.
—¿Ah, sí? —Maria parece muy interesada—. ¿Y dónde está tu amigo especial?
—Pues está en Valencia. El traslado ha dificultado un poco nuestra relación pero estoy segura de que Santi vendrá muy pronto a visitarme a Navarra.
Pedro se atraganta con la noticia y con un espárrago que se está comiendo. Juancho se apresura a darle golpecitos en la espalda mientras que Maria le sirve un vaso de agua. Yo observo satisfecha que no le ha hecho ninguna gracia lo que he contado.
Cuando consigue dejar de toser levanta la mirada y clava sus ojos en mí.
—Imagino que no se quedará en mi caserío, ¿verdad? —bufa—. No hemos hablado del tema de las visitas, pero aprovecho para decirte que no están permitidas.
—¿¿Perdona??
—Lo que oyes.
—¿Qué te has creído? ¿Qué tu casa es un colegio mayor y tú el vigilante del pasillo? He alquilado un piso, pago por él y puedo meter en mi casa y en mi cama —enfatizo esta última palabra— a quien me dé la real gana.
—¡Eso ya lo veremos!
Maria y Juancho, que observan nuestra conversación como si de un partido de tenis se tratara, girando la cabeza de un lado al otro de la mesa, llegados a este punto intercambian una mirada y, sin que sirva de precedente, están de acuerdo en que hay que cambiar de tercio.
Maria se pone en pie y empieza a recoger platos como si le fuera la vida en ello.
—Paula, cariño, ¿me ayudas a sacar el postre? Hemos traído chocolate de Elizondo.
La sigo hacia la cocina sin rechistar pero deseando decirle cuatro cosas más a Pedro. Me voy a quedar con las ganas.
—Iba a preparar goxua pero dice Juancho que no te sienta bien…
—El chocolate es perfecto.
Al cabo de unos minutos regresamos de la cocina con el postre, una cafetera llena y las tazas de café. Cuando entramos en el salón, los hombres están absortos en una conversación y no se dan cuenta de que llegamos así que aprovecho para estudiar con detenimiento a Pedro. Cuanto más lo miro más me gusta. Y cuanto más me gusta, más lo odio. Toda una contradicción, pero así es. Odio que me guste porque él no siente lo mismo que yo.
¿O hay una pequeña posibilidad de que sí? No le ha hecho ninguna gracia lo de Santi.
Hoy lleva una camisa a cuadros, como el día que lo conocí, pero en tonos grises con jersey a juego, unos vaqueros oscuros y unas botas. Está guapísimo. A mí siempre me han gustado los chicos con mocasines, pantalones de pinzas y camisas de vestir pero hay algo en Pedro que hace que me guste se ponga lo que se ponga. ¡Hasta el puñetero mono azul!
Maria está sirviendo los cafés cuando escucho un repiqueteo sobre el tejado.
—¿Otra nevada?
—Parece que es una tormenta —dice Maria que deja el café para acercarse hasta la ventana a investigar—. Y tiene mala pinta. Será mejor que volváis a casa y dejemos el café para otro día. Si empeora y os pilla de camino… ¡no lo quiero pensar!
—¡Aquí siempre estáis con lluvias o temporales! ¡Cómo echo de menos el calor y el solazo de mi Valencia!
Pedro se pone en pie.
—Maria tiene razón, Paula. Volveremos en mi coche. La carretera hasta el caserío puede ser peligrosa.
—¡Ni hablar! Puedo llevar mi coche perfec…
—He dicho que no —da un golpe sobre la mesa—. Si digo que es peligroso es por algo. La señorita vendrá conmigo, le guste o no. En esto no hay discusión.
Se ha puesto tan serio que no me atrevo a protestar.
—De acuerdo.
—Juan Ignacio, ve recogiendo la mesa y yo acompañaré a la puerta a nuestros amigos.
Resignados, Juancho y yo cumplimos con lo que se nos manda: él se pone a recoger y yo sigo a Pedro hasta el todoterreno. Eso sí, ambos lo hacemos con mala cara y sin decir ni mu.
Pedro está serio y conduce en silencio pero veo que su expresión se suaviza en un gesto de alivio al ver que ya estamos llegando al caserío. Aparca, sale del coche, coge un paraguas del maletero y, como un perfecto caballero, viene a abrirme la puerta y me acompaña hasta la entrada a casa.
Estoy sorprendida por su actitud, pero agradezco el gesto porque está cayendo una buena.
