viernes, 12 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 3




Paula estaba trabajando en el establo cuando oyó el ruido de un coche aproximándose.


No podía ser él, aún no, se dijo, angustiada, pensando en lo sucia que tenía la ropa.


Se suponía que tenía que llegar tres horas después… menos mal que había terminado la limpieza de la casa con tiempo.


Arrojó la paletada de estiércol a la carretilla y se sacó los guantes para limpiarse las manos con el trapo que tenía en el bolsillo. Echó un vistazo a Emma, dormida en su canastilla sobre un banco de trabajo, le colocó bien la manta y le dio un beso en la frente.


—Sigue durmiendo, cielo mío —le susurro—. Mamá estará aquí fuera.


Emma siempre dormía unas siestas largas, pero a Paula le daba mucho apuro dejarla sola, aunque no se alejara demasiado.


Agarró a Tollie por el collar y lo llevó al redil de las cabras. El viejo perro estaba ciego y ya no sabía apartarse de las ruedas de los coches. Después se pasó los dedos por el pelo y deseó haber tenido tiempo para darse una ducha antes de conocer al famoso Pedro Alfonso.


Cuando salió al exterior, la limusina acababa de aparcar entre el establo y el edificio principal, a unos diez metros de ella. El conductor se bajó y abrió la puerta trasera.


Pedro Alfonso se bajó sin dejar de mirar a la casa y ella se quedó sin aliento. Aquel hombre era terriblemente guapo, mucho más de lo que aparecía en la fotografía que había visto en el libro.


Él no le prestó ninguna atención: o no la había visto o era tan maleducado como su agente.


Se dijo a si misma que no tenía importancia, que cuanto menos reparara en ella, mejor, sobre todo si tenía la intención de llevar a cabo el trabajo de dos.


Ella tuvo tiempo de recomponerse y estudiarlo: era alto, cerca de los dos metros, y tenía el pelo negro y bien cortado. 


Estaba bien vestido, con una chaqueta de tweed azul y gris que cubría sus amplios hombros, un jersey de cuello alto azul marino y pantalones grises perfectamente ajustados a sus estrechas caderas. Sus zapatos parecían caros y nuevos.


Desde donde estaba podía ver que tenía unas fuertes manos, con las uñas bien cuidadas y un reloj de oro que parecía muy caro. Se veía que era un hombre elegante, y ella nunca había visto un hombre más estiloso que Pedro Alfonso.


Consciente de su propio aspecto, Paula se alisó la camisa de franela que le colgaba hasta las rodillas y deseó no haber tenido las botas llenas de estiércol


Cuando trabajaba se solía poner la ropa vieja de Billy, para ahorrarle penurias a su escaso vestuario.


El conductor de la limusina la vio y se llevó la mano a la gorra a modo de saludo. Carraspeó un poco y el señor Alfonso se volvió hacia él con un interrogante pintado en la cara. 


Entonces la vio. Se quedó muy quieto, casi sorprendido, y después su expresión se tomó vacía mientras la miraba de arriba abajo.


Ella pudo ver que tenía los ojos muy azules, del mismo tono del cielo al atardecer, y tuvo que tomar una gran bocanada de aire. Tenía que parecer competente para llevar a cabo su trabajo. Se le daba bien aparentar ser más grande de lo que era, una habilidad necesaria para sobrevivir en el mundo en que había tenido que vivir ella.


Así, puso una enorme sonrisa y dio un paso al frente. No se le escapó el rayo de desconfianza que cruzó el atractivo rostro que tenía delante.


—¿Señor Alfonso?


Él dudó primero y después asintió con la cabeza, como si lo hubiera pillado alguien a quien no tenía ganas de ver. A ella no le dio tiempo a preguntarse el porqué de su curiosa reacción hacia ella.


Ella volvió a sonreír, nerviosamente, y se acercó más, para presentarse.


—Soy Paula Chaves.


—¿Es usted la ama de llaves? —su expresión se relajó ligeramente, pero se mantuvo en guardia—. Me alegro de conocerla, señorita Chaves —tenía una voz dulce, melodiosa y con un acento distinguido.


Paula pensó que no parecía alegrarse demasiado de haberla conocido, pero tuvo el buen criterio de no decir nada al respecto.


—Bienvenido a la Granja Blacksmith.


—Gracias —respondió él, educadamente.


Su aparente falta de interés la ayudó a sentirse más cómoda.


—¿Puedo enseñarle la casa? —preguntó, esperando que la respuesta fuera un «no».


No pensaba dejar a Emma sola en el establo, así que tendría que ir a buscarla, y lo cierto era que prefería no tener que dar explicaciones sobre la niña. Algo le decía que Emma sería una complicación que debía evitar abordar en su primer encuentro.


