viernes, 12 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 2






Pedro Alfonso estuvo a punto de lanzar el teléfono contra la pared por la frustración que sentía.


—Elena, creo que te dejé claro que no iba a realizar ninguna salida publicitaria ni ninguna firma de libros durante un tiempo.


La voz fría y falsa que empezaba a odiar emitió un quejido:
—Lo sé, Pedro, pero te comprometiste a esta pequeña gira antes de las vacaciones, antes del ultimátum —por el tono él podía saber lo que ella pensaba de su advertencia.


Pedro no recordaba haberse comprometido a aquello, pero a veces, cuando estaba apurado por los plazos de entrega, decía cualquier cosa para que Elena lo dejara tranquilo.


—¿Cuándo tengo que salir?


—Un coche pasará a recogerte mañana a las siete.


Él gruñó. Había planeado pasar el día entero trabajando, aunque sabía que lo que había estado escribiendo últimamente no valía nada y no acabaría en un libro. Pedro había sido declarado un «niño prodigio» con su primer libro y había tenido mucho éxito con todos los demás, pero ahora sentía el peligro de acabar «quemado» antes de los treinta.


Nunca había tenido un bloqueo tan grande en toda su carrera y lo estaba volviendo loco. Deseaba escribir un libro distinto, pero por más que se esforzaba no llegaba a nada y la frustración lo estaba matando.


Volvió a prestar atención a Elena, que no dejaba de hablar de una fiesta a la que había ido y a la que él debería haber asistido también, para conocer gente.


—¿Cuánto tiempo estaré fuera? —la interrumpió. Tenía que despedirla para dejar de hacer esas giras y esas firmas de libros que tan poco le gustaban.


Probablemente ya lo hubiera hecho si no hubieran tenido una aventura. Aquello había acabado hacía tiempo, pero se sentía culpable por despedirla: no quería que ella pensaba que lo hacía porque ya no se acostaban juntos y ya no la necesitaba.


—¿Pedro?


—¿Qué? —estaba claro que no la había estado escuchando.


—He previsto una pequeña parada en la granja —él notó el tono desdeñoso de su voz. Elena pensaba que la compra de la granja no había sido una buena idea y lo había dicho alto y claro.


Pero eso hizo que la idea del viaje casi sonara bien para Pedro.


—De acuerdo. Estaré listo para las siete.


Colgó y miró la calle desde la ventana de su apartamento. 


Los árboles habían perdido las hojas y la gente paseaba por las calles, con sus perros, sus hijos o consigo mismos, bien pertrechados para el frío.


Pedro no se relacionaba demasiado con sus semejantes. 


Había descubierto recientemente que la mayoría de sus conciudadanos rozaban la locura.


Hacía un mes dos mujeres lo habían seguido hasta casa después de una cena con su editora. Una vez allí, habían sorteado la vigilancia del portero y habían insistido en ver su casa.


La semana pasada había encontrado a una mujer sentada sobre el capó de su coche, que estaba aparcado en el garaje privado y vigilado del edificio, con una copia de su último libro en la mano. Llevaba una falda muy corta y se le veía el ombligo; había dejado claro que quería de él algo más que un autógrafo.


Pedro maldijo el día en que se dejó convencer por Elena para que su foto apareciera en el interior del libro. Aquello había ocurrido al principio de su aventura y ella había insistido mucho. Quitar la foto de sus siguientes publicaciones sería como cerrar la puerta del establo después de que el caballo hubiera huido, pero lo cierto era que Pedro estaba deseoso de recuperar su anonimato.


Ahora lo único que quería era salir de la ciudad en la que había crecido, alejarse de los fans irracionales, del torbellino social y las constantes interrupciones. Deseaba estar solo en la granja que acababa de comprar. Estaba seguro de poder recuperar su creatividad en la soledad de la campiña de Pennsylvania.


En total sólo había pasado una hora allí, inspeccionando la propiedad, pero le había parecido tan adecuada que la había comprado en ese momento. Le gustó todo lo que vio: la tranquilidad, la soledad y el hecho de que la única casa a la vista fuera la casita de piedra del guarda.


La casa principal, un edificio de madera restaurado, era lo suficientemente grande, acogedora y cómoda.


Estaba claro que el lugar estaba muy bien cuidado. No había conocido a los trabajadores de la finca, pero si no se metían en las cosas de Pedro y cumplían con su trabajo, a Ian no le importaba no conocerlos.


Siempre había necesitado calma y soledad para escribir y Philadelphia se estaba convirtiendo en un sitio imposible para trabajar. No sólo sus fans lo acechaban, sino también sus padres pretendían que entrara en su ajetreado círculo social para presumir de él como de un trofeo.


Había considerado trasladarse a Nueva York para estar más cerca de su editora, pero eso sería tan mala solución como quedarse en Philadelphia. Estaba cansado de que lo presionaran para que acudiera a eventos importantes a los que era invitado por su fama. Nadie quería «conocerlo», sino ser visto con él. Lo peor era que cuanto más declinaba las invitaciones que Joyce consideraba «importantes», más popular se hacía.


Y el lado financiero de su vida tampoco iba bien. Había contratado un ejército de gente para que se ocupara de sus cosas. Elena, su agente, un administrador, un contable… y en vez de facilitarle la vida parecía que se la complicaban más.


Quería poder escribir en paz y tranquilidad, vivir una vida fácil y sin interrupciones, sin compromisos.


Tal vez entonces recuperara la chispa y escribiera un libro decente que entregarle a su editora. Había fijado un plazo y no tenía nada especial que enseñar a nadie, mucho menos a su editora.


Apagó el ordenador portátil y fue a hacer la maleta, un poco más alegre por el hecho de pasar un rato por la granja. 


Cuando volviera a casa, empaquetaría el resto de cosas y las enviaría allí. Si el lugar resultaba tan ideal para trabajar como esperaba, pensaría en poner su piso a la venta.




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