Abro la puerta y entro. Al darme la vuelta veo que se aleja hacia la granja.
—¿Qué haces?
—Tengo una vaca a punto de parir. Voy a comprobar que todo está en orden y enseguida iré para dentro. No te preocupes.
¿Quién ha dicho que yo me preocupe? Ay, cómo odio que se crea tan importante.
Entro en mi dormitorio y me desvisto deprisa, la calefacción estaba apagada y la lluvia y la humedad han enfriado la casa. Me pongo mi cómodo y abrigado pijama de franela y me asomo a la ventana del caserío a ver si Pedro sigue en la granja. Veo luz a través de las ventanas así que entiendo que sí. Ha dicho que había una vaca a punto de parir, ¿irá todo bien?
Voy al baño, me desmaquillo y me lavo los dientes, pero no deshago la trenza con la que me he recogido el pelo esta noche. Me acerco de nuevo a la ventana que da a la granja y empiezo a ponerme nerviosa. Ha dicho que no me preocupe… y no es que me preocupe por él, pero ¿y si la cría de la vaca está teniendo algún problema al nacer? Es raro que Pedro no haya vuelto.
La tormenta azota con fuerza las ventanas porque además de la lluvia hay unas intensas rachas de viento que hacen que resulte de lo más tétrica. Me estremezco por el frío así que voy a poner la calefacción. Cojo una manta y me siento en el sofá. No tengo sueño y no creo que pudiera dormir pensando que Pedro está ahí fuera ayudando a una vaca a dar a luz.
Si no ha regresado es porque pasa algo. Debería ir ayudarle.
Sé que no voy a ser de mucha ayuda. No es que me maree al ver sangre pero no me hace mucha gracia y de partos… de partos no tengo ni idea, pero si sigo sus órdenes, seguro que en algo podré colaborar.
Que no creo que luego me lo agradezca, pero ese es su problema.
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 16
Pedro
Salgo de la oficina del banco con la cabeza como un bombo.
A Juancho le ha dado por intentar venderme seguros: un seguro para la granja, para los tractores, de responsabilidad civil ¡y hasta un seguro de decesos! Este hombre es de lo que no hay… Todavía estoy en la treintena y él hablándome de la muerte.
Y lo peor es que no sé por qué me he dejado engatusar para venir al banco. Encima del tostón que me ha soltado y que me ha dado una jaqueca del copón mi querida inquilina va a pensarse que he ido adrede a la oficina a verla.
¡Ja! Como si no tuviera bastante con escuchar sus taconeos sobre mi cabeza todas las mañanas.
Ahí estaba cuando he entrado: estirada como una jirafa y guapa como ella sola. ¿Por qué tiene que atraerme de esa manera? Odio a las chicas de su clase, ¿por qué no me pasa lo mismo con Paula? ¿Por qué lo único que deseo cuando la tengo cerca es estrecharla entre mis brazos y besar esos labios que me vuelven loco desde el día en que llegó?
¡Joder, es que no lo soporto! Si no fuera porque necesito el dinero le diría que la casa ya no está en alquiler.
En fin, me dirijo al caserío contento porque no voy a encontrármela, seguro que está en la posada de Elena. Hoy picaré cualquier cosa en casa, que si esta noche voy a cenar con Juan Ignacio será mejor no pasarse. Su mujer, Maria, prepara unas cenas de escándalo. De las que te tienes que tumbar luego boca abajo en la cama porque vas a reventar.
Ese es el único motivo por el que he aceptado ir a cenar hoy con ellos. Juancho se pone muy pesado en cuanto se bebe un par de vasitos de sidra y su mujer está loca de atar, pero me voy a poner las botas y al menos tendré la mente ocupada y no podré pensar en Paula.
Esa noche, llego a casa de Juan Ignacio con un mal presentimiento. Al ir a coger el todoterreno me he dado cuenta de que no estaba el Golf de Paula. «Habrá ido a Pamplona de tiendas y a cenar», me digo a mí mismo para convencerme, pero cuando llego al caserío de los Oquiñena y veo el vehículo aparcado en la puerta, estoy a punto de dar media vuelta y salir corriendo.
«Maldito Juancho.»
No solo es un auténtico coñazo con los productos bancarios cada vez que voy a la oficina sino que ahora se dedica a celestino. ¡Lo que faltaba!
Bueno, yo no soy ningún cobarde. Si quieren que cene con mi amiguita la pija, lo haré, pero si esperan que pase algo entre ella y yo, lo llevan claro. ¡Una y no más!