Él echó un vistazo a sus botas y sacudió la cabeza. Paula sintió una oleada de alivio y de comprensión: si ella estuviera en su pellejo, tampoco desearía que esas botas pisasen el suelo de su casa.


Entonces su cara se tomó en una mueca. Paula vio que su mirada se dirigía al vallado junto al establo donde dos de los tres caballos de la granja pastaban plácidamente. Max asomaba la cabeza sobre la valla, siguiéndola con sus andares cojos a donde ella estuviera.


—¿La señorita Sommers no le dijo que se deshiciera de los animales? —preguntó fríamente.


Paula asintió:


—Si. Los vecinos ya han comprado la vaca y el intermediario que se va a hacer cargo de los caballos pasará por aquí mañana.


Ella nunca había conseguido comprender por qué el anterior dueño había querido una vaca. Las pocas veces que había ido por allí no había bebido leche… La gente rica no tenía sentido práctico.


El señor Alfonso asintió y volvió a centrar su atención en la casa. Tenía un perfil espléndido, muy fuerte y masculino.


Paula se quedó allí, impaciente, esperando a que dijera algo. 


Tenía que volver con Emma y acabar el trabajo.


Se oyó un relincho procedente del vallado y Paula reconoció fácilmente a Max. Ese caballo era como un niño pequeño, pero sabía que lo iba a echar mucho de menos. Después intentó alejar los sentimentalismos de su mente. ¿Qué iba a hacer ella con un caballo cojo?


Estaba agotada de cuidar a su hija, la casa, los animales y toda la finca. Le simplificaría mucho la existencia el no tener que ocuparse de los animales, especialmente en aquel momento, que el frío invierno empezaba a abrirse paso. No echaría de menos ordeñar a la vaca dos veces al día, pero si la leche fresca. Había aprendido a hacer mantequilla y queso y eso le ahorraba mucho dinero de la compra, aparte de las molestias de ir al pueblo en el autobús.


Una ráfaga de aire helado le provocó un escalofrío, y entonces volvió a pensar en Emma. Estaba bien arropada en su canastilla, pero la temperatura era muy baja. No sabía cómo acelerar la despedida sin que fuera demasiado obvio, así que decidió hablar de trabajo.


—Supongo que desea el dinero de la venta de los animales en la cuenta de la finca…


—Supongo —dijo el señor Alfonso, encogiéndose de hombros—. ¿Se ocupa usted de las cuentas?


Paula asintió. Llevaba las cuentas de todos los gastos e ingresos de la cuenta de la granja, con gran pesar por su parte. Pronto tendría que comprar más combustible y pagar a los trabajadores del campo su salario semanal.


—Bien. Si necesita más dinero para operar, hable con mi contable. Él revisará sus cuentas y atenderá sus necesidades.


La venta de los caballos daría bastante dinero, así que suponía que no tendría que pedir nada en una temporada.
Por otro lado, le agradó escuchar que un contable se ocuparía de los asuntos de dinero. Es lo que haría alguien que no pensaba pasar mucho tiempo allí.


—¿Está seguro de que no quiere que le enseñe el interior? —volvió a preguntar ella, extrañada de verlo tanto tiempo observando la casa desde fuera.


—No —dijo él, pareciendo salir de su trance—. Puedo ir solo. ¿Está la puerta cerrada? —dijo, rebuscando en el bolsillo como si fuera a sacar la llave. Ella se preguntó si la tendría.


—No. Tanto la puerta de delante como la trasera están abiertas —tan pronto como las palabras salieron de su boca, se dio cuenta de que había cometido un error, pero en el campo parecía bastante razonable dejar las casas abiertas.


—Abierta —murmuró él, sonriendo—. Bien.


Fue la primera expresión medianamente de agrado que ella vio en su cara.


Después se giró y echó a caminar hacia la casa, haciendo crujir la grava del suelo bajo sus caros zapatos.


Ella lo observó andar y una vez estuvo dentro, le preguntó al conductor de la limusina:
—¿Cuánto tiempo va a estar aquí?


El conductor miró a su reloj.


—No demasiado, si quiere llegar a tiempo a su destino.


Paula suspiró aliviada y le sonrió. Estaba lista para prepararle la cena al señor Alfonso si se quedaba, pero aún tenía muchas cosas que hacer. Él era el nuevo propietario y posiblemente el hombre más guapo que Paula había visto en su vida, pero lo mejor sería que pasara el menor tiempo posible allí.


—Tengo que seguir trabajando en el establo, pero ¿podría avisarme con el claxon si quiere verme antes de marcharse?


