sábado, 27 de agosto de 2016
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 16
Pedro
Salgo de la oficina del banco con la cabeza como un bombo.
A Juancho le ha dado por intentar venderme seguros: un seguro para la granja, para los tractores, de responsabilidad civil ¡y hasta un seguro de decesos! Este hombre es de lo que no hay… Todavía estoy en la treintena y él hablándome de la muerte.
Y lo peor es que no sé por qué me he dejado engatusar para venir al banco. Encima del tostón que me ha soltado y que me ha dado una jaqueca del copón mi querida inquilina va a pensarse que he ido adrede a la oficina a verla.
¡Ja! Como si no tuviera bastante con escuchar sus taconeos sobre mi cabeza todas las mañanas.
Ahí estaba cuando he entrado: estirada como una jirafa y guapa como ella sola. ¿Por qué tiene que atraerme de esa manera? Odio a las chicas de su clase, ¿por qué no me pasa lo mismo con Paula? ¿Por qué lo único que deseo cuando la tengo cerca es estrecharla entre mis brazos y besar esos labios que me vuelven loco desde el día en que llegó?
¡Joder, es que no lo soporto! Si no fuera porque necesito el dinero le diría que la casa ya no está en alquiler.
En fin, me dirijo al caserío contento porque no voy a encontrármela, seguro que está en la posada de Elena. Hoy picaré cualquier cosa en casa, que si esta noche voy a cenar con Juan Ignacio será mejor no pasarse. Su mujer, Maria, prepara unas cenas de escándalo. De las que te tienes que tumbar luego boca abajo en la cama porque vas a reventar.
Ese es el único motivo por el que he aceptado ir a cenar hoy con ellos. Juancho se pone muy pesado en cuanto se bebe un par de vasitos de sidra y su mujer está loca de atar, pero me voy a poner las botas y al menos tendré la mente ocupada y no podré pensar en Paula.
Esa noche, llego a casa de Juan Ignacio con un mal presentimiento. Al ir a coger el todoterreno me he dado cuenta de que no estaba el Golf de Paula. «Habrá ido a Pamplona de tiendas y a cenar», me digo a mí mismo para convencerme, pero cuando llego al caserío de los Oquiñena y veo el vehículo aparcado en la puerta, estoy a punto de dar media vuelta y salir corriendo.
«Maldito Juancho.»
No solo es un auténtico coñazo con los productos bancarios cada vez que voy a la oficina sino que ahora se dedica a celestino. ¡Lo que faltaba!
Bueno, yo no soy ningún cobarde. Si quieren que cene con mi amiguita la pija, lo haré, pero si esperan que pase algo entre ella y yo, lo llevan claro. ¡Una y no más!
Aparco el coche y camino hasta la puerta cagándome en Juancho, en mi inquilina y en todo lo que encuentro a mi paso. Si es que quién me mandaría a mí… Llamo al timbre y el director me abre la puerta. Su cara cambia de la alegría al temor cuando se percata de que yo ya he descubierto
la encerrona.
—Esto…
—No digas nada, Juancho, mejor no digas nada.
—Ha sido cosa de Maria.
—No me jodas, ¿qué cojones sabe Maria que yo no sepa para que organicéis esta cenita de dobles parejas? —siseo—. Bastante tengo ya con tener que aguantarla en el piso de arriba.
—Pues… —se sonroja como si fuera un crío al que preguntan en clase y no sabe la respuesta. ¡Dios! Con la edad que tiene… Le quedan cinco años para la jubilación y se comporta como un adolescente. Tal cual—. El lunes después del temporal estuve charlando con Paula, contándole que me había pasado el fin de semana encerrado en casa con Maria y algo en su cara me dijo que vuestro encierro había sido mejor que el nuestro.
Lo acribillo con la mirada, pero él continúa su charla.
—Aunque también me dio la sensación de que la cosa no había acabado demasiado bien.
—¿Y qué, Juancho? ¿Ahora te ha dado por meterte a arreglar relaciones ajenas? ¿No crees que a tu edad sería mejor que te centraras en la tuya? ¿Por una vez en la vida?
—Puede… el caso es que la otra noche vine un poco pasadito de sidra y no sabía qué contarle a Maria para que no me cayera la bronca. Así que le dije que había estado contigo. Consolándote por lo de tu inquilina.
—¿Que tú qué? —Tengo ganas de estrangularlo.
—Lo siento, Pedro. No te morirás por una cena con ella. Además, ya sabes que Maria cocina de muerte. Eso que te llevas.
Suspiro resignado y lo sigo hasta el salón.
Cuando entro, no sé qué decir, porque Paula está espectacular. Pero lo más impactante no es eso. Lo que más me llama la atención es cómo va vestida. Acostumbrado a verla con su ropa para ir a trabajar me sorprendo al verla tan informal.
Lleva unos vaqueros desgastados y una camisa vaquera, que luce abierta por encima de una sencilla camiseta blanca, botas de piel de oveja y una gruesa rebeca de lana granate.
El pelo lo lleva recogido en una trenza y, aunque estoy seguro de que no ha salido de casa sin maquillar, la pintura es discreta.
No puedo creer que esté tan guapa con un atuendo tan sencillo.
De repente, no puedo apartar mis ojos de ella que, al darse cuenta de que alguien ha entrado, interrumpe su amigable charla con Maria y se gira hacia mí. No sé descifrar lo que dicen sus ojos aunque pondría la mano en el fuego a que nada bueno.
Entonces me doy cuenta. No me mira con odio, ni con rabia, ni siquiera con desprecio. Me mira con indiferencia y eso me duele mucho más de lo que jamás hubiera imaginado.
«Pedro, la has cagado pero bien.»
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