Aparco el coche y camino hasta la puerta cagándome en Juancho, en mi inquilina y en todo lo que encuentro a mi paso. Si es que quién me mandaría a mí… Llamo al timbre y el director me abre la puerta. Su cara cambia de la alegría al temor cuando se percata de que yo ya he descubierto
la encerrona.
—Esto…
—No digas nada, Juancho, mejor no digas nada.
—Ha sido cosa de Maria.
—No me jodas, ¿qué cojones sabe Maria que yo no sepa para que organicéis esta cenita de dobles parejas? —siseo—. Bastante tengo ya con tener que aguantarla en el piso de arriba.
—Pues… —se sonroja como si fuera un crío al que preguntan en clase y no sabe la respuesta. ¡Dios! Con la edad que tiene… Le quedan cinco años para la jubilación y se comporta como un adolescente. Tal cual—. El lunes después del temporal estuve charlando con Paula, contándole que me había pasado el fin de semana encerrado en casa con Maria y algo en su cara me dijo que vuestro encierro había sido mejor que el nuestro.
Lo acribillo con la mirada, pero él continúa su charla.
—Aunque también me dio la sensación de que la cosa no había acabado demasiado bien.
—¿Y qué, Juancho? ¿Ahora te ha dado por meterte a arreglar relaciones ajenas? ¿No crees que a tu edad sería mejor que te centraras en la tuya? ¿Por una vez en la vida?
—Puede… el caso es que la otra noche vine un poco pasadito de sidra y no sabía qué contarle a Maria para que no me cayera la bronca. Así que le dije que había estado contigo. Consolándote por lo de tu inquilina.
—¿Que tú qué? —Tengo ganas de estrangularlo.
—Lo siento, Pedro. No te morirás por una cena con ella. Además, ya sabes que Maria cocina de muerte. Eso que te llevas.
Suspiro resignado y lo sigo hasta el salón.
Cuando entro, no sé qué decir, porque Paula está espectacular. Pero lo más impactante no es eso. Lo que más me llama la atención es cómo va vestida. Acostumbrado a verla con su ropa para ir a trabajar me sorprendo al verla tan informal.
Lleva unos vaqueros desgastados y una camisa vaquera, que luce abierta por encima de una sencilla camiseta blanca, botas de piel de oveja y una gruesa rebeca de lana granate.
El pelo lo lleva recogido en una trenza y, aunque estoy seguro de que no ha salido de casa sin maquillar, la pintura es discreta.
No puedo creer que esté tan guapa con un atuendo tan sencillo.
De repente, no puedo apartar mis ojos de ella que, al darse cuenta de que alguien ha entrado, interrumpe su amigable charla con Maria y se gira hacia mí. No sé descifrar lo que dicen sus ojos aunque pondría la mano en el fuego a que nada bueno.
Entonces me doy cuenta. No me mira con odio, ni con rabia, ni siquiera con desprecio. Me mira con indiferencia y eso me duele mucho más de lo que jamás hubiera imaginado.
«Pedro, la has cagado pero bien.»
viernes, 26 de agosto de 2016
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 15
Paula
La semana pasa lenta. Las mañanas, que amanecen frías y con heladas, dan paso a días tediosos en los que no pasan más de cinco personas en toda la jornada por el banco.
Juancho es feliz con esta rutina, le encanta la tranquilidad y así se echa alguna que otra cabezadita en su despacho.
¡Qué hombre! No he tenido en toda mi vida un jefe así de vago.
Al aburrimiento de mi semana he de sumarle que estoy convencida de que he engordado un kilo o dos, como mínimo, a base de comer en la posada de Elena. Juro que intento pedir los platos menos calóricos pero hasta esos son demasiado incluso para mi buen apetito. Por fortuna, como intuyo que Pedro quiere evitarme, no ha venido ni un solo día a comer.
El primer día me fastidia, luego decido que es mejor así…
Yo estoy aquí de paso. Antes o después volverán a mandarme a Valencia y solo me faltaría estar colgada de alguien a quien voy a tener una distancia de cinco horas en coche. Eso no es práctico. Y yo soy práctica. Mucho.
Lo cual me recuerda que tengo que escribirle ese correo electrónico a Santi.
Puede que una visita suya consiga hacerme olvidar al ganadero este que se me ha metido en la cabeza.
La verdad es que también podría bajar yo a Valencia, pero si vuelvo a pisar mi querida capital del Turia no sé si regresaré al verde norte, así que mejor no corro riesgos, no vaya a ser que transformemos el traslado en despido.