—Claro —se despidió de ella con la mano y se metió de nuevo en el coche.


Un tipo listo, pues el frío volvía a dejarse sentir con intensidad. Ella echó a correr a toda prisa al establo. 


Mientras estaba trabajando, no había notado el frío, pero allí quieta, podía sentir cómo la atravesaba hasta los huesos.


Paula llegó por fin junto a la canastilla de la niña y volvió a sentir la oleada de amor que siempre le pillaba por sorpresa. 


Nunca antes había amado a alguien tanto, pensó mientras miraba su carita perfecta. Emma era lo único realmente bueno que le había pasado en la vida. La besó en la mejilla y aspiró el olor a bebé, susurrándole:
—Todo va a ir bien, cariño, estoy segura de ello.








MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 2






Pedro Alfonso estuvo a punto de lanzar el teléfono contra la pared por la frustración que sentía.


—Elena, creo que te dejé claro que no iba a realizar ninguna salida publicitaria ni ninguna firma de libros durante un tiempo.


La voz fría y falsa que empezaba a odiar emitió un quejido:
—Lo sé, Pedro, pero te comprometiste a esta pequeña gira antes de las vacaciones, antes del ultimátum —por el tono él podía saber lo que ella pensaba de su advertencia.


Pedro no recordaba haberse comprometido a aquello, pero a veces, cuando estaba apurado por los plazos de entrega, decía cualquier cosa para que Elena lo dejara tranquilo.


—¿Cuándo tengo que salir?


—Un coche pasará a recogerte mañana a las siete.


Él gruñó. Había planeado pasar el día entero trabajando, aunque sabía que lo que había estado escribiendo últimamente no valía nada y no acabaría en un libro. Pedro había sido declarado un «niño prodigio» con su primer libro y había tenido mucho éxito con todos los demás, pero ahora sentía el peligro de acabar «quemado» antes de los treinta.


Nunca había tenido un bloqueo tan grande en toda su carrera y lo estaba volviendo loco. Deseaba escribir un libro distinto, pero por más que se esforzaba no llegaba a nada y la frustración lo estaba matando.


Volvió a prestar atención a Elena, que no dejaba de hablar de una fiesta a la que había ido y a la que él debería haber asistido también, para conocer gente.


—¿Cuánto tiempo estaré fuera? —la interrumpió. Tenía que despedirla para dejar de hacer esas giras y esas firmas de libros que tan poco le gustaban.


Probablemente ya lo hubiera hecho si no hubieran tenido una aventura. Aquello había acabado hacía tiempo, pero se sentía culpable por despedirla: no quería que ella pensaba que lo hacía porque ya no se acostaban juntos y ya no la necesitaba.


—¿Pedro?


—¿Qué? —estaba claro que no la había estado escuchando.


—He previsto una pequeña parada en la granja —él notó el tono desdeñoso de su voz. Elena pensaba que la compra de la granja no había sido una buena idea y lo había dicho alto y claro.


Pero eso hizo que la idea del viaje casi sonara bien para Pedro.


—De acuerdo. Estaré listo para las siete.


Colgó y miró la calle desde la ventana de su apartamento. 


Los árboles habían perdido las hojas y la gente paseaba por las calles, con sus perros, sus hijos o consigo mismos, bien pertrechados para el frío.


Pedro no se relacionaba demasiado con sus semejantes. 


Había descubierto recientemente que la mayoría de sus conciudadanos rozaban la locura.


Hacía un mes dos mujeres lo habían seguido hasta casa después de una cena con su editora. Una vez allí, habían sorteado la vigilancia del portero y habían insistido en ver su casa.


La semana pasada había encontrado a una mujer sentada sobre el capó de su coche, que estaba aparcado en el garaje privado y vigilado del edificio, con una copia de su último libro en la mano. Llevaba una falda muy corta y se le veía el ombligo; había dejado claro que quería de él algo más que un autógrafo.


Pedro maldijo el día en que se dejó convencer por Elena para que su foto apareciera en el interior del libro. Aquello había ocurrido al principio de su aventura y ella había insistido mucho. Quitar la foto de sus siguientes publicaciones sería como cerrar la puerta del establo después de que el caballo hubiera huido, pero lo cierto era que Pedro estaba deseoso de recuperar su anonimato.


Ahora lo único que quería era salir de la ciudad en la que había crecido, alejarse de los fans irracionales, del torbellino social y las constantes interrupciones. Deseaba estar solo en la granja que acababa de comprar. Estaba seguro de poder recuperar su creatividad en la soledad de la campiña de Pennsylvania.


En total sólo había pasado una hora allí, inspeccionando la propiedad, pero le había parecido tan adecuada que la había comprado en ese momento. Le gustó todo lo que vio: la tranquilidad, la soledad y el hecho de que la única casa a la vista fuera la casita de piedra del guarda.


La casa principal, un edificio de madera restaurado, era lo suficientemente grande, acogedora y cómoda.


Estaba claro que el lugar estaba muy bien cuidado. No había conocido a los trabajadores de la finca, pero si no se metían en las cosas de Pedro y cumplían con su trabajo, a Ian no le importaba no conocerlos.


Siempre había necesitado calma y soledad para escribir y Philadelphia se estaba convirtiendo en un sitio imposible para trabajar. No sólo sus fans lo acechaban, sino también sus padres pretendían que entrara en su ajetreado círculo social para presumir de él como de un trofeo.


Había considerado trasladarse a Nueva York para estar más cerca de su editora, pero eso sería tan mala solución como quedarse en Philadelphia. Estaba cansado de que lo presionaran para que acudiera a eventos importantes a los que era invitado por su fama. Nadie quería «conocerlo», sino ser visto con él. Lo peor era que cuanto más declinaba las invitaciones que Joyce consideraba «importantes», más popular se hacía.


Y el lado financiero de su vida tampoco iba bien. Había contratado un ejército de gente para que se ocupara de sus cosas. Elena, su agente, un administrador, un contable… y en vez de facilitarle la vida parecía que se la complicaban más.


Quería poder escribir en paz y tranquilidad, vivir una vida fácil y sin interrupciones, sin compromisos.


Tal vez entonces recuperara la chispa y escribiera un libro decente que entregarle a su editora. Había fijado un plazo y no tenía nada especial que enseñar a nadie, mucho menos a su editora.


Apagó el ordenador portátil y fue a hacer la maleta, un poco más alegre por el hecho de pasar un rato por la granja. 


Cuando volviera a casa, empaquetaría el resto de cosas y las enviaría allí. Si el lugar resultaba tan ideal para trabajar como esperaba, pensaría en poner su piso a la venta.




MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 1







Paula dejó los libros que estaba desempaquetando y agarró el teléfono antes de que Emma, de tres meses, se despertara. Si la niña no hubiera estado allí, habría dejado que saltase el contestador automático. Llevaba tres meses evitando las llamadas.


—¿Sí, Granja Blacksmith? —dijo, con el corazón en un puño.


—¿Es usted el ama de llaves? —respondió una voz femenina y arrogante.


Paula sabía que aquélla podía ser la llamada que le anunciase el final de su contrato, y que si eso ocurría, Emma se quedaría sin hogar.


—Si, soy Paula…


—Soy Elena Sommers —la cortó, impaciente—. Soy la agente del señor Alfonso —el señor Alfonso era el nuevo propietario de la granja Blacksmith—. Tengo una lista de tareas para usted que tendrá que hacer antes de que llegue el señor Alfonso.


Paula se sentó al escritorio con las piernas temblorosas. Si le estaban dando instrucciones era porque aún conservaba el trabajo. Aliviada, tomó nota de todo lo que la señorita Sommers quería que estuviera hecho para dentro de dos días. Le aseguró que no habría problema y que la granja estaría lista para la visita del señor Alfonso, después la mujer colgó sin siquiera despedirse.


Con la mano temblorosa, Paula dejó el auricular en su sitio y se quedó mirando el teléfono, profundamente aliviada.


Los anteriores dueños de la propiedad habían vendido toda la granja en conjunto, con los animales y los muebles incluidos en la transacción. Su puesto podía considerarse incluido en el paquete, por lo que en un principio no tenía que haber estado tan preocupada por perderlo.


Con un poco de suerte, el nuevo propietario pasaría tan poco tiempo allí como el anterior.


Miró a Emma, profundamente dormida, en su cesto de mimbre, arropada con una colcha. Tenía los puñitos cerrados y movía la boquita como si estuviera succionando. Cada vez que miraba a su hija, Paula sentía que el corazón se le llenaba de amor.


El poco tiempo que había durado su matrimonio, Billy había sido un marido deplorable y un padre indiferente, pero le había dado a Emma, y una parte de Paula se sentía enormemente agradecida hacia él por ello.


A través de la ventana del estudio podía ver la casita de piedra del guarda, donde vivía ella. No tenía más calefacción que la chimenea, la instalación eléctrica era antigua y poco fiable y la bomba de agua no funcionaba si se cortaba la luz, pero ella adoraba cada pequeño defecto de esa casa: era el primer sitio que había podido considerar un hogar.


Paula acabó de vaciar la caja que estaba desempaquetando cuando llamó la señorita Sommers y vio que todos los libros eran copias de los escritos por el nuevo propietario.