Que a lo mejor mi adorado casero se piensa que soy rica pero no es así. Yo llevo ropa de marca porque me lo gano con el sudor (en sentido figurado, que en el banco lo que es sudar mucho no se suda) de mi frente.
En fin, que no sé qué hago pensando en él, que yo lo que quería era enviarle un email a Santi, aunque, pensándolo mejor, voy a llamarlo. No tengo nada mejor que hacer en esta oficina vacía y necesito a alguien que me suba la moral.
Espero que no esté muy ocupado.
—Banco del Turia, ¿dígame?
—Hola, Santiago.
—Vaya, pero si es mi adorada Paula. ¿Cómo te va entre vacas y ovejas?
—Muy gracioso.
—Has tardado en llamarme. No creí que sobrevivieras más de una semana sin hacerlo —dice haciéndose el ofendido.
—Qué pensabas, ¿qué iba a llamarte nada más llegar para pedirte socorro y que removieras cielo y tierra para que pudiera volver a Valencia?
Se piensa la respuesta.
—Para eso y para… um… otras cosas.
—No creí que fuera posible que consiguieras que volviera a la terreta tan pronto… —replico esperanzada, de pronto, ante la posibilidad de que me trasladen de vuelta a casa.
—Y no lo es. Mínimo un año. Menos los quince días que llevas… como poco te quedan once meses y dos semanas.
—¡Joder, Santi! Menudo humor negro te gastas. Y yo que te llamaba para que me levantases la moral.
—Dímelo con claridad, morena, ¿quieres que vaya a hacerte una visita?
—Sí, eso quiero.
—Ves, es mucho mejor así, ¿desde cuándo nos hemos andado tú y yo con rodeos? Sabemos lo que queremos y no dudamos en pedirlo.
¿Es esto lo que yo quiero? ¿Meter a Santi en mi cama?
Ahora mismo estoy tan cabreada con el impresentable de Pedro y me siento tan humillada que necesito sentirme importante, atractiva… y nadie como Santiago en la cama para devolverme a mi ser.
Una vocecita en mi interior me recuerda que nunca me he sentido tan especial con él en la cama como con mi casero, pero no quiero escucharla, así que la silencio de golpe.
Pedro me ha dejado bien claro que no quiere nada conmigo, así que, aunque Santi no sea el amor de mi vida, no tengo por qué quedarme para vestir santos. Soy una mujer joven y moderna y si tengo la posibilidad de pasar un buen rato lo haré.
—¿Qué me dices? ¿Vendrás?
—¿A ese pueblo en medio de la nada? ¿Por qué no reservas habitación en algún hotelito de Pamplona?
—De acuerdo. Será mucho mejor —digo relamiéndome al pensar en una habitación con jacuzzi y una botella de champán fresquita.
—Consultaré mi agenda y te confirmaré qué fin de semana voy.
—Está bien.
—Bueno, he de dejarte, Paula. Tengo una reunión en cinco minutos. Me alegro de que me hayas llamado.
—Y yo de que vengas en mi auxilio. Aunque solo sea por un par de días.
—Siempre a tu disposición.
Cuelgo el teléfono con una sensación agridulce en el cuerpo.
Santi y yo hemos sido más que amigos mucho tiempo, nos llevamos bien y, desde que fuimos pareja, hemos tonteado y tenido relaciones esporádicas. Siempre hemos sabido que lo nuestro no daba para más. Nos gustamos, pero no tanto como para vernos en exclusiva. Más bien somos como una vía de escape el uno para el otro.
Nunca me he sentido culpable por tener este tipo de relación, pero ahora siento como si le estuviera siendo infiel a Pedro. A un tipo que se ha acostado conmigo y al cabo de un par de horas me ha rechazado y me ha largado sin ningún miramiento.
No sé cómo puedo sentir algo por él. Aunque, bueno, algo sí siento: siento odio, siento rabia, siento desilusión… y lo que siento por encima de todo es haberme enamorado de un tipo como él. Un tipo que es todo lo contrario a lo que yo busco en un hombre.
Entonces, en ese preciso momento en el que me siento en medio de un remolino de emociones y sensaciones encontradas, se abre la puerta de la oficina y aparece, una vez más, el causante de todos mis problemas.
Hago como que estoy ocupada y fijo la vista en la pantalla de mi ordenador aunque no puedo evitar mirarlo de reojo cuando sé que no me verá.