Echando un vistazo a las estanterías que cubrían la pared oeste de la sala, pensó que al señor Alfonso, orgulloso de su obra, le gustaría tener sus libros a la altura de la vista, para que los viera todo el que entrara en la sala.


Aquélla era su habitación favorita de la casa. Le encantaba leer.


Colocó una copia de cada libro en la estantería y guardó el resto en un armario mientras pensaba qué se sentiría siendo rica y teniendo tiempo para leer todos los días. Se imaginó con Emma en una casa enorme y acogedora, como aquélla, con una ama de llaves y un jardinero. Tendría tiempo para jugar con Emma siempre que quisiera y cuando le hubiera dado el beso de buenas noches, podría acurrucarse en la butaca de flores de la sala principal y leer hasta la hora de irse a la cama.


Paula suspiró ante sus fantasías mientras limpiaba el polvo de las estanterías. Él debía de ser muy inteligente para escribir aquellos libros. Paula los había leído todos. Pedro Alfonso era uno de los autores más populares del momento y cada libro que sacaba iba directamente a la lista de los más vendidos.


En la contraportada de su último libro había una foto suya vestido con un traje y con una copa de champán en la mano. 


Era tan guapo que parecía más una estrella de cine que un escritor. Paula sonrió. No pasaría demasiado tiempo allí. A ella le encantaba la granja y la enorme casa recién restaurada, pero estaba en medio de la nada, en el estado de Pennsylvania, a kilómetros de distancia de su hogar en Philadelphia y del bullicio de Nueva York al que Pedro debía de estar acostumbrado.


Pedro Alfonso haría lo mismo que los antiguos dueños. El anterior propietario y su mujer habían comprado la granja para huir del estrés de Manhattan, pero apenas pasaron tiempo allí. Compraron caballos y una vaca, pero después repartieron su tiempo entre el piso que tenían en Londres y el caro apartamento de Nueva York.


Paula nunca entendería a los ricos. Trazó con el dedo la silueta del escritor sobre la contraportada y se repitió a si misma que él no pasaría tiempo allí.


Emma y ella seguirían teniendo su casita de piedra.



MI MEJOR HISTORIA: SINOPSIS




Si no acababa pronto el libro, podría perder la cabeza… y el corazón.


Pedro Alfonso había comprado aquella granja para encontrar la paz y tranquilidad necesarias para escribir su siguiente bestseller… no para pasar el tiempo con aquella encantadora viuda y su bebé. Para empeorar aún más las cosas, una tormenta los dejó encerrados, juntos como una familia feliz. Pedro no sabía cómo iba a sobrevivir siquiera a la primera noche.


Sin embargo, poco después el sofisticado escritor se sintió encantado con la sencilla vida en la granja. La amabilidad y la belleza de la guapa Paula Chaves lo inspiraban para redactar… e incluso le habían hecho pensar en escribir un nuevo capítulo para su vida, uno en el que sería esposo y padre…




jueves, 11 de agosto de 2016

BAJO AMENAZA: EPILOGO




Nueve años después


¿MAMÁ? —la pequeña Maria, de ocho años, estaba ayudando a Paula a recoger la cocina tras la comida del domingo.


— ¿Qué, cielo? —preguntó Paula distraídamente mientras limpiaba la encimera.


— ¿Cómo os conocisteis papá y tú?


—Has oído esa historia cientos de veces, Maria. Papá me contrató poco después de que yo saliera de la universidad.


—No digo eso. Lo que quiero saber es por qué te casaste con él después de llevar tanto tiempo trabajando para él.


Paula puso en marcha el lavavajillas y apretó contra el costado a su hija, la cual se parecía a su padre, aunque tenía los ojos y el pelo castaño de su madre.


—Esa es una buena pregunta. Apuesto a que tu padre podrá contestarla. Ven, vamos a ver.


Paula sabía dónde encontrar a Pedro: tumbado en la cama, viendo un partido de fútbol en la televisión. Había utilizado la excusa de que tenía que tumbarse con los chicos porque era el único modo de que Baltazar, de cinco años, y el pequeño Benjamin, de dos, se echaran la siesta sin armar jaleo.


Pedro había ascendido a Marcelo, a Rich Harmon y a un par de jefes de obra, de modo que pasaba mucho menos tiempo en la oficina. Paula actuaba como consultora de la empresa y seguía ayudándolo a tratar con algunos de los clientes más difíciles, pero rara vez iba a la oficina.


Maria y ella entraron en el dormitorio. Como cabía esperar, los niños estaban profundamente dormidos, acurrucados a ambos lados de Pedro. Maria se subió impetuosamente a la cama. Pedro se llevó el dedo a los labios y señaló a sus hermanos. La niña asintió con la cabeza, pero estaba demasiado impaciente para esperar. Susurrando, dijo:
—Mamá me ha dicho que me cuentes por qué decidisteis casaros.


Pedro había estado mirando a su hija con adoración indulgente, una expresión que ponía a menudo cuando estaba con sus pequeños. Paula vio que sus ojos se achicaban ligeramente al oír la pregunta de la niña.


—Mamá te ha dicho que me lo preguntes, ¿eh? —dijo suavemente, pero le lanzó a Paula una mirada significativa.


Maria asintió.


— He estado mirando las fotos de la boda. Parecías muy felices juntos. Así que me preguntaba por qué esperasteis tanto tiempo para casaros, si os queríais tanto.


—Hum —dijo él—. Buena pregunta. En aquel entonces, yo tenía tanto trabajo que apenas me daba cuenta de lo que pasaba a mí alrededor. Entonces, un día, tu madre y yo tuvimos que hacer un viaje de negocios y tomamos un avión.


— ¡Pero si a mamá le da miedo volar…! — dijo Maria entornando los ojos.


— Tienes razón. Así que, mientras íbamos en el avión, mamá se asustó mucho, mucho, me echó los brazos al cuello y se puso a gritar como una loca —puso voz de falsete—: «Sálvame, por favor, sálvame». Entonces fue cuando la vi de verdad por primera vez, con él corazón, no solo con los ojos. Y pensé: «Dios mío, qué hermosa eres. ¿Dónde has estado todo este tiempo?». Decidí que la salvaría de todo lo que le daba miedo y que la mantendría siempre a mi lado. Y eso hice. Así que, ya ves, así es como tu madre y yo decidimos casamos — sus ojos rebosaban alegría cuando, mirando a Paula, le preguntó—. ¿No es así, hermosa dama?


—Eres tú quien está contando la historia, no yo —contestó ella, intentando contener la risa.


—Así que la salvaste, y mamá se puso su precioso vestido de novia y tú, tu traje, y tuvisteis un boda muy, muy bonita —Maria señaló con la cabeza la fotografía de la boda que había sobre una mesita.


—Sí, así es. La salvé como el príncipe de uno de tus cuentos de hadas.


Maria se tumbó en la cama y lanzó un profundo suspiro.


—Y fuisteis felices y comisteis perdices —dijo con satisfacción.


Los ojos de Pedro lanzaron un mensaje apasionado a Paula, advirtiéndole que, esa noche, se las pagaría por haberlo metido en aquella encerrona.


—Sí, mi niña, así es: fuimos felices y comimos perdices.



FIN

BAJO AMENAZA: CAPITULO 33




ARTHUR se apartó de Paula como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Ella, por su parte, permaneció donde estaba. Había olvidado que le había dado a Pedro una llave del apartamento.


Creyó que él iba a lanzarle otra sarta de acusaciones. Pero, al menos, esa vez tendría parte de razón. Si no hubiera estado tan aturdida por las revelaciones de Arthur y la escena del día anterior, le habría hecho gracia que su celoso marido la descubriera en brazos de otro hombre.


Pedro presentaba un aspecto horrible. Tenía los ojos hinchados y enrojecidos, el pelo revuelto y la cara sin afeitar. 


Se quedó en medio de la habitación y miró las cajas que había por todas partes antes de fijar los ojos en Arthur. Su presencia pareció desconcertarlo.


—Eh... hola, Arthur. Siento haber irrumpido así —dijo, lanzando a Paula una rápida mirada antes de dirigirse de nuevo a Arthur—. Supongo que no esperaba que Paula tuviera compañía.


Había adoptado un tono de disculpa, lo cual los sorprendió a ambos. Arthur empezó a balbucir inmediatamente.


—Eh, soy yo quien debe disculparse — sonrió con nerviosismo—. Por presentarme así, tan de repente. Estoy seguro de que los dos estáis muy ocupados —había empezado a retroceder hacia la puerta con cada palabra, hasta que se topó con ella al acabar la frase—. Así que... eh... creo que será mejor que me vaya —añadió débilmente—. Y... esto... nos veremos el lunes.


Abrió la puerta bruscamente y salió casi corriendo del apartamento. El ruido de la puerta al cerrarse llenó el silencio que dejó su partida. Paula no estaba preparada para enfrentarse a Pedro. Estaba demasiado enojada, demasiado dolida, demasiado triste para hablar con él en ese momento.