Desaliñado como siempre. Con el habitual y zarrapastroso mono azul, con las botas de agua llenas de barro pero también con esa sonrisa cálida y ese ondulado cabello rubio.
Una curiosa mezcla que no debería gustarme pero que activa todas las alarmas de mi cuerpo.
Es verlo y ponerme nerviosa como una cría. Como cuando me gustaba un chico de adolescente.
Por suerte, hoy no se acerca a mí. Entra al despacho de Juancho y cierra la puerta. Como ya es casi la hora de cerrar y esta noche voy a cenar a su casa, le hago un gesto a mi director con la mano a modo de despedida y, tras cuadrar la caja, ordenar todos mis papeles y cargar el cajero para el fin de semana, salgo pitando.
O, mejor dicho, huyendo.
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 14
Pedro
Son las dos de la mañana y no puedo dormir. Tengo los ojos como platos y un nerviosismo en el cuerpo que no me aguanto ni yo. La culpa la tiene el café de la posada de Igoa.
Joder, yo no sé que le han metido a ese café pero no puedo relajarme. En contar ovejitas ni pensamos… si fueran vacas, a lo mejor.
Definitivamente, el café de Elena es muchísimo mejor.
Me doy la vuelta en la cama por enésima vez y maldigo a mi vecina del piso superior. Todo esto es culpa suya. Si no se hubiera apropiado de mi posada yo no habría tenido que ir a comer a otra. Porque ir a la misma ni me lo planteo. Ya tengo bastante con cruzármela por aquí o cuando voy al banco (y en eso no voy a ceder, no pienso coger el coche hasta Lekunberri para ingresar en la oficina de allí) como para compartir mesa con ella todos los días. ¡Ni en broma!
Ya ha trastocado demasiado mi vida. Tanto que, desde que la eché de casa a patadas me siento fatal. Tengo un sentimiento de culpa horrible pero sé que esto es lo mejor.
He cortado por lo sano. Antes de llegar a sentir algo más fuerte por ella. Antes de enamorarme.
Sí, enamorarme. No tengo ninguna duda de que si no me hubiera alejado de ella eso es lo que habría pasado. Que yo me habría colgado de ella como un bobo y ella se hubiera reído en mi cara por pensar que podía haber algo más entre nosotros.
Ella es una niña bien y, las niñas bien, no se juntan con tíos como yo. Se lo pasan bien con nosotros una noche, unos días, quizás hasta unos meses pero luego nos dan la patada y se van con otro que tenga más estudios, gane más dinero y esté más bueno.
Anda que si lo sé.
Nosotros solo somos una aventurilla. El ligue campestre.
Para anotarlo en la agenda y poco más.
La patadita de Lucía todavía me duele en el culo. Y en el corazón.
Así que ahora, paso de todo. Paso de ella. De su carita de ángel. De sus labios que besan como nadie. De su pelo sedoso. De su risa y ¡hasta de su pijo tono de voz! Paso de todo porque si no paso, sé que será ella la que pase.
Y me niego a tropezar dos veces con la misma piedra.
«Puedo mantenerme alejado de ella. No es tan difícil», me repito una y otra vez, aunque sé que no va a ser fácil. Esta mañana he tardado nada en presentarme en el banco para hacer un ingreso que no me urgía en absoluto.
En medio de mi desvelo, decido levantarme y asomarme a la ventana para que me dé un poco el fresco. Asomo la cabeza deseando que la fría noche me ayude a calmarme y pueda por fin dormir, y estoy a punto de cerrarla de nuevo cuando la vislumbro.
Apoyada contra la sólida pared de piedra del caserío y abrigada con un grueso plumas y un gorro de lana, Paula se está fumando un cigarro.
No me gusta que fume, no es bueno para la salud, pero lo cierto es que la imagen de Paula fumando, iluminada tan solo por la luz de la luna resulta de lo más sexy.
Sonrío al percatarme de que debajo del anorak y las botas de pelo de oveja sobresale un pantalón de pijama de cuadros. De esos de franela, de los de toda la vida.
Así que la señorita duerme con pijamas de franela… Vaya, vaya, vaya. Y de cuadros, ¡ni más ni menos! Yo que creí que dormiría con lencería de La Perla como poco. Bah, a mí que me importa. Yo paso.
Cierro la ventana de nuevo y regreso a la cama en peor estado del que he salido porque ahora invaden mi mente imágenes de Paula en ropa interior. Hoy no va a haber quién duerma.
«En qué mala hora alquilé mi casa.»
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