Pedro no se había movido desde la marcha de Arthur. Su rostro parecía palidecer por momentos. Paula le señaló la silla que Arthur había dejado libre y dijo:
— Siéntate, no vaya a ser que te caigas. Te haré un poco de café.


Pedro se sentó. Paula entró en la cocina, pensando que había hecho bien en no empaquetar la cafetera y el café. Se concentró en medir el café y el agua.


No era justo, pensó. Pedro le había roto el corazón, había pisoteado sus sentimientos... y para colmo, tenía la desfachatez de presentarse en su casa con el aspecto de un animal extraviado. Un animal extraviado y resacoso, pero adorable de todos modos.


El problema era que lo conocía demasiado bien. Con los años, había llegado a conocer sus distintos estados de ánimo, cada una de sus expresiones, y a veces casi le parecía que podía leerle el pensamiento. Por eso la habían sorprendido tanto sus espantosas acusaciones del día anterior. Nunca antes lo había visto en aquel estado. Y, desde luego, no quería volver a presenciar una escena semejante.


Sabía que se sentía avergonzado por su comportamiento y que estaba arrepentido. Pero ella no podía fingir que no había pasado nada.


Sin embargo, no sabía qué hacer. Era la primera vez en su larga relación que Pedro volvía contra ella su cólera y su desconfianza. Por muy arrepentido que estuviera, Paula no quería tener que volver a afrontar otra escena como aquella en el futuro.


Llenó un vaso de agua, sacó un frasco de aspirinas y le tendió ambas cosas. Pedro tenía la cabeza apoyada en el respaldo de la silla y los ojos cerrados. Los abrió cuando Paula puso el vaso de agua y el frasco de pastillas sobre la mesa, a su lado.


—Gracias —musitó, tomando el frasco.


Paula se dio la vuelta sin mirarlo a los ojos. Recogió su vaso de refresco y lo apuró de camino a la cocina. Entonces recordó: ya había empaquetado la vajilla. Tuvo que abrir tres cajas antes de encontrar la que contenía las tazas de café. 


Sirvió el café bien cargado en una y se la llevó al cuarto de estar. Pedro se levantó y tomó la taza. Paula se dio la vuelta y cruzó la habitación para sentarse en una de las sillas de madera de la cocina.


Pedro se sentó de nuevo y probó el café humeante. Al cabo de un momento, miró a Paula y habló.


—Gracias por no echarme a patadas.


— ¿A qué has venido?


Él hizo amago de hablar, pero se detuvo. Tomó otro sorbo de café y empezó a decir algo... y de nuevo se detuvo. Por fin, se encogió de hombros y dijo:
—Quería impedir que te fueras.


—No tengo elección. Debo dejar el apartamento antes del lunes —apartó la mirada de él. Nunca lo había visto tan derrotado.


— ¿Qué piensas hacer? —preguntó él suavemente.


—Aún no lo sé.


Guardaron silencio mientras Pedro se bebía el café. Cuando su taza estuvo vacía, la colocó cuidadosamente sobre la mesa y, alzando los ojos, clavó su intensa mirada en los de Paula.


—Lo que hice ayer... lo que dije... todo ello... es imperdonable —se pasó la mano por la boca—.Sé que actué como un loco. Me puse completamente en ridículo —sus ojos se ensombrecieron—. No sé cómo decirte cuánto lo siento.


A Paula no se le ocurrió qué contestar. Estaba segura de que decía la verdad.


El silencio volvió a extenderse entre ellos. Pedro se levantó y se acercó a la ventana, con las manos en los bolsillos. 


Paula se preguntó si sabría cómo marcaba aquella postura la forma de sus glúteos. De espaldas a ella, Pedro dijo:
—No recuerdo casi nada de lo que pasó ayer.  Afortunadamente. Porque lo poco que recuerdo me pone enfermo: las cosas que te dije..., la forma en que te hablé... A ti, nada menos.


—Dijiste lo que creías que era cierto.


— No —dijo él, sacudiendo la cabeza lentamente —. Dije lo que temo que sea cierto.


—Ya veo. Crees que tengo una aventura con Rich Harmon —dijo ella en tono indiferente, intentando sobreponerse a la opresión que sentía en el pecho y a las lágrimas que pugnaban por emerger.


El se dio la vuelta y sacó las manos de los bolsillos. Se agarró al quicio de la ventana para mantener el equilibrio.


—No —dijo apretando los dientes—. No creo que tengas una aventura con Harmon... ni con ningún otro.


—Entonces no entiendo lo de ayer — consiguió decir ella.


Pedro se recostó contra la pared como si necesitara apoyo, y la observó. Paula sabía lo que veía: una mujer pálida, sin maquillaje, con el pelo recogido en una coleta, vestida con una camiseta polvorienta y unos vaqueros descoloridos.


— ¿Alguna vez te has preguntado por qué, en todos estos años, nunca demostré un interés personal hacia ti?, ¿por qué nunca te pedí que saliéramos?, ¿por qué nunca flirteé contigo?


Ella lo pensó un momento. Había estado tan ocupada ocultando sus sentimientos hacia él que, en realidad, no se había dado cuenta.


—Si alguna vez me extrañó —dijo finalmente—, fue solo un pensamiento pasajero. Trabajabas muchas horas. No tenías tiempo para hacer vida social.


—Me refiero a cuando salía del trabajo.


—Supongo que pensé que se debía a que sabías que los amores de oficina están abocados al fracaso.


Pedro sonrió por primera vez desde que había llegado.


—Se debía a que eres la clase de mujer que no solo conoce el significado de una expresión como «estar abocados al fracaso», sino que además sabe utilizarla en una frase
— ella frunció el ceño. Había conseguido desconcertarla—. El día que te conocí, comprendí que no pertenecíamos al mismo mundo. Tú eras culta, educada, provenías de un nivel social que yo solo podía contemplar desde lejos. Eras una de esas damas clásicas, destinadas a casarse con alguien igualmente culto y educado que se moviera en los círculos de la alta sociedad. Nunca me permití jugar con la idea de que pudieras pensar en mí como en algo más que tu tosco y grosero jefe — Paula lo miró, asombrada—. Tú te merecías a alguien mucho mejor que yo; lo sabía cuando te contraté. Lo sabía cuando me aproveché de tus miedos para convencerte de que te casaras conmigo; pero lo hice de todos modos —se apartó de la pared y volvió a sentarse—. Una de las cosas que recuerdo de ayer es que te dije que no confiaba en ti —se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre las rodillas—.No es cierto. Lo que pensé cuando oí que Harmon y tú habíais estado comiendo en el parque fue que al fin te habías dado cuenta de que al casarte conmigo habías cometido un terrible error. Afrontémoslo. Rich Harmon es mucho más de tu estilo que yo.


Paula no sabía si reír o llorar. ¿Cómo era posible que pensara aquellas cosas? En todos esos años, no se había dado cuenta de la pobre opinión que Pedro tenía
de sí mismo. Su mente voló raudamente en todas direcciones, revisando todo lo que le había dicho el día anterior a través de ese nuevo filtro.


—Dejé que el miedo a perderte se apoderara de mí. Te pediría que me perdonaras, .pero sé que no merezco tu perdón. No te merezco, porque ni siquiera me había dado cuenta de que llevaba ocho años enamorado de ti. Dime lo que quieres, Paula. Si quieres el divorcio, no me opondré. Si crees que no puedes seguir trabajando para mí, también lo entenderé.


Así que era eso. Pedro había ido a pedirle perdón y a ofrecerle la libertad, si la quería. Paula dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas.


—No quiero el divorcio. Quiero matarte por ser tan estúpido. Quiero darte una patada en el trasero. Pero no, no quiero poner fin a nuestro matrimonio.


Él se levantó de la silla y se arrodilló a su lado.


— Si me perdonas —dijo tomándola de la mano mientras con la otra le enjugaba una lágrima—, te prometo que lo de ayer no volverá a ocurrir. Prometo no dudar nunca de ti, ni sospechar de ti, ni pedirte explicaciones o negarme a escucharte —se le quebró la voz —. Si me perdonas, seré el mejor marido que pueda ser.


Ella sonrió a través de las lágrimas.


—Eso está muy bien. Si sigues así, te convertirás en un santo.


— ¿Significa eso que me perdonas?


Ella se levantó y tiró de él para que se pusiera en pie.


—Si te digo que sí, ¿te irás a casa y dormirás un rato? Tienes un aspecto horrible.


Él deslizó los brazos alrededor de su cintura.


— Solo si vienes conmigo. He descubierto que no me gusta dormir sin ti.


Ella miró la habitación y luego a él.


—De acuerdo. De todos modos, el apartamento tiene que estar vacío antes del lunes.


Él la condujo hacia la puerta, agarrándola firmemente por la cintura.


—Y lo estará, aunque para ello tenga que traer una cuadrilla —abrió la puerta y, cuando estuvieron en el pasillo, se volvió hacia ella y dijo—. Por cierto, ¿qué estaba haciendo Arthur aquí, si no te importa que te lo pregunte?


Ella se echó a reír y lo agarró de la mano. Mientras se dirigían hacia el ascensor, dijo:
—Nunca habría imaginado a Arthur en el papel de Cupido, pero espera a saber lo que me ha contado.